SUMARIO: I. La terminología. II. Fe e incredulidad: 1. Aspectos

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FE
DicTB
SUMARIO: I. La terminología. II. Fe e incredulidad: 1. Aspectos
subjetivos de la fe: a) La confianza, b) La fidelidad, c) La
escucha/obediencia; 2. La incredulidad. III. Depósito de la fe: 1.
Actitudes positivas para con el depósito; 2. Situaciones contrarias a la
fe. IV. Gnosis/conocimiento. V. Fe y visión. VI. Fe y obras: 1. Fe y
salvación; 2. La justificación por la fe exige las obras. VII. Don y
búsqueda.
Prescindiendo del ámbito profano, jurídico y puramente religioso,
en-tendemos por fe la total referencia a Dios, conocido en la revelación,
por parte del hombre, que en el análisis de las propias dimensiones
fundamentales con el mundo, la muerte, los demás hombres y la historia
(cf GS 4-22) se descubre abierto a la trascendencia y dotado de una
libertad que se explicita en la responsabilidad y en la esperanza.
I. LA TERMINOLOGÍA. El examen de los vocablos, al mismo tiempo
que ofrece una visión de conjunto de los pasajes bíblicos, deja entrever
la fe en sus dimensiones originales de confianza, conocimiento y
obediencia. La raíz fundamental 'mn, presente en la forma hifil (he' min)
52 veces, indica estabilidad y seguridad derivadas del apoyo en otro.
Esto comprende ante todo —prescindiendo de los contextos profanos,
en donde tener confianza (Dt 28,66; Job15,31; 24,22; 39,12) alterna
mediante la variación de las preposiciones con tener por verdadero (Gén
45,26; I Re 10,7; 2Crón 9,6; Prov 14,15; Jer 40,14)— el sentido de
abandono y de confianza. Fe es entonces el entregarse en manos del
Dios de Abrahán (Gén 15,6) en el momento en que parecían haber
caducado los plazos de realización de la promesa de una posteridad (cf
Gén 12,1-4a); es la aceptación de la palabra de Moisés sobre su
experiencia con Yhwh que le había prometido la liberación (Ex 4,31; cf
4,1); es la actitud compleja (temor, reverencia, asombro, confianza,
obediencia) del pueblo ante los signos salvíficos (Ex 14,31); es el
reconocimiento de Moisés como enviado de Dios en tiempo del pacto
sinaítico (Ex 19,9). En momentos críticos de la historia de Judá, por
motivos contingentes, como la coalición siro-efraimita, o duraderos,
como la amenaza siria, la fe se convierte en renuncia a los apoyos
humanos (Is 7,9; cf 8,13), en confianza exclusiva en la acción de Yhwh
(Is 28,16), en fuente de tranquilidad. "En la conversión y la calma está
vuestra salvación; en la mesura y la confianza está vuestra fuerza" (Is
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30,15); reconocer a Yhwh como único salvador hasta hacerse testigos
suyos (Is 43,10), aceptar la lección increíble del sufrimiento y de la
muerte engendradora de justificación y de vida (Is 53,1; cf Gén 3,5) es la
fe que se requiere en ciertos períodos, como el del destierro, cuando se
hunden todas las seguridades humanas.
En la plegaria la fe asume acentos más personales y matizados. "Yo
estoy seguro de ver los bienes del Señor en el mundo de los vivos" (Sal
27,13) es una seguridad que se une al reconocimiento de que Dios
salva mediante obras maravillosas, a la obediencia a sus mandamientos
(Sal 78,22.32), a la aceptación de las promesas de salvación (Sal
106,12.24; 116,10; 119,66). Una fe tan sólida en el Señor y en los
profetas que proporciona éxito (2Crón 20,20) y engendra la fidelidad
('emúnah). Esa fe puede reconocerse en un comportamiento recto (2Re
12,16; 22,7; 2Crón 31,18), en la constancia con que se escucha la voz
de Dios (Jer 7,28; Sal 119,30), en considerar justa la dirección divina de
la marcha de la historia (Hab 2,4), en dejarse transformar por el
incansable amor divino (Os 2,21). Una respuesta plena a la alianza,
mediante el reconocimiento del único Dios (Dt 5,7), el amor exclusivo y
confiado (Dt 6,5), la observancia de los preceptos (Dt 7,12), se expresan
por la palabra más densa 'emún (Dt 32,20) y por la más frecuente y
conocida emes: para ésta la fe asume el matiz de sinceridad de
'
corazón, y, más que cualquier otro derivado de mn, se abre al
significado de "verdad" (dos 2,14; Sal 26,3), fiabilidad de las personas y
de las instrucciones (Neh 7,2; 9,13), duración consistente (Is 16,5; 2Sam
7,16).
Otros términos como batah (confiar), típico de las oraciones y de los
himnos (Sal 13,6; 25,2; 26,1), hasah (refugiarse) como búsqueda real o
figurada de una protección por parte del individuo (Sal 64,11; Is 57,13) o
de la comunidad (Sal 2,12; 5,12; 17,7; 18,31), hakah (aguardar), yahal
(anhelar) con qawah (esperar), relativos a una deseada intervención de
Yhwh, entran en el campo más amplio de he'emún, subrayando el
aspecto deconfianza. La terminología veteró testamentaria describe, por
tanto, la fe como "conocimiento-reconocimiento de Yhwh, de su poder
salva4 dor y dominador revelado en la his1 toria, como confianza en sus
prome sas, como obediencia ante lo mandamientos de Yhwh (J. Alfaro
,
Fides..., 474).
Al decir amen, que es una forma participial, se afirma que todo lo que
sale de la boca de Dios es tan seguro que merece toda confianza, tan
verdadero que ha de ser creído y tan sólido que puede orientar
debidamente la vida. "Amén" sanciona de este modo un compromiso
solemne, preciso e irrevocable, reforzado por la repetición, solemnizado
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por la renovación de la alianza (Neh 8,6) y hecho sagrado en aquel
comienzo de culto en Jerusalén (1Crón 16,36), establecido luego en
cada una de las partes del salterio (Sal 41,14; 72,19; 89,53; 106,48).
Más que un simple deseo o un asentimiento débil (Jer 28,6), decir
"amén" supone una responsabilidad jurada (Núm 5,22), una renovación
pública, comunitaria y litúrgica del compromiso de observar los
mandamientos (Dt 27,15-26) o de practicar la justicia social (Neh 5,13).
Inseparable de la confianza, el "amén" se convierte en aclamación
litúrgica (lCrón 16,36), incluso en la adhesión neotestamentaria a la
oración (Rom 1,25; Gál 1,5; 2Pe 3,18; Heb 1,21), a las palabras (1 Cor
14,16) y a las promesas que en Cristo —el amén de Dios a los hombres,
encarnación del Dios del amén (Is 65,16; Ap 3,14), el posesor de una
palabra sólida (Mt 5,18; Jn 1,51)— hacen eficaz nuestro "amén" al
Padre (2Cor 1,20).
La variedad de la terminología del AT se condensa en un único término,
frecuentísimo, del NT: pistéuó/pístis (creer/fe), vinculado al / milagro en
los sinópticos (Mc 2,5; 5,36), que conservan el sentido preminente de
confianza. Creer es también reconocer a Jesús como el mesías (Mc
15,32) a través de su muerte y resurrección (He 2,14-36), de manera
que llega a cualificar simplemente al cristiano como "el creyente" (He
2,44; 4,32; 11,21). Vinculada íntimamente al misterio de la salvación, la
fe —el vocablo más usado (242 veces) después de Dios, Cristo, Señor,
Jesús y Espíritu— se convierte en Pablo en conocimiento y aceptación
del misterio pascual (Rom 10,9.14; cf lPe 1,8.21; Sant 2,5), de la
persona de Cristo (Rom 1,17; Gál 2,6; Ef 2,8; Flp 3,9). Se realiza así una
evolución desde un sentido subjetivo (el acto de creer) a un sentido
objetivo (el contenido que se cree), llegando a identificarse con el
kérygma (Rom 10,8; Gál 1,23; 3,2.5; Ef 4,5), como ocurre en los Hechos
(6,7) y más ampliamente en las cartas pastorales (lTim 1,19; 4,1;
6,10.12). Semejante línea de pensamiento se encuentra de nuevo en el
"creer"joaneo (usado 98 veces de forma absoluta o con preposiciones,
en contraste con el único testimonio del sustantivo "fe"en 1Jn 5,4) como
aceptación de la persona y de la misión del Hijo. Finalmente es densa
en significado la definición de la fe, que acentúa el aspecto subjetivo, en
la carta a los Hebreos (11,1) como certeza de lo invisible, confianza en
las promesas de Dios y compromiso de fidelidad del hombre: la
limitación tan sólo al elemento intelectivo privado de confianza es la fe
insuficiente que se condena en la carta de Santiago (2,14).
