La masculinidad: la cultura y las tendencias

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La masculinidad: la cultura y las tendencias
genéricas en el México contemporáneo
* Rafael Montesinos
Identidad genérica y cultura
Antes de iniciar la discusión sobre la identidad genérica,
particularmente la masculina, es pertinente establecer una
definición general de lo que es identidad, pues la tesis de
este trabajo sostiene que el mantener en el imaginario
colectivo la idea de una identidad masculina sustentada en
valores tradicionales, olvidando los cambios culturales
que se viven a fin de siglo, provoca conflictos y
malestares en la práctica social de los individuos,
particularmente aquellos que no alcanzan a comprender ni
aceptar la emergencia de nuevas formas de identidad
femenina que le permiten a la mujer participar del poder
que con anterioridad mantuvieron monopolizado los
hombres. Entendemos por identidad: el conjunto de
elementos materiales y simbólicos que permiten a los
individuos identificarse como parte de un grupo social, al
mismo tiempo que diferenciarse de los otros. De esta
forma se hace más sencillo plantear la identidad genérica
basándonos en el conjunto de elementos materiales y
simbólicos que permite a hombres y mujeres reconocerse
como miembros de uno de los géneros, masculino o
femenino. Sin embargo tal definición ha de ser
interpretada a la luz de las transformaciones de las
sociedades sobre las que se quieran ensayar estas ideas. En
ese sentido, el tiempo socio-histórico del que se trate será
un factor determinante para destacar cuál es el carácter y
especificidad del conjunto de normas, valores, principios,
costumbres y expectativas que establece una determinada
cultura, pues es ésta la que define los elementos, sobre
todo simbólicos, que permiten a los individuos
identificarse con uno u otro género.1
Se trata de advertir que si bien el cambio cultural se
expresa a partir de un proceso social con menor dinámica
que los cambios registrados en la economía y la política,2
la transformación donde se percibe dicho cambio, por
ejemplo, el espacio familiar o el laboral, tratados
parcialmente, pueden observar todavía un proceso mucho
más lento que el de la cultura en general. Esta situación se
comprueba al detectar que existen hombres y mujeres que
no se sobreponen al cambio de los pepeles sociales
asignados actualmente a su género, como sucede en el
caso masculino, donde los hombres no se “resignan” a
aceptar que las mujeres son sus iguales, y en no pocas
ocasiones superiores. La identidad masculina comienza a
entrar en una crisis que se desprende tanto de una
conducta atada a la tradición, que el hombre no puede
transformar como de un mundo simbólico que ha dejado
de corresponder a la realidad, al situar a éste en una
relación de superioridad sobre la mujer.
El cambio cultural y la emergencia de nuevas
identidades genéricas
Los últimos decenios del siglo están marcados por
cambios tan dinámicos que, prácticamente, coexistimos en
un mundo diferente al que vivieron las generaciones
adultas de los años sesenta y setenta. No se trata sólo del
nuevo papel de la tecnología que hace aparecer a un
mundo materialmente distinto, ni a la caída del Muro de
Berlín que abre las puertas a la conformación de un nuevo
mapa geopolítico, sino a los cambios de la cultura que
tienen un alcance general pero también particular, legando
incluso a propiciar una reproducción diferente de la vida
cotidiana.
Hoy es incuestionable que las relaciones sociales han
adquirido un sentido inédito a la herencia de la tradición
cultural que estableció las formas de interacción entre
hombres y mujeres, por ejemplo, en el espacio privado.
Las relaciones familiares, que situaron al hombre en la
máxima posición de autoridad, reflejaron fehacientemente
los “privilegios” que consolidarían al poder masculino en
todos los ámbitos de la vida social, de tal manera que la
transformación de esta relación explica cómo comienza a
participar en el ejercicio del poder, aun cuando la mujer se
mantiene, en general, subordinada a las posiciones
masculinas.
