La Contribución de la Ciencia Económica al Tratamiento de los

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La Contribución de la
Ciencia Económica al
Tratamiento de los
Recursos Naturales y
del Medio Ambiente
José Manuel Naredo Pérez
Los problemas ecológicos de nuestro tiempo han hecho que las preocupaciones por la
conservación del patrimonio natural trasciendan de los planteamientos éticos y estéticos
originarios, para recaer de lleno en el campo de la gestión económica, induciendo a los
economistas a tomar cartas en el asunto. En este artículo se exponen los planteamientos y los
problemas que se derivan del afán de buscar de nuevo la intersección entre economía y
naturaleza y, con ello, de redefinir las fronteras de ambos conjuntos para reconstruir un
discurso económico que tenga en cuenta el mundo físico y territorial que lo envuelve.
Gure garai honetako arazo ekologikoek ondare naturalaren babeskuntza eta zaintzarekiko
ardurak jatorrizko planteamendu etiko eta estetikoak gainditu eta bete-betean gestio
ekonomikoan sartzea eragin dute, eta horrek ekonomialariak gai honetan murgiltzera eta
muturra sartzera behartu ditu. Artikulu honetan berriro ere ekonomiaren eta naturaren arteko
elkarrekintza bilatzeko gogo horretatik datozen arazoak eta planteamenduak azaltzen dira, eta
bide horretatik bi multzoen mugak birdefinitu nahi lirateke, bere inguruan duen mundu fisikoa
eta lurralde osoa kontuan hartuko dituen diskurtso ekonomiko bat berreraikitzeko.
tener presente que las principales decisiones que
afectan a los recursos naturales y al medio ambiente no se toman en los departamentos de administraciones y empresas con competencias sobre
el tema, sino en los que tienen que ver con la
economía y las actividades ordinarias (agricultura, minería, industria, comercio, transportes, etc.).
IV. LA ECONOMÍA AMBIENTAL
Tal y como expongo en mi libro antes citado
(Naredo, J. M., 1987, 1996, 2.a ed., cap. 19), tres
son los caminos por los que los economistas
empezaron a extender el instrumental propio de
la economía neoclásica al tratamiento de los
recursos naturales y ambientales, que esta misma disciplina había dejado de lado. Uno es el
abierto por Hotelling (Hotelling, H., 1931) al aplicar la mecánica maximizadora del equilibrio walrasiano para fijar los precios al consumo de los
recursos naturales agotables, haciendo intervenir hipótesis relativas a las preferencias relacionadas con las futuras generaciones. Otro es el
derivado de la propuesta de Pigou (Pigou, A. C.,
1920) de tratar de corregir los fallos o imperfecciones del mercado evaluando las externalidades (positivas o negativas) que aquél había dejado sin valorar, para introducirlas por medio de
impuestos o subsidios que permitan llegar a soluciones más acordes con el producto y los costes sociales de los procesos y no sólo teniendo en
cuenta el producto y los costes privados de las
empresas. Y el tercero es el apuntado por Coase
(Coase, R., 1960) al recordar las condiciones
necesarias para que el mercado internalice las
externalidades ambientales negativas originadas por los procesos y al proponer, en consecuencia, los cambios institucionales necesarios
para que dicha internalización se produzca. Todos
ellos apuntan a ver cómo se puede extender el
razonamiento mercantil sobre los objetos del
medio ambiente que quedaban sin valorar, bien
mediante simulaciones o imputaciones de valores antes inexistentes, o bien mediante modificaciones del marco institucional que conducen a
la apropiación y la valoración efectiva de dichos
objetos, para conseguir que la toma de decisiones tenga en cuenta, de una o otra manera, las
externalidades. Por ello se han complementado
entre sí originando un caudal enorme de literatura especializada, que se ha relacionado también
con las reflexiones más recientes desarrolladas
en torno a la sostenibilidad de los procesos y
sistemas económicos.
Aunque las tres líneas de trabajo mencionadas son de referencia obligada en los manuales
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de Economía Ambiental, o en los capítulos sobre
el tema que han ido introduciendo los manuales
ordinarios de Economía, la primera ha permanecido más en el campo de los enunciados teóricos,
siendo las dos últimas mas fértiles en aplicaciones relacionadas con la política ambiental, los
instrumentos económicos y la valoración de daños.
El hecho de que si enfrentamos la oferta de
un stock limitado de recursos no renovables a la
demanda de un sinnúmero de posibles generaciones futuras, su precio tienda a infinito, evidencia implícitamente la inviabilidad física y el
absurdo valorativo de apoyar a largo plazo el
proceso económico sobre la explotación y el deterioro de un stock. Ello muestra que el ejercicio
propuesto por Hotelling, de considerar el reparto
de un stock atendiendo a los precios de equilibrio que se derivan de aplicarle la presión de las
demandas de futuras generaciones, sólo puede
arrojar soluciones operativas cargadas de arbitrariedad que ayuden a justificar teóricamente
un fin preconcebido: desincentivar razonadamente el “consumo” de recursos no renovables y sensibilizar a la generación actual para que piense
un poco más en el futuro. Pues la vida no cabe
en sistemas cerrados y la Tierra es un sistema
cerrado en materiales. Si la vida ha podido progresar en la Tierra ha sido utilizando la energía
recibida del Sol para mover y reciclar los ciclos
de materiales, cosa que no hace la civilización
industrial, provocando así el problema ambiental.
La propuesta de Pigou dio lugar a una muy
amplia literatura, que no cabe detallar aquí,
sobre técnicas de valoración de las externalidades ambientales y sobre diseño de instrumentos
de política ambiental que incorporen dicha valoración, que aparecen descritos en los manuales
de Economía Ambiental (véase, por ejemplo, Field,
B., 1995). Pues hay que tener en cuenta la valoración de las externalidades, que no sólo es la
llave que les abre la puerta de entrada al reino
de la economía estándar, pudiendo así someterlas a la lógica coste-beneficio y a su instrumental teórico habitual, sino que tiene aplicaciones
prácticas evidentes. Éstas permiten, sobre todo,
orientar y justificar la toma de decisiones de políticos, empresarios e incluso de jueces y tribunales. En los primeros casos se trata de asesorar
sobre posibles aspectos valorativos que permiten informar la elección sobre determinadas
opciones de obras públicas o de medidas económicas o ambientales. En los segundos, se trata de
valorar daños ambientales que puedan producirse (estudios de “impacto ambiental”) o que se
hayan producido y estén sujetos a indemnización (fallos de tribunales sobre la cuantía de
éstas). Así las técnicas de valoración han ocupado
una parte importante de la literatura económicoambiental (véase, Azqueta, D., 1994a) que matiza
las denominaciones genéricas de precios sombra
o costes de oportunidad estimados, atendiendo
al procedimiento seguido en la estimación (coste
de desplazamiento, valoración contingente, coste
reparación del daño, etc.). Por último, la línea de
trabajo induce a la formulación de propuestas de
cálculo agregado de ese producto social, del
que hablaba Pigou por contraposición al privado,
en su libro antes citado. Aparece así toda una
literatura que va desde la “medida del bienestar
social” (MEW: mesure of economic welfare) propuesta por Tobin y Nordhaus (Tobin, J. y W.D.
