la guerra de troya

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LA GUERRA DE TROYA
Era Troya una ciudad rica y poderosa de la costa del Asia
Menor. La gobernaba el rey Príamo, un hombre sabio y
justo, querido por sus súbditos. Tenía muchos hijos, entre
ellos Héctor, un guerrero bueno y valiente, y Paris, un joven
risueño y atractivo que finalmente fue la ruina de su patria. Los oráculos, que predecían los sucesos futuros, ya lo
advirtieron cuando Paris nació: aquel niño sería como una
antorcha que incendiaría la ciudad. Por eso, Príamo prefirió
la muerte de uno solo de sus hijos a la perdición de todo el
reino, y abandonó al recién nacido en el desierto, para que
muriera de hambre. Pero nada se puede hacer contra el
destino, que ya había predicho la suerte de Paris y de Troya
entera. Así sucedió que unos pastores encontraron al niño
abandonado y decidieron criarlo como a un hijo. A partir
de ese día, Paris creció entre los pastores sin saber que por
sus venas corría sangre de reyes.
Pero al cabo de muchos años, cuando Paris era ya un
hombre joven, sus padres adoptivos le revelaron la verdad
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sobre su origen. Paris, al saber de quién era hijo, se fue a
Troya a ver al rey Príamo, su verdadero padre, para que lo reconociera como hijo legítimo. Y el viejo Príamo no tuvo más
remedio que aceptar a Paris. Sin embargo, el rey recordaba
todavía la predicción de los oráculos, según la cual el joven
traería la ruina a su ciudad. Por eso, decidió enviarlo a Grecia, con la idea de tenerlo lo más alejado posible de Troya.
Por aquel tiempo, Grecia era un conjunto de ciudades
independientes y cada una tenía su propio rey. Paris, viajando por aquellos lugares, fue a parar a la ciudad de Esparta,
a la corte del rey Menelao. Se decía que la esposa de este
rey, la reina Helena, era la mujer más hermosa del mundo,
y que su belleza era comparable a la belleza de las diosas.
Cuando Paris llegó, pues, a Esparta, fue amablemente acogido por Menelao, como le corresponde a un rey que recibe
a un extranjero. Pero el joven mal le pagó su favor: Paris
se enamoró ciegamente de Helena, y se olvidó del respeto
que debía a su anfitrión. De manera que un día la secuestró
y se la llevó de Esparta, aprovechando la ausencia del rey
Menelao. Los amantes corrieron a refugiarse a Troya, para
desesperación del viejo Príamo, que veía cómo empezaba
a cumplirse la predicción.
Una ofensa tan grande a un rey tan poderoso no podía
quedar sin castigo. Menelao tenía un hermano, Agamenón,
el hombre más influyente y rico de Grecia: los dos juraron recuperar a Helena y destruir la ciudad de Troya, que
había acogido a los amantes furtivos. Con su autoridad,
Menelao y Agamenón convocaron a los reyes y príncipes
de otras ciudades para unirse en una gran alianza y formar
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una expedición militar contra Troya. Así, tras reunir un
gran ejército, las naves de Grecia partieron y se dirigieron
hacia las playas de Troya. Junto a Menelao y su hermano
Agamenón viajaban también los mejores guerreros del país,
como Aquiles, el mejor luchador griego, hombre casi invulnerable, hijo de una diosa; estaba también Áyax, un soldado
lleno de furor, de corazón implacable; el sabio Néstor, cuyos
consejos salvaron más de una vez a los suyos; y Ulises, un
hombre valiente y, sobre todo, astuto, a quien nadie superaba en ingenio.
Ulises, rey de la isla de Ítaca y de otras pequeñas islas de
los alrededores, era respetado en su tierra y muy querido
en su casa. Su esposa era la bella Penélope; poco antes de
partir hacia Troya, ambos tuvieron un hijo, de nombre Telémaco. Aunque Ulises intentó librarse de acudir a la guerra
sirviéndose de diversas tretas, al final no tuvo más remedio
que acompañar al resto de los griegos en la expedición. Con
gran pesar, se vio obligado a dejar a su esposa en la flor de
la edad y a su hijo, que era un niño de cuna. Durante todo
el tiempo que Ulises estuvo combatiendo lejos de su hogar,
jamás se olvidó de su familia ni de su hogar, la tierra de Ítaca, a la que estaba decidido a regresar algún día. Con todo,
fue precisamente gracias a él que Troya fue destruida.
