De vuelta en casa - Lobo Solitario Español

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DE VUELTA EN CASA
La tormenta de nieve caía con fuerza en la noche, convirtiendo el paraje en una especie
de desierto blanco y helado. Viéndolo desde muy arriba podía distinguirse un punto, un
punto que avanzaba despacio, con dificultad, y practicamente a ciegas por el inhóspito
descampado.
El Señor del Kai se concentraba en no desfallecer, en seguir caminando y conservar las
pocas energías que le quedaban. Sabía muy bien que en su estado actual, si se detenía
aunque fuera tan sólo por un instante, no volvería a levantarse. El frío le acogería en su
seno y el sueño le llevaría para nunca despertar. Era vital para él encontrar pronto un
refugio en el que dedicarse a curar sus graves heridas. Aunque concentrándose podía
detener el flujo de sangre que perdía por la hemorragia y era capaz de ignorar el dolor,
lo principal era guarecerse de la tormenta invernal.
Dio gracias a sus sabios maestros por el entrenamiento que le proporcionaron tanto
tiempo ha y que le permitía ignorar las inclemencias del viento y del intenso frío, pero
sabía que a pesar de sus habilidades, que algunos considerarían extraordinarias, su
cuerpo era, al fin y al cabo, humano y que a pesar de la gruesa capa del Kai que le
protegía, no soportaría pasar la noche al descampado.
Prácticamente caminando a ciegas y guiándose tan sólo por su instinto, avanzó sin
atreverse a parar. Sus pasos lo llevaron hasta un pequeño bosque de árboles de troncos
finos y altos, que no ofrecían ninguna protección contra la ventisca. Sin embargo, notó
como, poco a poco, el terreno descendía en pendiente.
En su interior, el Señor del Kai intentó concentrarse para no ceder al terrible frío que
estaba sufriendo. Trató de retraerse al interior de su mente, a un recuerdo cálido que le
ayudara a ignorar la baja temperatura. Se sorprendió al rememorar algo que había
sucedido hacía mucho tiempo. Debía tener cuatro o cinco años, antes de entrar al
Monasterio para convertirse en un Señor del Kai. Veía nevar, pero lo hacía a través del
cristal medio empañado de una ventana, desde el interior de la casa de sus padres, que
se mantenía a una agradable temperatura debido a la alegre hoguera que ardía en la
chimenea, donde una olla contenía el guiso que su madre preparaba y que le hacía la
boca agua ante el olor de las especias que a ella tanto le gustaban. Notó una mano en su
hombro, miró hacia arriba y vio a su padre que le decía que era hora de sentarse a la
mesa, que todos le estaban esperando. Era cierto, allí estaba toda su familia, sentada y
charlando mientras su madre servía el delicioso guiso que había sacado del fuego. Le
preguntó a su padre qué estaban celebrando y su padre se rió, respondiéndole que si no
recordaba la fecha en la que estaban.
De pronto tropezó con una roca y perdió el pie. Al momento se encontró rodando ladera
abajo sin posibilidad de detenerse. Le pareció que iba a rodar indefinidamente cuando
su cuerpo impactó con algo sólido y se detuvo. El golpe le dejó aturdido y sin
respiración, y notó el sabor de su sangre en la boca. Se levantó tambaleante, tratando de
determinar su situación.
Sin duda era peor de lo que había pensado, la herida se le había vuelto a abrir con el
impacto; ese maldito Vordak se la había causado con su puñal de acero negro, el cual es
posible que estuviera envenenado, porque el dolor no dejada de palpitarle en la cadera y
era incapaz de detener la pérdida de sangre. Negándose a dejarse llevar por la
desesperación, se obligó a levantarse y caminar, casi a ciegas a través del vendaval de
nieve que le cegaba.
Fue entonces cuando sintió una corazonada que le impulsó a avanzar más deprisa,
tomando una nueva dirección que le sugería tan sólo su instinto. Al poco se detuvo.
¿Sería su imaginación? No, efectivamente, a unas pocas decenas de metros había
levantada una valla de madera. ¡El perímetro exterior de una granja! Y a pesar de la
ventisca, pudo divisar una gran cabaña de troncos en el interior del cercado. Se veía luz
a través de las ventanas y en el tejado una chimenea escupía humo. Estaba a punto de
darle las gracias a los dioses por su fortuna cuando oyó unos roncos gruñidos detrás
suyo. La esperanza que por un momento había brillado fugaz se desvaneció como la
llama de una vela en la tempestad. Había estado tan cerca... Apretando los dientes se dio
la vuelta y se encaró con sus perseguidores.
