La Contribución de la Ciencia Económica al Tratamiento de los Recursos Naturales y del Medio Ambiente José Manuel Naredo Pérez Los problemas ecológicos de nuestro tiempo han hecho que las preocupaciones por la conservación del patrimonio natural trasciendan de los planteamientos éticos y estéticos originarios, para recaer de lleno en el campo de la gestión económica, induciendo a los economistas a tomar cartas en el asunto. En este artículo se exponen los planteamientos y los problemas que se derivan del afán de buscar de nuevo la intersección entre economía y naturaleza y, con ello, de redefinir las fronteras de ambos conjuntos para reconstruir un discurso económico que tenga en cuenta el mundo físico y territorial que lo envuelve. Gure garai honetako arazo ekologikoek ondare naturalaren babeskuntza eta zaintzarekiko ardurak jatorrizko planteamendu etiko eta estetikoak gainditu eta bete-betean gestio ekonomikoan sartzea eragin dute, eta horrek ekonomialariak gai honetan murgiltzera eta muturra sartzera behartu ditu. Artikulu honetan berriro ere ekonomiaren eta naturaren arteko elkarrekintza bilatzeko gogo horretatik datozen arazoak eta planteamenduak azaltzen dira, eta bide horretatik bi multzoen mugak birdefinitu nahi lirateke, bere inguruan duen mundu fisikoa eta lurralde osoa kontuan hartuko dituen diskurtso ekonomiko bat berreraikitzeko. tener presente que las principales decisiones que afectan a los recursos naturales y al medio ambiente no se toman en los departamentos de administraciones y empresas con competencias sobre el tema, sino en los que tienen que ver con la economía y las actividades ordinarias (agricultura, minería, industria, comercio, transportes, etc.). IV. LA ECONOMÍA AMBIENTAL Tal y como expongo en mi libro antes citado (Naredo, J. M., 1987, 1996, 2.a ed., cap. 19), tres son los caminos por los que los economistas empezaron a extender el instrumental propio de la economía neoclásica al tratamiento de los recursos naturales y ambientales, que esta misma disciplina había dejado de lado. Uno es el abierto por Hotelling (Hotelling, H., 1931) al aplicar la mecánica maximizadora del equilibrio walrasiano para fijar los precios al consumo de los recursos naturales agotables, haciendo intervenir hipótesis relativas a las preferencias relacionadas con las futuras generaciones. Otro es el derivado de la propuesta de Pigou (Pigou, A. C., 1920) de tratar de corregir los fallos o imperfecciones del mercado evaluando las externalidades (positivas o negativas) que aquél había dejado sin valorar, para introducirlas por medio de impuestos o subsidios que permitan llegar a soluciones más acordes con el producto y los costes sociales de los procesos y no sólo teniendo en cuenta el producto y los costes privados de las empresas. Y el tercero es el apuntado por Coase (Coase, R., 1960) al recordar las condiciones necesarias para que el mercado internalice las externalidades ambientales negativas originadas por los procesos y al proponer, en consecuencia, los cambios institucionales necesarios para que dicha internalización se produzca. Todos ellos apuntan a ver cómo se puede extender el razonamiento mercantil sobre los objetos del medio ambiente que quedaban sin valorar, bien mediante simulaciones o imputaciones de valores antes inexistentes, o bien mediante modificaciones del marco institucional que conducen a la apropiación y la valoración efectiva de dichos objetos, para conseguir que la toma de decisiones tenga en cuenta, de una o otra manera, las externalidades. Por ello se han complementado entre sí originando un caudal enorme de literatura especializada, que se ha relacionado también con las reflexiones más recientes desarrolladas en torno a la sostenibilidad de los procesos y sistemas económicos. Aunque las tres líneas de trabajo mencionadas son de referencia obligada en los manuales 232 de Economía Ambiental, o en los capítulos sobre el tema que han ido introduciendo los manuales ordinarios de Economía, la primera ha permanecido más en el campo de los enunciados teóricos, siendo las dos últimas mas fértiles en aplicaciones relacionadas con la política ambiental, los instrumentos económicos y la valoración de daños. El hecho de que si enfrentamos la oferta de un stock limitado de recursos no renovables a la demanda de un sinnúmero de posibles generaciones futuras, su precio tienda a infinito, evidencia implícitamente la inviabilidad física y el absurdo valorativo de apoyar a largo plazo el proceso económico sobre la explotación y el deterioro de un stock. Ello muestra que el ejercicio propuesto por Hotelling, de considerar el reparto de un stock atendiendo a los precios de equilibrio que se derivan de aplicarle la presión de las demandas de futuras generaciones, sólo puede arrojar soluciones operativas cargadas de arbitrariedad que ayuden a justificar teóricamente un fin preconcebido: desincentivar razonadamente el “consumo” de recursos no renovables y sensibilizar a la generación actual para que piense un poco más en el futuro. Pues la vida no cabe en sistemas cerrados y la Tierra es un sistema cerrado en materiales. Si la vida ha podido progresar en la Tierra ha sido utilizando la energía recibida del Sol para mover y reciclar los ciclos de materiales, cosa que no hace la civilización industrial, provocando así el problema ambiental. La propuesta de Pigou dio lugar a una muy amplia literatura, que no cabe detallar aquí, sobre técnicas de valoración de las externalidades ambientales y sobre diseño de instrumentos de política ambiental que incorporen dicha valoración, que aparecen descritos en los manuales de Economía Ambiental (véase, por ejemplo, Field, B., 1995). Pues hay que tener en cuenta la valoración de las externalidades, que no sólo es la llave que les abre la puerta de entrada al reino de la economía estándar, pudiendo así someterlas a la lógica coste-beneficio y a su instrumental teórico habitual, sino que tiene aplicaciones prácticas evidentes. Éstas permiten, sobre todo, orientar y justificar la toma de decisiones de políticos, empresarios e incluso de jueces y tribunales. En los primeros casos se trata de asesorar sobre posibles aspectos valorativos que permiten informar la elección sobre determinadas opciones de obras públicas o de medidas económicas o ambientales. En los segundos, se trata de valorar daños ambientales que puedan producirse (estudios de “impacto ambiental”) o que se hayan producido y estén sujetos a indemnización (fallos de tribunales sobre la cuantía de éstas). Así las técnicas de valoración han ocupado una parte importante de la literatura económicoambiental (véase, Azqueta, D., 1994a) que matiza las denominaciones genéricas de precios sombra o costes de oportunidad estimados, atendiendo al procedimiento seguido en la estimación (coste de desplazamiento, valoración contingente, coste reparación del daño, etc.). Por último, la línea de trabajo induce a la formulación de propuestas de cálculo agregado de ese producto social, del que hablaba Pigou por contraposición al privado, en su libro antes citado. Aparece así toda una literatura que va desde la “medida del bienestar social” (MEW: mesure of economic welfare) propuesta por Tobin y Nordhaus (Tobin, J. y W.D. Nordhaus, 1972), hasta las más recientes propuestas de calcular un Producto Nacional “verde” o ambientalmente corregido y las discusiones correspondientes (véase, Carpintero, O., 1999, Cap III). Propuestas cuyas debilidades teóricas y estadísticas hacen que no hayan llegado a incorporarse en la metodología del SCN 93 actualmente en vigor. El problema fundamental que plantean los ejercicios valorativos descritos es que escapan a las funciones ordinarias de produción y consumo de valor, a las que se atiene la idea usual de sistema económico, quedando fuera del consabido cuadro macroeconómico, que sigue presidiendo el razonamiento agregado de los economistas. El discurso económico ordinario sigue así razonando con una noción de sistema económico que no sabe de recursos naturales ni de daños ambientales, relegando a un segundo plano de especialistas las consideraciones antes indicadas de la Economía Ambiental. Esto no quiere decir que las elaboraciones de la Economía Ambiental que estamos comentando hayan quedado relegadas al mundo académico. Antes al contrario, como ya hemos apuntado, tales elaboraciones se extendieron de lleno en el campo de los estudios aplicados, que demandan las instancias decisoras de administraciones y empresas, orientados a respaldar el cobro de impuestos, tasas o derechos ambientales, o la realización de determinados proyectos, justificando primero su reducido impacto ambiental o calculando después las inversiones, subvenciones o desgravaciones orientadas a paliar o a restaurar tales impactos..., y de tribunales necesitados del dictamen de expertos para dirimir conflictos y evaluar daños ambientales. Por otro lado, la línea abierta por Coase, sugiere la posibilidad de crear nuevos mercados que hagan que los antiguos bienes libres o no económicos, constitutivos del medio ambiente, se conviertan en económicos y, así, las externalidades relacionadas con ellos pasen automáticamente a internalizarse. En este caso, el establecimiento de derechos de propiedad inequívocamente definidos sobre los bienes ambientales en litigio, es la llave que les abre la puerta al reino económico estándar, al permitir a los propietarios negociar con ellos y atribuirles valores de cambio, quedando ya sujetos a la mecánica optimizadora que nos enseña la teoría económica ordinaria. Llama la atención que la formulación de este requisito haya sido saludada por los economistas como un nuevo teorema —el Teorema de Coase— y que se enseñe como tal en los manuales, cuando semejante requisito había sido ya puntualizado hace un siglo por Walras, Senior, y otros autores neoclásicos, pasando después a formar parte de la axiomática implícita sobre la que se levanta la idea usual de sistema económico (y sus representaciones contables). Con independencia de posibles consideraciones sobre la frágil memoria histórica de los economistas y la dudosa originalidad de tal formulación, la realidad es que ayudó a abrir la reflexión hacia el marco institucional que condiciona la amplitud y el funcionamiento de los mercados, desarrollando una nueva corriente de Economía Institucional aplicada al tratamiento de los recursos naturales y ambientales. El redescubrimiento, de la mano de Coase, del hecho que el mercado podía abarcar los bienes que poblaban su medio ambiente e internalizar, así, las externalidades sin necesidad de corregirlo con impuestos y subsidios, dio nuevos argumentos a los liberales para volver del revés las críticas que achacaban los daños ambientales al libre funcionamiento de ese mercado. El auge del liberalismo que se observa en los últimos decenios, podía así presentarse como compatible con la preservación del medio ambiente: a la vez que se subrayaba la “Tragedia (ambiental) del los comunales” (Hardin, G., 1968), se postulaba la conveniencia de privatizar las ballenas u otros “bienes ambientales” para asegurar su conservación(2). Se desataron así en este campo dos polémicas espoleadas por razones ideológicas ajenas al mismo, trasladando aquí los viejos enfrentamientos entre liberalismo e intervencionismo. Una es la que llevó a confundir bienes públicos, comunales, de propios, etc., (2) Puntualicemos que la racionalidad mercantil puede aconsejar el deterioro de recursos naturales o ambientales. Si la gestión sostenible de un recurso natural (un bosque, una población de ballenas, etc.) no aporta un rendimiento monetario que supere el tipo de interés vigente, la liquidación y venta del stock (de madera, o de carne y grasa de ballena) sería la opción racional sugerida al propietario por la lógica coste-beneficio imperante. 233 con bienes de libre acceso, para encubrir el hecho de que la “gestión ambiental” no tiene por qué ser más desastrosa en lo público que en lo privado, dependiendo de los criterios e instituciones que orienten o condicionen dicha gestión (Aguilera, F., 1992). Otra es la que antepuso durante algún tiempo a Pigou, como supuesto jefe de filas del intervencionismo ambientalista, enfrentado a Coase, como supuesto guía del liberalismo ambientalista más doctrinario. Cuando la simple lectura de los textos de ambos autores no justifica semejante interpretación intencionada (véase Aguilera, F., 1992a). Más allá de polémicas internas a la profesión, como las antes indicadas, que enfrentan, más que argumentos, posiciones ideológicas preconcebidas, las reflexiones sobre la forma en la que el marco institucional puede incidir sobre el ámbito y el funcionamiento del mercado han ayudado a relativizar la propia idea de mercado y la supuesta generalidad de sus equilibrios. A ello ha contribuido la corriente de Economía Institucional(3) que recae sobre la gestión de los recursos naturales y el medio ambiente. Esta