Así pues, "la fe es la respuesta integral del hombre a Dios, que se revela
como su salvador, y esta respuesta incluye la aceptación del mensaje
salvífico de Dios y la confiada sumisión a su palabra. En la fe
veterotestamentaria el acento recae en el aspecto de confianza; en la
neotestamentaria resalta el aspecto de asentimiento al mensaje
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cristiano" (J. Alfaro, La fe como entrega, 59).
II. FE E INCREDULIDAD. Es esencial para la fe la dimensión subjetiva,
que se manifiesta como confianza, fidelidad, escucha/ obediencia, cuya
falta revela la incredulidad del sujeto.
1. ASPECTOS SUBJETIVOS DE LA FE. La fe es una reacción a la
acción primordial de Dios (A. Weiser). Dentro de la apertura total del
propio ser a Dios, la fe asume tantos elementos como son los aspectos
del Dios que revela: temor, reverencia, culto, obediencia, amor,
confianza, fidelidad, esperanza, anhelo, paciencia, adhesión,
reconocimiento, por lo que puede decirse que ella "se afianza así en
Dios" (cf Pfammatter, 885; cf Bibl.).
a) La confianza. Aunque presente en personajes —Abel, Henoc, Noé,
Jacob, Moisés, Josué— y en partes narrativas y proféticas, la fe, en la
dimensión subjetiva de abandono, apoyo seguro, confianza plena,
entrega ilimitada, impulso, anhelo, resalta especialmente en Abrahán, el
padre de los creyentes. "Creyó en el Señor, y el Señor le consideró
como un hombre justo" (Gén 15,6). La confianza en Dios lo lleva a
esperar lo imposible, es decir, un hijo en su ancianidad (Gén 18,4). La
situación de muerte de su cuerpo privado de vitalidad, como el seno de
Sara (Heb 11,12), se transforma en vida en virtud de su confianza en la
promesa, en su proyección por encima de toda esperanza humana, en
su ausencia de vacilación, en su persuasión firme de que Dios es capaz
de realizar todo lo que ha prometido, de forma que Abrahán se convierte
en el amigo de Dios (cf Rom 4,18-22; Jue 2,25).
La confianza en Dios supera los límites y las objeciones de la razón
humana, renunciando a contar con uno mismo. Consciente de su propia
incapacidad, de la insuficiencia de cualquier garantía humana, incluso
milagrosa —siempre abierta a seductoras explicaciones racionales—,
duda de sí misma y se abre a la intervención divina. Para eso tiene
necesidad de encontrar un corazón bien dispuesto y humilde. A
semejanza de Jesús, que "se humilló a sí mismo haciéndose obediente
hasta la muerte" (Flp 2,8), y de María, que es proclamada "dichosa por
haber creído que se cumplirían las cosas quo había dicho el Señor...,
que se ha fijado en la humilde condición de su esclava" (Lc 1,45.48), la
humildad lleva a la exaltación y a la consolación por parte de Dios (Lc
1,52; 2Cor 7,6). Hasta qué punto la humildad es expresión de confianza
puede percibirse en la actitud contraria de gloriarse en sí mismo, que
expresa la seguridad del hombre autosuficiente, satisfecho de las obras
y de la sutileza de sus intuiciones: aceptarse en la propia finitud,
rechazando la sabiduría de este mundo, es algo que abre a la salvación
encerrada para los creyentes en la necedad de la predicación de Cristo
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(cf 1Cor 1,21).
Esta actitud permite recibir el don que el Padre hace de sí mismo al
hombre en Jesucristo. Lo que Jesús propone supera la inteligencia
humana. La adhesión al amor absoluto sólo es posible a la confianza;
creer es un acto libre, es un querer creer, como se deduce de los
milagros. Es algo que provocada confianza en Jesús, en aquel ciego de
Jericó que se pone a gritar, a pesar de los reproches de la gente,
suplicando piedad al Hijo de David (Mc 10,46); aquella reflexión secreta
de la mujer tímida y desconfiada, segura, sin embargo, de que podrá
curarse al mero contacto con el manto de Jesús (Mc 5,28); aquella
petición de perdón, con sus gestos, de la pecadora poco preocupada del
juicio de los presentes (Lc 7,37); aquella certeza en el poder de Jesús
sobre el mal que tenía el oficial romano (Lc 7,7-8), lo mismo queaquel
recurso infalible a la fuerza de Dios que es la oración: "Todo lo que
pidáis en la oración creed que lo recibiréis, y lo tendréis" (Mc 11,24).
El aspecto fiducial, limitado para Pablo al contexto de las promesas
divinas (Rom 3,21ss; 4,18ss; Gál 3,6ss) y clave interpretativa de los
grandes personajes de la historia sagrada (Heb 11,4-38), prosigue
también en Juan, en continuidad con los sinópticos. En efecto, para él la
fe es una atracción, un impulso hacia la persona de Jesús, que se
convierte en adoración: "Respondió: `Creo, Señor'. Y se puso de rodillas
ante él" (Jn 9,38). Jesús exige que nos fiemos de su persona a través de
la aceptación de su testimonio (cf 8,45 y 2,23). El aspecto fiducial de la
fe lo recoge la DV 5: "Al Dios que se revela se le debe `la obediencia de
la fe', con la que el hombre se abandona en manos de Dios de forma
totalmente libre, prestándole el `pleno asentimiento del entendimiento y
de la voluntad' y consintiendo libremente en la revelación que él hace".
Mediante este aspecto el hombre "fundamenta su existencia en Dios
mismo en el misterio de su palabra y de su gracia; renuncia a vivir de la
confianza en sí mismo, en los demás hombres o en el mundo, para
abandonarse absolutamente al `Otro' trascendente, al Absoluto como
Amor; va más allá del horizonte de la inteligencia humana y acepta
como verdad absoluta 'la revelación de Dios en Cristo; sale del amor a sí
mismo y se abandona a la gracia de Dios como garantía única de
salvación. Es una decisión que implica, en una tensión dialéctica, el
riesgo de la audacia y la confianza del abandono"(J. Alfaro, Foiet
existence, 567).
b) La fidelidad. La confianza plena conduce a la fidelidad, que es
imitación y participación de la fidelidad de Dios. Saliendo muchas
vecesal encuentro del hombre, Dios ha permanecido fiel a la alianza (Dt
7,9), a las promesas (2Sam 7,28; Os 2,22; Sal 132,11; Tob 14,4) y
realiza sus obras a pesar del pecado: Dios es definido varias veces
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como "fidelidad" en el Deuteronomio, en el Salterio y en los profetas. "El
es la roca, sus obras son perfectas, todos sus caminos son la justicia
misma; es Dios de fidelidad" (Dt 32,4). El hombre participa con su
confianza de la estabilidad de Dios y de sus obras, como Moisés, fiel en
su casa (Núm 12,7) —como sus brazos llenos de fidelidad hasta el
ocaso durante la batalla contra Amalec (Ex 17,12)—en una comunidad
de perspectivas, de pensamientos y de responsabilidades; como el
sacerdote fiel (lSam 2,35); como David (1Sam 22,14) en su reino estable
(2Sam 7,16). Sin la fidelidad el hombre se vuelve vacío, vanidad, nada,
semejante abs oídolos (Is 19,1.3; Ez 30,13; Hab 2,19; Sal 96,5; 97,7).
Es necesario proclamar la fidelidad de Dios (Sal 36,6), invocarla (lRe
8,56-58), para que haga germinar en nuestra tierra la fidelidad a él. En
una economía de la alianza, Dios exige nuestra fidelidad (Jos 24,14),
incluso como condición para una fidelidad de los hombres entre sí, que
con frecuencia falla (Jer 9,2-5). A imitación del siervo fiel que lleva a
cabo su misión en medio de contrastes —tipo de Cristo que da
cumplimiento a la fidelidad de Dios (2Cor 1,20), como sacerdote fiel
(Heb 2, 17)—, los "fieles" (He 10,45; 2Cor 6,15; Ef 1,1) se preocuparán
de considerar la fidelidad como uno de los mayores mandamientos (Mt
23,23), como una constante en todos los momentos de la vida (Lc
16,10-12). Si esta fidelidad supone una lucha continua contra el maligno,
especialmente en los últimos tiempos (Ap 13,10; 14,12), tiene, sin
embargo, como premio el gozo del Señor (Mt 25,21.23)y está asegurada
como don del Espíritu (Gál 5,22) y de la sangre de Cristo (Ap 12,11).
c) La escucha/obediencia. La comprensión del vínculo entre la fe y la
obediencia exige la superación de dos mentalidades opuestas y
bastante difundidas. Por una parte, el hombre moderno, que justamente
considera su autonomía como un gran valor, estima la obediencia como
un mal necesario —con vistas a la educación y a la convivencia— y
acaricia el ideal de su desaparición. Por otra parte, un pensamiento
derivado de la filosofía helenista —en particular del neoplatonismo, que
hace consistir la perfección en la renuncia a la propia voluntad y en la
confianza a la autoridad instituida por Dios—, restringiendo la
obediencia al cumplimiento de la voluntad de otro y a la ejecución de la
orden o del mandato por amor a él, supone que la autodeterminación de
suyo aleja de Dios. La obediencia en un clima de alianza, es por el
contrario, un modo de estar en la intimidad de la amistad con Dios, una
tendencia a vivir como él y —según recuerda la palabra griega hipakoé y
el latínn audire/oboedire: oír/ obedecer— supone el escuchar. Escuchar
(Is 1,10; Jer 2,4; Am 4,1) es la actitud activa de la persona (Éx 33,11;
lSam 3,9; Is 8,9) y del pueblo (.lema:: Dt 5,1; 6,4; 9,1) delante de Dios
que se revela gradualmente en la palabra, en el mensaje, en el anuncio.
