Capítulo IV - Universidad Austral

Anuncio
MAESTRÍA EN AGRONEGOCIOS
Nota Técnica:
ETICA EMPRESARIAL
“Sistematización de la Ética”
1
Capítulo IV
SISTEMATIZACIÓN DE LA ÉTICA
Han salido a relucir una serie de asuntos que permiten ver cómo la ética integra todas las
dimensiones del ser humano; por tanto, la ética no consiste solamente en unas reglas inventadas o
formuladas por motivos más o menos convencionales o relativos, que varían según las distintas
culturas. A veces esto se propone como una objeción contra la firmeza del estatuto de la ética: la ética
depende de criterios que no son universales, sino que hay tantas éticas como modos o formalizaciones
del vivir humano. En una situación tan pluralista como la actual, también se suele decir que la ética es
cuestión privada: sólo a cada uno compete aceptar una entre las distintas éticas o construirse una ética
propia; incluso es posible vivir al margen de ella. Tales planteamientos son insensatos. Las
observaciones interiores hacen posible rechazarlos. Desde su corporalidad, es decir, desde lo que se
suele llamar el proceso de hominización, surge lo ético. Y desde el punto de vista de la humanización,
en tanto que tomamos en cuenta la esencia de un ser personal, acaba de mostrarse.
La ética hace acto de presencia desde el fondo mismo de lo humano, no sólo de lo corpóreo, sino
de lo espiritual. Eso nos dio ocasión para introducir la cuestión de las virtudes y los vicios. Cada
persona es susceptible de vicios y de virtudes justamente porque tiene que desarrollar su esencia
humana.
El desarrollo de la humanidad en cada hombre parte de su actuar. Si los actos no influyeran en su
modo de ser, si no dejaran una huella, si no modificaran o perfeccionaran lo humano en cada uno, el
hombre no sería un ser abierto a su propio crecimiento esencial.
Al considerar la ética in statu nascens, llegamos a entender lo ético desde dentro. Ahora estamos
en condiciones de dar un paso adelante. Hemos de intentar sistematizar, coordinar todo lo que hemos
dicho de acuerdo con un planteamiento más filosófico, porque es claro que la evolución es asunto
científico, introductorio para la antropología filosófica. Algo parecido ocurre con los tipos, cuestión
psicológica o de sociología cultural. Para lograrlo, vamos a acudir a Aristóteles, que es el primero que
estudió la ética de una manera extensa y no puramente intuitiva, sino tratando de construir una ética
filosófica completa. Realmente lo que hizo Aristóteles es sumamente importante; sin agotar la cuestión
(hay aspectos éticos que Aristóteles no tuvo en cuenta), casi todas las dimensiones centrales de la ética
aparecen ya bien pensadas, bien coordinadas, por el filósofo griego.
Alma y persona
El hombre es un ser que posee lo que suele llamarse una naturaleza. En esa naturaleza están
unidas una dimensión espiritual que se llama alma —un alma inmortal— y un cuerpo muy peculiar,
como hemos tenido ocasión de ir viendo al tratar de la hominización. Eso es lo que tiene en cuenta
Aristóteles; la psicología aristotélica enlaza con la ética desde este punto de vista. El hombre es un
microcosmos en el que está reunido lo intelectual, es decir, lo no físico, con un cuerpo. Ahora bien, el
hombre no sólo es naturaleza corpórea y anímica, o anímico-corpórea, sino que también es un ser
personal.
El ser personal humano tiene unas características que se pueden ver a partir de la naturaleza
humana tal como la entiende Aristóteles. A su vez, lo peculiar de su naturaleza se puede entender como
derivado del carácter personal del hombre. Admitir que el hombre es persona añade a la naturaleza del
hombre su cabal comprensión como esencia. De este modo se completa la antropología.
2
No es lo mismo una antropología que considere el hombre como ser anímico-corpóreo, que una
antropología que resalte la primordialidad radical de la persona. Porque la persona añade a la naturaleza
la dimensión efusiva, aportante. Por ser el hombre una persona, no está sujeto a las leyes de la
naturaleza, sino que sobresale por encima de ellas y goza de una libertad radical. Por eso, su presencia
en el mundo a través de su naturaleza es inventiva. El hombre saca de sí, da de sí, aporta; a esto lo
hemos llamado manifestación. El hombre es un ser que se manifiesta y que puede también negarse a la
manifestación.
¿Por qué es importante añadir a la visión aristotélica del ser humano que el hombre es persona?
Porque la naturaleza humana ofrece un rasgo muy peculiar; pero que si se considera independiente,
podría dar lugar a conclusiones erróneas: en cuanto que el hombre es una naturaleza, aparece un rasgo
que recorre toda la naturaleza humana: el tener. En tanto que el hombre es persona, aparece otra
característica que no es el tener, sino justamente superior a ello: el aportar. Lo llamaré el dar. Tener y
dar1.
Tener y dar
Es importante poner de manifiesto el tener, porque el hombre es un ser capaz de posesión; y lo es
en tanto que es una naturaleza peculiar. Se considera que el afán de poseer es un vicio, y efectivamente
lo puede ser si se exagera o si se unilateraliza o si se considera solamente una de las dimensiones del
tener humano, a saber, la posibilidad de tener cosas distintas de uno mismo: el ser propietario por
adscripción de cosas externas. Aristóteles también lo dice: el excesivo afán de poseer cosas externas es
un vicio2. Es lo que llama crematística. La crematística es algo así como la ciencia de ganar dinero.
Pero la palabra griega viene de khrèma, que a su vez, viene de un verbo, khráo, que significa tener en la
mano. Si se tiene en cuenta esta etimología, el sentido primitivo de la palabra, tal como la usa
Aristóteles, está aludiendo a que el hombre es un ser con manos. Ser con manos es muy significativo
porque el cuerpo humano no se puede entender si no se tiene en cuenta el proceder técnico, el trabajo
con utensilios, la producción de ellos, etc.
Pero no solamente el hombre posee así, es decir, según lo que podríamos llamar la posesión
corpórea, a la que trataré de entender filosóficamente —ya la hemos enfocado evolutivamente; ahora la
veremos de acuerdo con las categorías aristotélicas—. Tomado en sus justos términos, ¿qué quiere
decir que el cuerpo humano es intrínsecamente poseedor?
El poseer corpóreo no es el único modo de poseer ni el más intenso; hay otra dimensión posesiva
que es espiritual: es el conocimiento. El conocimiento intelectual también es un modo de poseer, un
modo de tener suficientemente distinto del primero, pues el primero es la adscripción de cosas externas,
mientras que la manera de poseer de las operaciones intelectuales es justamente inmanente. Es la
obtención de ideas. Conocer es el acto de poseerlas: así lo ve Aristóteles. Es un tener mucho más
intenso que el tener corpóreo, que simplemente es una adscripción. Y por encima de estos dos modos
de tener, está un tercer modo que perfecciona los principios operativos espirituales del hombre, la
inteligencia y la voluntad. Y este tercer modo de tener es el que Aristóteles llama hábito. La tenencia
habitual es justamente la tenencia según las virtudes (o según vicios).
1
Escribí hace unos años un trabajo que tiene ese título: Tener y Dar, publicado, en parte, como un comentario a la Laborem
exercens, la primera encíclica sobre temas de doctrina social que ha publicado Su Santidad Juan Pablo II. Estudios sobre la
Laborem Exercens, BAC, Madrid, 1987. Mi contribución ocupa las páginas 201-250.
2
Aristóteles, Ética a Nicómaco, IV, I, 1122a 14 ss.
3
De manera que todo lo que hemos ido sacando a relucir apoyándonos en hipótesis científicas, y
aludiendo a la temprana intuición de Sócrates, está recogido por Aristóteles3. Aunque Aristóteles no
sabe nada de la evolución, su mente es suficientemente certera para darse cuenta de qué es lo original y
lo diferencial del cuerpo humano si se compara con cualquier otro cuerpo. La rúbrica general de
nuestra naturaleza es el tener, aunque no se trata de un tener unívoco o de un único modo de tener;
porque es evidente que no es lo mismo tener virtudes que tener inmanentemente, según la operación del
conocer, o tener en la forma de adscripción de cosas a un cuerpo. No es lo mismo y sin embargo todas
son formas de tener.
Precisamente por eso, el que pretenda aumentar exclusivamente las tenencias corpóreas, lo haría
en detrimento de otras dimensiones o capacidades: de otras maneras de tener que son propias del ser
humano. Y algo semejante ocurriría si uno quisiera solamente tener en cuenta el modo de tener
cognoscitivo, o bien obtener virtudes despreciando las operaciones del conocimiento, o excluyendo el
tener corpóreo.
Es cuestión de comprensión sintética. El tener hay que comprenderlo según su triple modalidad y
advirtiendo que las formas de tener se apoyan unas en las otras. Por eso hay que considerarlas a todas.
Así se evita la valoración peyorativa del tener, aunque es preciso distinguir el ser del tener; no hay
razón para oponerlas, como si el hombre pudiera ser sin tener o al revés.
Gabriel Marcel sienta esa contraposición de una manera no del todo justa4. La filosofía de Marcel
vale como denuncia de algunas de las hipertrofias de la actitud posesiva del ser humano, hoy
demasiado evidentes: el consumismo, el egoísmo individualista. Tener sólo para sí, sin querer
compartir, es malo. Pero desde el punto de vista estrictamente filosófico, negar o lamentar que el
hombre sea capaz de poseer en muchos niveles y de diversas maneras, va contra la realidad. La ética es
todo lo contrario de la utopía. Contraponer el ser al tener es utópico. Una formulación crítica utópica es
demasiado irrealista y para la ética un peligro de desconcierto.
La ética se atiene a la realidad o se esfuma. No se puede pretender mejorar al hombre alentando
una esperanza ilusoria. No es serio aspirar a un ideal ético dejando a un lado la naturaleza humana; eso
conduce al desánimo; y como el tener es estrictamente peculiar de la naturaleza humana, la ética se ha
de ocupar del tener, pero reconociéndolo, no denunciándolo. Descalificar las aspiraciones a poseer es
un desatino porque son naturales al hombre. Son malas las exageraciones, y en este sentido conviene
tener en cuenta la distinción de ser y tener. Si el hombre quisiera reducir su ser al tener, y sobre todo al
tener de cosas externas a él mismo, se alienaría, sacrificaría su naturaleza a algo distinto de ella, se
subordinaría a algo inferior al espíritu. Pero no se puede desconocer que el espíritu es capaz de tener —
aunque su manera de tener sea distinta de la corpórea—. La intención del planteamiento presente es
hacer ver que, siendo la ética inherente al hombre, versa, ante todo, sobre sus distintas dimensiones
posesivas en tanto que éstas son caminos para el despliegue esencial de su ser personal, que es libre y
donal.
Tener corpóreo
El Estagirita afronta el asunto de una manera muy completa. Su pretensión es dar razón de
algunas posturas sostenidas por sofistas importantes, quitando el énfasis erróneo que implican.