Nordhaus, 1972), hasta las más recientes propuestas de calcular un Producto Nacional “verde” o ambientalmente corregido y las discusiones correspondientes (véase, Carpintero, O.,
1999, Cap III). Propuestas cuyas debilidades
teóricas y estadísticas hacen que no hayan llegado a incorporarse en la metodología del SCN
93 actualmente en vigor.
El problema fundamental que plantean los
ejercicios valorativos descritos es que escapan
a las funciones ordinarias de produción y consumo de valor, a las que se atiene la idea usual de
sistema económico, quedando fuera del consabido cuadro macroeconómico, que sigue presidiendo el razonamiento agregado de los economistas. El discurso económico ordinario sigue
así razonando con una noción de sistema económico que no sabe de recursos naturales ni de
daños ambientales, relegando a un segundo plano de especialistas las consideraciones antes
indicadas de la Economía Ambiental.
Esto no quiere decir que las elaboraciones
de la Economía Ambiental que estamos comentando hayan quedado relegadas al mundo académico. Antes al contrario, como ya hemos apuntado, tales elaboraciones se extendieron de lleno
en el campo de los estudios aplicados, que demandan las instancias decisoras de administraciones y empresas, orientados a respaldar el cobro
de impuestos, tasas o derechos ambientales, o
la realización de determinados proyectos, justificando primero su reducido impacto ambiental o
calculando después las inversiones, subvenciones o desgravaciones orientadas a paliar o a
restaurar tales impactos..., y de tribunales necesitados del dictamen de expertos para dirimir
conflictos y evaluar daños ambientales.
Por otro lado, la línea abierta por Coase,
sugiere la posibilidad de crear nuevos mercados
que hagan que los antiguos bienes libres o no
económicos, constitutivos del medio ambiente,
se conviertan en económicos y, así, las externalidades relacionadas con ellos pasen automáticamente a internalizarse. En este caso, el establecimiento de derechos de propiedad inequívocamente definidos sobre los bienes ambientales
en litigio, es la llave que les abre la puerta al reino económico estándar, al permitir a los propietarios negociar con ellos y atribuirles valores de
cambio, quedando ya sujetos a la mecánica optimizadora que nos enseña la teoría económica
ordinaria. Llama la atención que la formulación
de este requisito haya sido saludada por los
economistas como un nuevo teorema —el Teorema de Coase— y que se enseñe como tal en
los manuales, cuando semejante requisito había
sido ya puntualizado hace un siglo por Walras,
Senior, y otros autores neoclásicos, pasando después a formar parte de la axiomática implícita
sobre la que se levanta la idea usual de sistema
económico (y sus representaciones contables).
Con independencia de posibles consideraciones
sobre la frágil memoria histórica de los economistas y la dudosa originalidad de tal formulación, la realidad es que ayudó a abrir la reflexión
hacia el marco institucional que condiciona la
amplitud y el funcionamiento de los mercados,
desarrollando una nueva corriente de Economía
Institucional aplicada al tratamiento de los recursos naturales y ambientales.
El redescubrimiento, de la mano de Coase,
del hecho que el mercado podía abarcar los bienes que poblaban su medio ambiente e internalizar, así, las externalidades sin necesidad de
corregirlo con impuestos y subsidios, dio nuevos
argumentos a los liberales para volver del revés
las críticas que achacaban los daños ambientales al libre funcionamiento de ese mercado. El
auge del liberalismo que se observa en los últimos decenios, podía así presentarse como compatible con la preservación del medio ambiente: a
la vez que se subrayaba la “Tragedia (ambiental) del los comunales” (Hardin, G., 1968), se
postulaba la conveniencia de privatizar las ballenas u otros “bienes ambientales” para asegurar
su conservación(2). Se desataron así en este
campo dos polémicas espoleadas por razones
ideológicas ajenas al mismo, trasladando aquí
los viejos enfrentamientos entre liberalismo e
intervencionismo. Una es la que llevó a confundir bienes públicos, comunales, de propios, etc.,
(2) Puntualicemos que la racionalidad mercantil puede aconsejar el deterioro de recursos naturales o ambientales. Si la gestión sostenible de un recurso natural (un bosque, una población de ballenas, etc.) no aporta un rendimiento monetario que supere el tipo de interés vigente, la liquidación y
venta del stock (de madera, o de carne y grasa de ballena) sería la opción racional sugerida al propietario por la lógica coste-beneficio imperante.
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con bienes de libre acceso, para encubrir el hecho
de que la “gestión ambiental” no tiene por qué
ser más desastrosa en lo público que en lo privado, dependiendo de los criterios e instituciones
que orienten o condicionen dicha gestión (Aguilera, F., 1992). Otra es la que antepuso durante
algún tiempo a Pigou, como supuesto jefe de
filas del intervencionismo ambientalista, enfrentado a Coase, como supuesto guía del liberalismo
ambientalista más doctrinario. Cuando la simple
lectura de los textos de ambos autores no justifica semejante interpretación intencionada (véase Aguilera, F., 1992a).