La función del oír (Mt 13,16; He 2,33; lJn 1,1) está en relación con la
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comprensión de los misterios del reino (Mc 4,12), de los momentos
significativos de la vida de Jesús (Mc 9,7), de Pablo (2Cor 12,4); del
Apocalipsis (1,3; 22,88). El escuchar auténtico equivale a asimilar e
interiorizar la palabra, hasta hacerse sinónimo del kérygma que suscita
,
la fe (Mt 8,10). "Al recibir la palabra de Dios que os predicamos (akoé),
la abrazasteis no como palabra de hombre, sino como lo que es en
verdad, la palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en
vosotros, los creyentes" (lTes 2,13). Sin la consecución de este objetivo,
la simple percepción externa no es propiamente un oír (Mc 8,18); los
judíos no sacaron ningún provecho de la palabra, "porque al escucharla
no se unieron a ella por la fe" (Heb 4,2).
Por el contrario, hay una relación directa entre el escuchar auténtico y la
fe. "La fe proviene de la predicación (akoé), y la predicación es el
mensaje de Cristo (Rom 10,17): el anuncio que contiene y mira a la fe
(akoé písteós) lleva a la experiencia del Espíritu, que realiza maravillas
en el hombre (Gál 3,2.5), en primer lugar la transformación del egoísmo
humano en amor oblativo (agapé), con el consiguiente gozo, paz,
longanimidad, benevolencia, confianza, mansedumbre, dominio de sí
mismo (Gál 5,22). La superación de la sordera y de la incircuncisión (Dt
18,19; Jer 6,10; 9,25; He 7,51) encuentra su verificación en la acogida
de la palabra de Jesús y en pertenecer a Dios y a la verdad (Jn 8,43.47;
10,16; 18,37), como la Virgen, que se distinguió en esta acogida de la
palabra (Lc 11,28; cf 2,19.51). La audición sigue a la revelación como
palabra.
Cuando se hace plena y duradera, esta atención a la palabra de Dios
pone en movimiento todo el ser; lleva a un compromiso completo, a esa
obediencia que se convierte en expresión de una respuesta plena a la
revelación, lo mismo que la palabra que se transforma en hecho (Sal
33,6; Is 55,10-11; Jn 14,12) induciendo a la acción (Mt 7,16.26; Rom
2,13). El oír "se realiza de veras sólo cuando el hombre, con la fe y con
la acción, obedece a aquella voluntad que es voluntad de santificación y
de penitencia. Así, como coronación del oír, nace el concepto del
obedecer, queconsiste en creer, y del creer que consiste en obedecer"
(G. Kittel, GLNT I, 593). Lo mismo que el oír de Dios se hace efectivo,
es decir, Dios escu, cha una petición, no sólo respecto a Jesús (Jn
11,41s; Heb 5,7), sino respecto a todos los que cumplen la voluntad de
Dios (Sal 34,16.18; Jn 9,31; 1 Pe 3,12) —o sea, de aquellos que,
creyendo en el nombre del Hijo, piden según su voluntad (Un 5,14),
como lo hacen el pobre, la viuda y el huérfano, los humildes, los
prisioneros (Ex 22,22; Sal 10,17; Jue 5,4)—, así también el oír del
hombre supone una transformación de su vida.
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Por eso la obediencia no indica en primer lugar un comportamiento
moral, sino la nueva condición del cristiano, una actitud positiva, de
acogida de la palabra. Obedecer es permitir al evangelio libremente
aceptado que manifieste su fuerza transformadora del hombre; es un
dejarse conducir en toda la vida, rechazando a ese otro amo competitivo
que es el pecado. "¿No sabéis que al entregaros a alguien como
esclavos para obedecerle sois esclavos de aquél a quien obedecéis? Si
obedecéis al pecado, terminaréis en la muerte; y si obedecéis a Dios, en
la justicia" (Rom 6,16). La vida de Cristo, con el acto supremo de amor
en la cruz libremente aceptada, es obediencia (Rom 5,19), que le hace a
él y a nosotros sacerdotes (Heb 5,7.10; 10,14). Obediencia es la
realidad nueva que la aceptación de Cristo glorioso produce en todas las
gentes (Rom 1,5); es la acogida del misterio revelado por Pablo relativo
a la unificación de toda la realidad en Cristo (Rom 16,26); es una
respuesta al evangelio que obliga a someterse libremente a Dios,
conocido como veraz y como fiel; es la nueva condición del hombre
capacitado para uniformarse a la voluntad divina. Esto supone una
intervención de la voluntad, una actitud de libre homenaje. La
obediencia y laconfianza revelan dos aspectos de la aceptación del
evangelio. La sola confianza sin obediencia podría convertirse en vago
sentimiento, lo mismo que la sola obediencia sin confianza correría el
peligro de transformarse en una sumisión a un Dios-amo. El encuentro
con Dios realizado en la confianza se hace profundo y duradero gracias
a la obediencia.
La expresión "obediencia de la fe", obediencia "que consiste o se realiza
en la fe" (Bengel) o convierte a los cristianos en hijos de la obediencia
(1Pe 1,14), más allá de una simple adhesión especulativa, afirma la
aceptación del evangelio con la mente, la voluntad y el corazón, de
forma que toda la vida se vea envuelta en ello. Esta expresión paulina
encuentra un paralelismo en Juan, donde Jesús invita a observar sus
mandamientos lo mismo que él ha observado los mandamientos del
Padre (cf Jn 15,10). La obediencia que Jesús presta al Padre es la
revelación de sí mismo como salvador de los hombres. El mandamiento
(entolé) ha perdido el sentido de precepto para adquirir el de palabra
reveladora del amor trinitario. El hombre a su vez lo guarda cuando
acoge en la fe esta revelación, se deja impregnar por ella y se comporta
de manera que no la deja escapar (téréin).
De aquí se sigue, a ejemplo de Jesús, que "ha dado a conocer todas las
cosas que ha oído a su Padre" (Jn 15,15), la necesidad de escoger las
actitudes que favorezcan la penetración de este don con la ayuda de las
explicitaciones que es posible encontrar en la revelación. La obediencia
se refiere, por tanto, a lo que "el Señor ha dicho" (Ex 24,7) en el /
decálogo y en la ley, y a lo que sigue diciendo en las circunstancias y en
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los signos de los tiempos, imitando a Cristo, que, obedeció al Padre a
través de intermediarios, de personas, de sucesos, de instituciones, de
autoridades, de compromisos cotidianos. De todas formas, hay que
tener presente que, mientras la obediencia a Dios es absoluta (He 4,19),
la sumisión a los intermediarios es relativa a su capacidad de expresar
la voluntad de Dios, que sólo parcialmente está contenida en la realidad
humana como signo que hay que leer debidamente.