corriente empieza por advertir que la idea abstracta de mercado ha de tomar cuerpo sobre algún marco institucional concreto, con unos derechos de propiedad y una distribución de la renta y la riqueza dadas, que condicionarán su extensión y sus resultados en precios, costes, cantidades intercambiadas, recursos naturales utilizados, residuos emitidos y daños ambientales originados. Y viendo que el mercado puede ofrecer tantas soluciones como marcos institucionales se establezcan, esta nueva corriente trata de identificar aquellos marcos cuyas soluciones se adaptan mejor a las características del entorno y a los estándares de calidad ambiental socialmente definidos: por ejemplo, está claro que según cuál sea la ley de aguas de un país, variarán en él los mercados de agua y los instrumentos económicos en vigor. En esta línea de trabajo se sitúan autores con posiciones ideológicas distintas, que han dado lugar a elaboraciones y aplicaciones muy diferentes, que van desde la creación de mercados de derechos a contaminar (véase Bromley, D. W., 1989), hasta la elaboración de una legislación y de instituciones relativas al suelo, el agua... y los diversos recursos naturales y ambientales (véase Aguillera, F., 1992 y 1995). La amplitud de puntos de vista y la función relativizadora que ejerce esta corriente sobre los quehaceres de la teoría económica estándar, pueden facilitar el contacto entre Eco- nomía Ambiental y Economía Ecológica. Por ejemplo, la obra de Kapp, incluida en las filas de la Economía Institucional, aporta reflexiones que socavan los fundamentos mismos de los enfoques económicos ordinarios, con visiones de los costes sociales que van más allá de las formulaciones monetarias habituales de la Economía Ambiental (véase Aguilera, F. (ed.), 1995, con textos, biografía y bibliografía de Kapp y CiriacyWantrup). Con todo, cabe constatar que las elaboraciones de la Economía Institucional tampoco han conseguido evitar que el discurso económico ordinario siga razonando con su noción de sistema económico, ajeno a los recursos naturales y a los problemas ambientales. Por último, haremos referencia a las respuestas que desde la teoría económica estándar se han dado a las preocupaciones por la sostenibilidad de los sistemas económicos, que ha reclamado la atención de los ambientalistas durante los últimos tiempos. El problema surge de la asimetría observada entre el tratamiento de flujo renovable que la teoría económica otorga a la renta y el hecho de que la sociedad industrial apoya buena parte de sus ingresos en el deterioro del patrimonio natural, originado a la vez por extracción de recursos y emisión de residuos. Se observa así que el agregado de Renta o Producto Nacional incumple la definición avanzada por Hicks (Hicks, J., 1931) cuando señaló que renta es el flujo de ingresos que se puede consumir sin acarrear un empobrecimiento o pérdida patrimonial. La respuesta más clara y contundente de lo que se puede hacer desde la idea usual de sistema económico sobre el tema de la sostenibilidad la dio Solow (Solow, R., 1991). Sintetizando los deterioros ocasionados en el medio por el doble manejo de recursos y residuos, Solow señaló que el objetivo de la sostenibilidad para un economista ha de pasar por una revalorización del capital natural que facilite su mantenimiento e incluso su mejora en términos monetarios, incluyendo dicho patrimonio en la categoría de capital. Tras incluir los recursos naturales y ambientales en la categoría de capital (y considerar factible su reposición en términos monetarios), el deterioro patrimonial puede ya resolverse formalmente en el campo del valor, amortizando adecuadamente dicho capital: se trata de conseguir que el flujo monetario de inversión compense holgadamente la pérdida de valor patrimonial que ocasiona el deterioro de los recursos naturales o ambientales. La sostenibilidad (3) Una síntesis de la evolución y planteamientos de la Economía Institucional, en general, puede encontrarse en NAREDO, J. M., 1996, pp. 520-523 y una exposición detallada del tema relacionada con los aspectos ambientales en el magnífico tratado de BROMLEY, D. W., 1991. 234 así definida en el simple campo del valor, es lo que se ha dado en llamar sostenibilidad débil, por contraposición a la sostenibilidad fuerte formulada en términos físicos. Recordemos que la noción de capital monetario habitualmente manejada por los economistas, corresponde sólo a un stock de capital físico que, al ser producido por el hombre en forma de instalaciones, inmuebles o infraestructuras diversas, resulta directamente valorable, bien por su coste (monetario) de producción o por el de reposición en una fecha posterior. Sin embargo, la extensión de dicha noción de capital (monetizable) al conjunto de los recursos naturales y al medio ambiente planetario, genera serios problemas de valoración, al incluir tanto flujos, como stocks y bienes fondo muy diversos que, por definición, no habían sido producidos por el hombre y que, para colmo, se relacionan entre sí formando estructuras y sistemas muy complejos con los que la especie humana está llamada a coevolucionar. Por ello, este autor, galardonado con el premio Nobel en 1987, advertía que para traducir con éxito la idea de sostenibilidad al universo de la economía estándar hace falta “valorar el stock de capital (incluyendo el capital natural) con unos precios sombra adecuados” que deben ser asumidos por la colectividad. Siendo clave el establecimiento de una conciencia social y de un marco institucional que hagan operativa la revalorización y el mantenimiento de ese patrimonio. Haciendo abstracción, por el momento, de hasta qué punto resulta razonable, útil y viable valorar todo ese capital natural, cabe preguntarse ¿cuáles han de ser los precios sombra adecuados que cabe atribuirle? Desde luego no los derivados de imputaciones más o menos apoyadas en la disposición a pagar de algunas personas: esto puede informar más sobre un statu quo a modificar que sobre esos precios sombra adecuados. Pensamos que tales precios adecuados no pueden surgir ni de razonamientos teóricos meramente monetarios, ni de las opiniones de una población desinformada. Para diseñar bien los instrumentos económicos que inciden sobre la valoración es requisito previo desbrozar el contenido de ese “capital natural”. Nos encontramos aquí con una laguna teórica importante que hemos tratado de suplir en parte en un trabajo reciente (Naredo, J. M. y