El problema que pretendemos plantear, precisamente, es
que el cambio cultural, expresado en las relaciones entre
hombres y mujeres en los espacios públicos y privados, en
especial las nuevas formas de identidad femenina que
emergen poco a poco en nuestra sociedad y que adquieren
materialidad, sobre todo en las grandes ciudades, han
provocado conflictos tanto en unas como en otros. La
emergencia de una nueva cultura no se expresa tan sólo
con cambios en los principios y normas que rigen las
conductas de los individuos, o en valores y expectativas
que guíen los proyectos de vida de los miembros de cada
género y de la colectividad misma, sino en procesos
mucho más complejos que dan cuenta del efecto
provocado por la introyección de un nuevo esquema
simbólico registrado en las estructuras subjetivas. Dicho
proceso alude a una reconfiguración psicológica que
confronta el subconsciente con el consciente, esto es, los
residuos de una cultura mediante la cual fuimos
socializados y un nuevo imaginario construido con valores
modernos que nos hace aparecer como individuos
conscientes de un tiempo social diferente, por tanto, en el
plano cultural, de la igualdad de la mujer y del nuevo
papel que el hombre ha de desempeñar tanto en el trabajo
como en la familia o la pareja. Nos referimos, por
ejemplo, a una situación en la cual –cuando la propia
mujer no asume el nuevo rol social desempeñado desde
los años setenta– se reproduce un conflicto entre el papel
que tiene registrado de sí misma y una actividad social
moderna. Esto es, la idea convencional del papel de
madre/esposa y una actividad remunerada
económicamente que refleja cómo ha conquistado el
espacio público.3 Esta nueva situación provoca que la
mujer se autoculpe al no cumplir con el papel de
madre/esposa a la usanza de los años sesenta, en el que, al
estar confinada al espacio privado, tenía la responsabilidad
absoluta de garantizar la reprodución de la familia. Esta
situación muchas veces pesa sobre la mujer moderna que
ha logrado desarrollar una carrera universitaria y ha
avanzado en su proyecto profesional, escalando posiciones
de poder todavía resguardadas para los hombres, pues su
actividad le resta tiempo para cumplir con el estereotipo
del ser mujer, heredado de un proceso de socialización que
le “grabó” sus obligaciones para con los otros: el padre,
los hermanos, el esposo, los hijos.4
Se trata de mujeres y hombres que son producto de un
impasse cultural, en el que la identidad genérica queda
atrapada entre el pasado y el presente, entre valores
anticuados y un mundo nuevo que envía mensajes
simbólicos que poco tienen que ver con las prácticas
sociales de hoy. De esta manera, las mujeres que sufren
estos conflictos se debaten entre su incapacidad para
superar una estructura tradicional de valores y una actitud
masculina de la práctica concreta; por sutil que esto sea,
reproduce el esquema tradicional que sigue colocando a la
mujer en una suerte de servidumbre hacia el hombre, aun
cuando esto se limite a un ritual social en el cual esta
última guarda ciertas atenciones a “su hombre”, o que en
el espacio familiar, así se cuente con los recursos
económicos para emplear personal doméstico que se
encargue de las tareas de la casa, continúe con la
responsabilidad de estas actividades.