2. LA INCREDULIDAD. La incredulidad es la tentación continua del
hombre destinatario de la revelación, lo mismo que la idolatría es la
condición permanente del pagano. Ante las maravillas siempre nuevas
del amor de Dios, sustraído a todo control y verificación, el creyente se
ve situado todos los días ante el dilema: fiarse únicamente de Dios o
caer en la incredulidad, que se convierte en la raíz de todo pecado. La
incredulidad es no tomar a Dios como apoyo, haciéndose indócil y
rebelde, generación cuyo corazón no fue constante y cuyo espíritu fue
desleal para con Dios... "Su corazón no estaba firmemente con él, y no
eran leales a su alianza" (Sal 78,8.37). Es apoyarse en la propia vida (cf
Dt 28,66), lo mismo que hace el malvado. Es considerar a Yhwh incapaz
de comprender y de liberar al hombre en sus necesidades, el cual
consiguientemente "murmura" como la generación del / desierto, presa
del hambre y de la sed (Ex 16,2-3; 17,2-3; Núm 11,4-5; 20,2-3), del
miedo ante el enemigo (Núm 14,3). Es olvidarse de los prodigios
realizados en el pasado (Dt 8,14-16; Sal 78,11; 106,7); es
incomprensión de los signos en orden a una conversión (Núm 14,11; Am
4,6ss). Es negación de la existencia de un plan divino. "Que se dé prisa,
que acelere su obra para que la veamos, que se presenten y se realicen
los planes del Santo de Israel para que los conozcamos" (Is 5,19). Es
dar un ultimátum a Dios para que se decida a cumplir sus promesas. Es
el infantilismo religioso de Acaz (Is 7,12). Es rebelión en el plano
práctico, con el desprecio del Creador, roca de salvación (Dt 32,18). Es
sustraerse a las leyes, ofreciendo un culto sin participación del corazón
(Is 1,11-13), que lleva a igualar a Yhwh con los ídolos. La incredulidad,
que fácilmente puede transformarse en idolatría (Ex 32; Dt 9,12-21),
asume un aspecto más doloroso cuando se hace adulterio, prostitución
de la esposa (Os 2; Jer 3; Ez 16). Lleva entonces a tener un corazón
dividido (Os 10,2), a buscar ayuda en otras partes (Is 18,1-6), a confiar
en las instituciones (Jer 7,4), a endurecerse (Is 6,10).
La incredulidad se agudiza ante Jesús, que exige para con su misma
persona (Mt 11,6) todo lo que el piadoso israelita reconocía a Yhwh. La
objeción de la racjonalidad presentada por Zacarías, y que se hace más
evidente ante la fe de María (Lc 1,18.38), continúa en la de los paisanos
de Jesús (Mc 6,6), de los fariseos (Mt 15,7), de las ciudades del lago y
de los judíos (Mt 8,10). La incredulidad revela la falta de un corazón
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humilde (Mt 11,25), de la oración y del ayuno (Mt 17,20-21), y admite
varios grados: es miedo ante la tempestad (Mt 8,26), olvido de la
enseñanza de Jesús en los milagros (Mt 16,8-10), escándalo ante el
misterio de la cruz (Mt 16,23) y —extrañamente increíble (He 26,8)— es
negación de la resurrección en los discípulos (Lc 24,25.41; Mt 28,17; Mc
16,11.13-14), en los judíos (He 7,56-57), en los paganos (He 17,31-32).
El misterio de la incredulidad aparece sobre todo en el rechazo de Cristo
por parte de aquel pueblo que tenía la misión histórica de esperarlo y de
dar testimonio de él. Si para explicar la condenación a muerte de Jesús
basta con recurrir a la ignorancia y a la culpabilidad de los judíos (He
10,39), el rechazo continuo de la predicación apostólica obliga a Pablo,
dolorido y preocupado (Rom 9,2) a iluminar este misterio, descubriendo
en él la última invención de una providencia divina que en el carácter
temporal de la falta de fe vislumbra una mayor facilidad de la conversión
de los gentiles (Rom 11, 25.31).
Si Pablo recurre a la incredulidad del antiguo pueblo —castigado antes
por haber hecho inútiles tantos prodigios (ICor 10,1-5) y sometido ahora
a la severidad de Dios por haber rechazado a Jesús (Rom 11,22)—para
poder amonestar a los cristianos, Juan ve en el judío —que no ha
"acogido" ni "reconocido" (Jn 1,10-11) en Jesús el Cristo, la Palabra
encarnada, al Hijo de Dios enviado por el Padre— el tipo mismo del
incrédulo, el reflejo del mundo malo, inmerso en el pecado, que le
impide venir a la luz y lo incapacita para "ser de la verdad" (Jn 3,21;
18,37), ir más allá de lo maravilloso que aparece en los gestos de Jesús
(Jn 6,26). El incrédulo se queda en la etapa de Nicodemo (3,2), sin
alcanzar la fe de la samaritana en la palabra (4,15) o la fe conmovedora
del oficial del rey (4,53). Si la fe tiene necesariamente grados, requiere
un camino para aceptar la "obra" de Jesús (17,4), reveladora de su
intimidad con el Padre (14,10), que fue el camino que recorrieron los
discípulos (2,11), Pedro (6,63), el ciego de nacimiento (9,35-38), Marta
(11,25-27), Tomás (20,25-28). Pero el que no tiene en sí el amor de Dios
(5,42), sólo se preocupa de la comida que perece (6,27), se siente
apegado a los privilegios de raza (8,33), a la vanagloria (9,28), a la
autosuficiencia (9,39-41), no forma parte del rebaño de Cristo (10,26),
odia la luz (3,19), tiene por padre al diablo, que impide creer en Jesús
que dice la verdad; ésta se convierte incluso en ocasión de incredulidad
(8,45). El incrédulo entonces se cierra cada vez más a los signos que no
ve(12,37), a la palabra que no penetra (8,37), a la luz que lo ciega
(9,39). La incredulidad, más que distinguir en grupos sociales, pasa por
dentro de cada persona, está siempre oscilando en sus fronteras; pero
mientras uno no haya "muerto en su pecado" (8,21), siempre tendrá el
camino abierto para reconocer en Jesús al Hijo del hombre (9,35).
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III. DEPÓSITO DE LA FE. Esta expresión introduce la consideración del
aspecto objetivo de la fe. Partamos de nuestra experiencia. Cuando un
amigo nos narra un hecho desconocido y singular o nos revela su propia
experiencia interior, le decimos: "Confío en ti, en tu persona". Esta frase
supone esta otra: "Creo y acepto todo lo que tú dices". Incluso
humanamente la fe es en primer lugar una confianza y un abandono en
una persona —como el hijo en sus padres, el alumno en el maestro, el
adulto en una persona amiga—, pero desemboca necesariamente en la
aceptación de todo lo que se nos cuenta: la falta del primer aspecto de
la fe lleva al aislamiento, a la esterilidad, hace imposible cualquier
relación económica, social, comunitaria, matrimonial, familiar. De la
misma forma, en las relaciones con Dios, la actitud esencial de fiarse de
él lleva consiguientemente a la afirmación de los contenidos, de los
acontecimientos de la revelación. Éstos se aceptan no porque el hombre
los comprenda en su evidencia racional o experiencia directa, sino por la
confianza en quien los propone. La fe en Dios es también fe en lo que él
revela: el NT habla, junto a pístis (pistéuein) eis, de pistéuein hoti,
expresiones que la reflexión teológica traducirá en fides qua y fides
quae.
Este segundo aspecto, presente ya en el AT en la necesidad de
reconocer las intervenciones salvíficas de Yhwh en la historia, tal como
se refleja en la fórmula de fe, es subrayado en el NT hasta llegar a
ocupar el primer puesto. Esto se debe a la novedad del acontecimiento
"Cristo", que después de haber exigido considerar inminente la venida
del reino, pide que se acepte el valor mesiánico de su persona. El
aspecto objetivo de la fe, que comienza en Marcos, es desarrollado por
Mateo y Lucas, hasta alcanzar su cima en Juan. La dimensión
intelectual de la fe "corresponde al carácter real del misterio de Cristo; si
no se salvaguarda el primero, es imposible salvaguardar el segundo [el
aspecto fiducial]. La fe vive de la realidad de su objeto, que es la
intervención salvadora de Dios por Cristo; si el evento salvífico de Cristo
no es real en sí mismo, tampoco es real para mí; no es posible vivirlo
como real" (J. Alfaro, La fe como entrega, 59; cf Bibl.).
El contenido de la fe tiene un núcleo en torno al cual gira como
explicitación, desarrollo, profundización y actualización todo aquello que
Dios ha revelado. Se le puede enunciar como la voluntad absoluta del
Padre de salvar a todos los hombres a través de su Hijo Jesucristo en el
don del Espíritu. Esta voluntad se revela en una dimensión histórica que
tiene su comienzo en la alianza veterotestamentaria (Dt 26,5-9; Jos
24,2-13) y su cumplimiento en la encarnación, muerte y resurrección de
Jesucristo. Al ser la "plenitud de toda la revelación" (DV 2; cf Mt 11,27;
Jn 1,14.17; 14,6; 17,1-3; 2Cor 3,16; 4,6; Ef 1,3-14), la persona de Jesús
resucitado (He 2,24.36), Hijo de Dios (Mc 9,7; Rom 1,3; Heb 1,5), es el
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objeto central de la fe. Al dar el Espíritu en virtud de su glorificación (cf
Jn 7,39), Jesús crea en los hombres la intimidad filial con Dios, el amor
fraterno como irradiación de la agápe divina y la certeza de participar en
la gloria del Señor resucitado. En su vida de fe como diálogo personal
con Cristo, en analogía con el continuo diálogo de Jesús con el Padre, el
cristiano extiende, mediante un nexo irrompible, su acto de fe a la
Iglesia, "cuerpo y plenitud" de Cristo, instituida como "sacramento o
signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el
género humano" (LG 1). Si es lógica la exigencia de desarrollar en todas
sus implicaciones este núcleo fundamental, como de hecho ha sucedido
a lo largo de los siglos, es necesario evitar que "la multitud espesa de
árboles dogmáticos no nos deje ver el bosque de la fe" (W. Kasper).