3
4
Por ejemplo, Cfr. Aristóteles, Categorías, 4, 1b, 25-27.
Marcel, G., Être et avoir, Montaigne, París, 1935.
4
Aristóteles habla del tener corpóreo cuando se ocupa de Protágoras. Protágoras formuló una tesis
muy famosa según la cual “el hombre es la medida de todas las cosas” (panton métron ánthropos)5. La
sentencia de Protágoras ha sido transmitida y comentada por varios filósofos y doxógrafos griegos.
El hombre es la medida de todas las cosas que hace y de las que posee. Eso es lo que Protágoras
quiere decir, no la medida del universo. El hombre es capaz de poseer con su cuerpo, en el sentido de
una adscripción y en el sentido de una producción. En este sentido, dice Aristóteles 6, entendido de esta
manera, en principio, el dictum protagóreo no es falso. A veces se ha rechazado: concretamente Platón,
sobre todo en Las Leyes7, reaccionó fuertemente contra esta sentencia diciendo que la única medida de
todo es Dios8; el hombre no es la medida de nada. Esto es una exageración platónica9.
Aristóteles dice que lo único que significa esa frase de Protágoras es que el cuerpo humano es
capaz de tener. Como tener es ékhein, a la tenencia por parte del cuerpo Aristóteles la llama héxis.
Pero esta héxis no es el hábito en sentido de virtud, y Aristóteles los distingue taxativamente
cuando dice que es un accidente exclusivo del cuerpo humano10. Recuérdese la teoría aristotélica de las
categorías. Hay muchas substancias con accidentes; pero sólo la substancia humana es capaz de este
accidente: el hábito corpóreo, la adscripción de otras cosas a su cuerpo. Aristóteles acepta que el
hombre es la medida de las cosas porque en tanto que el cuerpo humano es capaz de poseer, es el
modelo o la medida de lo que tiene; por eso, dicho accidente, la héxis categorial de lo corpóreo, es una
relación entre una cosa externa y el cuerpo humano. En esa relación, el centro de referencia es el
cuerpo. La cosa está finalizada por el cuerpo, queda subordinada a él, y por tanto, decir que el hombre
es la medida de todas las cosas prácticas, de todas la cosas que puede tener en la mano, no tiene nada
de extraño ni tiene por qué escandalizar, puesto que es verdad. Lo malo es que esa relación posesoria se
invierta. Por lo demás, si no existiera, tampoco existiría el género Homo.
El vestido, por ejemplo, es algo tenido por el cuerpo humano; un anillo es también algo tenido
por el cuerpo humano. Se podrían multiplicar los ejemplos. Los trajes hay que hacerlos a medida, y
¿cuál es la medida del traje? El cuerpo. El hábito categorial es esa relación de concordancia de lo
tenido por el cuerpo humano en tanto que se subordina al cuerpo humano. Es evidente que la tenencia
de cosas exteriores por parte del cuerpo sería perjudicial si las cosas no se adaptaran al cuerpo, si las
cosas no se hicieran a medida del cuerpo, como se muestra en el lecho de Procusto, aquel tirano que
tenía una cama en la que torturaba a sus enemigos: si alguien era más grande que la cama, le cortaba
los pies para hacerlo a la medida de la cama, y si alguien era más pequeño que la cama, estiraba sus
miembros, los descoyuntaba. Eso es una barbaridad: el hombre no tiene que adaptarse a las cosas
materiales, sino todo lo contrario: debe adaptar las cosas materiales a lo que él tiene de material, es
decir, a su cuerpo.
Aristóteles añade enseguida otra observación11: para que el cuerpo humano pueda poseer cosas
externas es menester que no esté terminado, porque si estuviese completamente terminado, no podría
ser el centro de adscripción de cosas distintas de él. Es necesario que el cuerpo humano sea potencial.
5
Esta frase se encuentra en uno de los fragmentos de su obra Sobre la verdad, que nos ha llegado incompleta; Diels, 80b, 1.
Platón, Teeteto 15, 1e -52a.
6
La sentencia de Protágoras es enfocada epistemológicamente por Aristóteles en Metafísica 1053a 35ss y 1062b 11-15.
Sobre el hábito categorial véase Categorías 15b 17-33.
7
Las Leyes es una de las obras de Platón más complicadas y prolijas, cuyo destino editorial se ignora. Parece una obra de
vejez escrita para uso de sus discípulos en la Academia, un destino distinto del de los diálogos exotéricos.
8
Platón, Las Leyes, 416b y ss.
9
El error de Protágoras consiste en excluir la providencia divina del mundo que el hombre construye y posee. Ese mundo es
obviamente la técnica en sentido amplio. Ya he indicado que ninguna modalidad posesiva humana es independiente.
10
Cfr. Aristóteles, Categorías 15b 17-33.
11
“Porque el cuerpo es lo que está en potencia”. Aristóteles, De Anima, II, I, 413a 2.
5
Así pues, Aristóteles ha descubierto lo mismo que la teoría de la evolución: en el proceso de
hominización la adaptación del cuerpo no tiene lugar, no es ése el sentido de la evolución cuando se
trata de la hominización, sino más bien todo lo contrario. Sólo un cuerpo potencial puede ser
completado por tenencias exteriores: lo que tiene de potencial ese cuerpo, funciona como medida en
cuanto que él mismo actualiza el valor completivo de las cosas que se adscribe. Una serie de
observaciones que repite Tomás de Aquino ilustran este asunto: ¿se puede hablar de vestido cuando se
trata de un animal? No, porque el cuerpo animal está terminado. No se puede decir que la piel del
animal sea un accidente, una cosa exterior al animal poseída por el cuerpo animal, sino que la piel del
animal es una parte natural de su cuerpo. En cambio, si esa piel, se curte y con ella el hombre se abriga,
entonces es tenida por el cuerpo humano.
En un libro de un etólogo moderno12 titulado en español El mono desnudo, se repite que es
característico del cuerpo humano lo que podemos llamar la desnudez; en cambio, no se puede decir que
un animal esté desnudo. La desnudez quiere decir por una parte, justamente, que el hombre no tiene un
cuerpo completo, sino un cuerpo inadaptado, sumamente potencial. Pero un cuerpo desnudo puede ser
vestido: y en cuanto que es vestido se transforma en medida, la impone, subordina a él el vestido, la
cosa externa.
Desde el punto de vista filosófico —dentro de una doctrina filosófica muy completa como es la
de Aristóteles—, el significado del proceso de hominización se cifra en la tenencia corpórea; tenencia
que, insisto, significa dos cosas: primero, que el cuerpo es potencial; y segundo, que el cuerpo humano
es capaz de adscribirse cosas, es decir, que el cuerpo humano posee. Un vestido es tenido. Hay señoras
aficionadas a tener perritos: al perrito le colocan una manta o un abrigo, pero enseguida se ve que esa
manta no es un vestido; si se compara cómo está añadida al cuerpo del perro con la manera como un
traje está añadido al cuerpo de un hombre, la diferencia aparece con toda nitidez. Si uno tiene un poco
de sentido común, y un poco de sentido filosófico, se ve que no hay ninguna relación estrictamente
posesiva entre la manta superpuesta al cuerpo del animal y el cuerpo animal mismo.
Si se quisiera poner una sortija a un perro, tampoco eso tendría un sentido posesivo. Un cuerpo
animal no posee nada, sólo el cuerpo humano posee en sentido propio. Posee de una manera que se
puede ilustrar con los ejemplos del vestido y el anillo. Pero la observación se debe extender a todas las
cosas que el hombre hace; todos los artefactos que el hombre produce quedan adscritos a su acción:
todos ellos. Por ejemplo, la habitación en que estamos es tenida por nosotros, y es tenida
corpóreamente.
El habitar como adscripción
Para ponerlo lingüísticamente de manifiesto, diremos que el hombre habita. Habitar significa
estar en un lugar teniéndolo. Los animales no habitan: el único que habita un mundo suyo es el hombre:
y lo habita en la misma medida en que establece en las cosas referencias a su cuerpo, según las cuales
su cuerpo las tiene. Todo habitar es tener, y si el hombre habita es porque es un “"habiente”. La base de
ello es justamente que su cuerpo es capaz de adscribirse, de un modo progresivo, cosas del mundo
externo, y también un mundo que él mismo produce. El hombre es un productor de mundos. Por eso el
espacio humano no es el físico.
Nuevamente recuérdese la frase de Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas”; ¿de
qué cosas? De cosas naturales y de artefactos; el hombre es señor —con las limitaciones del universo
Morris, Desmont, Naked ape. A Zoologist’s Study of the Human Animal, 1967 (El mono desnudo, Plaza & Janés,
Barcelona, 1972).
12
6
físico—. El hombre puede ir incluso a la luna: aunque sea en unas condiciones muy peculiares, el
hombre puede llegar a ser habitante de la luna. Esto quiere decir tener la luna. El hombre tiene casas,
porque las construye, campos, porque los cultiva: en definitiva, porque se los adscribe. El derecho de
propiedad es natural —suelen decir los estudiosos del Derecho—. El hombre es propietario: el derecho
de propiedad surge de que el hombre es un ser que habita.
Nótese la abundancia de fenómenos humanos y de problemas éticos que con esto se muestran.
Una ciudad es corpóreamente poseída; pertenece al hábito categorial del que habla Aristóteles. El
hombre no es sólo habitante de la superficie terrestre, sino que incluso puede surcar el mar en una nave:
ser habitante en el mar. Para los griegos es un modo peligroso de poseer, pero no deja de serlo.
También puede surcar el cielo y eso es un modo de tener el aire (un temporal es algo no tenido por el
hombre, sino sufrido por él). Pero de todas maneras de la lluvia el hombre se apodera. También la
lluvia pasa a ser del hombre en tanto que es aprovechada para que crezca un cultivo13.
Visto filosóficamente, eso que se llama mundo humano, o mundo técnico, es posible justamente
porque el hombre tiene según su cuerpo, que es potencial. Es decir, un cuerpo capaz de establecer
relaciones de producción y de tenencia.
La antropología y la sociología enteras de K. Marx son una glosa del hombre como habitante: lo
muestran su interpretación del trabajo como único creador del valor, su idea de la explotación y la
teoría de la plusvalía14. La antropología de Marx es materialista porque se limita a considerar el hábito
predicamental, es decir, la posesión corpórea. Marx no tiene en cuenta otras dimensiones u otros modos
del tener humano. Nótese que desde Aristóteles, o si se prefiere desde Pitágoras, o mejor, desde la
formulación sistemático-filosófica que hace Aristóteles de la sentencia de Protágoras, queda
neutralizada la pretendida originalidad de Marx.