Si este tipo de situación revela cierto grado de conflicto en
la mujer, las condiciones actuales sitúan a los hombres,
quizás, en una posición algo más difícil. Por una parte, es
éste quien se ha visto desplazado por una mujer que, al
revelarse en contra de la autoridad masculina, “invade”
espacios resguardados por una cultura “machista”5 que
niega no los derechos, sino la capacidad de la mujer para
desempeñarse en ámbitos regidos por atribuciones que la
sociedad sólo le concedía al género masculino, como es el
caso de la razón, la objetividad, la ambición, la autoridad,
la seguridad, el pragmatismo, etc., es decir, en general, la
inteligencia.6
El primer conflicto masculino se centra en la cuestión de
la igualdad de la mujer y el hombre. Una cosa es que éste
“acepte” que la mujer se relacione como su igual en el
espacio privado y en el público, y otra que ella compita
con él de tú a tú, por ejemplo, para ocupar un puesto de
mayor nivel jerárquico, o que cuestione su autoridad en el
espacio privado. Esto sintetiza un proceso complejo
mediante el cual la mujer salió al espacio público,
diversificando su presencia en todas las ramas
económicas, es decir, creando las bases para su
independencia económica, y luego con el apoyo de una
carrera profesional ascendió a puestos de poder que le
permiten tomar decisiones que influyen en el ámbito
público.7 Se trata de un proceso mediante el cual se
replantea el equilibrio del poder entre los géneros,
impidiendo en los hechos que el hombre continúe con
prácticas autoritarias.8 Si ya iniciada la emancipación
femenina el trabajo remunerado de las mujeres era visto
por el hombre como una “ayuda” a la manutención del
hogar, independientemente de que cubriera la doble
jornada, las mujeres que han tenido acceso al poder
constituyen muchos casos en los que su ingreso es
superior al de su pareja. En estas condiciones de igualdad
y a veces de desventaja, el hombre, se persuade a
abandonar las justificaciones sociales para actuar
autoritariamente; ahora tiene que compartir el poder y en
muchos casos hega a perderlo, pues la base económica que
sustentó su autoridad se ve mermada, cuestionada o
minimizada al grado de considerarla virtualmente en
desaparición.9
No se trata de un proceso con una presencia generalizada
en nuestra sociedad, sino de transformaciones parciales
que poco a poco modifican los imaginarios colectivos y
que dan cuenta, sí, de un cambio cultural que marca
nuevas pautas de interacción en la vida cotidiana. Esto es,
un cambio compartido por la colectividad que sin
necesidad de ser experimentado individualmente se
incorpora a la estructura de valores culturales compartidos
socialmente y que, por tanto, influyen en sus prácticas
sociales y percepciones del mundo.
Las nuevas identidades sobre todo de las mujeres que han
alcanzado posiciones valoradas socialmente, ya sea el
reconocimiento a una práctica artística, deportiva,
intelectual, o bien, una actividad altamente remunerada,
representan la transformación de las estructuras simbólicas
que con anterioridad le permitieron al hombre encontrar
“razones” para evitar o limitar el acceso de las mujeres a
las posiciones sociales en las que se ejerce alguna cuota de
poder.10 Estamos en el quid de la discusión sobre el papel
del hombre en el contexto de cambio cultural, en el que es
necesario discutir si los hombres han de incorporarse
como promotores de las transformaciones sociales o como
elementos de contención que vuelven más tortuosas las
nuevas relaciones entre los géneros.
En ese sentido nos referiremos a dos ejemplos, el primero
se sitúa en el marco de las relaciones familiares, donde la
pareja comparte o no la reproducción del espacio privado.
La disyuntiva se plantea entre una posición moderada que
mantiene, en esencia, las actitudes tanto femeninas como
masculinas que continúan colocando al hombre en
condiciones de privilegio respecto a la mujer, y una nueva
conducta en la que el propio hombre adopta nuevas
formas de participación en el espacio privado. Esto nos
explica un giro cultural a partir del cual el hombre
moderno plantea otras formas de interaccionar con su
pareja y los hijos. Las mismas formas de expresión
sentimental y emocional propician un espacio en el que,
poco a poco, se supera la violencia simbólica a la que de
manera inevitable conducía el monopolio del poder
masculino. Los padres están ahora frente a la oportunidad,
por ejemplo, de mantener una relación afectiva con sus
hijos, sobre todo hombres, que coadyuva a la recreación
de un clima realmente familiar. Al mismo tiempo, el
desterrar de las prácticas privadas los viejos valores
machistas que presumiblemente dotarían a los varones de
la seguridad propia de su género, permiten construir
relaciones más favorables para que cada miembro de la
familia adquiera la seguridad que tanto hombres como
mujeres requieren. Esto constituye una de las principales
estrategias para eliminar la reproducción de la violencia
familiar.