Sigue siendo importante que la comunidad conserve todas las verdades
de la fe (ITim 4,6; 2Tim 1,13; Tit 1,9) o, como se dice en términos
jurídicos, el "depósito" (1 Tim 6,20; 2Tim 1,12.14) transmitido (2Tes 2,15;
3,6). Sin embargo, cada cristiano profesa todas las verdades
implícitamente, aceptándolas y creyéndolas en la Iglesia.
1. ACTITUDES POSITIVAS PARA CON EL DEPÓSITO. Para una
fidelidad y conservación plena de las verdades de fe, la Iglesia primitiva
se preocupó no tanto de hacer una lista completa y minuciosa de
proposiciones claras como de señalar algunas actitudes fundamentales
respecto al núcleo esencial, reconociendo un orden o "jerarquía" en las
verdades (cf UR 11). Para una confesión pública y oficial de las
intervenciones salvíficas de Dios es más decisiva la actitud práctica de
apertura y de acogida de sus iniciativas que la enumeración completa de
sus actos. El pueblo antiguo, partiendo del culto, reconoció en
proposiciones de fe (el "credo histórico" de G. von Rad) que su
nacimiento y su desarrollo se debían a la dirección de Yhwh: el recuerdo
de los hechos del pasado, desde las promesas hechas a los patriarcas
hasta la liberación de Egipto, se convierten en certeza de una presencia
actual (cf Éx 20,2; Lev 19,36, y más ampliamente Dt 26,5-9; Jos
24,2-13; Jdt 5,6-19; Sal 105; 135; 136) y de una esperanza para el
futuro; esta confesión se refiere a los hechos históricos, aun cuando se
usan para Dios ciertos términos como "roca", "fuerza", "salvación". Este
confesar la fe, que en el AT se limita a reconocer a Yhwh como "Dios
salvador" (cf Os 12,10; 13,4; Dt 32,12; Jos 24,16-18), se convierte en el
NT en confesión (homologhía/homologhéin) de "Jesús el Cristo" (Rom
10,9; lCor 12,3), cuya liberación afecta a toda la humanidad, se refiere al
enemigo más temible (el pecado) y es definitiva: la confesión de Pedro
(Mt 16,16; Jn 6,68-69), como la del ciego de nacimiento (Jn 9,17.36-38),
busca el origen de la fe en el contacto personal con Jesús. Motivada a
veces por el deseo de vencer el miedo o la indolencia, la confesión de fe
es prueba de la aceptación de una doctrina delante de la comunidad ya
creyente (Flp 2,11), en momentos de especial importancia como el
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bautismo o la ordenación (lTim 6,12), con ocasión de la persecución (He
4,20; 7,56). Necesaria cuando la omisión equivaldría a renegar de ella
(Jn 9,22), manifiesta al mundo la decisión irrevocable del hombre en
favor de Cristo, que atestiguará en favor suyo delante del Padre (Mt
10,32; Lc 12,8). Todo esto se realiza a través de breves fórmulas de
naturaleza cultual (Flp 2,5-11; lTim 3,16; 1 Pe 3,18-22) o bautismal (He
8,37), con la evolución, bajo el impulso de una reflexión teológica,
des-de un solo artículo cristológico (1 Cor 12,3; 1Jn 2,22; 4,15; Heb
4,14) a dos artículos, con la inclusión de Dios-Padre (ICor 8,6; ITim 2,5;
6,13-14), o a tres, con el añadido del Espíritu (Mt 28,19).
Cuando la confesión de la fe se dirige en primer lugar a los hombres, de
forma solemne, durante un proceso o una contestación, se hace
testimonio (o martirio, del griego martyría/martyrion), creando al testigo
(o mártir, gr. mártys). A diferencia de confesar, atestiguar es un concepto
neotestamentario, limitado en el AT a Israel "testigo de Yhwh" entre las
naciones (Is 43,9.10.12). Aun tolerando un sentido más amplio referido
al evangelio (Mc 13,9), el testimonio atañe a los doce que, elegidos y
enviados por el Señor (Lc 24,48), llenos de Espíritu (He 1,8), garantizan
la fiabilidad de la resurrección (He 1,22): a través de este círculo fijo, de
esta institución fidedigna, las generaciones futuras pueden entrar en
contacto con el resucitado, sin verse perjudicadas por la distancia desde
el "centro del tiempo" (Conzelmann). A los doce se asocia Pablo,
convertido en el camino de Damasco en testigo de Cristo resucitado (He
22,15; 26,16), cuya realidad hace sólida la fe (cf lCor 15,14), posible la
comunidad (1Cor 1,6), superable la persecución (Ap 1,9; 12,11; 17,6). Si
Lucas está preocupado por garantizar la certeza del núcleo central de la
fe frente a tradiciones no fiables, Juan, más profundamente, acentúa el
testimonio sobre todo lo que Jesús dijo de sí, compartido por / Juan
Bautista (Jn 1,7.19.32.34), por los discípulos (15,27), por el pueblo
(12,17), por el Espíritu (15,26), por el Padre (8,18), por las Escrituras
(5,39), por las obras (5,36; 10,25). Este testimonio presupone la
apertura a Cristo, la fe en él más allá de toda posibilidad probatoria. De
este modo el testimonio veraz (Jn 17) hace que "también vosotros
creáis" (19,36; cf lJn 5,6b-11). A continuación, a partir de la primera
mitad del siglo u, el apelativo de testigo/ mártir se reservará para los que
hayan dado testimonio de Cristo a través de la muerte cruenta.
Un testimonio particular de Cristo es el que da la Iglesia cuando se
encuentra unida en la fe. La principal unidad en la fe es de tipo
experiencial vivido: el estar y permanecer en Cristo (Jn 15,4) —el cual
vive (Gál 2,20), habita (Ef 3,17) en el hombre que come y bebe su
sangre (Jn 6,54)- de manera que se es una sola cosa con el Padre y con
los hermanos, "para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn
17,21). La unidad de fe, conciliable con la pluralidad de orientaciones
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teológicas, se refiere sobre todo a la verdad esencial: "Hay un solo
Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios, padre de todos, que
está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4,5-6), "un solo pan" (1 Cor
10,17), "un solo pastor, un solo rebaño" (Jn 10,16).
2. SITUACIONES CONTRARIAS A LA FE. Aunque no comprometa la
unidad de la fe, el cisma rompe la caridad y hace menos creíble la
Iglesia delante del mundo (cf Jn 17,21). Como la separación del reino
del norte por motivos religiosos (1Re 11,33) produjo confusiones
idolátricas (1 Re 12,28.32) impidiendo la fuerza del testimonio entre las
naciones, así las divisiones perturban la armonía del cuerpo de Cristo
que es la Iglesia (lCor 12,25). Esas divisiones provienen de la "carne"
(Gál 5,20; cf lCor 3,3-4), son signo de la falta de comprensión de la
verdadera sabiduría de la cruz (lCor 1,10.18) y están en flagrante
contraste con el significado de la cena (lCor 11,18) y con la unidad de
origen y de finalidad de los carismas (lCor 12,11).