Más allá de polémicas internas a la profesión, como las antes indicadas, que enfrentan,
más que argumentos, posiciones ideológicas
preconcebidas, las reflexiones sobre la forma en
la que el marco institucional puede incidir sobre
el ámbito y el funcionamiento del mercado han
ayudado a relativizar la propia idea de mercado
y la supuesta generalidad de sus equilibrios. A
ello ha contribuido la corriente de Economía Institucional(3) que recae sobre la gestión de los recursos naturales y el medio ambiente. Esta corriente empieza por advertir que la idea abstracta
de mercado ha de tomar cuerpo sobre algún
marco institucional concreto, con unos derechos
de propiedad y una distribución de la renta y la
riqueza dadas, que condicionarán su extensión
y sus resultados en precios, costes, cantidades
intercambiadas, recursos naturales utilizados,
residuos emitidos y daños ambientales originados. Y viendo que el mercado puede ofrecer
tantas soluciones como marcos institucionales
se establezcan, esta nueva corriente trata de
identificar aquellos marcos cuyas soluciones se
adaptan mejor a las características del entorno
y a los estándares de calidad ambiental socialmente definidos: por ejemplo, está claro que
según cuál sea la ley de aguas de un país, variarán en él los mercados de agua y los instrumentos económicos en vigor. En esta línea de trabajo se sitúan autores con posiciones ideológicas
distintas, que han dado lugar a elaboraciones y
aplicaciones muy diferentes, que van desde la
creación de mercados de derechos a contaminar (véase Bromley, D. W., 1989), hasta la elaboración de una legislación y de instituciones
relativas al suelo, el agua... y los diversos recursos naturales y ambientales (véase Aguillera, F.,
1992 y 1995). La amplitud de puntos de vista y
la función relativizadora que ejerce esta corriente sobre los quehaceres de la teoría económica
estándar, pueden facilitar el contacto entre Eco-
nomía Ambiental y Economía Ecológica. Por
ejemplo, la obra de Kapp, incluida en las filas de
la Economía Institucional, aporta reflexiones que
socavan los fundamentos mismos de los enfoques económicos ordinarios, con visiones de los
costes sociales que van más allá de las formulaciones monetarias habituales de la Economía
Ambiental (véase Aguilera, F. (ed.), 1995, con
textos, biografía y bibliografía de Kapp y CiriacyWantrup). Con todo, cabe constatar que las elaboraciones de la Economía Institucional tampoco
han conseguido evitar que el discurso económico ordinario siga razonando con su noción de
sistema económico, ajeno a los recursos naturales y a los problemas ambientales.
Por último, haremos referencia a las respuestas que desde la teoría económica estándar se
han dado a las preocupaciones por la sostenibilidad de los sistemas económicos, que ha reclamado la atención de los ambientalistas durante
los últimos tiempos. El problema surge de la asimetría observada entre el tratamiento de flujo
renovable que la teoría económica otorga a la
renta y el hecho de que la sociedad industrial
apoya buena parte de sus ingresos en el deterioro del patrimonio natural, originado a la vez
por extracción de recursos y emisión de residuos. Se observa así que el agregado de Renta
o Producto Nacional incumple la definición avanzada por Hicks (Hicks, J., 1931) cuando señaló
que renta es el flujo de ingresos que se puede
consumir sin acarrear un empobrecimiento o
pérdida patrimonial. La respuesta más clara y
contundente de lo que se puede hacer desde la
idea usual de sistema económico sobre el tema
de la sostenibilidad la dio Solow (Solow, R.,
1991).
Sintetizando los deterioros ocasionados en
el medio por el doble manejo de recursos y residuos, Solow señaló que el objetivo de la sostenibilidad para un economista ha de pasar por
una revalorización del capital natural que facilite
su mantenimiento e incluso su mejora en términos monetarios, incluyendo dicho patrimonio en
la categoría de capital. Tras incluir los recursos
naturales y ambientales en la categoría de capital (y considerar factible su reposición en términos
monetarios), el deterioro patrimonial puede ya
resolverse formalmente en el campo del valor,
amortizando adecuadamente dicho capital: se trata de conseguir que el flujo monetario de inversión compense holgadamente la pérdida de valor
patrimonial que ocasiona el deterioro de los recursos naturales o ambientales. La sostenibilidad
(3) Una síntesis de la evolución y planteamientos de la Economía Institucional, en general, puede encontrarse en NAREDO, J. M., 1996, pp. 520-523
y una exposición detallada del tema relacionada con los aspectos ambientales en el magnífico tratado de BROMLEY, D. W., 1991.
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así definida en el simple campo del valor, es lo
que se ha dado en llamar sostenibilidad débil,
por contraposición a la sostenibilidad fuerte formulada en términos físicos.
Recordemos que la noción de capital monetario habitualmente manejada por los economistas, corresponde sólo a un stock de capital físico que, al ser producido por el hombre en forma
de instalaciones, inmuebles o infraestructuras diversas, resulta directamente valorable, bien por
su coste (monetario) de producción o por el de
reposición en una fecha posterior. Sin embargo,
la extensión de dicha noción de capital (monetizable) al conjunto de los recursos naturales y al
medio ambiente planetario, genera serios problemas de valoración, al incluir tanto flujos, como
stocks y bienes fondo muy diversos que, por definición, no habían sido producidos por el hombre y que, para colmo, se relacionan entre sí formando estructuras y sistemas muy complejos
con los que la especie humana está llamada a
coevolucionar. Por ello, este autor, galardonado
con el premio Nobel en 1987, advertía que para
traducir con éxito la idea de sostenibilidad al universo de la economía estándar hace falta “valorar el stock de capital (incluyendo el capital natural) con unos precios sombra adecuados” que
deben ser asumidos por la colectividad. Siendo
clave el establecimiento de una conciencia social y de un marco institucional que hagan operativa la revalorización y el mantenimiento de
ese patrimonio.
Haciendo abstracción, por el momento, de
hasta qué punto resulta razonable, útil y viable
valorar todo ese capital natural, cabe preguntarse ¿cuáles han de ser los precios sombra adecuados que cabe atribuirle? Desde luego no los
derivados de imputaciones más o menos apoyadas en la disposición a pagar de algunas personas: esto puede informar más sobre un statu
quo a modificar que sobre esos precios sombra
adecuados. Pensamos que tales precios adecuados no pueden surgir ni de razonamientos teóricos meramente monetarios, ni de las opiniones
de una población desinformada. Para diseñar
bien los instrumentos económicos que inciden
sobre la valoración es requisito previo desbrozar
el contenido de ese “capital natural”. Nos encontramos aquí con una laguna teórica importante
que hemos tratado de suplir en parte en un trabajo reciente (Naredo, J. M. y Valero, A. (dirs),
1999). Esta laguna viene dada por la falta de
orientaciones objetivas para ordenar con criterios económicos los elementos materiales y los
sistemas que componen dicho capital natural, con
los que la especie humana ha de contar para
construir sus elaboraciones e industrias. En los
últimos tiempos, esta laguna se está haciendo
sentir con más fuerza a medida que se extiende
la idea defendida por autores (Daly, H., El Serafy, S. y otros, en Constanza, R. (ed.), 1991) de
que el capital natural y el producido por el hombre no son sustitutivos, sino complementarios, y
que la escasez de capital natural está llamada a
erigirse en el factor más limitante de la vida económica, cuya malversación se sugiere evitar.