Feuerbach dice que el hombre debe desalienarse recuperándolo todo: eso es una filosofía del
tener15. Feuerbach es un sensista, pues el tener en definitiva se resuelve para él en el tener corpóreo. El
tener corpóreo humano no es despreciable de ninguna manera; pero quedarse sólo con él afecta a la
integridad del hombre, porque el hombre no sólo es un cuerpo, no solo es un habitante. Piénsese lo que
dice San Pablo: “esta ciudad que habitamos no es permanente”. Esperamos una morada eterna: la
resurrección de la carne. Un cuerpo resucitado será un cuerpo habitante. ¿De qué? Sin duda, de un
mundo enormemente superior al actual. Pero de un mundo relacionado con un cuerpo. Por eso se suele
decir que el cielo es un lugar desde el punto de vista corpóreo. Y también el Señor lo decía: “Iré a
preparar unas moradas para vosotros”16.
Propiedad
El carácter habitante del hombre contiene muchas dimensiones éticas que ahora se pueden
afrontar con más precisión. Por ejemplo, es posible proponer una ética filosófica de la propiedad,
porque hemos averiguado que ser propietario es inherente al habitar. El hombre es capaz de tener cosas,
y como el tener corpóreo no es un tener aislado, porque el cuerpo está unido al alma, y la sustancia
humana a la persona, el carácter posesivo del cuerpo humano es comunicado a las cosas que posee
como una cierta efusión. Ya he dicho que la persona es manifestativa.
13
El hombre posee en cierto modo la tormenta al construir el pararrayos. Repárese que el beber agua y el respirar no
corresponden al hábito categorial.
14
La teoría del trabajo y la plusvalía se encuentran expuestas principalmente en el Manuscrito económico y filosófico de
1848 y en El capital publicado en 1867 en Hamburgo.
15
Esta doctrina se encuentra desarrollada a lo largo de la obra La esencia del cristianismo.
16
S. Juan 14, 2.
7
Pero hay más. El hombre no se limita a tener cosas, sino que comunica esa tenencia a las cosas
que tiene. Existen relaciones de lo tenido, que son también intermediales, según las cuales siempre un
utensilio humano remite a otro. Hasta cierto punto las cosas que el hombre hace se poseen entre sí:
constituyen una especie de entramado relacional. No es solamente que el hombre tenga cosas, sino que
las cosas que tiene constituyen un plexo. Por eso existe un mundo humano.
Decíamos antes que el hombre no se adapta al ambiente. Añadimos que el hombre tiene un
mundo propio. Que exista un mundo humano quiere decir que existen correlaciones entre las cosas que
el hombre hace; las cosas no solamente están adscritas al cuerpo; es decir, el hombre es un habitante en
tanto que refiere cosas a sí mismo según su corporalidad, pero también es habitante en la misma
medida en que es capaz de establecer relaciones entre las cosas que él tiene. Este segundo aspecto del
hábito categorial fue vislumbrado por un escolástico español que se llama Juan Sánchez Sedeño17. En
nuestro siglo quien mejor ha desarrollado esto es Martín Heidegger. En Ser y Tiempo, su primera gran
obra, los primeros capítulos son una glosa de lo que él llama ser en el mundo, que es exactamente lo
que entendía Aristóteles por héxis categorial, y lo que entendía Protágoras por “ser medida de todas las
cosas”.
Dando a esas cosas, de que se es medida, relaciones de instrumentalidad entre sí, se constituye un
plexo. La complexión de útiles no se puede escindir; aislar un útil, un instrumento, del complejo de
instrumentos, es anular su carácter de tal. Por eso, la propiedad privada es de derecho natural; pero no
es absoluta, porque lo que cada uno puede poseer pertenece a un plexo, a una totalidad. (Heidegger
emplea la palabra Ganzheit).
Se podría describir el plexo tomando como ejemplo el martillo. El martillo es para clavar, es
decir, el martillo es un instrumento que el hombre tiene en la mano; es algo tenido en un sentido activo,
más activo que el traje —que también es tenido en un sentido activo: para protegerse del frío—. Pero el
martillo remite al clavo; si no hay clavos, el martillo no sirve para nada. Y el clavo remite a la madera.
Si no hay algo que unir o ensamblar, los clavos tampoco tienen sentido. Lo que se haga martilleando
clavos en madera, por ejemplo, una mesa, requiere, por otra parte, que la madera haya sido cortada y
aserrada, y luego acoplada con clavos, o con instrumentos semejantes. La mesa a su vez, ¿para qué es?
Para colocar cosas en ella. La mesa es para colocar la vajilla, y la vajilla toda ella también remite entre
sí: los tenedores, la cucharas, los platos, todo eso presenta relaciones de interdependencia, de
interconexión. Y ello es peculiar de todo el mundo humano, y con mayor intensidad de sectores suyos.
El mundo humano es característicamente un plexo. La propiedad privada se refiere a él. Cabe un
uso virtuoso y, cabe un uso vicioso de la propiedad privada entendida como una institución ya regulada
por el derecho. Si la propiedad privada es tal que va en contra de la totalidad del plexo de útiles, si es
una adscripción que empobrece la completitud medial, entonces es injusta, y su ejercicio vicioso; si la
propiedad se adscribe sólo a unas pocas personas, se atenta contra su sentido ético natural.
La sociedad se corresponde con el mundo humano. Las relaciones sociales son posibles por las
adscripciones y por las interrelaciones; así aparecen tipos humanos caracterizados por los llamados
“roles”. Un rol social es el desempeño de ciertas funciones relativas al mantenimiento de la complexión
medial. Como se requieren zapatos, hay el rol de zapatero; así se configuran los oficios humanos.
Oficio viene de la palabra latina officium, que significa deber, aquello que se debe hacer. Este deber no
es sólo jurídico: es moral. Aunque no es la única, es una obligación moral perfeccionar el plexo medial.
Desde luego, es obligado mantenerlo, no dejar que se empobrezca o que se arruine. El hombre debe
emplear una gran gama de sus energías en el mantenimiento de su mundo, que es un mundo común
porque consta de muchas instrumentalidades relacionadas. Estas instrumentalidades interrelacionadas
17
Sánchez Sedeño se ocupa del hábito categorial en el Libro VI de su Exposición de la lógica de Aristóteles, Salamanca,
1600.
8
se corresponden con las actividades de una multitud de personas humanas, para las cuales ese mundo es
común. Esta es una parte del bien común.
Las cosas humanas son tenidas en común, aunque por motivos funcionales se adscriban a unos
individuos o a otros; y eso es la propiedad. La propiedad es relativa. La formulación “el hombre es
absolutamente propietario de útiles desde el punto de vista individual” es falsa. En rigor, la propiedad
es institucional, no individual. Hay muchos defectos de organización social que se deben a no tenerlo
en cuenta. El dictamen sobre esos defectos es de índole ética; pero está apoyado en las características
complexivas del mundo humano. En el mundo humano pueden aparecer muchos fenómenos antiéticos,
por ejemplo la marginación. A una persona a la que se le diga: “usted no tiene absolutamente nada que
hacer, usted es un inútil completo, no le acepto como cohabitante, sino que le expulso o neutralizo:
usted se queda ahí pero no hace nada”, se le margina del mundo humano.
Gran parte de los derechos humanos tal como están formulados, están referidos a esto. Por
ejemplo, son derechos del ser que habita, del ser humano en tanto que corpóreo: el derecho a
desplazarse, a cambiar de habitación, a la libre circulación en un territorio.
Ha existido hasta hace poco una radical negación de este derecho en la antigua Unión Soviética.
En ella no había derecho a cambiar de domicilio, sino que el hombre estaba adscrito a un lugar y para
poder desplazarse dentro del país necesitaba un pasaporte o la autorización de un funcionario. Voy a
relatar una anécdota ocurrida hace unos años hablando con unos ciudadanos rusos soviéticos (la tomo,
adaptándola, de C. Moeller).
Preguntaron los rusos:
— “¿Tienen ustedes por casualidad vacaciones?”.
— “Sí, tenemos vacaciones”.
— “¿Y qué hacen ustedes en las vacaciones?”.
— “Pues miren, -uno que vivía en Madrid dijo-: yo me voy a Málaga que está a unos 500 km. de
Madrid”.
— “¡Ah!, o sea que recorre usted 500 km., y cómo lo hace?”.
— “Pues con un automóvil”.
— “Entonces hay carretera hasta Málaga”.
— “Sí. ¿En Rusia no hay carreteras?”.
— “Pero, un momento, ¿le basta para llegar llenar el depósito de gasolina?”.
— “Sí, o tomo gasolina en el camino en una estación de gasolina”.
— “¡Cómo!, ¿o sea que hay estaciones de gasolina en las carreteras?”.
— “Sí las hay, y si quiero o me falta gasolina, la compro en la gasolinera”. Entonces concluyeron
los ciudadanos soviéticos:
— “Nos está usted mintiendo. Eso es imposible...”.
¿Por qué imposible? Porque la idea de que un occidental fuera de vacaciones en automóvil, es
decir, que cambiara su domicilio sin pedir permiso a nadie, no la entendían —ellos no lo podían hacer y
les resultaba difícil concebirlo— porque vivían en un mundo compartimentado (inhumano). Además,
que hubiese carreteras transitables y muchos automóviles y gasolineras en medio del campo era todavía
más insólito, porque las gasolineras situadas a lo largo de las carreteras comportan la descentralización
comercial; es decir, que no es necesario comprar los alimentos en los grandes almacenes centrales (otra
manera de adscribir a la gente al territorio). Si no hay un sistema comercial que permita trasladar
productos de un sitio a otro, los trabajadores de la gasolinera tendrían que ir al gran mercado central a
comprarlos. Ante ese cúmulo de inverosimilitudes, dijeron los soviéticos: “nos está usted mintiendo,
nos está mostrando una situación imposible; eso no existe en ninguna parte”. Esto puede ser asunto de
sociólogos, de economistas o de juristas, pero en el fondo es un problema ético.
9
El derecho de libre circulación es un derecho humano, precisamente porque el hombre es
habitante de un mundo. Cambiar de ocupación, de rol, dentro del plexo medial, es decir, dentro del
mundo, debe ser posible; lo contrario se toma como cosas de esclavos: el no poder trabajar en otro lado
es servidumbre. La libertad de trabajo es trabajar donde uno quiera. Cambiar de ocupación o de lugar
de trabajo, de empresa, es un derecho del ser humano, precisamente por ese modo del tener que
llamamos habitar. En la práctica, este derecho está vinculado con otra cosa: ser capaz de cambiar de
ocupación, de desempeñar otro oficio requiere ser apto. Pero sin un sistema educativo adecuado,
adquirir nuevos conocimientos es difícil.
Pongamos un ejemplo: en España hay un problema bastante serio, que es el problema de los
mineros. En Europa hay excedentes de casi todo, y muchas de las minas de carbón españolas que están
en Asturias, en el norte de España, producen poco y caro, con vetas de carbón estrechas o profundas.
Ante la competencia de otras minas, mucho más productivas, parece conveniente cerrarlas. Esto es la
reconversión, palabra técnico-económica. Pero los mineros (que son del orden de 20 ó 30 mil), en gran
parte mineros de tajo, que trabajan extrayendo carbón ¿dónde se colocan si no saben más que hacer
eso? ¿Qué derecho a la libertad de trabajo tienen, cómo pueden cambiar de rol si no están capacitados
para ello?