Más grave que el cisma, que se limita a una grieta, a un desgarrón en la
comunión eclesial, la herejía toca directamente a la fe, negada
conscientemente en alguna verdad revelada. Desconocida en el AT por
su limitado contenido intelectual, la herejía, ya prevista por Jesús (Mt
24,5.11), se describe en los escritos paulinos como cristalización de
tensiones en unos partidos o sectas, análogas a las de los judíos (lCor
11,19); ataca la doctrina (Rom 16,17) y se caracteriza de este modo en
los últimos escritos neotestamentarios: "Habrá entre vosotros falsos
maestros, los cuales enseñarán doctrinas (hairéseis) de perdición,
negarán al Señor que los redimió y se buscarán una ruina fulminante"
(2Pe 2,1). La primera herejía surgió entre los judaizantes que creían
necesaria la circuncisión para la salvación, haciendo inútil el valor de la
cruz de Cristo (He 15,1.5; Gál 5,2). El mundo griego, irónico frente al
anuncio evangélico de Pablo (He 17,32), tenía dificultad en admitir la
resurrección de los muertos (lCor 15,2.11-17), limitaba el valor y la
dignidad de la persona de Cristo (Col 2,8), negaba su "venida en la
carne" (lJn 2,22-23; 4,2-3; 2Jn 7). El que persiste obstinadamente en el
error a pesar de las advertencias fraternas (cf Mt 18,15-17), se somete
al juicio de Cristo o anáthema. Esta palabra, que pasó de significar la
consagración a Dios mediante la destrucción en la guerra santa (herem:
Núm 21,2-3; Jos 6) a designar una separación, se aplica al que
pronuncia afirmaciones contrarias a la fe. Es anatema el que,
"deformando el evangelio de Cristo" en favor de la necesidad de la
circuncisión para la salvación, cae bajo la maldición divina (Gál 1,7-9; cf
1Cor 16,22). Pablo se alegra de ello, paradójicamente, si con ello logra
reunir con Cristo a sus connacionales (Rom 9,3). El anatema supone
una separación de la comunidad (Tit 3,10) con posterioridad al naufragio
de la fe (lTim 1,19). El insulto al nombre de Jesús, como en otros
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tiempos al nombre de Yhwh (Lev 24,16), a través de la blasfemia se
opone directamente a la fe. En efecto, no se acepta entonces a Jesús
como "Hijo de Dios" (Mt 26,63-65; Mc 15,29; Jn 10,33). No se trata de
simple ignorancia, sino de rechazo voluntario de la revelación divina,
ilustrada por los milagros: atribuírselos al demonio es una blasfemia
contra el Espíritu Santo (Mt 12,31) imperdonable, ya que está en el
origen de otras reacciones en cadena que fijan una situación de
cerrazón total ante la palabra. En efecto, se rechaza no a un Dios lejano,
sino experimentado ya en su obra de gracia y de luz; esta situación se
repetirá en el tiempo de la Iglesia (Ap 2,9).
IV. GNOSIS/CONOCIMIENTO. La posibilidad de confesar o de
atestiguar, así como la de limitar el contenido de la fe, se deriva de su
carácter cognoscitivo o de gnosis. Esta palabra evoca espontáneamente
la corriente espiritual ("gnosticismo"), tan compleja y no aclarada aún del
todo, que floreció en el siglo II d.C., la cual pretende mediante el
"conocimiento de sí, es decir, del hombre en cuanto Dios" (H. Schlier),
"hecho partícipe de la misma naturaleza divina, o sea, ante todo de la
inmortalidad" (R. Bultmann), conseguir la salvación en el retorno a sus
orígenes. Expresión de una autosuficiencia humana, la gnosis es
negación de la fe y se ha de combatir, por tanto, en todas sus
manifestaciones iniciales (lCor 1,17-21; 1Tim 6,20).
Pero el NT utiliza el término "gnosis" para indicar el saber profundo y
vital de la salvación (Lc 1,77; Rom 15,14; lCor 1,5; 2Cor 2,14; 4,6; 8,7;
10,5; F1p 3,8; Col 2,3; 3,18); el conocimiento humilde y devoto de la
voluntad de Dios (Rom 2,20); la libertad cristiana (lCor 8,1.7.10.11); un
don del Espíritu para la profundización del dato revelado (lCor 12,8;
13,2), superior al hablar en lenguas (lCor 14,6), aunque destinado a
desaparecer (lCor 13,14) y poseído por Pablo (2Cor 11,6).
El aspecto intelectual de la fe se expresa ordinariamente por el verbo
conocer (ghinóskein), usado por Pablo en paralelo con creer. "Caminar
en la fe" (2Cor 5,7) y "conocer imperfectamente", así como "vivir en la fe
del Hijo de Dios", equivale a "conocer el amor de Cristo" (cf Gál 2,20 y
Ef 3,19), mientras que la "fe en Cristo" lleva a "conocerle a él y la virtud
de su resurrección" (Flp 3,9-10). Este aspecto cognoscitivo puede
percibirse en aquella evolución del sentido de "fe" que pasa del acto del
creer al objeto creído, el "evangelio de la verdad" (2Cor 6,7; Col 1,5; Ef
1,3), "el conocimiento de la verdad" (1Tim 2,4; 2Tim 3,7). Entonces "la fe
es el conocimiento (a partir del mensaje oído) de la salvación 'ya'
realizado en Jesucristo y del `todavía no' de su visión y plenitud" (J.
Pfammatter, 896). Este conocimiento, que no es dato puramente
especulativo y teórico, sino unidad en el amor, "es un reflejo de la
iniciativa divina de 'conocer' al hombre, o sea, de llamarlo a la salvación"
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(R. Bultmann). El carácter no individual, imperfecto, libre, de don, la
unión en el amor, el no disponer del objeto conocido, sino "dejarse
determinar por lo que se conoce" (H. Schlier), "en aquella íntima relación
de amistad entre cognoscente y conocido" (Clemente de Alejandría),
distingue con claridad al conocer bíblico del gnóstico; esto es
especialmente evidente en Juan, en quien el conocimiento pierde el
aspecto puramente intelectualista para convertirse en impulso, en
vínculo, en hechizo, en entrega a Cristo.
Creer y conocer resultan entonces intercambiables. La unidad de los
suyos lleva al mundo a creer (Jn 17,21) y a conocer (17,23) en Jesús al
enviado del Padre. Creer que "tú eres el mesías, el hijo de Dios que
tenía que venir al mundo" (11,27), es paralelo a "conocer que éste es el
Cristo" (7,26; cf 8,24 y 28; 14,2 y 20); hay una mutua prioridad (6,69;
8,31.32; 10,38; 17,8; 4,12; Un 4,16). Este conocer es penetración del
"
misterio de Cristo. Creer en la vida eterna" (6,47) equivale a "conocerte
a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (17,3).
El acto de fe en Cristo es un movimiento del ser iluminado y consciente
(4,42); es un venir a la luz semejante a un entender, a un saber, a un
entrar en su misterio, que no es del mundo, sino de lo alto (17,14; 8,23),
de Dios (6,46). Aunque muchas veces los dos verbos son
intercambiables, creer contiene siempre el conocer (cf Un 2,4 y 6), que
designa "aquella comprensión superior que es peculiar del creyente" (R.
Bultmann). "La fe se abre a una comprensión cada vez más profunda, a
una unión más estrecha con la persona `conocida', a un mayor amor a
ella; el `conocer' (por lo menos en el ámbito terrestre) va unido a la fe y
por tanto viene preservado de un equívoco místico o gnóstico" (R.
Schnackenburg, La fe joánica, en El evangelio según Juan I, 550-551).
V. FE Y VISIÓN. A diferencia del conocer, utilizado como paralelo del
creer (Jn 6,69), el ver tiene una amplia gama de significados, indicando
unas veces más y otras veces menos que la fe. En efecto, hay un ver
que no conduce a la fe y aumenta la responsabilidad. Acercarse a Jesús
sólo exteriormente (6,2), sin un compromiso moral, constituye un ver
que no es creer (6,36). Los signos son un medio para la fe; pero el
hombre que se limita a su carácter prodigioso y espectacular no merece
la confianza de Jesús, que, conociendo la intimidad de los corazones
(2,25), advierte la superficialidad de las relaciones con él. "Os aseguro
que no me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis
comido pan hasta hartaros" (6,26). La visión de fe, por el contrario, lleva
a comprender el valor cristológico de los milagros. El signo de Caná,
como la resurrección de Lázaro, hacen ver la gloria de Dios (11,40), la
de Jesús (2,11), es decir, aquella fuerza divina presente y operante en
él, la cual, derivada de Dios, tiende en definitiva a glorificarlo. Un ver
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superficial impide reconocer la misma "materialidad" del gesto de Jesús,
el carácter factual, la indubitabilidad, la validez jurídica, como aparece
en el interrogatorio del ciego de nacimiento (c. 9) y del coloquio con
Nicodemo (3,2).
Si el ver la persona de Jesús puede llevar a reconocerlo como "Señor y
Dios" (20,28), más afortunada es la condición de aquellos que llegan a
la fe sin la visión (20,29). Tomás desea ver para tener pruebas tangibles:
desde la herida de los clavos hasta meter el dedo en la llaga. Aunque no
se le descalifica —ya que esto lo lleva a reconocer a Cristo—, este "ver"
resulta inferior a la fe que suscita sólo la palabra (cf 10,38; 14,11). O
mejor dicho: el valor de la visión depende de las circunstancias. El
elogio del discípulo Juan, que "vio y creyó" (20,8), se basa en su fe
espontánea a falta de una Escritura clara (20,9), mientras que el
reproche a Tomás está provocado por su obstinación ante los
testimonios de los demás discípulos. En el futuro, será el testimonio de
éstos la base más sólida para la fe (15,27). En definitiva, es sólo la
actitud de fe la que lleva a "ver la vida" (6,36), es decir, a tener una
experiencia directa y personal de Cristo. Cuando Natanael se siente
penetrado en algún aspecto secreto de su vida (1,48), Jesús le promete
la revelación de otras realidades más escondidas. "Cosas mayores que
éstas verás. Os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de
Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre" (1,50-51). Esta realidad más
profunda es el descubrimiento durante la vida, y especialmente en el
momento de la cruz, de la "gloria" del Hijo del hombre (19,35-37); es un
encuentro, más allá y dentro de la humanidad de Jesús, con el mismo
Padre: "El que me ha visto a mí ha visto al Padre" (14,9); "El que me ve
a mí ve al queme ha enviado" (12,45). El momento más profundo de
esta visión de la gloria no es una contemplación sin velos de la realidad
que se ha encontrado, no es una visión directa, sino siempre mediata: a
Dios no lo ha visto nadie (1,18; 5,37). Aunque consiste en una
participación de la vida eterna, en un encuentro amoroso, en un paso de
la muerte a la vida, lo mismo que el oír, el conocer, el venir a la luz, el
ver de la fe abraza sólo una realidad escondida, no poseída todavía.