Valero, A. (dirs), 1999). Esta laguna viene dada por la falta de orientaciones objetivas para ordenar con criterios económicos los elementos materiales y los sistemas que componen dicho capital natural, con los que la especie humana ha de contar para construir sus elaboraciones e industrias. En los últimos tiempos, esta laguna se está haciendo sentir con más fuerza a medida que se extiende la idea defendida por autores (Daly, H., El Serafy, S. y otros, en Constanza, R. (ed.), 1991) de que el capital natural y el producido por el hombre no son sustitutivos, sino complementarios, y que la escasez de capital natural está llamada a erigirse en el factor más limitante de la vida económica, cuya malversación se sugiere evitar. El problema estriba en que, si bien el cálculo del coste físico y monetario de los bienes de capital producidos por el hombre puede realizarse por procedimientos generalmente aceptados, no ocurre lo mismo para el capital natural. Por ello, el cálculo habitual de los costes físicos y monetarios en los que incurre el proceso económico suele permanecer incompleto, al apoyarse dicho proceso doblemente en ese capital natural, que no entra en línea de cuenta, tomando de él los recursos y devolviéndole los residuos. De ahí que si no queremos que los buenos propósitos enunciados se sigan perdiendo en el muro de las lamentaciones, tendremos que apoyarlos en formulaciones teóricas solventes y operativas que permitan desbrozar el conglomerado de elementos y sistemas que se incluyen bajo la denominación de capital natural, como primer paso para arbitrar procedimientos razonables que, con valoración o sin ella, influyan sobre el cálculo económico que guía la toma de decisiones. Las críticas a la extensión de la denominación ordinaria de capital al conjunto de los recursos naturales y ambientales, insisten sobre todo en los dos aspectos ya mencionados que los diferencia de esa denominación y que dificultan o hacen extremadamente arbitrario su cálculo agregado en términos monetarios: primero, normalmente estos recursos no se identifican con valores monetarios, segundo, no suelen ser reproductibles por la industria humana. De ahí que se estime escasamente operativo el afán de cifrar la sostenibilidad ecológica de los sistemas económicos en el requisito de que su capital natural, medido en términos monetarios (deflactados), no disminuya. Ante la dificultad de calcular series homogéneas del agregado monetario de “capital natural”, algunos autores han señalado la necesidad de aplicar un enfoque pragmático alternativo, basado en el seguimiento de los flujos físicos en los que se apoyan los sistemas económicos, como instrumento más operativo para apreciar si la marcha de tales sistemas se dirige o no hacia una mayor sostenibilidad. En el trabajo antes citado (Naredo, J. M. y Valero, A. (dirs.), 1999) se propone la aplicación de un enfoque complementario a ambos planteamientos: el de los flujos físicos y el del capital natural. El enfo- 235 que propuesto permite calcular, a partir de un estado de referencia, el coste físico de reposición de los recursos minerales de la corteza terrestre, acercando así por vez primera el tratamiento económico de esta categoría de recursos a la del capital reproductible. De esta manera creemos estar en disposición de proponer, para el capital mineral, si no unos precios sombra adecuados, sí al menos unos costes sombra (físicos) razonables, cuya aceptación generalizada podría informar el establecimiento de un sistema de precios algo más adecuado que el actual. El citado trabajo ofrece también nuevos criterios para trascender, un grave escollo con el que se topa el análisis económico en el campo de los recursos naturales: el que plantea el hecho de que el análisis económico ordinario valore los stocks de recursos que nos ofrece la naturaleza atendiendo a su mero coste monetario de extracción (y manejo) y no al que exigiría su reposición, con lo que se ha primado sistemáticamente la extracción frente a la recuperación y reciclaje (donde los costes de reposición se han de sufragar íntegramente). Este proceder acentúa tanto los problemas de escasez de recursos como los de exceso de residuos, a medida que el modelo de comportamiento propio de la civilización industrial se extiende y distancia cada vez más de aquel otro de la biosfera, que se caracteriza por cerrar los ciclos de materiales convirtiendo, con la ayuda de la energía solar, los residuos en recursos. De esta manera, calcular en toda su globalidad los costes físicos (es decir, incluyendo el coste de reposición de los recursos naturales) en los que incurren los procesos “productivos”(4) propios de la civilización industrial, parece un paso obligado para enjuiciarlos económicamente y para manejar, con conocimiento de causa, los instrumentos que inciden sobre la valoración, a fin de reorientarlos hacia una mayor sostenibilidad global. Siendo la estimación del coste físico de reposición de los recursos minerales el primer paso para hacer que la analogía entre el capital natural y el fabricado por el hombre sea algo más que una metáfora vacía de contenido concreto. Nuestro trabajo citado (Naredo, J. M. y Valero, A. (dirs), 1999) aborda los desarrollos teóricos necesarios para posibilitar ese cálculo. Desarrollos que derivan de los enfoques termodinámicos habitualmente centrados sobre temas energéticos hacia el campo menos transitado de la Termodinámica Química, haciendo operativa su aplicación al mundo de los mate- riales; lo cual tiende puentes entre la Economía Ambiental y la Economía Ecológica, ejemplificando las amplias lagunas teóricas y aplicadas que están pendientes de cubrir desde el enfoque ecointegrador propuesto en la introducción a esta ponencia. V. LA ECONOMÍA ECOLÓGICA Los antecedentes de esta corriente arrancan mucho antes de que se acuñara el término hoy empleado para designarla. Si, como nos decía Constanza en su texto fundacional de la revista Ecological Economics, la Economía Ecológica trata de establecer “nuevas conexiones teóricas entre los sistemas ecológicos (estudiados por esa rama de la Biología llamada Ecología) y los sistemas económicos (estudiados por la Economía)”, hay muchos autores que trataron de establecer dichas relaciones. Es más, la pretensión de relacionar la Economía con las ciencias de la Naturaleza es anterior al propio nacimiento de la Ecología, que es una ciencia relativamente reciente (el mismo término ecología es de mediados del siglo