Son problemas de organización. Un minero ocupa un lugar en el plexo porque el carbón es un
utensilio, algo que el hombre utiliza en relación con otras cosas. El carbón es para los altos hornos o
bien para las térmicas; las térmicas son para producir electricidad; y la electricidad para alumbrar o
para mover un motor. Todo está relacionado. Por tanto, no se puede decir que el carbón sea valioso, o
útil, un instrumento humano, aislado: aislado no sirve para nada; el carbón sirve cuando se le pone en
relación con otra cosa. En el mundo actual —en nuestro mundo, de finales del siglo XX— ha
aumentado la complicación, la densidad de las interrelaciones de un modo desorbitado; y organizarlo es
difícil: se dan todo tipo de disfunciones. Esta tarea es de índole ética. Evidentemente es también asunto
técnico, pero, en rigor, es de índole humana. Por eso la tecnología se subordina a la ética. Puede
hacerse mejor o peor, lo cual tiene significado ético. No se crea, insisto, que la ética es un añadido: lo
atraviesa todo, no se puede formular ningún asunto humano sin que la ética salga al paso.
El correcto funcionamiento de la economía implica lo ético, y cuando algo funciona mal hay que
afirmar que alguien no ha cumplido con su deber, o que ha habido cohecho o abuso, o que alguien se ha
quedado con todo, o que se ha tratado despóticamente los demás considerados como pura fuerza de
trabajo. Todo esto es problema de organización, pero es también un problema ético.
Lo que mueve, el gran motivo para intentar organizar mejor el habitar humano es ético. Pensar
que el hombre se reduce al logro de objetivos tácticos, es una equivocación profunda y por tanto es
éticamente incorrecto. Recuérdese la frase de Talleyrand, cuando Napoleón, en 1804, mandó —
abusando de su poder— a unos soldados suyos que invadieran un territorio no francés para fusilar al
Duque de Enghien. Talleyrand —que era uno de los ministros de Napoleón— dijo: “esto ha sido peor
que un crimen. Ha sido un error”.
El error y lo antiético están muy próximos. El error sobre el hombre, la falsa apreciación de los
fines de su actividad, da lugar muchas veces a comportamientos antiéticos. El hombre es débil y cede a
solicitudes placenteras que no son correctas; pero los errores en la formulación de la ética se deben a
errores sobre su modo de ser. Por ejemplo, éticamente el marxismo es incorrecto porque se basa en la
absolutización del carácter de habitante del hombre. ¿Es un error decir que el hombre es un habitante?
No lo es. ¿Es verdad que el hombre sólo sea un habitante? Es un reduccionismo ontológico muy grave.
Modos superiores de poseer
10
El hombre no sólo es un habitante según su tener corpóreo. También tiene según lo que se llama
operación inmanente. Lo describiré brevemente. Lo conocido está en el acto de conocer, es tenido por
él. No se podría construir un mundo humano sin esta otra posesión, que es superior, más íntima, ya que
lo conocido en tanto que conocido sólo está en el acto de conocer; por lo tanto, no es una mera
adscripción, como el tener corpóreo. El conocimiento no se adscribe cosas, sino que lo conocido en
tanto que conocido es idea, y en principio no está más que en la mente. Con todo, aunque las ideas son
tenidas por el acto de conocerlas, con ellas se regula la conducta práctica.
El hombre no podría tener corpóreamente o tendría de un modo muy precario —como los
homínidos— si no conociera ideas. Tomás de Aquino18 lo dice taxativamente. “Al que actúa —actuar
es el ejercicio de actividades en orden a la constitución del mundo habitable— lo primero que hay que
pedirle es que sepa”; porque a ciegas no se puede hacer nada. Si no poseyéramos ideas, tampoco
podríamos poseer cosas. En rigor, para que la posesión de un traje, o de una habitación, sea una
verdadera posesión, hace falta que se conozca; si no, sería una posesión inconsciente, no podría ser
incrementada o transmitida.
También el conocimiento es susceptible de consideración ética. Hay vicios y virtudes
intelectuales. Los vicios intelectuales son fundamentalmente dos: la curiosidad y el error.
La curiosidad se describe como el afán por conocer cosas que no merecen ser conocidas 19. Es un
empleo ocioso del intelecto ocuparse de cosas insignificantes o poco pertinentes. Es atentar contra la
nobleza del intelecto, abierto al conocimiento de la verdad, restringirlo al conocimiento de ruindades.
Sin embargo, en este vicio se incurre con frecuencia: por ejemplo, las conversaciones o chismorreos —
femeninos y masculinos— en que se habla de tonterías. Otros ejemplos de curiositas son el abrir la
correspondencia de otro, la murmuración o el dar crédito a simples rumores.
Los parloteos son un uso indebido de la mente y del lenguaje. Ocuparse de estupideces, los
pequeños comadreos, el tratar con énfasis cosas que no tienen importancia, es un vicio muy extendido.
Hay conversaciones entre gente joven dedicadas a naderías: que si fulanito “se ha comprado una moto”,
que “si esa moto tiene 250 cm. cúbicos”; vana ostentación mezclada con alguna dosis de envidia.
En cambio, la afición de saber es hondamente humana; como dice Aristóteles: “todos los
hombres desean por naturaleza saber”20. El afán de saber es una virtud. Lamentablemente, hay gente
que se aburre o que desiste de conocer más por desconfiar de la capacidad de alcanzar la verdad. Con
todo “la virtud está en el medio”21. Tampoco se debe exagerar en esta materia; no conviene absolutizar
el afán de saber de tal manera que con eso uno se excluya del mundo práctico, o se olvide de las
necesidades del prójimo.
El afán de saber es virtuoso cuando se trata de conocer cosas reales enjundiosas; si no lo son, es
curiositas. Elucubrar por elucubrar puede valer como entrenamiento; pero conformarse con ello es un
mal uso de la mente.
El error es un vicio de la inteligencia que se define como el atreverse a afirmar lo que no se sabe,
cosa que muchas veces hacemos: los pedantes hablan de lo que no saben con seguridad: con eso se
induce al otro a equivocaciones y ello es claramente malo. Por desgracia, algunos periodistas propagan
noticias sesgadas por un defecto de información.
Cabe un uso bueno o malo de la inteligencia en cuanto que es capaz de teorizar. Pero cuando la
relevancia ética del conocimiento se ve mejor es a la hora de su aplicación práctica.
18
Tomás de Aquino, Cuestión disputada de virtutibus cardinalibus, q. un, a. 1,c.
Tomás de Aquino, S. Th., II-II, q. 167, a.1 y 2.
20
Aristóteles, Metafísica, 980a.
21
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1107a 6-8.
19
11
Si uno sabe actuar pero no actúa como sabe, defrauda por pereza. Es el hombre chapucero, que
no emplea todo su talento en lo que tiene que hacer o no acude a informarse suficientemente para
hacerlo mejor, si es que de momento no lo sabe. Aquí aludiré a un gran tema: la conciencia moral en
relación con el error. Actuar con conciencia errónea puede no ser una falta moral si el error es
invencible. Pero es ilícito actuar con dudas de las que no se quiere salir, como el que dice: “yo no estoy
seguro de si esto es bueno o es malo; sin embargo, lo voy a hacer; voy a actuar sin tener en cuenta
todas las consecuencias previsibles de mis actos, sino solamente unas cuantas: las otras las olvido”.
Un caso claro es no tener en cuenta los efectos secundarios perversos; con frecuencia la
ignorancia es culpable, un cerrar los ojos ante el conjunto de consecuencias que se van a seguir de una
actuación emprendida de acuerdo con un conocimiento limitado, olvidando aspectos integrantes de los
efectos que va a tener la acción. Por ejemplo: “vamos a verter en este río residuos de una fábrica de
papeles”:
— “Hay algo que tiene usted que pensar”.
— “No quiero pensar en ello”.
— “Tiene usted que pensar que con eso mata usted todos los peces del río”.
— “Eso no me importa, no lo tengo en cuenta”.
Actuando de esa manera se estropea el plexo medial, puesto que, insisto, el habitar es común, es
la red total; si un hombre o un grupo humano ejerciendo una serie de actividades perjudica a otros, o a
otro tipo de actividades, por no emplear el suficiente conocimiento y reducir su radio de intereses, ha
incurrido en ignorancia culpable o en ignorancia afectada, que muchas veces es lo mismo:
— “No lo sabía...”.
— “Lo debería saber; y por no enterarse ha provocado una catástrofe”.
— “Lo siento mucho, yo intentaba otro resultado”.
Como es obvio, en la práctica es imposible preverlo todo. Por eso, la ignorancia inculpable se
corresponde con la llamada información incompleta. Sin embargo, al actuar es menester un fuerte
sentido de responsabilidad. No hay que ser presuntuosos: si no se sabe hacer una cosa o no se está
dispuesto a hacerlo, dígase, o consúltese para superar esa ignorancia. En el mundo de los negocios hay
gente que se mete en ellos sin saber más que un postulado muy elemental: que si uno consigue una cosa
barata y la vende cara gana dinero. Con eso se cree saber lo que es un negocio. Si se aduce:
— “Es irresponsable ganar dinero sin incrementar el plexo de medios”, el negociante alegará:
— “Esa observación es irrelevante en mi caso. Hay unos garbanzos muy baratos en China: yo los
compro y los vendo aquí tres veces más caros. He de aprovechar la oportunidad”.
La información privilegiada y las leyes del mercado permiten grandes negocios ocasionales. Para
acometer negocios con seriedad, hace falta una alta formación, saber los efectos que con ello se están
produciendo en el plexo. En una importación ocasional, por ejemplo, hay que tener en cuenta las
consecuencias; se debe pensar: ¿a cuánta gente arruino de esa manera?, ¿estoy actuando en forma de
dumping? Hay negocios sólo posibles si comportan dumping. Pueden parecer provechosos, pero a la
larga no lo son.
Hay actividades que, introducidas en un mundo, lo desarreglan. Aunque tenga alguna ventaja
particular, esa ventaja no paga el estropicio global que causan. Esa actuación ha sido inmoral, injusta si
se quiere. El economicismo es el uso descoyuntado de un saber parcial.
Es extraordinaria la importancia que tiene el conocimiento para la ética. No se trata de proponer
un intelectualismo ético; o de sostener que basta el saber que una cosa es mala para no hacerla. No
basta la inteligencia, porque interviene también la voluntad. Pero el conocimiento es un ingrediente
12
necesario para la acción, y si se niega el conocimiento debido se incurre en responsabilidad. Un alumno
que amortice cinco años de su vida en la carrera de derecho y sólo estudie un mes al año, está
defraudando, aunque, por suerte, haya aprobado, porque no se ha preparado para el ejercicio de su
profesión por pereza, por no estudiar. El estudio también tiene un sentido ético —no hay nada que no lo
tenga—. Cabe alegar que, así entendida, la ética es abrumadora. Todo lo contrario: la ética se ocupa de
la felicidad y señala sus condiciones inexcusables. En este caso no se trata de que uno durante la
carrera no haga otra cosa que estudiar, sino que el matricularse ahora y empezar a estudiar dentro de
siete meses es notoriamente antiético, y a medio plazo no felicitario.