Otro de los tabúes que el hombre actual no ha logrado
franquear, y quizás el más sencillo en la práctica, es el
asumir su responsabilidad en las tareas domésticas. No se
trata de participar en la actividad que más gusta al
hombre, ya sea el cocinar o hacerse cargo del jardín, sino
de compartir equitativamente las cargas de trabajo. Una
relación equilibrada en la vida cotidiana, en forma
aparente tan sencillo, propiciará la construcción de bases
sólidas que sin duda serán aprovechadas por las nuevas
generaciones, pues es precisamente en el espacio familiar
que los individuos van comprendiendo el sentido de los
símbolos que le permitirá actuar de manera coherente con
su entorno social. El hecho de que los hijos, hombres y
mujeres, vean al padre cumpliendo funciones que antes
estaban destinadas socialmente al género femenino,
establece una situación de rompimiento con la tradición,
que en el caso mexicano se expresa a partir de los
extremos masculinos con las posiciones machistas que
desprecian cualquier tipo de acción asociada con el género
femenino.
Una nueva conducta masculina en la vida cotidiana con
certeza será más benéfica para la educación de los hijos,
que su sometimiento a una cascada discursiva en la que se
pone de relieve la importancia de crear relaciones
igualitarias entre los géneros. La expansión de estas
nuevas formas de relación familiar combatirá de manera
“natural” las relaciones tradicionales y, por tanto, marcará
el inicio de la mejor ruta para desterrar las prácticas
machistas que castran las relaciones plenas entre el
hombre y la mujer.
El machismo constituye un lastre no sólo para la mujer
sino también, y hoy quizás en mayor medida, para el
hombre mismo. Las propias condiciones sociales plantean
situaciones adversas para que el hombre continúe como
responsable/encargado de tomar las decisiones que
definen el destino de la familia. Las formas muchas veces
grotescas de cómo el hombre tiene que demostrar su
valentía se han vuelto un peso del que hoy podemos
deshacernos. Al igual que el hecho de que éste tenga que
ser el principal proveedor del hogar. La actitud conflictiva
de los hombres que en el fondo no aceptan que sus
mujeres participen económicamente en el sustento familiar
en igualdad de circunstancias, o que en ocasiones ganen
más y aporten mayores recursos revela la persistencia de
una identidad masculina que corresponde al pasado, de
una percepción machista de las relaciones de pareja. Esto
constituye la piedra angular de la nueva cultura que
reconoce la igualdad entre los hombres y las mujeres, pues
así como el hecho de que el hombre fuera el proveedor
exclusivo de la familia sentaba las bases del poder
masculino, la ausencia de esta referencia deja al varón sin
“justificación” para que siga monopolizando el poder en
las relaciones de la pareja. Se trata, precisamente, de uno
de los principales conflictos que enfrenta el hombre
moderno, un conflicto entre los resabios de una cultura
tradicional y los nuevos requerimientos de las prácticas
cotidianas actuales. Sin duda, el hacer conciencia de este
problema nos conducirá en mejor forma a superar este
cambio cultural.
El segundo ejemplo sobre el que se llama la atención es el
de las relaciones de género en el ámbito laboral, pues en
ese espacio puede reconocerse cómo las conductas
machistas, la exaltación de valores masculinos,
constituyen la principal muralla que contiene el desarrollo
de las mujeres en las estructuras de poder en las diferentes
organizaciones, públicas o privadas. Me refiero a lo que
las mujeres estudiosas del poder femenino llaman “techo
de cristal”, es decir, el conjunto de elementos subjetivos e
informales que evitan que las mujeres tengan acceso a los
máximos niveles del poder, a una cultura dominada por
valores masculinos, y en todo caso a una sutil y a veces
burda manifestación del machismo.