XIX, pero hay que esperar al primer tercio del siglo XX para que se produzca su consolidación como disciplina). Ya vimos que los propios padres de la ciencia económica, hoy denominados fisiócratas, trataron de hacerlo allá por el siglo XVIII, pero no tuvieron éxito en su empeño. Tampoco lo tuvieron los otros autores que lo intentaron hasta épocas recientes: su esfuerzo ni siquiera suele figurar en los anales de la historia del pensamiento económico, escritos desde la noción usual de sistema económico, enclaustrada en su universo de los valores de cambio. No podemos detenernos ni siquiera en citar a los precursores de esta corriente. Indiquemos sólo que han intentado paliar esta carencia el libro de Martínez Alier y Schlüpmann, Ecological Economics (Martínez Alier, J. y Schlüpmann, K., 1987) y el mío La Economía en Evolución (Naredo, J. M., 1987, 1996 2.a ed.), así como los libros de la serie Textos Básicos, de la colección Economía y Naturaleza, que la Fundación Argentaria ha coeditado con Visor Distribuciones, que me encargo de dirigir con el apoyo de un comité científico (cuyo primer libro tiene el significativo título de Los Principios de la Economía Ecológica (Martínez Alier, J. (ed.), 1995). Dicho esto, señalemos como antecedente más próximo de esta corriente la avalancha de (4) Ponemos productivo entre comillas para insistir en la paradoja que plantea el hecho de que la Ciencia Económica adoptara el término producción cuando la actividad económica empezó a apoyarse básicamente en la simple extracción, manejo y deterioro de los stocks minerales de la corteza terrestre, distanciándose ya de la producción derivada de la fotosíntesis (recordemos que la Ecología sigue utilizando el término producción para referirse a ella, recogiendo más fielmente la herencia de los planteamientos fisiocráticos de lo que lo hace la Economía). 236 textos que trataron de ampliar la reflexión económica en conexión con las ciencias de la naturaleza en la década de los setenta. Acontecimientos ocurridos al principio de esa década, como la Conferencia de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano, el Informe del Club de Roma sobre Los Límites del Crecimiento, el Manifiesto para la Supervivencia, promovido por Goldsmith (y otros), unidos a la aparición de textos de gran calado teórico, como The Entropy Law and the Economic Process (Georgescu-Roegen, N., 1971) contribuyeron, al calor de la crisis del petróleo acaecida poco después, a generar una larga serie de estudios que enjuiciaron los procesos y sistemas analizando sus de flujos energía y materiales. Los trabajos de Commoner, B., Ehrlich, P.R., Odum, H. T. y E. P., Hubbert, M.K., Pimentel, M. y D., Leach, G., entre otros, fueron un revulsivo que empujó a los economistas a llevar su reflexión más allá del apacible mundo de los manuales, incentivándolos a servirse del instrumental de las ciencias de la naturaleza y muy especialmente de esa Economía de la Física que es la Termodinámica y de esa Economía de la Naturaleza que es la Ecología. La reedición actualizada del libro de Passet Principios de Bioeconomía (Passet, R., 1996) permite encuadrar los trabajos de esa época en relación con los actuales). Sin embargo, este tipo de enfoques, que surgió con fuerza en la década de los 70, se vio eclipsado por los vientos desarrollistas que empezaron a arreciar de nuevo, auspiciados por el posterior abaratamiento del petróleo y las materias primas. Hasta el punto de que, ahora, en vez de poner en cuestión la idea de crecimiento, como entonces se hacía subrayando su inviabilidad física global, se le ha devuelto credibilidad al tratar de hacerlo sostenible. Más que la novedad, fue la ambigüedad del objetivo del desarrollo sostenible lo que explica su éxito alcanzar un consenso muy generalizado, que incluye a la mayoría de los practicantes de la Economía Ambiental y de la Economía Ecológica(5). De esta manera, salvo matizaciones y críticas de algunos autores (por ejemplo, Sachs, W., 1992 o Norgaard, R. B., 1994) esta noción contribuyó a dejar la mitología del crecimiento al resguardo de toda crítica directa. El nuevo desarrollismo ecológico (Estevan, A., 1998), unido al abaratamiento del petróleo y las materias primas, en general, hizo que la reflexión económica se trasladara desde los recursos hacia los residuos y desde los procesos físico-energéticos hacia los instrumentos monetarios, como si los residuos no surgieran del manejo de los recursos y si la cuerda aplicación de los instrumentos económicos no exigiera el buen conocimiento de la realidad física a gestionar. Tanto el grueso de la literatura académica, como de los informes de las administraciones han mantenido así una curiosa esquizofrenia en este campo: mucha preocupación por penalizar los residuos y por buscar instrumentos(6) económicos para paliar los “daños ambientales” y mucha despreocupación ante el bajo precio de los recursos y por el funcionamiento integrado de los procesos físicos y monetarios cuya expansión genera dichos daños. Sin embargo, tras el golpe de péndulo indicado, se están revalorizando de nuevo las reflexiones que integran los flujos físicos con los monetarios y ambos con los aspectos patrimoniales. En los últimos tiempos renace el interés por modelizar y cifrar el funcionamiento físico de los sistemas de gestión, contabilizando conjuntamente su exigencia en energía y materiales, sus vertidos de residuos así como sus implicaciones territoriales. Este resurgir parte de perspectivas y problemas diferentes cuyo tratamiento acabó llevando a algunos especialistas, por simples razones de coherencia, hacia la aplicación de enfoques más sistémicos e integradores, que hoy se ubica bajo la denominación genérica de Economía Ecológica. Por una parte, está el análisis de la contaminación, que acabó asumiendo a veces posiciones preventivas y refiriendo las auditorías ambientales al funcionamiento integrado de los procesos, razonando así sobre el conjunto de los flujos de energía y materiales que los integran. Por otra, los análisis de ciclo de vida y de calidad total (Taguchi, G. et al., 1988; Arimany, L., 1992) de los productos también hicieron razonar a algunos de sus practicantes en términos de “ecobalances” referidos al conjunto de los flujos físicos movilizados (véase, por ejemplo, Allen, D. T. y Rosselot, (5) La literatura económico-ambiental ha girado más en torno a esa “cuadratura del círculo” que es el logro de un “desarrollo sostenible”, que