Tres lobos demoniacos aparecieron delante suyo. Aunque había creido que tras destruir
al Vordak todo su séquito se había disuelto, parece ser que estaba equivocado. Era
evidente que estos lobos habían seguido su rastro sin problemas durante todo el día. A
pesar de las adversas condiciones climatológicas y a que estaba entrenado para evitar
dejar cualquier rastro, sus heridas le habían hecho olvidar cualquier precaución.
Sin duda habían seguido el rastro de su sangre, y aunque su amo había muerto, estos
monstruosos seres estaban bien entrenados. No dejaban cabos sueltos. Una vez que eran
enviados a dar caza a una presa, estaban programados para perseguir y matar, no
importaba lo que les costase ni el tiempo que durase la persecución. No les importaba
morir si conseguían su objetivo. Y su fino sentido del olfato significaba que eran
capaces de rastrear a su víctima a lo largo de miles de kilómetros. Era un terrible error
compararlos con los lobos de Magnamund, estos eran mucho más poderosos
físicamente y su inteligencia era mayor, aparte de la afinidad hacia el mal y la crueldad
que sus amos les habían inculcado.
Estos tres eran ejemplares adultos, mucho mayores que un lobo normal. De un pelaje
que variaba entre gris sucio y negro parduzco, con fauces monstruosas, repletas de
grandes dientes amarillentos.
Volvió por un segundo la mirada hacia la granja. Estaba muy cerca, pero lo mismo
habría dado que hubiera estado al otro lado del mundo. No podría correr hasta la
protección de la cabaña antes que los lobos demoniacos le dieran alcance, no con sus
heridas.
Observó que los lobos también fijaban sus ojos inyectados en sangre en las ventanas
iluminadas de la cabaña, y el Señor del Kai supo que una vez que le hubieran
despedazado no se detendrían, y los habitantes de la granja serían los siguientes.
Desenvainó su espada bastarda, que salió con un siseo de la vaina. Era una magnífica
arma, que le acompañaba desde el día que obtuvo el rango de Señor. La había recibido
de la misma mano del Gran Maestre y su nombre era Colmillo. Los lobos volvieron a
fijar su atención en él, y el Señor del Kai descartó rápidamente el gritar pidiendo ayuda,
ya que si alguno de los habitantes salía de la granja, los lobos se cebarían primero con
él.
No, ahora su vida y la de esa gente dependían de sus próximas acciones.
La ventisca de nieve seguía golpeándole con fuerza, pero no se movío ni un ápice.
Adoptó una postura defensiva mientras volteaba a Colmillo y apoyaba su punta en la
nieve, usándola como un bastón para mantenerse de pie. Prefería reservar las pocas
fuerzas que le quedaban para cuando realmente las necesitara. Los lobos se separaron,
con las pupilas fijas en él, gruñendo. Por supuesto, pretendían rodearlo, atacarlo desde
varios flancos.
El agotado Señor del Kai los siguió con la mirada, alternativamente. No tenía donde
guardar sus espaldas. Notaba como la sangre manaba desde su herida en la cadera y
resbalaba por la pierna hasta el suelo. Se sentía débil y la cabeza le retumbaba con
palpitaciones. Ahora mismo era incapaz de detener la pérdida de sangre, y dudaba
mucho que pudiera concentrarse lo suficiente como para lanzar una ataque psíquico
contra alguno de estos monstruos, de manera que se concentró en ignorar lo innecesario:
el dolor que sentía, el frío, el miedo que le invadía, todo. Sólo estaban sus enemigos y
él.
Llevó una mano a su espalda, bajo la verde capa del Kai, donde ocultaba su machete.
Cerró su mano sobre la empuñadura mientras con la otra agarraba el pomo de Colmillo,
clavada en la nieve. Se concentró en el movimiento que debía hacer. Sólo tendría una
oportunidad. Observó a los lobos que lo rodeaban y esperó que alguno le ofreciese un
blanco claro. Entonces lo vio, uno de ellos, el que trataba de ponerse a sus espaldas
volvió su mirada por un segundo de nuevo a la granja. Ahora. Como una serpiente, su
brazo se movió a una velocidad cegadora, lanzando el machete que fue a enterrarse en el
cuello peludo del lobo demoniaco. El monstruo dio un gañido al mismo tiempo que
saltaba, cayó al suelo retorciéndose de dolor y un chorro de sangre negra brotó de la
herida. Las otras dos bestias le gruñeron, con los pelos erizados, sin quitarle la vista de
encima.
El lobo herido gañó un poco más, se volvió a retorcer en el suelo, y ya no se movió. La
sangre, que no dejaba de brotar, empapó bien la nieve.