El problema estriba en que, si bien el cálculo del coste físico y monetario de los bienes de
capital producidos por el hombre puede realizarse por procedimientos generalmente aceptados,
no ocurre lo mismo para el capital natural. Por
ello, el cálculo habitual de los costes físicos y
monetarios en los que incurre el proceso económico suele permanecer incompleto, al apoyarse
dicho proceso doblemente en ese capital natural, que no entra en línea de cuenta, tomando de
él los recursos y devolviéndole los residuos. De
ahí que si no queremos que los buenos propósitos enunciados se sigan perdiendo en el muro
de las lamentaciones, tendremos que apoyarlos
en formulaciones teóricas solventes y operativas
que permitan desbrozar el conglomerado de elementos y sistemas que se incluyen bajo la denominación de capital natural, como primer paso
para arbitrar procedimientos razonables que, con
valoración o sin ella, influyan sobre el cálculo
económico que guía la toma de decisiones.
Las críticas a la extensión de la denominación ordinaria de capital al conjunto de los recursos naturales y ambientales, insisten sobre todo
en los dos aspectos ya mencionados que los
diferencia de esa denominación y que dificultan
o hacen extremadamente arbitrario su cálculo
agregado en términos monetarios: primero, normalmente estos recursos no se identifican con
valores monetarios, segundo, no suelen ser reproductibles por la industria humana. De ahí que
se estime escasamente operativo el afán de cifrar
la sostenibilidad ecológica de los sistemas económicos en el requisito de que su capital natural,
medido en términos monetarios (deflactados), no
disminuya. Ante la dificultad de calcular series
homogéneas del agregado monetario de “capital
natural”, algunos autores han señalado la necesidad de aplicar un enfoque pragmático alternativo, basado en el seguimiento de los flujos
físicos en los que se apoyan los sistemas económicos, como instrumento más operativo para
apreciar si la marcha de tales sistemas se dirige
o no hacia una mayor sostenibilidad. En el trabajo antes citado (Naredo, J. M. y Valero, A. (dirs.),
1999) se propone la aplicación de un enfoque
complementario a ambos planteamientos: el de
los flujos físicos y el del capital natural. El enfo-
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que propuesto permite calcular, a partir de un
estado de referencia, el coste físico de reposición de los recursos minerales de la corteza
terrestre, acercando así por vez primera el tratamiento económico de esta categoría de recursos
a la del capital reproductible. De esta manera
creemos estar en disposición de proponer, para
el capital mineral, si no unos precios sombra adecuados, sí al menos unos costes sombra (físicos) razonables, cuya aceptación generalizada
podría informar el establecimiento de un sistema
de precios algo más adecuado que el actual.
El citado trabajo ofrece también nuevos criterios para trascender, un grave escollo con el que
se topa el análisis económico en el campo de los
recursos naturales: el que plantea el hecho de que
el análisis económico ordinario valore los stocks
de recursos que nos ofrece la naturaleza atendiendo a su mero coste monetario de extracción
(y manejo) y no al que exigiría su reposición, con
lo que se ha primado sistemáticamente la extracción frente a la recuperación y reciclaje (donde los costes de reposición se han de sufragar
íntegramente). Este proceder acentúa tanto los
problemas de escasez de recursos como los de
exceso de residuos, a medida que el modelo de
comportamiento propio de la civilización industrial se extiende y distancia cada vez más de
aquel otro de la biosfera, que se caracteriza por
cerrar los ciclos de materiales convirtiendo, con
la ayuda de la energía solar, los residuos en
recursos. De esta manera, calcular en toda su
globalidad los costes físicos (es decir, incluyendo el coste de reposición de los recursos naturales) en los que incurren los procesos “productivos”(4) propios de la civilización industrial, parece
un paso obligado para enjuiciarlos económicamente y para manejar, con conocimiento de causa, los instrumentos que inciden sobre la valoración, a fin de reorientarlos hacia una mayor
sostenibilidad global. Siendo la estimación del
coste físico de reposición de los recursos minerales el primer paso para hacer que la analogía
entre el capital natural y el fabricado por el hombre sea algo más que una metáfora vacía de
contenido concreto. Nuestro trabajo citado (Naredo, J. M. y Valero, A. (dirs), 1999) aborda los
desarrollos teóricos necesarios para posibilitar
ese cálculo. Desarrollos que derivan de los enfoques termodinámicos habitualmente centrados
sobre temas energéticos hacia el campo menos
transitado de la Termodinámica Química, haciendo operativa su aplicación al mundo de los mate-
riales; lo cual tiende puentes entre la Economía
Ambiental y la Economía Ecológica, ejemplificando las amplias lagunas teóricas y aplicadas
que están pendientes de cubrir desde el enfoque
ecointegrador propuesto en la introducción a esta
ponencia.
V. LA ECONOMÍA ECOLÓGICA
Los antecedentes de esta corriente arrancan
mucho antes de que se acuñara el término hoy
empleado para designarla. Si, como nos decía
Constanza en su texto fundacional de la revista
Ecological Economics, la Economía Ecológica
trata de establecer “nuevas conexiones teóricas
entre los sistemas ecológicos (estudiados por esa
rama de la Biología llamada Ecología) y los sistemas económicos (estudiados por la Economía)”,
hay muchos autores que trataron de establecer
dichas relaciones. Es más, la pretensión de relacionar la Economía con las ciencias de la Naturaleza es anterior al propio nacimiento de la Ecología, que es una ciencia relativamente reciente
(el mismo término ecología es de mediados del
siglo XIX, pero hay que esperar al primer tercio
del siglo XX para que se produzca su consolidación como disciplina). Ya vimos que los propios
padres de la ciencia económica, hoy denominados fisiócratas, trataron de hacerlo allá por el
siglo XVIII, pero no tuvieron éxito en su empeño.