Durante los diez años que duró la guerra ante las murallas de Troya, los combates se sucedían uno tras otro sin
que hubiera un claro vencedor: troyanos y griegos ganaban
y perdían según Zeus alternaba las suertes de la batalla. De
ambos lados se perdieron muchos buenos guerreros. En el
bando troyano, Héctor, el más valiente defensor de la ciudad,
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murió a manos del implacable Aquiles; más tarde, el mismo
Aquiles cayó por un disparo de Paris, que le clavó una flecha
en el talón, su único punto débil; y Paris a su vez fue muerto
por otros combatientes griegos. Al final, todos aquellos grandes guerreros mordieron el polvo en plena batalla.
Era el décimo año de la guerra, y ningún ejército podía
superar al otro. Sin embargo, los griegos entendieron que,
con la mera fuerza de las armas, nunca lograrían vencer a los
troyanos y entrar en la ciudad. Entonces fue cuando Ulises,
el rey de Ítaca, tuvo la idea que puso fin al conflicto y otorgó la victoria a su bando. Siguiendo sus instrucciones, los
griegos construyeron un caballo de madera gigantesco y lo
dejaron abandonado en la playa, a la vista de los habitantes
de Troya. Luego, fingieron rendirse y embarcaron como si
se retirasen de la lucha y volvieran a su país, cansados de
luchar. Pero en realidad era todo teatro: en lugar de surcar
el mar, se habían escondido en unos islotes que había muy
cerca de la ciudad, esperando el momento justo para atacar.
Los troyanos observaron con gran alegría cómo las barcas
griegas se alejaban mar adentro: pensaban que la guerra por
fin había acabado. Al ver el gran caballo de madera en mitad
de la playa, creyeron que se trataba de una ofrenda a Poseidón, rey de las aguas, ofrecida por los griegos para que el dios
les fuera favorable en el viaje de regreso. Decidieron arrastrar
el caballo dentro de sus murallas, sin sospechar que en su
vientre hueco se escondían Ulises, Menelao y otros guerreros griegos, quietos y en silencio, preparando la emboscada.
Aquella noche, en Troya, fue toda de celebraciones y
fiestas. Todos los ciudadanos salieron a las calles a festejar el
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fin de la guerra, sin saber que el destino de su ciudad estaba
por cumplirse. Cuando ya el último habitante de Troya dormía, rendido por el cansancio y el vino, los héroes griegos
salieron silenciosamente del vientre del caballo. Sin que
nadie se diera cuenta, abrieron las puertas de la ciudad para
que penetrara el resto del ejército, que ya había vuelto de
su escondite en las islas y estaba preparado para el ataque.
De esta forma, se precipitaron todos los guerreros griegos
a través de la muralla, dispuestos a sembrar la destrucción
de sus enemigos.
Aquello fue la ruina de Troya. Los griegos atacaron sin
piedad y no dejaron a ningún hombre vivo en la ciudad; se
llevaron a las mujeres jóvenes como esclavas, saquearon
todas las riquezas, vaciando casas y palacios. Finalmente,
incendiaron la ciudad, que poco a poco se hundió en cenizas
bajo aquella noche sin estrellas, llena de fuego. Menelao recuperó por fin a su mujer Helena, que había sido el motivo
de toda la guerra, y se la llevó de vuelta a Esparta, de donde
la había secuestrado el traidor Paris.
Para los guerreros griegos que todavía vivían era el momento del retorno a sus casas paternas, tras diez años de
ausencia. Con las riquezas que habían obtenido del saqueo
de Troya, partieron cada uno a su tierra, sabiendo que su
gloria, desde entonces, sería casi infinita; la guerra era ya
solamente un recuerdo que los poetas futuros convertirían
en música y canto.
Pero en este retorno tan deseado, la suerte de unos y
otros fue desigual. Agamenón, el poderoso comandante del
ejército griego, llegó rápidamente a su hogar, pero encontró
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solo desgracia y muerte; Menelao, su hermano, tardó años
en llegar, retenido en costas extranjeras contra su voluntad.
Pero quien más penas sufrió fue Ulises, el rey de Ítaca. Protegido por Atenea, odiado por Poseidón, él nunca se olvidó
de regresar a su patria, donde lo esperaba su hijo Telémaco,
convertido en hombre, y su esposa Penélope, que pasaba los
días tejiendo y destejiendo en el telar. Todavía tardó nuestro
héroe diez años más en volver, diez años llenos de mar, de
monstruos y de cielos revueltos; pero jamás lo abandonaron
la constancia y el deseo de volver a su hogar.
Y esta historia que empieza es la odisea del héroe Ulises,
rico en ingenios.
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I.
LOS CICONES
Con la esperanza de volver a su patria, tan querida, Ulises y
sus compañeros aqueos prepararon las naves para la partida.