El hombre como sistema libre
Aplicando al ser humano la teoría de sistemas, que a veces se emplea —aunque de una manera
reductiva— para fines organizativos, podemos distinguir, siguiendo a J. A. Pérez López, tres tipos de
sistemas: sistemas cerrados, sistemas abiertos y sistemas libres.
Los sistemas cerrados son aquellos que tienen sólo una situación de equilibrio; por tanto, son
capaces de reaccionar al estímulo de manera que se recupere el equilibrio. Son los sistemas que estudia
la mecánica.
Los sistemas abiertos son aquellos que son capaces de aprender y, por tanto, tienen más de una
situación de equilibrio, pues su aprendizaje tiene un sentido ascendente. Todas las situaciones de
equilibrio son correctas, pero unas son mejores que otras. Un caso especial de sistema abierto es la
evolución.
Los sistemas libres son aquellos susceptibles de aprendizaje positivo y negativo. El sistema libre
es el más complejo: es el sistema formado, en primer lugar, por cada uno de nosotros; y en segundo
lugar y de una manera consecutiva, por organizaciones o sociedades humanas. Las personas libres,
capaces de aprendizaje positivo (virtudes) y negativo (vicios), interaccionan para constituir sociedades:
y eso quiere decir que el hombre no es simplemente individuo de la especie y que tampoco agota la
especie. Por eso, la pluralidad de sujetos, de personas, interactuando, forman sociedades. Las
sociedades también son sistemas libres, susceptibles de mejorar o de empeorar, de decadencia o
prosperidad.
Estos tres tipos de sistemas no son exactamente excluyentes, ya que en el ser humano los tres
sistemas funcionan. Pero sería un error no admitir el tercer tipo y encerrar al hombre en el primero o en
el segundo, de acuerdo con el cual se formula la ideología progresista. Evolución e historia son
procesos diferentes que no cabe englobar en el mismo tipo de sistema.
Si nos limitáramos a considerar al hombre como un sistema cerrado o un sistema abierto, pero no
como un sistema libre, habría muchas dimensiones del ser humano que no entenderíamos.
Formularíamos una antropología reduccionista, que confundiría al hombre con el animal o con un ser
simplemente natural o físico. Para evitar reduccionismos es menester justamente introducir la
capacidad de aprender, de ejecutar acciones diferentes, y admitir la alternativa virtud-vicio.
Siempre se ha de tener en cuenta que el hombre es sumamente complejo. Por eso, es necesario
formular la ética como una ciencia acerca del hombre, que en principio es filosófica. Expresada en
aforismos, elaborada a partir de Sócrates de manera intuitiva, y de modo sistemático por Aristóteles, la
ética es la ciencia que considera el hombre como sistema libre.
Si el hombre no fuera un sistema libre, sino un mero sistema abierto —incapaz de empeorar—, la
ética no haría ninguna falta. Aunque también es claro que las sociedades pueden empeorar o mejorar,
sin embargo, las teorías que se han dado en la edad moderna para explicar los cambios sociales, suelen
ser optimistas y entienden la sociedad como un sistema abierto. Es el caso de la llamada teoría del
13
progreso: “siempre la historia, la sociedad, irá a mejor, siempre conseguiremos más logros y una
organización más humana”. La doctrina del progreso procede de la Ilustración, y todavía está bastante
vigente, aunque ahora hay algunas posturas entre filósofos, o intelectuales, que son una crítica a la
teoría del progreso: teorías catastrofistas, según las cuales “el aprendizaje histórico es siempre
negativo; un antiprogreso que destruye nuestras posibilidades de viabilidad, incluso ambiental”. Ahora
bien, un sistema que por su propio funcionamiento empeore siempre y necesariamente, no existe en
este mundo; en todo caso, sería una de las posibilidades de un sistema libre siempre que no pudiese
cambiar de sentido la orientación del sistema: un sistema libre, que puede mejorar y empeorar, si
después de empeorar siguiera empeorando y no pudiese dejar de hacerlo, se transformaría en la
antítesis de sí mismo.
Un ser humano o una sociedad que entran en un proceso de aprendizaje negativo, son capaces,
aunque con gran esfuerzo, de salir de esa línea. El que tiene conciencia histórica conoce al
florecimiento de las culturas y su decadencia; pero decaer no es necesario, no constituye un tipo puro
de sistema, es sólo una posibilidad de un sistema libre, una eventualidad del sistema que a medida que
se va estropeando no puede cambiar su orientación sin convertirse.
La ética se mueve en la alternativa de lo éticamente positivo y de lo éticamente negativo —
virtudes y vicios o el bien y el mal—. El sistema que sólo tiene una situación de equilibrio es el sistema
cerrado; los demás tienen varias situaciones de equilibrio que pueden ir mejorando con el aprendizaje;
pero un animal no puede aprender negativamente (domesticado sí, pero eso exige la influencia de un
ser superior a él).
Equilibrio del sistema libre: la felicidad
Las situaciones de equilibrio del sistema libre son múltiples, más variadas que las del sistema
abierto, pues están afectadas por la intensificación del aprendizaje, y además por el hecho de que éste
puede ser de un signo o de otro. Según esto, se puede plantear el tema de la felicidad, que es uno de los
grandes temas éticos. La noción de felicidad se puede entender, de acuerdo con este planteamiento,
como el estado de equilibrio preferido. El estado preferido por un sistema, si el sistema es libre, puede
ser erróneo: eso es lo mismo que decir que la noción de felicidad depende de las mismas características
del sistema. En efecto, un sistema libre no tiene en el tiempo un estado de equilibrio permanente: es el
sistema más dinámico y, por tanto, más abierto al futuro. Puedo pensar: soy feliz porque tengo mucho
dinero, aunque ese dinero lo haya ganado injustamente; o bien, no soy feliz del todo porque en
cualquier caso esas situaciones de felicidad son relativas: son estados del sistema que siempre pueden ir
a más o menos, a mejor o a peor. Es la inseguridad vital. La ética se ocupa de reducir la inseguridad
mejorando la capacidad evaluativa de las situaciones positivas de equilibrio. Esta mejora es necesaria
para la consistencia del sistema libre.
Los clásicos entienden por felicidad “la situación psicológica que se corresponde con la posesión
del bien deseado”. Ese bien se desea por encima de cualquier otro o se considera suficiente. Por tanto,
es claro que la noción de felicidad equivale a la de situación de equilibrio preferido. Santo Tomás
desarrolló el asunto con la lucidez y el rigor que le son propios. Afirma que si se trata de un bien que
implique la posibilidad de perderlo (que es lo que ocurre a todos los bienes materiales), no se puede
decir que la felicidad sea completa, pues no cabe ser feliz albergando a la vez el temor de dejar de serlo
por la pérdida del bien. La felicidad en la que pueda fallar el término de ella, es decir, el bien, no es
entera; por tanto, aquellos que ponen la felicidad, o la hacen consistir en poseer cosas materiales, no la
entienden ni la alcanzan. Se condenan a no poder ser completamente felices. Por consiguiente, lo único
que al hombre puede hacerlo feliz es el bien imperecedero, y por tanto inmaterial. El bien tiene que ser
14
infinito, espiritual y eso es Dios: lo único que puede hacer enteramente feliz al hombre es la posesión
de Dios, gozar de El, porque Dios es un bien espiritual incorruptible, eterno, y además infinito, que
colma todos los anhelos del corazón humano.
Esta consideración psicológica de la felicidad, es bastante obvia, pero no conviene olvidar que el
hombre es un sistema libre. Sólo así se introduce correctamente con la felicidad una noción plenamente
ética: la noción de bien.
La felicidad abre el tema del bien; si el hombre no pudiera ser feliz, es decir, si no existiera el
bien, la ética tampoco tendría sentido. El bien se puede considerar como algo externo al sistema libre,
que se puede alcanzar y, por tanto, que se puede poseer; pero si la posesión del bien es el primer tipo de
tener, es decir, la posesión corpórea, no basta, porque no es inmanente, y no se puede decir que se
alcanza y se tiene el bien si no satura la capacidad de entender. Un bien simplemente corpóreo es
término de una tenencia instrumental y no es exactamente final sino medial. Pero el bien pleno
psicológicamente es el fin.
La consideración científica global de la ética consta de tres dimensiones. Ante todo, dos grandes
temas: los bienes y las virtudes. Debemos tener en cuenta que la ética de virtudes y la ética de bienes
no son dos éticas, sino dos dimensiones de la ética. Una tercera dimensión de la ética es la ley, la
norma moral. Por tanto, también cabe hablar de ética de normas. La ética completa ha de ser una ética
de bienes, de normas y de virtudes.
En esta vida no se puede alcanzar el bien eterno del todo (sólo tras la muerte corpórea). Es
preciso conducir la vida presente de una determinada manera con vistas a él. Así se introducen las
normas en la ética: desde la intención psicológica de alcanzar el bien supremo que proporciona la
felicidad. El bien eterno es el fin de la vida. Desde este punto de vista, la ética consistiría en cumplir
una serie de leyes: si se actúa de acuerdo con ellas, después se poseerá ese bien; si no se actúa así, las
acciones son malas, prohibidas, y el bien no se alcanzará. Este planteamiento es correcto, pero
demasiado sumario, y se presta a un malentendido: inclina a pensar que el hombre no puede ser feliz
mientras tiene que cumplir normas, pues éstas le son molestas. Cumplir leyes morales no hace feliz
ahora, porque son sólo medios para conseguir el bien, sin ser enteramente coherentes con el bien. En
rigor, podía llegarse a pensar, como el positivismo normativo ético, que son condiciones arbitrarias
puestas por una voluntad enigmática. Entre la ética de normas y la ética de bienes se abre así una
dualidad. Según el voluntarismo positivista ético, las normas son medios —conditiones sine qua non—
sin justificación intrínseca, normas que podían haber sido otras; o como decía Ockham: “mala quia
prohibita”22: las acciones son malas sólo porque están prohibidas, Dios podría haber mandado lo
contrario al Decálogo, y las normas de suyo no son ni buenas ni malas. Por tanto, la ética de bienes no
es la ética de normas, o su relación es arbitraria. Esta postura, que no entiende la voluntad divina, y
menos aún la voluntad humana, se menciona porque destruye la complexión interna de la ética.
Bien y virtudes
Las virtudes fortalecen la capacidad humana de posesión del bien, y en ese sentido también
forman parte del bien, son buenas; por tanto, son imprescindibles para completar la consideración
psicológica del tema de la felicidad. Desde luego, es preciso que el bien sea eterno, que no falle o se
desvanezca, que sea infinito, que satisfaga todas mis aspiraciones o todos mis deseos espirituales, que
no haya nada superior a él. Si el bien no fuera así, no podría satisfacer del todo a la tendencia espiritual
del hombre, que es potencialmente infinita. Con todo, el bien puede ser espléndido, sumamente
22
Ockham, G., IV Sent., 9; III Sent., 12.