Tampoco lo tuvieron los otros autores que lo
intentaron hasta épocas recientes: su esfuerzo
ni siquiera suele figurar en los anales de la historia del pensamiento económico, escritos desde
la noción usual de sistema económico, enclaustrada en su universo de los valores de cambio.
No podemos detenernos ni siquiera en citar a los
precursores de esta corriente. Indiquemos sólo
que han intentado paliar esta carencia el libro de
Martínez Alier y Schlüpmann, Ecological Economics (Martínez Alier, J. y Schlüpmann, K., 1987)
y el mío La Economía en Evolución (Naredo, J.
M., 1987, 1996 2.a ed.), así como los libros de la
serie Textos Básicos, de la colección Economía
y Naturaleza, que la Fundación Argentaria ha
coeditado con Visor Distribuciones, que me encargo de dirigir con el apoyo de un comité científico (cuyo primer libro tiene el significativo título de Los Principios de la Economía Ecológica
(Martínez Alier, J. (ed.), 1995).
Dicho esto, señalemos como antecedente
más próximo de esta corriente la avalancha de
(4) Ponemos productivo entre comillas para insistir en la paradoja que plantea el hecho de que la Ciencia Económica adoptara el término producción
cuando la actividad económica empezó a apoyarse básicamente en la simple extracción, manejo y deterioro de los stocks minerales de la corteza terrestre, distanciándose ya de la producción derivada de la fotosíntesis (recordemos que la Ecología sigue utilizando el término producción
para referirse a ella, recogiendo más fielmente la herencia de los planteamientos fisiocráticos de lo que lo hace la Economía).
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textos que trataron de ampliar la reflexión económica en conexión con las ciencias de la naturaleza en la década de los setenta. Acontecimientos ocurridos al principio de esa década, como la
Conferencia de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano, el Informe del Club de Roma
sobre Los Límites del Crecimiento, el Manifiesto
para la Supervivencia, promovido por Goldsmith
(y otros), unidos a la aparición de textos de gran
calado teórico, como The Entropy Law and the
Economic Process (Georgescu-Roegen, N., 1971)
contribuyeron, al calor de la crisis del petróleo
acaecida poco después, a generar una larga
serie de estudios que enjuiciaron los procesos y
sistemas analizando sus de flujos energía y materiales. Los trabajos de Commoner, B., Ehrlich,
P.R., Odum, H. T. y E. P., Hubbert, M.K., Pimentel, M. y D., Leach, G., entre otros, fueron un revulsivo que empujó a los economistas a llevar su
reflexión más allá del apacible mundo de los manuales, incentivándolos a servirse del instrumental
de las ciencias de la naturaleza y muy especialmente de esa Economía de la Física que es la
Termodinámica y de esa Economía de la Naturaleza que es la Ecología. La reedición actualizada del libro de Passet Principios de Bioeconomía
(Passet, R., 1996) permite encuadrar los trabajos de esa época en relación con los actuales).
Sin embargo, este tipo de enfoques, que surgió con fuerza en la década de los 70, se vio
eclipsado por los vientos desarrollistas que empezaron a arreciar de nuevo, auspiciados por el
posterior abaratamiento del petróleo y las materias primas. Hasta el punto de que, ahora, en
vez de poner en cuestión la idea de crecimiento,
como entonces se hacía subrayando su inviabilidad física global, se le ha devuelto credibilidad
al tratar de hacerlo sostenible. Más que la novedad, fue la ambigüedad del objetivo del desarrollo sostenible lo que explica su éxito alcanzar un
consenso muy generalizado, que incluye a la
mayoría de los practicantes de la Economía
Ambiental y de la Economía Ecológica(5). De esta
manera, salvo matizaciones y críticas de algunos autores (por ejemplo, Sachs, W., 1992 o
Norgaard, R. B., 1994) esta noción contribuyó a
dejar la mitología del crecimiento al resguardo
de toda crítica directa.
El nuevo desarrollismo ecológico (Estevan,
A., 1998), unido al abaratamiento del petróleo y
las materias primas, en general, hizo que la
reflexión económica se trasladara desde los recursos hacia los residuos y desde los procesos
físico-energéticos hacia los instrumentos monetarios, como si los residuos no surgieran del
manejo de los recursos y si la cuerda aplicación
de los instrumentos económicos no exigiera el
buen conocimiento de la realidad física a gestionar. Tanto el grueso de la literatura académica,
como de los informes de las administraciones
han mantenido así una curiosa esquizofrenia en
este campo: mucha preocupación por penalizar
los residuos y por buscar instrumentos(6) económicos para paliar los “daños ambientales” y
mucha despreocupación ante el bajo precio de
los recursos y por el funcionamiento integrado
de los procesos físicos y monetarios cuya expansión genera dichos daños.
Sin embargo, tras el golpe de péndulo indicado, se están revalorizando de nuevo las reflexiones que integran los flujos físicos con los
monetarios y ambos con los aspectos patrimoniales. En los últimos tiempos renace el interés
por modelizar y cifrar el funcionamiento físico de
los sistemas de gestión, contabilizando conjuntamente su exigencia en energía y materiales,
sus vertidos de residuos así como sus implicaciones territoriales. Este resurgir parte de perspectivas y problemas diferentes cuyo tratamiento acabó llevando a algunos especialistas, por
simples razones de coherencia, hacia la aplicación de enfoques más sistémicos e integradores, que hoy se ubica bajo la denominación genérica de Economía Ecológica.
Por una parte, está el análisis de la contaminación, que acabó asumiendo a veces posiciones
preventivas y refiriendo las auditorías ambientales al funcionamiento integrado de los procesos,
razonando así sobre el conjunto de los flujos de
energía y materiales que los integran. Por otra,
los análisis de ciclo de vida y de calidad total
(Taguchi, G. et al., 1988; Arimany, L., 1992) de los
productos también hicieron razonar a algunos
de sus practicantes en términos de “ecobalances”
referidos al conjunto de los flujos físicos movilizados (véase, por ejemplo, Allen, D. T. y Rosselot,
(5) La literatura económico-ambiental ha girado más en torno a esa “cuadratura del círculo” que es el logro de un “desarrollo sostenible”, que al seguimiento de las variables que informan sobre si mejora o empeora la sostenibilidad global de los sistemas y procesos económicos. La sustitución
del término crecimiento por aquel otro más ambiguo de desarrollo, añadiéndole luego el adjetivo de sostenible, originó una expresión que podía
contentar a todo el mundo y que resultaba de especial valor para los políticos. El problema estriba en que fue la ambigüedad del objetivo del “desarrollo sostenible” la que permitó tender un puente entre “desarrollistas” y “conservacionistas”, creando una insatisfacción creciente en el tiempo sin
que se concrete en logros visibles. Por eso algunos autores preferimos hablar de sostenibilidad o viabilidad de los sistemas en el tiempo, evitando conciliar a priori dos términos que resultan incongruentes en el mundo físico, donde el crecimiento continuo de cualquier variable se revela
inviable a largo plazo (véase capítulo sobre “La sostenibilidad de los sistemas” en NAREDO, J. M. y VALERO, A. (dirs.), 1999).