al seguimiento de las variables que informan sobre si mejora o empeora la sostenibilidad global de los sistemas y procesos económicos. La sustitución del término crecimiento por aquel otro más ambiguo de desarrollo, añadiéndole luego el adjetivo de sostenible, originó una expresión que podía contentar a todo el mundo y que resultaba de especial valor para los políticos. El problema estriba en que fue la ambigüedad del objetivo del “desarrollo sostenible” la que permitó tender un puente entre “desarrollistas” y “conservacionistas”, creando una insatisfacción creciente en el tiempo sin que se concrete en logros visibles. Por eso algunos autores preferimos hablar de sostenibilidad o viabilidad de los sistemas en el tiempo, evitando conciliar a priori dos términos que resultan incongruentes en el mundo físico, donde el crecimiento continuo de cualquier variable se revela inviable a largo plazo (véase capítulo sobre “La sostenibilidad de los sistemas” en NAREDO, J. M. y VALERO, A. (dirs.), 1999). (6) En el texto sobre “La evolución reciente del pensamiento económico” que prologa la 2.a edición de mi libro La Economía en Evolución, se subraya la “deriva instrumental” que aleja cada vez más a la economía académica de los problemas del mundo en que vivimos, “deriva” que también afecta a la “Economía Ambiental” y a la “Ecológica”. 237 K. S. 1994). Estos análisis conectan con los que directamente apuntan hacia la Ecología Industrial (Erkman, S., 1998), como reza el título del libro de Ayres, R. U. y L. W., (1996); hacia el análisis de los flujos de energía y materiales a distintos niveles de agregación, entre los cuales destacan los trabajos vinculados al Instituto Wuppertal (véase, por ejemplo, Adriaanse, A. et al., 1997 y Fischer-Kowalski, M. y H. Haberl, 1997); y hacia la incidencia territorial (Wackernagel, M. y W. Rees, 1995). Estos trabajos están contribuyendo a precisar y divulgar conceptos tales como el requerimiento total de materiales (diferenciándolo del requerimiento directo) de las actividades económicas y los países, o los de mochilas y huellas de deterioro que arrastran tras de sí la elaboración y uso de los productos, las instalaciones o los asentamientos humanos(7). Por otro lado, desde el ángulo de lo monetario, asistimos también a una mayor preocupación por los aspectos patrimoniales y financieros. El nuevo Sistema de Cuentas Nacionales (SCN 93) acordado en el marco de las Naciones Unidas, con el consenso de los principales organismos con competencias económicas, al que ya hicimos referencia, es un buen reflejo de la mayor atención que tiende a prestarse a estos aspectos: el nuevo SCN 93, que orientará las contabilidades nacionales de los países durante los próximos años, incorpora a la vez cuentas financieras y cuentas de patrimonio por grupos de agentes económicos, lo que permitirá analizar aspectos que permanecían a la sombra de las contabilidades y análisis de flujos ordinarios. Sin embargo, en lo que concierne al patrimonio natural, no se han conseguido implantar las bases metodológicas y administrativas necesarias para establecer el seguimiento estadístico de la evolución de los elementos y sistemas que componen dicho patrimonio(8). Aún hoy, a pesar de las crecientes preocupaciones por la conservación del patrimonio natural, disponemos de datos tan extremadamente incompletos y heterogéneos que apenas nos permiten hablar con más precisión de lo que lo hacía Platón en sus diálogos cuando se refería a “lo que nos queda de la Tierra”, pensando sobre todo en la erosión y sus secuelas, ya que difícilmente podía imaginar los deterioros ocasionados por las potentes intervenciones extractivas y contaminantes que puso en marcha la civilización industrial. Así, en vez de empeñarnos tanto en precisar y discutir las inciertas consecuencias de un posible cambio climático, o en valorar monetariamente las funciones ambientales del planeta y su capital natural, deberíamos preocuparnos algo más por seguir y controlar las intervenciones que con contundente certeza inciden diariamente sobre el territorio y los recursos naturales que contiene. Una novedad acompaña al renacimiento del tipo de trabajos a los que nos estamos refiriendo: es la aparición, durante la década de los noventa, de una colección importante de manuales de Economía Ecológica (véanse, por ejemplo, los de Bermejo, Bresso, Faber et al., Jiménez Herrero, Martínez Alier... o Van Hauwermeiren). Lo cual parece indicar una mayor consolidación de la corriente así mencionada. Aunque estos manuales no gozan todavía de una estructura tan canónica como los de Economía ordinaria y, en ocasiones, se solapan con algunos de los más amplios y abiertos que se dicen de Economía Ambiental. En ellos se acepta la definición antes apuntada de Constanza, añadiendo a veces que no sólo busca la conexión entre Economía y Ciencias de la Naturaleza, sino también con la Filosofía y las Ciencias Sociales (Faber, M., 1996) o se asume también en la definición el subtítulo del libro colectivo editado por Constanza en 1991: “la Economía Ecológica es la ciencia de la gestión de la sustentabilidad” (entendida en el sentido fuerte arriba mencionado) (Van Hauwermeirwn, S., 1998). Pero quizá una definición más concisa de la frontera y el conflicto que separa la Economía Ambiental de la Economía Ecológica es la que indica lo que esta última no hace: Martínez Alier (1998) empieza afirmando en su último libro que “la Economía Ecológica (7) La idea de mochila de deterioro ecológico (ecological rucksack) aparece básicamente vinculada a SCHMIDT-BLEEK, F., director del Departamento de Flujos de Materiales y Cambio Estructural del Instituto Wuppertal de Alemania. La idea de “huella” de deterioro ecológico (ecological footprint) se vincula a WACKERNAGEL, M. y REES, W., de la University of British Columbia, de Vancuover, Canadá, sobre todo a partir de su libro antes citado. A un concepto similar llegan, en los Países Bajos, OPSCHOOR, H., BUITENKAMP, M. y WAMS, T. y otros, cuando hablan de espacio ambiental (environmetal space) para referirse al espacio que los seres humanos (con un determinado estilo de vida) pueden utilizar en el medio natural sin ocasionar el deterioro progresivo de éste (añadiendo las exigencias de diversidad y estabilidad ecológicas a la idea más restringida de capacidad de carga —carrying capacity— de un territorio). (8) La discusión sobre el modo de abordar la “problemática ambiental” que tuvo lugar durante la