15
atrayente; pero si se trata de un sistema libre siempre queda la posibilidad de que el sistema libre diga:
“lo quiero, pero no completamente”. El bien es amable, pero una cosa es que sea amable, y otra es que
sea necesariamente amado; por tanto, el mismo sistema libre ha de tener la garantía de que su adhesión
a él sea suficientemente firme: porque, si no, no puede ser feliz, no por culpa del bien sino por parte
suya. Con otras palabras, no basta con que exista lo que al hombre le puede hacer feliz. Hace falta
también que el hombre sea capaz de ser feliz. Son dos consideraciones coherentes: una sola no basta,
no es suficiente. Es preciso que el sistema libre sea capaz de alcanzar sin oscilaciones su estado de
equilibrio supremo.
El hombre es capaz de ser feliz: todos lo sabemos, simplemente por la aspiración a la felicidad,
que es innata en nosotros. El que no seamos enteramente felices no quiere decir que la felicidad no
exista desde el punto de vista del bien: sin embargo, la felicidad podría no existir si yo fuese incapaz de
ser feliz, pues para ser capaz de ser feliz, admitido que existe el bien supremo, es menester que yo no
sólo me dirija a él o me lance hacia él con el deseo, sino que cuando esté en su presencia esa
conjunción sea tal que yo no pueda tener por mi parte ningún temor a desistir, a desdecirme,
desprenderme o aburrirme. No aburrirme quiere decir que en mi adhesión a él no hay debilidad. Por
tanto, ser capaz de ser feliz quiere decir que se es capaz de amar. No es sólo poseer el bien, llegar a él,
y que él se me dé sin que haya ningún inconveniente por su parte en que yo lo posea. No basta con eso;
es menester que mi aferramiento o posesión sea también total. Dicha posesión inamovible es lo peculiar
de la tercera dimensión posesiva del hombre: la virtud.
Ética y virtud
Las virtudes morales fortalecen la voluntad: son hábitos perfectivos de la voluntad y, por serlo,
fortalecen la capacidad de adhesión de la voluntad, es decir, la capacidad de amar; en cambio, los
vicios empobrecen la voluntad, la estropean, y por tanto disminuyen la capacidad de amar. Por eso, el
que tiene vicios no puede ser feliz, o lo es muy poco porque puede amar también muy poco.
La ética no es unilateralmente la ciencia del bien; tampoco es sólo ética de normas o meramente
instrumental; la ética también se ocupa del amor, es decir, de la adhesión al bien “que no falte el bien y
que yo no le falte al bien”. Pero si es preciso no faltarle al bien, el cumplimiento de las normas no
puede ser puramente fastidioso, como si fueran producto de una voluntad arbitraria. Las normas ellas
mismas también son amables, y así lo dice Tomás de Aquino23; pero esto sólo se sabe cuando se tienen
virtudes.
El hombre que no es virtuoso cumple las normas a regañadientes. En cambio —dice Tomás de
Aquino— el que es virtuoso las cumple con facilidad porque, en rigor, las normas son para la libertad.
Las virtudes aumentan la capacidad de ejercicio de la libertad —aquí se ve que un sistema libre es
superior al sistema abierto—. El amor es enteramente libre. No consiste solamente en ser atraído por un
bien inmenso que arrebata; de lo contrario, el hombre no sería más que un sistema abierto. Eso lo dice a
veces Aristóteles24, pero no es muy coherente con su ética de virtudes.
Ética estoica
23
Tomás de Aquino, S. Th., 1-2, 107, 4 ad 2m et 3m.
Aristóteles, Metafísica, XII, 1072b 3. La libertad para el Estagirita sólo tiene que ver con los medios, como se desprende
del libro III de la Ética a Nicómaco.
24
16
En las doctrinas éticas no siempre se ha atendido a las tres dimensiones citadas y, en ocasiones,
se han escindido. Vemos algunos ejemplos. El primero es, justamente, aquella postura ética que atiende
sólo a las virtudes. Tal ética no es completa. Además, cuando se quiere hacer una ética sólo de virtudes
tampoco se tienen en cuenta todas ellas. Es el caso de la ética del estoicismo, que tiene su primera
aparición en el siglo IV a. C. y continúa hasta finales del siglo III. El estoicismo aparece de nuevo en el
Renacimiento y en el siglo XVI (Montaigne); en España es fuerte la influencia de Séneca.
La doctrina moral de los estoicos está en íntima relación con su cosmología, que es un
materialismo panteísta dinámico: todo lo que existe es corpóreo y animado por leyes que ellos
consideran racionales o lógicas. Lo racional también es corpóreo. De eso se sigue que esas leyes son
necesarias, y que vinculan entre sí a todos los cuerpos. El lógos según el cual las cosas acontecen se
entiende como fatalidad y a la vez como fuego, que mueve y consume (ello comporta la idea de eterno
retorno: todo se repetirá siempre igual).
Entre los seres viviente, el hombre es el que más participa del lógos. Está constituido por un
cuerpo y un alma, la cual, siendo también corpórea es un fragmento del fuego cósmico, que penetra el
organismo vivificándolo. En el alma cabe distinguir varias partes. La central, a la que los estoicos
llaman hegemónica, coincide con la razón: tiene la capacidad de percibir y de asentir. Además, como
en todos los seres vivientes, en el alma existe la tendencia constante de conservarse a sí misma, es
decir, de apropiarse de su ser racional evitando todo lo que es contrario (es lo que llaman oikeíosis). A
partir de esta característica deducen el principio de su ética.
Lo bueno, a diferencia de lo que pensaban los epicúreos, no es el placer —ni el mal el dolor—,
sino lo que conserva o incrementa nuestra racionalidad. Lo malo es lo que lo daña o disminuye. A lo
primero lo llaman virtud y a lo segundo vicio. Así pues, en sentido estricto, la oikeíosis humana se
refiere a la dimensión racional del hombre: todas las cosas relativas al cuerpo son consideradas como
indiferentes. Entre lo indiferente se cuentan el placer, la salud, la riqueza, la reputación, etc., y sus
contrarios.
Lo único que hace feliz al hombre es actuar de acuerdo con la virtud, la cual se posee entera, o no
se posee de ninguna manera. El que la posee es el sabio; el que carece de ella, el necio. El sabio se
eleva a la altura de lo divino; el necio, en cambio, se ve siempre turbado por los acontecimientos y las
pasiones, que son los impulsos que alejan al alma de la razón: son errores del alma. Es ésta la célebre
apatía estoica. La felicidad comporta la impasibilidad. Como la compasión y la misericordia son
pasiones, el estoico las considera propias del hombre necio. Paralelamente, el cosmopolitismo estoico
es frío y ajeno a cualquier componente emotiva. En suma, el estoico no ama la vida: ni la propia ni la
ajena; de él está completamente ausente el entusiasmo.
Por tanto, la ética estoica es un intento de neutralizar el sufrimiento humano, una ética del
autodominio, que pretende hacer al hombre capaz de resistir los influjos que le afectan desde fuera. La
virtud estoica no mira a ejercer actos ulteriores, sino a la configuración de un refugio interior. Ello se
corresponde con la visión fatalista del universo: si yo mismo estoy constituido internamente por la
racionalidad del cosmos, sólo puedo aspirar a no sentirme perturbado por nada. Si yo fuera capaz de
iniciativa propia, es decir, si trascendiera el universo corpóreo, podría enfrentar a la fuerza absoluta de
la fatalidad. Pero este horizonte está cerrado para el estoico. La virtud es la fortaleza negativa de
desasirse de todo. El estoicismo propugna la resistencia evasiva ante la adversidad25.
El estoico considera vergonzoso confesar cualquier debilidad o conmoción: por ejemplo, el que
tiene una gran herida en la cabeza, va al médico para que le cure y el médico le pregunta:
— “¿Le duele a usted mucho?”.
25
El estoicismo de Montaigne es moderado y ofrece rasgos escépticos. La naturaleza es variable, lo que permite no aferrarse
a ella, aligerar la impresión de ser constreñido; para él la duda es una virtud.
17
— “¿En dónde?”.
Ese temple de ánimo que a la pregunta ¿le duele a usted mucho? contesta “si me duele o no, no
importa” pretende estar por encima del dolor. La fortaleza es una virtud clásica que figura en el elenco
aristotélico. Es una virtud cardinal y conviene tratarla bien, porque el estoico la desvirtúa. Se suele
decir que el estoicismo permite la duda universal de Descartes, así como su distinción entre la res
cogitans y la res extensa. Es el famoso dualismo cartesiano que divide al hombre en dos: cuerpo y
alma. Se puede decir que esa distinción refleja la influencia del estoicismo porque lo débil en el hombre
es su constitución somática. Tomás de Aquino26 hace una observación pertinente: uno podría tener un
fortísimo dolor sin que le llegara al alma, un dolor no sufrido; experimentar dolor y el ser afectado por
él son dos cosas diferentes.
El dolor del cuerpo y el del alma son cosas distintas. Pero lo que mueve al estoico es la búsqueda
del no ser afectado por nada, no sólo por el dolor físico, sino carecer de toda emoción, constituirse en
un ser imperturbable. La ética que se refugia en la virtud —que sólo atiende a las virtudes—, que aspira
sólo al fortalecimiento humano, pierde de vista el bien y obedece a la convicción de que no hay normas
morales sino leyes puramente físicas.
La ética estoica es una ética empobrecida, pues su única justificación es un falso supuesto
ontológico: el hombre como parte integrante de un universo asfixiante del que no se puede separar de
ninguna manera; por tanto, impera el miedo a la vida y se aspira a la indiferencia. Un estoico diría:
“todavía no me ha sucedido ninguna desgracia, pero me sucederá en cualquier momento”; el hombre
debe ocuparse de los escasos bienes que están a su alcance, pero sobre todo, ha de preparar su ánimo
para sobrellevar la desgracia.
Hay gente desquiciada por mantener alguna tesis acerca del cosmos parecida a la de los estoicos,
sin ser siquiera capaces de adoptar una actitud ética. Frente a ellos el estoico tiene un mérito relativo. El
hombre moderno que no aguanta el sufrimiento no busca la indiferencia estoica, sino algún
procedimiento técnico, un control psíquico para los desequilibrios que en la azarosa existencia
acontecen. Así se desemboca en la llamada moral del más fuerte: el hombre pretende librarse de la
desgracia endosándola a los demás. Aquí la indiferencia es un vicio: si los demás no me importan, yo
me confundo con una fuerza anónima.