En el ámbito laboral se vuelven evidentes las
contradicciones que produce la ausencia de una identidad
masculina que haya superado los “valores” machistas. En
este espacio social los hombres someten a las mujeres a un
juego en el cual la normatividad organizacional, es decir,
los criterios institucionales, aparentan establecer un
ambiente estructurado por valores que tratan por igual a
hombres y mujeres. Sin embargo, la herencia de una
cultura tradicional que ha privilegiado al hombre y
resguardado las máximas esferas del poder para ese
género impone una barrera invisible que contiene el
ascenso de las mujeres a esos puestos. La cultura
constituye, entonces, el conjunto de valores, principios,
normas, percepciones sobre la vida y sobre los otros, que
evita un contexto de competitividad realmente equilibrada
entre hombres y mujeres.11
El conflicto para el hombre acontece cuando una o más
mujeres desarrollan las capacidades suficientes para ganar
en la competencia mejores posiciones jerárquicas a los
hombres. En muchas ocasiones este resultado provoca por
parte de estos últimos, la acusación de que las mujeres
recurren a su sexualidad para obtener los ascensos. Y no
se trata de la existencia o no de estas prácticas, que las
hay, sino de advertir que en general los mexicanos
utilizamos, tanto hombres como mujeres, este tipo de
agresiones para desvalorizar los logros de compañeras de
trabajo. En tal sentido, se advierte cómo el machismo se
vierte en contra de los hombres, quienes se ven a sí
mismos desvalorizados, pues una expresión deformada de
lo que ha de ser la masculinidad moderna no puede
continuar recreándose a partir de la superioridad sobre las
mujeres. Esta concepción lo único que provocará es poner
en riesgo la seguridad y estabilidad de la identidad
masculina, pues es inevitable que las nuevas identidades
femeninas derrumben las expectativas generadas por
valores machistas.12
Otro aspecto importante es que el machismo adquiere enel
espacio laboral expresiones aberrantes que deberían ser
consideradas como un atentado contra la condición
humana en general, y no sólo como una agresión al sexo
femenino: el acoso sexual. Se trata de una percepción
masculina que aún en la actualidad continúa concibiendo a
las mujeres como objetos sexuales, situación que adquiere
mayor nitidez cuando vemos a hombres que al llegar al
poder, a un puesto en el que se ejerce cierta cuota de
poder, sienten que las mujeres bajo sus “órdenes” se
suman como una prestación más al cargo.
En todo caso, este fenómeno es la contraparte del caso de
mujeres que, en efecto, utilizan la sexualidad como un
instrumento más para ascender en su carrera profesional.
La cuestión es que esta percepción de la mujer como
objeto sexual ofrece diversos “espectáculos” que
evidencian cómo incluso el hombre que tiene poder acaba
siendo víctima de valores machistas, hasta caer en
situaciones de ridículo. Por ejemplo, si una mujer utiliza la
sexualidad para obtener sus objetivos representa un
intercambio entre ella y su superior, pero habrá de
reconocerse que existen mujeres que conscientes de sus
“cualidades” sexuales juegan con el deseo masculino,
ofreciendo sin conceder. Obtienen lo que se plantean
como objetivo en las organizaciones, públicas o privadas,
sin llegar a consumar algún tipo de intercambio sexual. Se
trata de mujeres que sacan provecho de las fantasías
sexuales de los hombres, sometiéndolos a su voluntad con
la “promesa” de que algún día obtendrán lo que desean. Es
el caso del varón domado por el deseo sexual. En este
contexto, el hombre al desempeñarse en un puesto de
poder aparece despojado de éste, al verse incapacitado
para imponer su voluntad a quien, en una óptica
autoritaria, le debe obediencia. De esta manera, tal
conducta machista, la cual refleja la permanencia de
percepciones instrumentalistas de la mujer como objeto
sexual, termina alterando los papeles. Ya que la mujer a la
que un “superior” desea, domina al poseer el “bien” que a
él interesa.