elaboración del SCN 1993, no permitió alcanzar ningún consenso en las propuestas de retocar los agregados para obtener un “producto verde” o desarrollar macroindicadores alternativos. Este consenso sólo se logró para hacer una propuesta de conexión del SCN 1993, con sistemas de cuentas de los recursos naturales o ambientales desarrollados a modo de cuentas satélite. Esta propuesta de compromiso se plasmó en el manual de Naciones Unidas titulado Integrated environmental and economic accounting, publicado en 1993, cuyos planteamientos son tan genéricos que le dan un carácter meramente orientativo y no el de un manual operativo que precise el modo en el que se han de hacer las cuentas. En este sentido, sólo se dispone de las experiencias aisladas y heterogéneas que tuvieron lugar en los países, que algunos organismos (EUROSTAT, OCDE...) tratan de coordinar. Esperemos que alguna vez estos sistemas, concebidos todavía como “cuentas satélite” del sistema principal de cuentas monetarias, se acaben convirtiendo en verdaderos “planetas” que reclamen medios estadísticos y orienten la reflexión en pie de igualdad con éste. 238 no recurre a una escala de valores única expresada en un solo numerario”. Lo cual es una consecuencia lógica de lo anterior, pues si esta corriente utiliza efectivamente enfoques y sistemas de razonamiento diferentes, apoyados en varias disciplinas, difícilmente cabe pensar en reducirlos a una única dimensión. La aparición de manuales muestra que la Economía Ecológica ha alcanzado, así, un mayor peso en el mundo académico, que está contribuyendo a abrir la enseñanza de la economía hacia las ciencias de la naturaleza. A pesar de ello, esta corriente tampoco ha conseguido evitar que la noción usual de sistema económico siga guiando la reflexión de la mayor parte de los economistas y, sobre todo, orientando la gestión de las instancias decisorias de las administraciones y empresas. El hecho de que los practicantes de esta corriente sigan trabajando sin clamar a diario por la necesidad de estadísticas que informen de un modo sistemático sobre el funcionamiento físico de los sistemas económicos y, por ende, sobre su evolución desde el punto de vista de la sostenibilidad, o sobre las huellas y mochilas de deterioro ecológico que entrañan, señala el peligro de que tras conseguir una parcela de poder en el mundo académico se mantenga, como una especialidad más, víctima también de la deriva instrumental que aleja tanto a la Economía como a la Ecología de los principales problemas económicos y ecológicos de nuestro mundo. VI. PERSPECTIVAS Estamos muy lejos de que se produzcan cambios mentales e institucionales capaces de cortar efectivamente las actuales tendencias hacia el deterioro ecológico y la polarización social. Estos cambios tendrían que modificar el modus operandi de una gestión económica cada vez más pendiente del creciente papel que ejerce el mundo financiero en la creación y distribución del poder económico. Cuando la reconversión de estas tendencias ni siquiera se plantea con claridad y generalidad, ni se informa con rigor sobre su evolución, difícilmente cabe esperar modificaciones próximas importantes. Ciertamente, el tratamiento de los problemas ecológicos o ambientales ha sido un elemento de ruptura en ese modus operandi que ha calado en la propia comunidad de los economistas. Los trabajos de la Economía Ecológica muestran que hay economistas que, codo con codo con especialistas de otras disciplinas, trascienden los presupuestos sobre los que se articula la versión corriente de sistema económico, para construir otros sistemas de representación más aptos para registrar y gestionar la interacción del proceso económico con el mundo físico en el que se inserta. Amplían el objeto de estudio más allá del campo de lo apropiable, valorable y productible, con el que venía trabajando ese sistema. Se ven obligados a considerar la existencia de los recursos naturales y ambientales, antes de que hayan sido valorados, mediante la producción, y a seguir su existencia física posterior, en forma de residuos, cuando su valor se ha consumido. Lo cual exige razonar con otras nociones de sistema distintas de los de la Economía estándar, con otros instrumentos, con otras dimensiones y unidades, viendo la gestión desde perspectivas diferentes a las del homo economicus sumergido en el mundo del valor, lo que provoca a veces la censura y el enfrentamiento de aquella otra parte de la comunidad de los economistas que piensan que el enfoque estándar puede abarcar por sí mismo la nueva problemática y son reticentes a admitir la existencia de otros enfoques que interfieren, corrigen o limitan la pretendida generalidad de sus conclusiones. Es esa pretensión implícita de seguir manteniendo incólume el monopolio explicativo de sus enfoques lo que explica las frecuentes malinterpretaciones en este campo. La viveza del debate no es ajena al hecho de que, tras su apariencia técnica, se esconden juicios de valor que influyen sobre las propias ideas que sobre economía tienen los contendientes. Lo crucial del debate es si la Economía ha de seguir siendo una disciplina autosuficiente, que se desenvuelve de espaldas a las otras en el campo unidimensional del valor, haciendo uso de su mecánica maximizadora cortada por el patrón de los enfoques analítico-parcelarios de la ciencia clásica; o si, por el contrario se transforma en una ciencia más abierta y transdisciplinar, en una ciencia más joven, oportunista y versátil que, como la Ecología, hace uso sin problemas de las enseñanzas de todas las disciplinas que puedan ser de utilidad en sus análisis (Naredo, J. M. y Parra, F., 1993). En una disciplina que, en suma, en vez de velar celosamente por el mantenimiento de sus viejos dogmas, se preocupe de razonar con sistemas y enfoques diferentes para tratar la problemática multidimensional que la gestión conlleva, aunque no pueda ya señalar “óptimos”, sino descartar las opciones de gestión más absurdas y orientar la toma de decisiones por parte de los implicados. Conseguir que la Economía evolucione hacia un estatuto más abierto y transdisciplinar, pasa por reconocer que resulta bastante problemático 239 llevar el razonamiento sobre aspectos “externos” al edificio conceptual de la economía estándar sin modificar la axiomática que lo informa y sin recurrir a las disciplinas que se ocupan de ellos, aunque sea desde puntos de vista diferentes. Hay que saber también que, cuando surgen