Otra postura que tiene que ver con la reducción de la ética a la virtud es el maquiavelismo. Hay
dos Maquiavelos: el de El Príncipe (1513, editado en 1532), y el Maquiavelo de los Discursos sobre la
primera década de Tito Livio (1514-1521). El maquiavelismo que viene de El Príncipe (que no era una
obra destinada a la publicación, sino simplemente una carta de recomendación que escribió a Pedro de
Médicis) contrapone la fortuna a la virtud, y propone una formulación dinámica de la virtud, que es la
fuerza con la cual el hombre puede competir con la fortuna. La fortuna es, justamente, aquello que está
fuera de todo cálculo humano, al igual que el cosmos estoico. Por eso, la fortuna prevalece al final.
Suele decirse que para Maquiavelo la moral no tiene valor; sin embargo, esta denuncia se formula
desde la ética de normas. La virtud maquiavélica no tiene que ver con las normas morales, porque es
justamente aquello con que el hombre se sobrepone a la fortuna. Es lo humano frente al cosmos, que es
pura fuerza imprevisible: yo no puedo vivir de acuerdo con las normas morales ni con la fortuna.
Maquiavelo propone una técnica sólo política porque es anterior al intento moderno de dominar el
mundo mediante el conocimiento de las leyes físicas. Esa técnica se apoya en mi propio impulso, y en
el cálculo de las tendencias humanas. Por eso, su versión de la virtud viene a ser una derivación de la
prudencia hacia la astucia, que es el vicio correspondiente.
En suma, la descalificación de la ética de normas y de la ética de bienes (no hay bien perfecto ni
la norma moral es posible) se apoya en el fatalismo o determinismo. Por eso es pesimista, e ignora que
26
Aquino, Tomás de, Sent. 4, d. 17, q. 2, a 3; q. 1c.
18
la virtud es una mayor capacitación del hombre para el bien. La virtud estoica solamente anula el ser
afectado por los acontecimientos y consiste en la indiferencia. Y en el caso de Maquiavelo —que en el
fondo es un estoico dinámico— acometer empresas con mis propias aptitudes sabiendo que el hombre
es inferior al cosmos.
Una ética sólo de virtudes es ilusa porque la misma virtud pierde su sentido y queda reducida a
una actitud rígida, donde uno se refugia. Pero, a su vez, una ética sólo de normas elimina la noción de
virtud y se limita a decir al hombre: compórtate de determinada manera. Ahora bien, sin virtudes es
imposible cumplir libremente las normas morales.
Ética racionalista
En la ética meramente normativa, la norma no sólo ha de ser susceptible de conocimiento, sino
que el ser conocida le es inherente, la constituye como tal, hasta el punto de que lo inmoral es su
desconocimiento: el conocimiento moral —la razón práctica— consiste exclusivamente en ellas, y la
vida moral se reduce a su cumplimiento. La antigua discusión sobre las relaciones entre nómos y physis
se decanta en favor del primero. El hombre es realmente moral en términos normativos.
El normativismo ético es el racionalismo ético. Según esta postura, hay que cumplir la ley porque
se debe vivir de acuerdo con la razón; de lo contrario, se es irracional: se vive por debajo de la
racionalidad como un salvaje, como un ser no civilizado, no ilustrado.
Lo más coherente con este planteamiento es distinguir las normas morales de otros tipos de leyes
que rigen realidades diferentes de la conducta humana. Se desprende de aquí una doble racionalidad:
una de ellas se aplica a lo exterior al hombre, a lo que aparece, a lo fenoménico; la otra es
independiente de la apariencia y, por tanto, autónoma. La más extremosa formulación de esta
diferencia es propuesta por Kant. Sin embargo, la diferencia tiende a atenuarse, porque de la acción
humana se siguen resultados. Si se entiende que tales resultados son el criterio valorativo decisivo,
aparece lo que se suele llamar ética consecuencialista: las acciones humanas no son buenas o malas en
virtud de una racionalidad ética a priori, sino a posteriori, es decir, desde lo que se sigue de ellas. Se
contrapone así la ética consecuencialista (o de la responsabilidad, como la llama Max Weber) a la ética
autónoma (o de las convicciones): actúo como debo, aunque perezca el mundo. En rigor, dicha
contraposición, no afecta a la ética integral (que tiene en cuenta las virtudes y los vicios), sino a la ética
solamente normativa.
Para la ética integral, la mayoría de las normas éticas son negativas: no dicen lo que tiene que
hacerse, sino lo que no se debe hacer: “no robarás”, “no matarás”, “no mentirás”, “no adulterarás”. En
cambio, las normas positivas no son normas concretas, sino principios universales primeros: “haz el
bien” admite una pluralidad de determinaciones (los primeros principios morales no se concretan per
modum conclusionis, sino per modum determinationis: son determinables y no rígidamente
concluyentes). La norma negativa, en cambio, es concretamente obligatoria de suyo, porque contradice
cualquier determinación posible del primer principio moral, y porque su conculcación es viciosa: de
ella se sigue una consecuencia obviamente mala: estropea al actor (la ética consecuencialista es
unilateral porque ignora que de cualquier acción humana se sigue un doble resultado: el exterior y la
modificación interna que es el vicio o la virtud. Este segundo resultado es más importante que el
primero, pues de él depende la consistencia de las acciones posteriores). El racionalismo pretende
determinar en directo, rígida y estrechamente los principios morales. Con ello presenta un flaco
servicio al crecimiento moral. Se cuenta la siguiente anécdota: un católico fue a confesarse y le dijo al
cura:
— “Padre me acuso de haber matado”.
19
— “¿Cuántas veces hijo mío?”.
En cambio, un protestante fue a ver a un pastor —influido por el racionalismo—y le dijo:
— “Yo quisiera hablar con usted de mis faltas”.
— “Naturalmente que sí (si los católicos lo hacen, ¿por qué los protestantes no?)”.
— “He matado a un hombre”.
— “¡Cómo! ¡Un asesino! He de denunciarle”.
Son dos posturas morales diferentes. En el normativismo ético lo permitido es obligatorio y lo
demás está prohibido. Pero hay que distinguir la normatividad negativa y la positiva: y es positiva sólo
cuando está en la entraña misma del desarrollo moral; por ejemplo, amar, porque se puede amar
siempre más.
La ley moral no es racionalmente determinista; si sólo se pueden hacer las cosas como dice la ley
moral, no puede crecer la capacidad de hacer. La norma moral integrada es “haz todo el bien que
puedas y como se te ocurra. Cuanto más crezcas en virtud, mejor lo harás: no te detengas”.
La castidad estaba bien vista en la moral victoriana, que es un ejemplo claro de ética normativa,
pero de una manera seca y como pura abstención de una función fisiológica. En su sentido completo,
“no fornicarás” no es mera abstención, sino usar la capacidad sexual sin separarla del espíritu, porque
el hombre es un ser espiritual sexuado y no sólo un macho de la especie, ni la mujer una hembra y nada
más. Como virtud, ser casto quiere decir “desarrollo amoroso”; por tanto, no es sólo una norma, sino
que arranca del principio moral.
Aislado, el normativismo ético es una petición de principio. Sin virtudes, el cumplimiento de
normas es inhumano y éticamente insuficiente. Prescindir del crecimiento moral y regir la conducta por
una razón fija degrada la norma convirtiéndola en un reglamento. Naturalmente, dicha actitud se tenía
que derrumbar —de hecho se ha derrumbado—; sin embargo, de alguna manera se mantiene en lo que
cabe llamar burocratismo, del que emana una visión restrictiva de la ética.
Los bienes y las normas racionales rígidas no suelen ir de acuerdo. Según el normativismo ético
unilateral —racionalista— son bienes los que puedo alcanzar en la vida siempre que no me salga de las
normas. Pero no es así, porque los bienes son conocidos de una manera más amplia. Por eso, el
normativismo puede dar lugar a vicios, como la doblez o la hipocresía. Por ejemplo, si el niño que está
tocando el piano quiere merendar y se le contesta: “¡No, has de seguir tus ejercicios hasta las ocho!”.
Quizá acudirá a un subterfugio (si puede, usará un artilugio para pisar el teclado y engañar al aya).
Bienes y normas
Hemos dicho que la ética se compone de tres partes o dimensiones inseparables. Si esas partes se
aíslan o se considera sólo una de ellas, la ética se desvirtúa hasta tal punto que incluso esa misma parte
que se toma en cuenta también se estropea: ya hemos visto que eso ocurre cuando la ética se reduce a
virtudes.
Las virtudes separadas del crecimiento humano y de la adquisición de bienes constituyen un
medio defensivo para una vitalidad que quiere eliminar las influencias externas, erigiendo para ella
misma una especie de bunker al que no llegan las afecciones del exterior. Con ello, repito, las virtudes
mismas pierden su verdadero sentido (las virtudes no están principalmente para conseguir una
individualidad sin pasiones), que sólo se descubre si no se dan aisladas de las normas y del bien.
La segunda manera de considerar reductivamente la ética es atender sólo a las normas. Esta ética
es más bien moderna: se condensa cuando el hombre descubre leyes con su razón, admite que esas
normas o leyes racionales son lo único relevante y que el hombre debe seguirlas justamente porque son
racionales y le liberan de la ignorancia o de lo irracional que hay en él. En la edad moderna hay un
20
cambio completo en la noción de cosmos, respecto de la postura estoica griega: el cosmos ahora es un
mecanismo racional completamente sometido a las regularidades que el hombre puede descubrir con su
mente.
Después de Kant hay un acercamiento de las normas morales racionales a una idea científica de
la vida, no en el sentido de la inconmovilidad estoica, pero sí en el sentido de exigirle al hombre un
comportamiento estrictamente racional, de acuerdo con una racionalidad reducida, porque la razón
científica no es toda la razón (además hoy está bastante discutida). Entonces no hay lugar para las
virtudes; en todo caso, el virtuoso es exclusivamente el fiel cumplidor de las normas racionales, el
hombre honrado que no se deja llevar por bajos impulsos, sino que sigue una pauta austera.
Efectivamente, cuando el sentido normativo de la ética se configura en Occidente, está vigente un
sentido austero de la vida. La burguesía, dedicada fundamentalmente a actividades económicas, en
aquella época tenía un sentido severo de la vida; hoy no lo tiene ya.
Es característico de la edad moderna reducir la noción de virtud a la decisión de atenerse a
normas racionales y nada más. Los bienes se desligan de las normas y se trasforman en lo que se suele
llamar los valores vitales (el hombre moderno no renuncia a los bienes, pero su acción está atrapada por
su interpretación de la racionalidad, cuya apreciación es más bien emocional. Aparece la noción de
valor.
Mientras se diga que la ética consiste en las normas y nada más que en ellas, los bienes vitales ya
no serán coherentes: no siguen las reglas de la razón, sino que se presentan de otra manera, formando lo
que Husserl27 —con una intención más amplia— llamó Lebenswelt, el mundo de la vida.
Ética hedonista
A medida que la austeridad de la primitiva clase burguesa va debilitándose como consecuencia
del mismo éxito de su actividad económica, es decir, del aumento de bienes consumibles, la ética de
normas racionalizada se va debilitando a favor de la preponderancia de los valores de la vida: dicho
más claro, de los bienes susceptibles de disfrute inmediato.