(6) En el texto sobre “La evolución reciente del pensamiento económico” que prologa la 2.a edición de mi libro La Economía en Evolución, se subraya la “deriva instrumental” que aleja cada vez más a la economía académica de los problemas del mundo en que vivimos, “deriva” que también
afecta a la “Economía Ambiental” y a la “Ecológica”.
237
K. S. 1994). Estos análisis conectan con los que
directamente apuntan hacia la Ecología Industrial
(Erkman, S., 1998), como reza el título del libro
de Ayres, R. U. y L. W., (1996); hacia el análisis
de los flujos de energía y materiales a distintos
niveles de agregación, entre los cuales destacan
los trabajos vinculados al Instituto Wuppertal
(véase, por ejemplo, Adriaanse, A. et al., 1997 y
Fischer-Kowalski, M. y H. Haberl, 1997); y hacia
la incidencia territorial (Wackernagel, M. y W.
Rees, 1995). Estos trabajos están contribuyendo a precisar y divulgar conceptos tales como el
requerimiento total de materiales (diferenciándolo del requerimiento directo) de las actividades
económicas y los países, o los de mochilas y
huellas de deterioro que arrastran tras de sí la
elaboración y uso de los productos, las instalaciones o los asentamientos humanos(7).
Por otro lado, desde el ángulo de lo monetario, asistimos también a una mayor preocupación por los aspectos patrimoniales y financieros. El nuevo Sistema de Cuentas Nacionales
(SCN 93) acordado en el marco de las Naciones
Unidas, con el consenso de los principales organismos con competencias económicas, al que
ya hicimos referencia, es un buen reflejo de la
mayor atención que tiende a prestarse a estos
aspectos: el nuevo SCN 93, que orientará las
contabilidades nacionales de los países durante
los próximos años, incorpora a la vez cuentas
financieras y cuentas de patrimonio por grupos
de agentes económicos, lo que permitirá analizar aspectos que permanecían a la sombra de
las contabilidades y análisis de flujos ordinarios.
Sin embargo, en lo que concierne al patrimonio natural, no se han conseguido implantar
las bases metodológicas y administrativas necesarias para establecer el seguimiento estadístico de la evolución de los elementos y sistemas
que componen dicho patrimonio(8). Aún hoy, a
pesar de las crecientes preocupaciones por la
conservación del patrimonio natural, disponemos de datos tan extremadamente incompletos
y heterogéneos que apenas nos permiten hablar
con más precisión de lo que lo hacía Platón en
sus diálogos cuando se refería a “lo que nos
queda de la Tierra”, pensando sobre todo en la
erosión y sus secuelas, ya que difícilmente podía
imaginar los deterioros ocasionados por las potentes intervenciones extractivas y contaminantes que puso en marcha la civilización industrial.
Así, en vez de empeñarnos tanto en precisar y
discutir las inciertas consecuencias de un posible
cambio climático, o en valorar monetariamente las
funciones ambientales del planeta y su capital
natural, deberíamos preocuparnos algo más por
seguir y controlar las intervenciones que con contundente certeza inciden diariamente sobre el
territorio y los recursos naturales que contiene.
Una novedad acompaña al renacimiento del
tipo de trabajos a los que nos estamos refiriendo: es la aparición, durante la década de los noventa, de una colección importante de manuales
de Economía Ecológica (véanse, por ejemplo,
los de Bermejo, Bresso, Faber et al., Jiménez
Herrero, Martínez Alier... o Van Hauwermeiren).
Lo cual parece indicar una mayor consolidación
de la corriente así mencionada. Aunque estos
manuales no gozan todavía de una estructura
tan canónica como los de Economía ordinaria y,
en ocasiones, se solapan con algunos de los
más amplios y abiertos que se dicen de Economía Ambiental. En ellos se acepta la definición
antes apuntada de Constanza, añadiendo a veces
que no sólo busca la conexión entre Economía y
Ciencias de la Naturaleza, sino también con la
Filosofía y las Ciencias Sociales (Faber, M.,
1996) o se asume también en la definición el
subtítulo del libro colectivo editado por Constanza en 1991: “la Economía Ecológica es la ciencia de la gestión de la sustentabilidad” (entendida en el sentido fuerte arriba mencionado) (Van
Hauwermeirwn, S., 1998). Pero quizá una definición más concisa de la frontera y el conflicto
que separa la Economía Ambiental de la Economía Ecológica es la que indica lo que esta última
no hace: Martínez Alier (1998) empieza afirmando en su último libro que “la Economía Ecológica
(7) La idea de mochila de deterioro ecológico (ecological rucksack) aparece básicamente vinculada a SCHMIDT-BLEEK, F., director del Departamento
de Flujos de Materiales y Cambio Estructural del Instituto Wuppertal de Alemania. La idea de “huella” de deterioro ecológico (ecological footprint)
se vincula a WACKERNAGEL, M. y REES, W., de la University of British Columbia, de Vancuover, Canadá, sobre todo a partir de su libro antes
citado. A un concepto similar llegan, en los Países Bajos, OPSCHOOR, H., BUITENKAMP, M. y WAMS, T. y otros, cuando hablan de espacio
ambiental (environmetal space) para referirse al espacio que los seres humanos (con un determinado estilo de vida) pueden utilizar en el medio
natural sin ocasionar el deterioro progresivo de éste (añadiendo las exigencias de diversidad y estabilidad ecológicas a la idea más restringida de
capacidad de carga —carrying capacity— de un territorio).
