LOS SOTOMAYOR: GUERREROS E INQUISIDORES

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LITERATURA
Los Sotomayor:
Guerreros e Inquisidores
ANDRÉS FREIRE. Profesor de lengua española y literatura
Los vigueses gustamos, como todos, de presumir de ciudad,
pero ni el más zelote entre nosotros puede esconder el
hecho de que, comparada con otras, la nuestra se muestra
escasa en ciudadanos ilustres. El doctor Taboada Leal, en
su famosa descripción de Vigo (1840), hacía recuento de
ellos y el primero que aparecía, la primera persona de nota
nacida aquí, era Fray Antonio de Sotomayor, destacado
clérigo en la España de la primera mitad del XVII. Algunas
fuentes sitúan su nacimiento en Valença; no obstante,
nadie duda de sus raíces viguesas, sitas en Santomé de
Freixeiro, solar de su familia, rama menor del legendario
linaje de los Sotomayor.
Es difícil no hacer cuenta de esta familia sin caer en la
nostalgia de aquellos tiempos de hombres desmesurados
y valientes. A través de ellos, de sus aventuras, ambiciones
y violencia, podemos seguir el paso del tiempo en nuestra
tierra. ¿Cómo narrar brevemente su historia, cuando tantos
han sido, cuando tantas hazañas y desventuras han sufrido?
No podremos hablar de Payo Méndez Sorred de Sotomayor
que consiguió fama en las Navas de Tolosa. Ni podremos
detenernos, lástima, en el Almirante Payo Gómez de
Sotomayor, nuestro poeta Gómez Chariño, “que ganó a Sevilla
siendo de moros”, como aún recuerda su sarcófago en la
iglesia de San Francisco en Pontevedra. Pero no queremos
olvidar a otro Payo Gómez de Sotomayor, aquel que lideró,
allá en el siglo XV, una embajada de Castilla hasta Samarcanda,
donde la ruta de la seda y los terribles mongoles, a presentar
sus respetos al gran Tamerlán, quien disponía de una
piedra mágica que sudaba cuando le mentían. Nuestro
héroe superó tan peligrosa entrevista.
A su regreso, le acompañaron, como presente de Tamerlán
al rey de Castilla, dos doncellas, prisioneras de los turcos y
de noble familia húngara. Pero, llegados ya a la península,
ocurre un escándalo en la comitiva con una de las
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muchachas, María la Húngara, otros la dicen de Grecia.
Hay muchas versiones de lo ocurrido; la más sabrosa es la
de Vasco de Aponte: Payo Gómez, viniendo por el camino,
empreñó una dellas. Cuando el rey lo supo quisiérale degollar;
mas todos rogaron por él y casolo el rey con ella.
Parecía decaer el linaje Sotomayor hasta que irrumpió el
más legendario de sus miembros, un bastardo de nombre
Pedro Álvarez de Sotomayor, también conocido como
Pedro Madruga, Vizconde de Tuy, Mariscal de Bayona,
Conde de Caminha. Hombre feroz, de esos que son siempre
el mejor de los amigos y el peor de los enemigos. En batalla
no hacía prisioneros. Lo aprendieron pronto los irmandiños, a
los que presentó cruel guerra para recuperar sus posesiones.
Su cercanía al rey de Portugal y su condición de noble
a ambos lados de la raya le situaron como el más fiel
defensor de la opción portuguesa, la de Juana la Beltraneja,
frente a Isabel la Católica. Tras la victoria de esta última, sus
enemigos no se aquietaron ni él tampoco. El mayorazgo
de los Sotomayor recayó en su hijo Álvaro con el padre aún
en vida. Hasta que Pedro Madruga desapareció. Los más
dicen que vilmente asesinado en Alba de Tormes; hay
quien aventura que cambió de nombre, consiguió de la
reina unos barcos, y descubrió América bajo el seudónimo
de Cristóbal Colón.
Uno de sus hijos marchó a América. Allí explotó a los indios
y enamoró a una princesa nativa, que casó con él, y con él
quiso morir, cuando los tainos se rebelaron y le asesinaron.
Y aún hoy en Puerto Rico conocen la leyenda de la princesa
Guanina y Cristóbal de Sotomayor, enterrados juntos en
recuerdo de su amor.