La visión plena se reserva para el último día (cf 6,54), para el tiempo de
la definitiva manifestación, cuando "lo veremos tal como es"( Un 3,2). Si
a través de la humanidad de Cristo se supera aquel tipo de visión
veterotestamentaria que se limitaba a una anticipación de la absoluta
trascendencia y sublimidad de Dios (Ex 3,3; I Re 19,11; Is 6,1), no
desaparece la distinción entre el "ahora" y "luego". "Ahora vemos como
por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara"
(1 Cor 13,12), "veremos la gloria de Cristo" (Jn 17,24). El "caminar en la
fe y no en la visión" (2Cor 5,7), "la vida en la carne" (Flp 1,24) en espera
del momento de "aparecer con Cristo revestidos de gloria" (Col 3,4), de
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"ser arrebatados entre nubes por los aires al encuentro del Señor" (1Tes
4,17), es tan sólo garantía y prueba de las realidades que "no se ven"
(Heb 11,1). La visión "terrena" y la "celestial" no son diversas
cualitativamente, sino que se relacionan como principio y fin, como
imperfección y perfección, como mediación e inmediatez, como tensión
y realización, como saboreo previo y posesión, como fundamento y
causa final (cf DS 801.799), como participación y plena consumación: la
visión de Dios en Cristo, que el hombre posee actualmente, prefigura,
tiendey exige la contemplación directa del mismo misterio divino.
VI. FE Y OBRAS. El análisis de las diversas dimensiones de la fe
plantea el interrogante sobre sus relaciones con las capacidades
humanas, con el obrar del hombre. Entre los diversos aspectos de esta
problemática, nos limitamos a preguntarnos si a Dios se le alcanza con
la fe sola o si son necesarias las obras del hombre. Es decir, si éste es
autosuficiente respecto a la salvación o si se encuentra en una
incapacidad radical para alcanzarla. Procederemos en dos momentos.
Ante todo, veremos cómo relaciona la Biblia con la fe el conocimiento y
la adquisición de la salvación total como autorrealización terrena del
hombre y unión plena con Dios; luego veremos cómo el momento
salvífico inicial o justificación es imposible sin la confianza y la
obediencia al Señor; de todo ello se deducirá el sentido de las obras del
hombre (para su análisis, cf / Obras).
1. FE Y SALVACIÓN. El primer gesto salvífico es captado por la fe en la
creación. "Por la fe conocemos que el mundo fue creado por la palabra
de Dios, de suerte que lo visible tiene una causa invisible" (Heb 11,3).
Esta primera arquitectura (Job 38,4-7) de Dios, "del que proceden todas
las cosas" (ICor 8,6), revela la ternura divina y se convierte en el primer
signo de la obra redentora de Cristo, "primogénito de toda la creación"
(Col 1,15), cumplimiento como nuevo Adán (1Cor 15,45) de la totalidad
que ha sido hecha a través de él (cf Jn 1,3).
La salvación del octavo día (Berdiaeff) es vista en el descubrimiento de
un Dios que provoca y acompaña la peregrinación de Abrahán, que ve
la desgracia de su pueblo en Egipto, que lo saca fuera con mano fuerte
ybrazo extendido y lo conduce a un país en el que fluye leche y miel; es
decir, la fe destaca la fidelidad divina en la elección, liberación y
asentamiento de un pueblo en la / tierra, y en la conservación de la
dinastía, del templo y de los profetas. Permite además a los pobres de
Yhwh, desde las confesiones de Jeremías hasta la contestación de Job
y los salmos de los `anawim, descubrir en el fracaso un medio doloroso
de salvación, a través del grito de invocación de Dios que llena el vacío
más absoluto: "Bueno es esperar en silencio el socorro del Señor...,
pues quizá haya aún esperanza" (Lam 3,26.29).
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La fe es la condición para entrar en el / reino: "Se ha cumplido el tiempo
y el reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed en el evangelio" (Mc
1,15). Sólo en presencia de la fe Jesús realiza milagros: "No hizo allí
muchos milagros por su falta de fe" (Mt 13,58); "Se le acercaron los
ciegos, y Jesús les dijo: `¿Creéis que puedo hacer esto?' Le dijeron: `Sí,
Señor'. Entonces les tocó los ojos, diciendo: `Hágase en vosotros según
vuestra fe"' (Mt 9,28-29). La fe obtiene además aquella otra curación
espiritual que es el perdón de los pecados: "Jesús, al ver su fe, dijo al
paralítico: `Animo, hijo, tus pecados te son perdonados"' (Mt 9,2); de ello
se benefician los samaritanos (Lc 17,16), los cananeos (Mc 7,26), los
paganos. La fuerza que sale de Jesús no tiene más que una causa: "Tu
fe te ha salvado" (Mc 5,34;10,52). Efectivamente, creer en la palabra de
Jesús es participar dél poder que viene del Padre, y por tanto recibir una
salvación total que afecta al cuerpo, al alma, a la naturaleza. "Os
aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este
monte: Vete de aquí allá, y se trasladaría; nada os sería imposible" (Mt
17,20). Consciente de este poder, el demonio se esfuerza por "llevarse
la palabra de Dios de sus corazones para que no crean y se
salven" (Lc 8,12). También en presencia de los apóstoles la fe
obra milagros: "(Pablo), viendo que tenía fe para ser curado (el
cojo), dijo en alta voz: `Levántate' " (He 14,10). "Cree en
Jesús, el Señor, y te salvarás tú y tu familia" (He 16,31).
Es Pablo el que presenta desde su primera hasta su última
carta la fe como condición indispensable para la salvación:
"Dios os ha escogido desde el principio para salvaros por la
acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad" (2Tes
2,13). Esa fe lleva "a la adquisición de la incorruptibilidad
gloriosa, participando de la gloria del Señor. Los creyentes
evitarán la corrupción, la muerte, para vivir eternamente con
Cristo" (M.E. Boismard, La foi dans Saint Paul, 67). Desde
ahora la salvación supone la liberación gradual de nuestros
cuerpos de la esclavitud de la corrupción (cf Rom 8,20)
mediante la fe en la resurrección de Cristo. "Si confiesas con tu
boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, te salvarás. Con el corazón se
cree para la justicia, y con la boca se confiesa la fe para la
salvación" (Rom 10,9-10). "Habéis resucitado también con
Cristo por la fe en el poder de Dios" (Col 2,12). Es un poder
que la fe obtiene de la "palabra", realidad in-separable del
Espíritu (Rom 1,16; 8,11).
El proceso de identificación de la salvación con la persona del
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salvador, ya claro en Pablo (1 Tim 4,10), se hace más profundo
en Juan. Mientras que Pablo hace derivar la salvación del
misterio del Señor muerto y resucitado, Juan la fundamenta
"en el yo mismo de Jesús Hijo de Dios, y es una salvación que
se percibe claramente como la plenitud de los bienes divinos
comunicados al hombre" (D. Mollat, La foi dans le quatriéme
Evangile, 94). "Lo que Dios quiereque hagáis es que creáis en
el que él ha enviado" (6,29). Equivalente a la conversión de los
sinópticos, el carácter central de la fe resalta ya en el Bautista,
convertido en el testigo para que todos crean (1,6). Creyendo
que "yo soy", el hombre evita morir en los pecados (8,24), se
hace hijo de la luz (12,36), adquiere la vida (5,40; 6,40) y la
bienaventuranza (20,29). Expresiones equivalentes o paralelas
como "acoger" a Jesús (1,12; 5,43; 13,20), sus palabras
(12,48), "venir" a él (5,40; 6,35; 7,37), "seguirle" (8,12;
10,27), "permanecer" en él (15,4), en su palabra (8,31), en su
amor (15,9), se condensan y se explicitan al mismo tiempo en
la conclusión del evangelio, escrito "para que creáis que Jesús
es el mesías, el hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida
en su nombre" (20,31). Aun sin usar el sustantivo (excepto en
4,22) o el verbo (excepto en 3,17; 5,34; 10,9; 11,12; 12,
27.47), Juan relaciona la fe y la salvación en expresiones
significativas, como tener la vida (6,47), la vida eterna (3,16),
poseer una vida más allá de la muerte (11,25), huir de la
condenación (3,18), tener la certeza de la resurrección (6,40),
recibir una fuente que brota para la vida eterna (4,14), salir de
las tinieblas (12,46).
2, LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE EXIGE LAS OBRAS.
Especialmente es en el momento inicial cuando el hombre es
salvado por la fe. "El hombre es justificado por la fe sin la
observancia de la ley" (Rom 3,28). La exclusión no se refiere
solamente al obrar en conformidad con la ley mosaica,
entendida como conjunto de normas jurídicas, rituales, éticas,
sino a cualquier acción o deseo del hombre. Aunque falta
materialmente el adjetivo, el pensamiento de Pablo puede
traducirse como justificación por la sola fe, según se dice más
claramente en Gálatas: "Sabemos que nadie se justifica por las
obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo; nosotros creemos
en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo, no por
las obras de la ley; porque nadie será justificado por las obras
de la ley" (Gál 2,16). La justificación causada por la fe consiste
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en una verdadera transformación interior del hombre, que se
hace capaz de llevar una vida santa; no se limita a una
declaración jurídica, a una simple "imputación" de los méritos
de Cristo. Coincidiendo con el don del Espíritu, fuente de
santidad moral, la justificación produce efectos reales; es lo
que Pablo desarrolla al vincular el don del Espíritu con el don de
la / justicia (Gál 3,2-5; 5,22).
La transformación real crea en el hombre un dinamismo nuevo,
un impulso a "llevar una vida digna de Dios" (lTes 2,12), a
ejercer el amor fraterno, a conservar la santidad del cuerpo
(lTes 2,14; 4,1-12; cf 5,23). Junto a la fe Pablo menciona con
frecuencia la caridad y la esperanza (lTes 1,3; 5,8) y usa
fórmulas que unen la fe y la acción, como cuando habla de "la
obra de vuestra fe"(1 Tes 1,3) o de "la fe que obra mediante la
caridad" (Gál 5,6). La "sola fe", que ciertamente no es contraria
a las obras, las exige para que uno sea encontrado
irreprensible el día del juicio (lTes 5,23; cf Mt 25,43ss). Pero
esto no es tanto obra del hombre, sino de Dios, que da amor y
santidad (lTes 3,12-13; 5,23-24); es "fruto"del Espíritu (Gál
5,22; cf Ez 36,27); es el mismo Espíritu que vivificará algún día
nuestros cuerpos el motor de la vida moral. La vida nueva
creada en el hombre es pura gracia, ya que "sin mí nada podéis
hacer" (Jn 15,5); en efecto, "habéis sido salvados
gratuitamente por la fe..., para hacer obras buenas tal y como
él dispuso de antemano" (Ef 2,8.10).
La continua insistencia en el valor y necesidad de la praxis
acerca a / Pablo a / Santiago (cf Sant 1,22 y Rom 2,13), que
tiene algunas expresiones al menos aparentemente contrarias a
la doctrina de la fe como raíz de la justificación. La dificultad no
consiste tanto en considerar muerta a una fe sin obras (Sant
2,17), en lo que también Pablo podría estar de acuerdo, como
en considerar las obras como causa de la justificación, aunque
sólo sea parcial (Sant 2,24). No es cuestión de recurrir a la
solución fácil de san Agustín sobre la diversidad de las obras,
anteriores para Pablo, posteriores a la justificación para
Santiago; en efecto, incluso después el hombre debe
considerarse incapaz de llevar a término las exigencias de la ley
nueva, es decir, del amor, si no quiere incurrir en el reproche
dirigido a los judíos (Rom 10,2-4). El acuerdo sustancial ha de
buscarse en la diversa perspectiva de los dos escritores. Si
Pablo, al tratar sistemáticamente de la justificación, tiene razón
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en atribuirla a la fe, Santiago, partiendo de una tradición
sapiencial sensible a la exaltación de la acción del hombre, de
una cristología al servicio de la ética, quizá ante ciertas
desviaciones ya rechazadas por Pablo (Rom 3,8), se preocupa
precisamente de evitar el inmovilismo y la inactividad. Aunque
persiste cierta dificultad, el hecho de que Santiago entienda por
"justificación" no ya el primer momento de la salvación, sino el
segundo, el del testimonio vivido, el acuerdo sobre el valor de
la palabra y el amplio campo de la "diversidad" expresiva de la
fe, permiten concluir que no se trata de ninguna
"contrariedad", aunque haya una "contraposición", una "lucha".
VII. DON Y BÚSQUEDA. De todo esto se deduce que la fe es
puro don de Dios, es gracia. Si Dios no se abre al hombre
atrayéndolo hacia sí, resulta imposible creer. Sólo si Dios "abre
el corazón"(He 16,14), el hombre se hace capaz de "vencer al
mundo" (1Jn 5,4); en efecto, la fe es obra de Dios (Jn 6,29), no
proviene de "la carne ni la sangre" (Mt 16,17). "Habéis sido
salvados gratuitamente por la fe; y esto no es cosa vuestra, es
un don de Dios" (Ef 2,8). Si redujésemos la fe a una obra
humana, introduciríamos de nuevo aquel "gloriarse" que pone
un diafragma entre Dios y el hombre; sólo el reconocimiento de
la fe como don de Dios permite al hombre afirmar su propia
incapacidad radical de salvación. "Los judíos son inexcusables,
no tanto por haber rechazado las acciones visibles de Cristo
como por haberse opuesto al instinto interior y a la atracción de
la doctrina" (santo Tomás). Es la iniciativa del Padre lo que da
a los hombres a Jesús (Jn 6,37). "Nadie puede venir a mí si el
Padre que me envió no lo trae... Todo el que escucha al Padre y
acepta su enseñanza viene a mí" (Jn 6,44-45). Es decir, la fe
no puede provenir solamente de la enseñanza y de los milagros
de Jesús; se necesita una atracción del Padre. La pertenencia a
Jesús es la consecuencia de una acción del Padre (cf Jn
10,26.29). Una adhesión a Cristo meramente humana, sin la
atracción del Padre, termina con un triste abandono (17,12).
"En el origen de la fe hay una atracción divina que es más
fundamental que la opción humana, más fundamental incluso
que la mediación visible de Jesús" (A. Vanhoye, Notre foi,
oeuvre divine, 354). Y el hombre, ¿no tiene nada que hacer
para alcanzar la fe o para caminar en ella?
Es necesario que se ponga en actitud de búsqueda. Aunque en
el AT el sujeto de buscar es Dios y en el NT no se habla de una
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búsqueda de la fe (cf He 13,8), Jesús le asegura al hombre que
encontrará cuanto desee (Mt 7,7-8), como Zaqueo que
consiguió verlo (Lc 19,3), estando establecido que los hombres
"busquen a Dios, y a ver. si buscando a tientas lo pueden
encontrar" (He 17,27), a fin de buscar la justificación en Cristo
(Gál 2,17). La búsqueda humana es ya realmente una
respuesta a una acción precedente de Dios que la purifica, la
orienta hacia la atención de la palabra, la conversión, la
acogida de la fe. La búsqueda del hombre se concreta entonces
en dejarse buscar por Dios. Esto significa ante todo insistir en
la propia libertad en el momento del don para hacerse
discípulos de una enseñanza del Padre, a fin de vivir en la
obediencia a la verdad conocida. "El que practica la verdad va a
la luz" (Jn 3,21). La samaritana se dejó guiar cuando, puesta al
descubierto en su condición moral, reconoció su situación y
exclamó: "Señor, veo que tú eres profeta" (4,19). Los judíos,
por el contrario, ante la invitación de "hacer las obras de Dios"
en el sentido de acoger el designio de Dios sobre ellos,
permanecieron firmes en su mentalidad de autosuficiencia al
hacer las obras mandadas, en su disposición a aceptar tan sólo
después de una atenta verificación sobre la suficiencia de los
signos (6,28-30), Cuando se convierten en defensores del
sábado y del honor de Dios, en realidad no salen del mundo
estrecho de su autosuficiencia, cerrado a la circulación de aire
puro que viene del don de Dios. Es necesario el compromiso de
realizar la obra del Padre con la conciencia que se nos da de
realizarla.
Además, en todos los momentos, el signo de la búsqueda
sincera es la actitud de conversión basada en la humildad; ésta
se manifiesta en el continuo camino ascético de eliminación de
aquellas actitudes egoístas, de concentración en sí mismo y no
en Dios, que obstaculizan la penetración de la gracia divina,
que quiere decir conducir o incrementar la fe.
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