(8) La discusión sobre el modo de abordar la “problemática ambiental” que tuvo lugar durante la elaboración del SCN 1993, no permitió alcanzar ningún consenso en las propuestas de retocar los agregados para obtener un “producto verde” o desarrollar macroindicadores alternativos. Este consenso sólo se logró para hacer una propuesta de conexión del SCN 1993, con sistemas de cuentas de los recursos naturales o ambientales desarrollados a modo de cuentas satélite. Esta propuesta de compromiso se plasmó en el manual de Naciones Unidas titulado Integrated environmental
and economic accounting, publicado en 1993, cuyos planteamientos son tan genéricos que le dan un carácter meramente orientativo y no el de
un manual operativo que precise el modo en el que se han de hacer las cuentas. En este sentido, sólo se dispone de las experiencias aisladas y
heterogéneas que tuvieron lugar en los países, que algunos organismos (EUROSTAT, OCDE...) tratan de coordinar. Esperemos que alguna vez
estos sistemas, concebidos todavía como “cuentas satélite” del sistema principal de cuentas monetarias, se acaben convirtiendo en verdaderos
“planetas” que reclamen medios estadísticos y orienten la reflexión en pie de igualdad con éste.
238
no recurre a una escala de valores única expresada en un solo numerario”. Lo cual es una consecuencia lógica de lo anterior, pues si esta
corriente utiliza efectivamente enfoques y sistemas de razonamiento diferentes, apoyados en
varias disciplinas, difícilmente cabe pensar en
reducirlos a una única dimensión.
La aparición de manuales muestra que la
Economía Ecológica ha alcanzado, así, un mayor
peso en el mundo académico, que está contribuyendo a abrir la enseñanza de la economía
hacia las ciencias de la naturaleza. A pesar de
ello, esta corriente tampoco ha conseguido evitar que la noción usual de sistema económico
siga guiando la reflexión de la mayor parte de
los economistas y, sobre todo, orientando la
gestión de las instancias decisorias de las administraciones y empresas. El hecho de que los
practicantes de esta corriente sigan trabajando
sin clamar a diario por la necesidad de estadísticas que informen de un modo sistemático
sobre el funcionamiento físico de los sistemas
económicos y, por ende, sobre su evolución
desde el punto de vista de la sostenibilidad, o
sobre las huellas y mochilas de deterioro ecológico que entrañan, señala el peligro de que tras
conseguir una parcela de poder en el mundo
académico se mantenga, como una especialidad
más, víctima también de la deriva instrumental
que aleja tanto a la Economía como a la Ecología de los principales problemas económicos y
ecológicos de nuestro mundo.
VI. PERSPECTIVAS
Estamos muy lejos de que se produzcan
cambios mentales e institucionales capaces de
cortar efectivamente las actuales tendencias hacia
el deterioro ecológico y la polarización social.
Estos cambios tendrían que modificar el modus
operandi de una gestión económica cada vez
más pendiente del creciente papel que ejerce el
mundo financiero en la creación y distribución
del poder económico. Cuando la reconversión
de estas tendencias ni siquiera se plantea con
claridad y generalidad, ni se informa con rigor
sobre su evolución, difícilmente cabe esperar
modificaciones próximas importantes.
Ciertamente, el tratamiento de los problemas
ecológicos o ambientales ha sido un elemento
de ruptura en ese modus operandi que ha calado en la propia comunidad de los economistas.
Los trabajos de la Economía Ecológica muestran
que hay economistas que, codo con codo con especialistas de otras disciplinas, trascienden los
presupuestos sobre los que se articula la versión
corriente de sistema económico, para construir
otros sistemas de representación más aptos para
registrar y gestionar la interacción del proceso
económico con el mundo físico en el que se inserta. Amplían el objeto de estudio más allá del
campo de lo apropiable, valorable y productible,
con el que venía trabajando ese sistema. Se ven
obligados a considerar la existencia de los recursos naturales y ambientales, antes de que hayan
sido valorados, mediante la producción, y a seguir
su existencia física posterior, en forma de residuos, cuando su valor se ha consumido. Lo cual
exige razonar con otras nociones de sistema
distintas de los de la Economía estándar, con
otros instrumentos, con otras dimensiones y unidades, viendo la gestión desde perspectivas
diferentes a las del homo economicus sumergido en el mundo del valor, lo que provoca a veces
la censura y el enfrentamiento de aquella otra
parte de la comunidad de los economistas que
piensan que el enfoque estándar puede abarcar
por sí mismo la nueva problemática y son reticentes a admitir la existencia de otros enfoques
que interfieren, corrigen o limitan la pretendida
generalidad de sus conclusiones. Es esa pretensión implícita de seguir manteniendo incólume el monopolio explicativo de sus enfoques lo
que explica las frecuentes malinterpretaciones
en este campo. La viveza del debate no es ajena
al hecho de que, tras su apariencia técnica, se
esconden juicios de valor que influyen sobre las
propias ideas que sobre economía tienen los
contendientes.
Lo crucial del debate es si la Economía ha
de seguir siendo una disciplina autosuficiente,
que se desenvuelve de espaldas a las otras en
el campo unidimensional del valor, haciendo uso
de su mecánica maximizadora cortada por el
patrón de los enfoques analítico-parcelarios de
la ciencia clásica; o si, por el contrario se transforma en una ciencia más abierta y transdisciplinar, en una ciencia más joven, oportunista y
versátil que, como la Ecología, hace uso sin problemas de las enseñanzas de todas las disciplinas que puedan ser de utilidad en sus análisis
(Naredo, J. M. y Parra, F., 1993). En una disciplina que, en suma, en vez de velar celosamente
por el mantenimiento de sus viejos dogmas, se
preocupe de razonar con sistemas y enfoques
diferentes para tratar la problemática multidimensional que la gestión conlleva, aunque no
pueda ya señalar “óptimos”, sino descartar las
opciones de gestión más absurdas y orientar la
toma de decisiones por parte de los implicados.