A manera de conclusión
En la perspectiva de este ensayo se ha tratado de hacer
patente que la interpretación sobre las relaciones genéricas
inevitablemente gira en torno del otro. Así, el tratamiento
de la masculinidad nos ha obligado a repasar sucintamente
la problemática contemporánea de las mujeres que, ante
las evidencias estadísticas, demuestran cómo la
emergencia de nuevas identidades femeninas explican una
importante dimensión del cambio cultural, de la misma
forma que el tratamiento clásico de los estudios de la
mujer condujeron, sin pretenderlo y en ocasiones hasta
intentando evitarlo, a conocer las formas y tendencias
históricas de la masculinidad.
Para decirlo de manera contundente: el estudio de uno de
los géneros nos conduce, inevitablemente, al
reconocimiento del otro, de tal manera que resulte
extremoso el intentar aislar una parte que es inseparable
del todo. La cultura genérica o de los géneros.
Sin embargo, una línea que sintentiza los diferentes
aspectos a los que hemos hecho referencia es la
concentración histórica del poder en el género masculino y
la subordinación de la mujer. Tal situación refleja el
ejercicio autoritario del poder que hoy amenaza tanto a
hombres como mujeres, pues resulta cierto que el manejo
monopólico del poder por parte de los hombres impuso
una desigualdad armoniosa en el marco de la familia
nuclear. Hoy, tanto las condiciones económicas como las
culturales hacen impensable que las mujeres modernas,
sobre todo aquellas que son conscientes de sus
posibilidades de desarrollo, acepten una situación de
desigualdad, por cómoda que ella resulte.
En ese sentido, y de aceptarse tal conclusión, tendremos
que pensar cómo construir una cultura que supere las
situaciones marcadas por una igualdad caótica. Una
cultura que ubique, en todo caso, la solidaridad que se
deben los géneros en las relaciones amorosas, amistosas o
institucionales. No creemos adecuado adoptar una actitud
pasiva ante una situación en la que los espacios sociales,
públicos o privados, se conviertan en campos de
competencia donde un género intenta demostrar que es
superior al otro, pues ambos se verán afectados por el
rencor del género coyunturalmente en desventaja.
Reconocer esta nueva condición social nos obliga a
trabajar en todos los ámbitos para extirpar conductas que
reproduzcan las prácticas autoritarias del pasado.
Evidentemente, el reto es titánico, pero al menos, en la
lógica de este ensayo, debemos tener claro que es urgente
identificar los ámbitos más riesgosos, como son, por
ejemplo, los espacios donde se recrea aún la violencia
material y simbólica, y que hoy como siempre atenta más
contra el género menos fuerte, como es la mujer y desde
luego los niños. De esta manera, nuestra lucha debe
apuntar a contrarrestar los excesos del machismo que
someten a la mujer al hostigamiento o acoso sexual, o
incluso hasta el aberrante extremo de la violación. La
defensa de la mujer en este terreno garantiza la defensa de
valores humanos generales, de la condición humana
misma con la cual tanto hombres como mujeres quedamos
comprometidos.
En ese sentido, es fundamental señalar que no se trata de
generar tan sólo una nueva cultura genérica, sino de
promover un cambio cultural general que propicie mejores
condiciones económicas, políticas y sociales a las
relaciones entre los géneros. Estaremos fracturando la
realidad social, confundiendo una batalla con la guerra.
Planteamos esto porque, precisamente, una hipótesis que
guía este ensayo es que las actuales condiciones
económicas y sociales van en detrimento de la percepción
que de el hombre tiene de él mismo, provocándole una
* Rafael Montesinos e sociólogo,
maestro en economía y política
profunda crisis en su identidad genérica que le hace
internacional, así como candidato
confundir si la causa proviene de la emergencia de las
a doctor en ciencias
nuevas identidades femeninas o de condiciones
antropológicas, y actualmente se
económicas adversas. O será posible pensar que la crisis
desempeña como profesorde la identidad masculina no afecta en la actualidad a las
investigador del Departamento de
Sociología de la Universidad
mujeres. De no ser así, tendremos que actuar
Autónoma Metropolitanaconjuntamente para transformar con rápidez una cultura
Iztapalapa.
que todavía parece resistirse al cambio.