Subieron a bordo todas las riquezas que habían saqueado de
Troya como botín de guerra. Izadas las velas y recogidas las
anclas, se embarcaron en las naves de lisa proa y surcaron
las olas mar adentro. Tras tantos años de lucha, Ulises por
fin tomaba el camino a su hogar, en la isla de Ítaca, donde
le esperaba su esposa Penélope y su hijo, que era un niño
cuando él se marchó.
Pero ya en alta mar, los vientos, quizás por voluntad divina —que a menudo es cambiante y oscura—, no les fueron
nada favorables; soplando con fuerza, desviaron las naves
de Ulises de su ruta y las llevaron hasta Ísmaros, donde
habitaba el pueblo de los cicones; allí fue donde Ulises y los
suyos desembarcaron. Según la costumbre de entonces, feroz y sangrienta, los hombres de Ulises destruyeron a todos
los cicones que opusieron resistencia y luego saquearon la
ciudad, sin sentir pena. Los cicones que habían sobrevivido
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huyeron hacia las afueras y los griegos, contentos con el
botín logrado, no se hicieron a la mar, sino que prefirieron
celebrar un gran banquete en el que no faltaron carneros
abundantes para cocinar a fuego lento, bien regados con
vino oscuro del mejor. No obstante, el prudente Ulises quiso huir con el botín que habían conseguido, pues creía que
aquella imprudencia les saldría muy cara; pero, por mucho
que insistió, nadie le hizo caso. Y ocurrió lo inevitable.
Los cicones que habían escapado de la matanza corrieron
a las montañas de las afueras, donde habitaban otros grupos
de cicones, incontables. Y cuando supieron del ataque y el
saqueo de los griegos, se reunieron y, bien armados y conducidos por nuevos capitanes, se presentaron en la ciudad,
donde los hombres de Ulises pensaban solo en comer, beber
y gozar sin pausa. Nunca hubieran imaginado que les caería
encima una nube de cicones, tan numerosos como las hojas
y las flores de los árboles cuando llega la primavera. Se defendieron a duras penas, bajo la guía de su rey, el valiente
Ulises. Después de algunos violentos combates, consiguieron
embarcarse de nuevo y huir mar adentro, pero sin los compañeros que yacían en tierra, sin vida: tal había sido la furia
vengativa de los cicones.
Consternados por el devastador contraataque que habían
sufrido, Ulises y los suyos retomaron rumbo hacia Ítaca, con
la esperanza de no verse obligados a detenerse otra vez; pero,
una vez pasado el cabo de Malea, un viento de mistral bravo
y violento se los llevó más allá de la isla de Citera. Y durante
nueve días seguidos las naves de Ulises fueron juguete de los
vientos desatados, que les hacían trizas las velas y desarma18
ban el maderaje del navío. ¡Pobres marineros, que en el mar
negro y en el cielo creían ver un monstruo amenazante sobre
ellos! Ya pensaban que jamás vislumbrarían su casa natal.
Pero, pasados esos nueve días, el tiempo se calmó y Ulises
y los suyos avistaron una tierra desconocida. Tras desembarcar, pudieron sacar agua fresca de unos pozos, y comer así sin
preocupaciones. Entonces Ulises ordenó a tres de sus hombres que se adentraran en aquella tierra para ver a qué país
habían llegado, qué frutos daba el suelo y qué raza de gente
albergaba. Resultó que se trataba del país de los lotófagos, es
decir, los comedores de la flor de loto, una flor dulce como la
miel, pero que provoca a quien la come el olvido de la patria,
de tal modo que, por mucho que uno ame y añore su casa, ya
no quiere marcharse de esa tierra tan amena y agradable, en
la que nace esta flor tan especial y que tan bien sabe.
Los tres exploradores de Ulises se presentaron ante los
lotófagos, que eran gente hospitalaria. Y ellos les invitaron
a probar de aquel manjar misterioso y extraordinario que
regalaba la tierra.
—Probad, probad, a ver qué os parece —les animaban los
lotófagos sin mala intención.
Y los tres infelices así lo hicieron: probaron la flor de loto
y la encontraron exquisita de verdad. Y, olvidándose de la
tierra de Ítaca, con sus montes poblados de viñas y olivos,
declararon que vivirían por siempre jamás en aquel lugar
tan maravilloso.
Cuando Ulises se enteró de que no querían embarcarse
para proseguir el viaje, se compadeció de ellos; aun así, los
cogió por la fuerza y los arrastró hasta las naves, sin hacer
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caso de sus llantos y quejas. Y en seguida dio orden a sus
marineros de zarpar y abandonar aquella tierra, acogedora
y alegre, pero donde se corría el peligro de olvidar la casa
propia y todo lo que en ella se había dejado. Y, tras partir
del país de los lotófagos, las naves del rey Ulises tomaron el
rumbo de tramontana.
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