problemas difíciles de encajar en una estructura conceptual, se generan situaciones de transición fértiles en ambigüedades y compromisos poco esclarecedores. Así ocurrió cuando el sistema ecléctico de Tycho Brahe, que postulaba que los planetas giraban alrededor del Sol, pero que éste lo hacía alrededor de la Tierra, sustituyó durante largas décadas al de Ptolomeo, abriendo camino hacia la aceptación de la nueva cosmología de Copérnico, Kepler y Galileo, hoy también relativizada. En el caso que nos ocupa, lo que está en discusión es si, para resolver las nuevas preocupaciones “ambientales”, el razonamiento económico ha de seguir girando en torno al núcleo de los valores mercantiles o si, por el contrario, debe desplazar su centro de reflexión hacia los condicionantes del universo físico e institucional que lo envuelven (que son analizados por disciplinas que trabajan desde presupuestos diferentes). Se trata de reconocer que, en esa encrucijada de saberes que plantea la gestión, no hay un único e inmutable sistema de razonamiento capaz de explicarlo todo, sino una encrucijada de sistemas, lo cual exige desplazar el razonamiento económico desde el sistema, que se adjetiva como tal (económico), hacia una Economía de sistemas. (Esta Economía de los sistemas encaja con la propuesta del “enfoque ecointegrador” cuyas características e implicaciones precisé en el último capítulo de La Economía en Evolución (Naredo, J. M., 1987, 1996, 2.a ed.). Una vez roto, en el propio campo de la física, el monopolio del conocimiento que en su día ejerció el sistema del mundo ideado por Newton, no tiene sentido imaginar a los practicantes de la mecánica clásica tratando de ingeniárselas para hacer que su sistema siga siendo la única guía adecuada de conocimiento para investigar tanto los espacios siderales, como los ultramicroscópicos, o las situaciones de irreversibilidad, de discontinuidad, de no linealidad, de permanente desequilibrio, etc., característicos de la vida, sobre las que razonan otras ramas de la física a partir de axiomas diferentes. Y si la comunidad científica acepta ya de buen grado la posibilidad, y la conveniencia, de utilizar distintos sistemas de razonamiento para analizar el mismo mundo físico, más aún debería de aceptarse para el mundo de la gestión económica. Hoy no tiene sentido que los practicantes de la Mecánica clásica se sientan avergonzados por no tener en cuen- 240 ta el Segundo Principio de la Termodinámica y que traten, por ello, de quitarle la importancia que tiene para analizar los fenómenos de la vida cotidiana, o busquen ingenuamente el modo de incorporarlo dentro de un sistema que por definición lo excluye. Como tampoco lo tendría que los economistas se avergonzaran de que sus razonamientos sobre el valor no tienen en cuenta este principio, o excluyen otros aspectos, si su disciplina hubiera alcanzado un grado de madurez comparable al de la física. Antes al contrario deberían subrayar lo que de diferencial tienen sus análisis: recaen sobre la revalorización que acompaña los cambios cualitativos con finalidad utilitaria, que constituyen la razón de ser de los procesos llamados de producción, cambios que la Termodinámica es incapaz de apreciar, sin que sus cultivadores tampoco tengan que avergonzarse de ello. Cuando, a su vez, la Termodinámica se ocupa de registrar directamente las pérdidas o costes físicos de los procesos que la Economía estándar sólo puede apreciar parcial e indirectamente, en tanto que sean objeto de valoración monetaria. Menos sentido tiene, si cabe, que la economía intente resolver el tema de la sostenibilidad en su propio universo autosuficiente del valor, en vez de apoyarse en las enseñanzas de la Ecología sobre la estabilidad y la evolución de los sistemas biológicos. Podemos concluir que las reflexiones sobre el valor de cambio de la economía estándar y las del coste físico de la Termodinámica, o las de la estabilidad de la Ecología, no son sustitutivas, sino complementarias: se deben mantener todas ellas, en paralelo, como lecturas de aspectos diferentes del proceso económico y de sus relaciones con el contexto físico-natural en el que obligadamente se inserta, que deben completar nuestro conocimiento y nuestra capacidad para reconvertirlo en un sentido globalmente más económico. Concluyamos subrayando que para evitar que las recientes elaboraciones de la ciencia económica que apuntan hacia un horizonte ecológica y socialmente más sostenible se vean ahogadas por el statu quo, como lo fueron las anteriores, hay que hacer que trasciendan del medioambientalismo banal y parcelario que originó la esquizofrenia intelectual a la que antes nos referimos, al tratar el “medio ambiente” como un área más a incluir junto a las otras en las administraciones o en los manuales al uso, induciendo a ocuparse de los residuos, pero no de los recursos, del clima, pero no del territorio, de la valoración monetaria, pero no de la información física subyacente... Para lo cual se requiere superar el oscurantismo hacia el que nos arrastran los enfoques parcela- rios, adoptando un planteamiento económico más amplio, que enjuicie en toda su globalidad el patrimonio y los flujos físicos y financieros(9) sobre los que se apoyan las sociedades actuales, desde los recursos hasta los residuos, desde el “tercer mundo” hasta los países de capitalismo “maduro”. En este sentido apunta nuestra reciente inves- tigación a la que ya hicimos referencia (Naredo, J. M. y A. Valero (dirs.), 1999), relacionando las dimensiones mencionadas a escala planetaria, utilizando para ello la información y los análisis propios de la Economía Ecológica, los de la Economía Ambiental y los de la Economía en general, referidos al comercio y las finanzas. (9) En la era de la “globalización” financiera no cabe analizar ni, menos aún, corregir los problemas ecológicos de nuestro tiempo sin tener en cuenta cómo se genera y redistribuye la capacidad de compra sobre el mundo. Pues, si bien la valoración monetaria mueve, a través del comercio, los flujos físicos en la actual civilización, la capacidad de generar activos financieros, es decir, de crear dinero en sentido amplio, que tienen los agentes económicos, influye cada vez más sobre la valoración y el comercio. Esa convención social que es el dinero, en el sentido ámplio antes indicado, está llevando en nuestra sociedad el aumento de la desigualdad y del poder mucho más allá de lo concebible en las sociedades animales. 241