1 Estas definiciones sobre identidad y cultura son mías; evidentemente, existen otras más
autorizadas como, por ejemplo, la de Marvin Harris que explica a la cultura como el
conjunto aprendido de tradiciones y estilos de vida, socialmente adquiridos, de los
miembros de una sociedad, incluyendo sus modos pautados y repetitivos de pensar, sentir
y actuar (es decir, su conducta). Antropología cultural, Madrid, 1995, Alianza Editorial,
pp. 20.
2Esta idea respecto a que el cambio de la cultura responde de manera menos dinámica que
la economía y la política es de Daniel Bell. Las contradicciones culturales del capitalismo,
Madrid, 1987, Alianza Universidad.
3Esta idea ha sido desarrollada ampliamente por Griselda Martínez refiriéndose a la
progresiva incorporación de la mujer en el mercado de trabajo, su participación en la
educación universitaria y su ascenso a las esferas del poder. “La mujer en el proceso de
modernización en México”, revista El Cotidiano, núm. 53, marzo-abril, 1993.
4Basaglia, Franca. Mujer, locura y sociedad, México, 1987, UAP.
5 Para Marvin Harris “En Latinoamérica, los ideales de supremacía masculina, se conocen
como machismo.En toda Latinoamérica, a los hombres se les exige ser macho –es decir,
valientes, sexualmente agresivos, viriles y dominantes sobre las mujeres–. En casa,
controlan el dinero a sus mujeres, comen primero, esperan obediencia inmediata de sus
hijos, especialmente de sus hijas, van y vienen a su antojo, y toman decisiones que la
familia entera debe seguir sin discusión”. “Llevan los pantalones”..., Antropología
cultural, Madrid, 1995, 3a. reimpresión, Alianza Editorial, pp. 530.
6 Véase por ejemplo, el trabajo clásico sobre las características de los géneros de AnneMarie Rocheblave Spenlé. Lo masculino y lo femenino en la sociedad contemporánea,
Madrid, 1968, Ciencia Nueva.
7 Martínez, Griselda. “Empresarias y ejecutivas: una diferencia para discutir el ejercicio
del poder femenino”, en El Cotidiano, núm. 81, enero-febrero, 1997. Además, “Las
mujeres en las estructuras del poder político”, en revista Bien Común y Gobierno, núm. 22,
septiembre, 1996.
8 Elias, Norbert. Conocimiento y poder, Mdrid, 1994, La Piqueta. En este libro el autor
reflexiona sobre la relación de los géneros, estableciendo que el poder tiene que analizarse
a partir de un cambiante equilibrio que permite explicar cómo la mujer viene participando,
poco a poco, en el ejercicio del poder.
9 Harris, Marvin. Op. cit. En este trabajo el autor destaca cómo se ha incrementado en las
sociedades hiperindustriales, la presencia de familias matrifocales, esto es, familias
encabezadas por mujeres. La principal causa que él encuentra se ubica en una precaria
situación económica a partir de la cual el hombre se encuentra ausente al perder la
capacidad de sostener a la familia, y en su defecto, de apoyar en dicho sustento.
10 Martínez, Griselda V. y Rafael Montesinos. “Mujeres con pode: nuevas
representaciones simbólicas”, en revista Nueva Antropología, núm. 49, marzo, 1996.
11 Se trata de comprender cómo la cultura “general” atraviesa la cultura organizacional
que independientemente de los criterios institucionales, no puede escapar al conjunto de
valores, normas, conductas y percepciones entre los géneros que prevalecen en el exterior.
12 Montesinos, Rafael. “Cambio cultural y crisis en la identidad masculina”, en revista El
Cotidiano, núm. 68, marzo-abril, 1995.
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