Es así como aparece lo que cabe llamar una ética sólo de bienes, una ética desmoralizada —desde
el punto de vista de las normas— que reacciona frente a la ética racionalista. En Platón hay una
prefiguración de este paso de una ética rigorista a una ética hedonista: es la famosa distinción entre el
régimen timocrático y el régimen plutocrático, que termina en la democracia28.
Platón29 llama a la democracia “el gran bazar”, donde se vende todo aquello de que la
concupiscencia humana se alimenta. Como la concupiscencia lo cubre todo, no se trata solamente de
bienes placenteros materiales; también hay una concupiscencia intelectual: el vicio de la curiositas al
que aludí anteriormente, el afán de novedades.
El deslizamiento de la ética sólo de normas a la ética sólo de bienes va acompañado de la
descalificación de la ética racionalista. Una ética sólo de bienes es hedonista, en el sentido de que el
hombre pretende los bienes sin atarse a ninguna disciplina. Esos bienes se corresponden con lo que los
antiguos psicólogos llamaban el apetito concupiscible, distinto del irascible. En una ética sólo de
bienes, los bienes fáciles de obtener adquieren preponderancia porque se han perdido de vista las
virtudes y, por tanto, el camino hacia bienes futuros, que son arduos, difíciles de lograr. La ley de los
27
Die Krisi der europöischen Wissenschaften und die transzendentale Phönomelogie, Husserliana, IV, La Haya, M. Nijhoft,
1962.
28
Platón, República, 545a y ss.
29
Platón, República, 557d.
21
bienes placenteros dice: lo que puedo disfrutar ahora no tiene sentido postergarlo. La ética sólo de
bienes acorta no sólo la conciencia histórica, sino la conciencia del futuro, la capacidad de proyecto. Es
una situación penosa, en la que encontramos a muchas personas que dividen su vida entre el hedonismo
y normas racionales.
El descubrimiento de normas racionales para la optimización del trabajo corre a cargo de un
americano llamado Taylor30. De ahí lo que se llama “taylorismo”: un sistema de producción en cadena
en el cual se especializan las actividades de cada uno de los escalones, que terminan en el producto
acabado. Así aumenta la productividad y disminuyen los costes. Es la primera formulación racional de
la actividad productiva que suelen llamar “economía de escala”, en que se producen grandes cantidades
de productos homogéneos. De esta manera se constituye una doble mentalidad, la del productor,
dominada por la resignada aceptación de reglas racionales sin las cuales no se puede hacer nada
eficazmente, y la del consumidor que usa todo lo producido. Por otra parte, lo placentero, lo que tiene
el hombre más a su alcance, son precisamente los bienes inseparables de su corporeidad, puesto que el
placer, como ya advertía Aristóteles, da lugar a una visión materialista de la vida. Una ética sólo de
bienes, precisamente porque es hedonista y corporalista, es una materialización de la vida humana. El
hombre está dividido a la manera cartesiana entre una res cogitans, que es la que produce, y una res
extensa, que es la que lo pasa bien o trata de pasarlo bien. En el taylorismo se da un fuerte contraste
entre la extrema especialización del productor y la globalidad del consumo.
La ética de bienes es una ética reduccionista que desconfía de las normas; no hay más remedio
que aceptar normas, pero no porque tengan un valor ético, sino simplemente porque tienen un valor
útil. Las virtudes no tienen nada que hacer aquí porque las virtudes sirven para estructurar la vida; pero
si lo importante son los bienes inmediatos, estructurar la vida está de más: el goce inmediato prescinde
de la organización del tiempo de la vida. Mientras que las virtudes son disposiciones estables, con las
cuales se encara el futuro, los placeres son efímeros.
El hombre puede crecer en muchas dimensiones de su ser, progresar e inventar muchas cosas con
su razón, pero no puede inventar placeres. La dotación de placeres que el hombre tiene es fija; desde
hace miles de años no se ha inventado más que un solo placer nuevo. Este nuevo placer es la velocidad,
curioso placer que el hombre no sintió antes de inventar instrumentos que lo proporcionaran. Esto
quiere decir que la dotación humana de placeres es limitada. De aquí también el carácter inmediato de
la ética del placer: “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”; desde el punto de vista del placer
sería: “no goces mañana, si puedes gozar hoy”; prolongar el hambre es un sin sentido para un
hedonista. Pero, a la vez, sin hambre el placer de comer se apaga. Este problema ha preocupado a
algunos pensadores, por ejemplo, Goethe y Nietzsche.
Goethe31 decía “detente instante, eres tan hermoso”. Esto es confesar que el placer no dura y que
el instante no se puede detener. Se puede decir detente instante, eres tan hermoso” porque hay un afán
infinito en el hombre. La frase de Goethe es significativa al respecto, pero el placer es pasajero; un
placer constante durante toda la vida es imposible. Insisto, la dotación hedónica del hombre es muy
escasa si se compara con otras dimensiones según las cuales el hombre crece; como el conocimiento,
las virtudes; en cambio, el placer es un dato32.
30
Taylor, F. W., The principles of Scientific Management, New York, 1911.
Goethe, La tragedia de Fausto, primera parte, verso 1699: “Werd ich zum Augenblicke sagen: Verweile doch! du bist so
schön!”
32
El placer sólo puede aumentar asociado a la virtud, pues sólo de esta manera no es un dato. A ese placer creciente es
mejor llamarlo gozo.
31
22
Nietzsche hace filosofía del valor hedonista, y dice que “todo placer aspira a la eternidad” (es lo
mismo que dice Goethe). El placer tendría que ser eterno33, pero la dotación de placeres es precaria. Es
ésta una de las limitaciones intrínsecas de una ética sólo de bienes; si yo no aumento mi capacidad de
bienes, no puedo aumentar mi felicidad. Nietzsche lo apuesta todo a un juego en que a la larga no se
gana.
El drogadicto trata de vivir siempre en el placer; pero esto no es un hecho moderno: las drogas
están descubiertas desde hace miles de años. No es un placer nuevo el de las drogas. Además, sus
consecuencias son conocidas. San Agustín hablaba del estragamiento que se experimenta después de la
orgía con que se procura exaltar y prolongar el placer. Por eso, para Epicuro34, que era cuidadoso en
este asunto, el único placer admisible es el catastemático, que es la pura ataraxia. La ética epicúrea se
aproxima en este punto a la estoica. Todo placer intenso no compensa, porque hay que pagar por ese
placer un sufrimiento mayor; lo mejor son placeres tranquilos, placeres que no turben la serenidad del
alma. Hay que evitar el miedo a meterse en problemas: es mejor vivir escondido.
El que busca el placer y nada más, realmente no está alegre, no goza, porque hace de él su único
negocio; adopta una actitud de seriedad frente al placer, porque si se le quita se queda en una situación
angustiosa.
De la insuficiencia de las tres formas de ética reduccionista se puede concluir la necesidad de la
ética completa. La ética completa es la ética de virtudes, de normas y de bienes en reforzamiento
mutuo. No tiene sentido hablar de virtudes sin normas, porque enfrentadas a las normas las virtudes se
crispan al modo estoico. Tampoco se aspira a bienes más altos que los materiales si no se poseen
virtudes. A su vez, separadas de los bienes las normas son inhumanas. Por consiguiente, o se acepta la
integridad de la ética, o tan sólo se dispone de éticas reduccionistas, parciales e inestables.
El ataque a la ética normativista por parte de los filósofos del valor 35, o del bien, corre a cargo en
el siglo XIX fundamentalmente de Kierkegaard, Marx y Nietzsche. Los tres coinciden en la
descalificación de la razón teórica. Kierkegaard es el más radical.
Kierkegaard sostiene que quien se reduce al placer no tiene más remedio que tratar de inventar
nuevos placeres y por eso cae en una combinatoria absurda que le confina en la superficialidad.
Kierkegaard llama a este modo de vivir esteticismo36. El hombre estético se contrapone al hombre
ético, y por encima de este último se coloca el hombre religioso. Estadio estético, estadio ético y
estadio religioso son etapas de la vida. Carlos Marx denuncia la ética como superestructura, debajo de
la cual hay lucha y mentalidad de clases37. La interpretación de Nietzsche es mucho más violenta y
calumniosa: la vida no es más que la voluntad de poder38. Ahora bien, si esto es así, también la norma
ética es voluntad de poder. Pero si la norma racionalizada es también voluntad de poder —aunque
disminuida—, entonces en el fondo todo se reduce a valor vital condensado y transformado en impulso
radical.
De una manera más débil, e inspirándose en Nietzsche —aunque nunca lo quiso reconocer, pero
Lou Andreas Salomé, que era amiga de ambos, lo advirtió— Freud llama libido a la voluntad de poder.
33
Esa eternidad es el tiempo, el gran telar de lo real, según una tradición que se remonta a Spinoza. El placer se distingue
del gozo lo mismo que el tiempo de la felicidad.
34
En rigor, para Epicuro el placer se consuma en la ausencia de dolor. Usener, fragmento 397.
35
La crítica del racionalismo ético recorre el siglo XIX y fue formulada por los que se suelen llamar filósofos o
hermeneutas de la sospecha. Los descalificadores de la ética racionalista durante el siglo XIX tuvieron cierto eco, pero no
dieron lugar inmediatamente a la implantación de la ética hedonista, que es posterior.
36
O esto o aquello, volumen I, traducción española en Obras y papeles de S. Kierkegaard, IX, Madrid, Guadarrama, 1961.
37
Marx, C., Anti-Dühring, I, 90, pp. 91-92.
38
Nietzsche, F., La voluntad de poder (n. 254), 3: “Mi fórmula es ésta: la vida es voluntad de poder”; Genealogía de la
moral, Tr. 3, n. 28, final.
23
Freud se equivocó, porque la vida hedónica interpretada como libido es trivial o menos seria que
interpretada como voluntad de poder. Por eso, actualmente Nietzsche ejerce mayor influencia que
Freud. El Postmodernismo es casi por entero una glosa de Nietzsche. Sin embargo, el ataque a la ética
de normas racionalista es muy fácil, de manera que incluso la crítica de Nietzsche es superflua y
además reducida, porque Nietzsche ignora la virtud.
Nietzsche es un filósofo del valor: “más allá del bien y del mal”39, no significa más allá del valor,
porque para él lo fundamental es el valor. De todas maneras, un poco más tarde se dio cuenta de que
esto era insuficiente.
39
Jenseits von Gut und Böse. Vorspiel zu eine Philosophie der Zukunft, 1886. Nietzsche propone una crítica de la moral
tradicional en términos de transmutación de los valores. Ello comporta un sentido ascendente de la vida: valores todavía por
conseguir. Sin embargo, la noción de valor es un ambiguo sustituto del bien, por lo mismo que comporta una descalificación
de la ontología. Ello es patente en Max Scheller: los valores no son, sino que valen. Heidegger ha desmontado esta noción
por la razón apuntada, pero sin recuperar la integridad de la ética.
24
Descargar