Conseguir que la Economía evolucione hacia
un estatuto más abierto y transdisciplinar, pasa
por reconocer que resulta bastante problemático
239
llevar el razonamiento sobre aspectos “externos” al edificio conceptual de la economía estándar sin modificar la axiomática que lo informa y
sin recurrir a las disciplinas que se ocupan de
ellos, aunque sea desde puntos de vista diferentes. Hay que saber también que, cuando surgen
problemas difíciles de encajar en una estructura
conceptual, se generan situaciones de transición fértiles en ambigüedades y compromisos
poco esclarecedores. Así ocurrió cuando el sistema ecléctico de Tycho Brahe, que postulaba que
los planetas giraban alrededor del Sol, pero que
éste lo hacía alrededor de la Tierra, sustituyó
durante largas décadas al de Ptolomeo, abriendo
camino hacia la aceptación de la nueva cosmología de Copérnico, Kepler y Galileo, hoy también
relativizada. En el caso que nos ocupa, lo que
está en discusión es si, para resolver las nuevas
preocupaciones “ambientales”, el razonamiento
económico ha de seguir girando en torno al núcleo
de los valores mercantiles o si, por el contrario,
debe desplazar su centro de reflexión hacia los
condicionantes del universo físico e institucional
que lo envuelven (que son analizados por disciplinas que trabajan desde presupuestos diferentes). Se trata de reconocer que, en esa encrucijada de saberes que plantea la gestión, no hay
un único e inmutable sistema de razonamiento
capaz de explicarlo todo, sino una encrucijada de
sistemas, lo cual exige desplazar el razonamiento
económico desde el sistema, que se adjetiva como
tal (económico), hacia una Economía de sistemas.
(Esta Economía de los sistemas encaja con la
propuesta del “enfoque ecointegrador” cuyas características e implicaciones precisé en el último
capítulo de La Economía en Evolución (Naredo,
J. M., 1987, 1996, 2.a ed.).
Una vez roto, en el propio campo de la física, el monopolio del conocimiento que en su día
ejerció el sistema del mundo ideado por Newton,
no tiene sentido imaginar a los practicantes de la
mecánica clásica tratando de ingeniárselas para
hacer que su sistema siga siendo la única guía
adecuada de conocimiento para investigar tanto
los espacios siderales, como los ultramicroscópicos, o las situaciones de irreversibilidad, de discontinuidad, de no linealidad, de permanente desequilibrio, etc., característicos de la vida, sobre
las que razonan otras ramas de la física a partir
de axiomas diferentes. Y si la comunidad científica acepta ya de buen grado la posibilidad, y la
conveniencia, de utilizar distintos sistemas de
razonamiento para analizar el mismo mundo físico, más aún debería de aceptarse para el mundo de la gestión económica. Hoy no tiene sentido que los practicantes de la Mecánica clásica
se sientan avergonzados por no tener en cuen-
240
ta el Segundo Principio de la Termodinámica y
que traten, por ello, de quitarle la importancia que
tiene para analizar los fenómenos de la vida cotidiana, o busquen ingenuamente el modo de incorporarlo dentro de un sistema que por definición
lo excluye. Como tampoco lo tendría que los economistas se avergonzaran de que sus razonamientos sobre el valor no tienen en cuenta este
principio, o excluyen otros aspectos, si su disciplina hubiera alcanzado un grado de madurez
comparable al de la física. Antes al contrario
deberían subrayar lo que de diferencial tienen
sus análisis: recaen sobre la revalorización que
acompaña los cambios cualitativos con finalidad
utilitaria, que constituyen la razón de ser de los
procesos llamados de producción, cambios que
la Termodinámica es incapaz de apreciar, sin
que sus cultivadores tampoco tengan que avergonzarse de ello. Cuando, a su vez, la Termodinámica se ocupa de registrar directamente las
pérdidas o costes físicos de los procesos que la
Economía estándar sólo puede apreciar parcial
e indirectamente, en tanto que sean objeto de
valoración monetaria. Menos sentido tiene, si
cabe, que la economía intente resolver el tema
de la sostenibilidad en su propio universo autosuficiente del valor, en vez de apoyarse en las
enseñanzas de la Ecología sobre la estabilidad
y la evolución de los sistemas biológicos. Podemos concluir que las reflexiones sobre el valor
de cambio de la economía estándar y las del
coste físico de la Termodinámica, o las de la
estabilidad de la Ecología, no son sustitutivas,
sino complementarias: se deben mantener todas
ellas, en paralelo, como lecturas de aspectos
diferentes del proceso económico y de sus relaciones con el contexto físico-natural en el que
obligadamente se inserta, que deben completar
nuestro conocimiento y nuestra capacidad para
reconvertirlo en un sentido globalmente más
económico.
Concluyamos subrayando que para evitar que
las recientes elaboraciones de la ciencia económica que apuntan hacia un horizonte ecológica
y socialmente más sostenible se vean ahogadas
por el statu quo, como lo fueron las anteriores,
hay que hacer que trasciendan del medioambientalismo banal y parcelario que originó la esquizofrenia intelectual a la que antes nos referimos, al
tratar el “medio ambiente” como un área más a
incluir junto a las otras en las administraciones o
en los manuales al uso, induciendo a ocuparse
de los residuos, pero no de los recursos, del clima,
pero no del territorio, de la valoración monetaria,
pero no de la información física subyacente...
Para lo cual se requiere superar el oscurantismo
hacia el que nos arrastran los enfoques parcela-
rios, adoptando un planteamiento económico más
amplio, que enjuicie en toda su globalidad el patrimonio y los flujos físicos y financieros(9) sobre
los que se apoyan las sociedades actuales, desde
los recursos hasta los residuos, desde el “tercer
mundo” hasta los países de capitalismo “maduro”. En este sentido apunta nuestra reciente inves-
tigación a la que ya hicimos referencia (Naredo,
J. M. y A. Valero (dirs.), 1999), relacionando las
dimensiones mencionadas a escala planetaria,
utilizando para ello la información y los análisis
propios de la Economía Ecológica, los de la Economía Ambiental y los de la Economía en general, referidos al comercio y las finanzas.
(9) En la era de la “globalización” financiera no cabe analizar ni, menos aún, corregir los problemas ecológicos de nuestro tiempo sin tener en cuenta cómo se genera y redistribuye la capacidad de compra sobre el mundo. Pues, si bien la valoración monetaria mueve, a través del comercio, los
flujos físicos en la actual civilización, la capacidad de generar activos financieros, es decir, de crear dinero en sentido amplio, que tienen los agentes económicos, influye cada vez más sobre la valoración y el comercio. Esa convención social que es el dinero, en el sentido ámplio antes indicado, está llevando en nuestra sociedad el aumento de la desigualdad y del poder mucho más allá de lo concebible en las sociedades animales.
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