La sangre llama a la sangre y las divisiones intestinas
familiares culminaron cuando otro Pedro de Sotomayor,
nieto del Madruga, enfadado con su madre, ordenó a sus
esbirros que la apalearan hasta la muerte en una vereda
de Mourentán. El parricida huyó a Portugal y, más tarde,
se alcanzó a Roma buscando el perdón del Papa. Sus
pocas esperanzas se truncaron cuando le descubrieron en el
intento de falsificar el perdón papal.
De una rama menor, surgida del matrimonio de una hija de
Madruga y su aliado miñoto-portugués Juan de Sequeiros,
nace nuestro Antonio de Sotomayor, tataranieto de Pedro
Madruga. Su trayectoria es la propia del tiempo ya decadente
de los Austrias menores, cuando no regían ni los guerreros,
ni las familias patricias, sino los clérigos de muchos libros.
Antonio de Sotomayor, nacido en 1547 o 1556, y muerto
en 1648, era uno de ellos, sacerdote dominico, orden de
intelectuales estrictos nacida con vocación de aplastar
heterodoxos.
Su carrera fue fulminante: Catedrático en Santiago, Prior,
Provincial de la Orden, Confesor del Rey, Abad, Miembro
del Consejo de Estado y, como culminación, Inquisidor
General. Sobre esto nos cuenta don Marcelino Menéndez
y Pelayo que “se mostró celosísimo en su oficio inquisitorio
y, no satisfecho con haber quemado más de 2000 libros
en el convento de María de Aragón, de Madrid, mandó
publicar un nuevo Índice en 1640”. Esa era la marca del gran
inquisidor, la de publicar un Índice de libros prohibidos. El
de Sotomayor, por primera vez, va más allá de la estricta
vigilancia de la ortodoxia católica, y empieza a prohibir
libros por cuestiones de pudor y moral pública.
De todos sus cargos, el más importante era el de Confesor
del rey, ya que esa cercanía a la corona le condecía una
ascendencia política siempre sujeta a envidias y críticas,
porque –recordaba Quevedo, malmetiendo como era su
costumbre en toda polémica- no hay cosa más diferente que
Estado y conciencia, ni más profana que la razón de Estado.
Durante 27 años fue Sotomayor confesor de Felipe IV.
Aprovechó su posición para hacer favores y acopiar cargos
para sí y su linaje. Su mayor gloria es la de haber sido decisivo
en la restauración del voto a Cortes a Galicia. Hubo de pagar
al rey, claro, que estas cosas nunca son gratis, pero nuestra
tierra resolvía así su gran agravio, el de estar representada
en Cortes por la ciudad de Zamora. Sotomayor se aseguró,
por supuesto, elegir él a los procuradores gallegos “fiando
de nosotros que miramos por el bien y la autoridad del reino”.
Y si esa fue ventaja para nuestra tierra, mayores consiguió
para los suyos: su hermano, obispo de Quito y Arzobispo
de Charcas, un su sobrino Obispo de Orense y más tarde de
Zamora, otro su sobrino, Arzobispo de Santiago, mientras
su linaje recibía títulos, como el de Conde de Priegue, y
cargos. Fray Antonio de Sotomayor aprovechó su posición
para reconstruir el pazo familiar en Vigo, el de Santomé,
conocido popularmente como Pazo da Pastora, por la
imagen de la Virgen en la Capilla. Muestra del poder y
prestigio de Fray Antonio es el tríptico de oro, que con tal
ocasión le regaló el príncipe de Gales.
La caída del Conde-Duque de Olivares trajo consigo el
cese de nuestro Fray Antonio en 1643. La suya no fue una
caída tan abrupta como la del valido. Felipe IV le solicitó
que renunciara a su cargo de Inquisidor general, pero el
anciano Sotomayor se resistía. Le aseguró al monarca “que
si mis ocupaciones son muchas y mi descanso ninguno
para hombre de mi edad, que se van llegando con mucha
priesa los noventa, me hallo con muchas fuerzas”. Al fin
abandonó, no sin asegurarse antes nuevas mercedes que
asegurasen su bienestar.
Décadas después de su muerte, un pariente suyo iba a
alcanzar el mismo cargo de Inquisidor General. Me refiero a
Diego Sarmiento de Valladares, el más destacado en la lista
de vigueses ilustres de Taboada Leal, pero la suya, y la del
clan de Valladares, es otra historia…
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