El Señor del Kai cogió con ambas manos a Colmillo y la blandió, soltando un gruñido
de desafío. Los lobos retrocedieron... por un instante. Después se movieron, sin apartar
su mirada de él, aproximándose hacia donde había caído el otro. Con el hocico trataron
en vano de reanimarlo. Pero un momento después, el Señor del Kai observó con horror
cómo empezaban a desgarrar su cuerpo con sus desproporcionadas fauces y
comenzaban a alimentarse de su hermano caído. Una nube de vapor surgió de las
entrañas del lobo muerto al frío ambiente nocturno mientras los otros desgarraban carne
y comían intestinos.
A pesar de todo, los monstruos no dejaron de vigilar al Señor del Kai ni por un segundo.
Además, ahora los lobos se encontraban entre la granja y él. No podía sino esperar...
Pero no tuvo que esperar demasiado. Al parecer, los lobos se aburrieron de comer y se
aproximaron a él, con las fauces negras y brillantes por la sangre... Ansiaban más
sangre, ansiaban la suya...
Uno de los lobos hizo amago de lanzarse contra él, y el Señor del Kai describió un arco
con Colmillo para mantenerlo a raya. Mientras, el segundo empezó a correr alrededor
suyo, buscando un flanco por el que atacar, lo que le obligó a girar sobre sí mismo sin
cesar y lanzar estocadas inútiles que sólo servían para mantenerlos a raya.
La estrategia de los lobos estaba muy clara, trataban de agotarle. Sabían que estaba muy
malherido y que no aguantaría mucho más en pie. Lo único que tenían que hacer era
continuar acosándole hasta que se derrumbara por el cansancio. La lucha se había
convertido en una prueba de resistencia que no podía ganar.
Volvió a notar el sabor de la sangre en la boca, y una de sus rodillas cedió por un
momento y a punto estuvo de caer al suelo. Lo evitó en el último segundo y volvió a
alzarse, blandiendo a Colmillo con deseperación.
Unos minutos después, supo lo que sabía ya desde que oyó los gruñidos de esas bestias
a su espalda, que iba a morir.
Sólo tenía una opción pues. Una última oportunidad. ¿Podría ser capaz de reunir las
fuerzas necesarias para lanzar una onda psíquica lo suficientemente poderosa?
Se quedó quieto, con una rodilla en el suelo y la cabeza agachada. Cerró los ojos. Con
suerte, los lobos creerían que por fin se había agotado. Con suerte.
Se concentró en el sonido a su alrededor. Oyó como los lobos demoniacos se
posicionaban uno a cada lado suyo y se preparaban para el ataque definitivo. Mientras,
buscó en su interior la energía necesaria para concentrar su mente para un devastador
ataque psíquico. De si conseguía reunir fuerzas dependía no sólo su vida, sino también
la de los habitantes de la granja.
Oyó como el gruñido de los lobos se hacía cada vez más potente. Estaban a punto de
saltar... Todo acabaría en segundos...
Los lobos atacaron, lanzándose al mismo tiempo contra el Señor del Kai, el cual logró
distinguir como uno de los lobos se había adelantado en el ataque, quizás sólo por
medio segundo, pero tiempo suficiente. Se lanzó hacia él, a su encuentro, con Colmillo
en posición horizontal, lanzando una estocada apoyada por todas las fuerzas que le
restaban y por el peso e impulso de su propio cuerpo. Lobo y hombre se encontraron en
un impacto brutal, y Colmillo atravesó de parte a parte el cuerpo del monstruo, que
lanzó una dentellada a menos de un palmo de su rostro. Tras el impacto, ambos
contendientes giraron en el aire, de manera que el Señor del Kai cayó al suelo de
espaldas, con la enorme bestia muerta sobre él. El peso le vació de golpe los pulmones,
además de imposibilitarle cualquier movimiento.
No pudo ni siquiera volver a aspirar aire. El lobo demoniaco que quedaba vivo apareció
tras su compañero muerto, las fauces abiertas en un rugido y los afilados colmillos
amarillentos goteando saliva. La bestia lanzó una dentellada que apresaría en sus fauces
el cráneo del Señor del Kai y lo aplastaría.
Entonces, cerró los ojos y descargó toda su rabia, todas sus ganas de vivir y toda la vida
que le quedaba en su maltrecho cuerpo en un devastador ataque psíquico. Su mente,
convertida en una bola de fuego abrasador, se internó en la del lobo y la hizo arder
violentamente. Después, el fuego se apagó y sólo quedó oscuridad...
Tiempo después, la oscuridad dio pasó a otra cosa... Olió a guiso con especias, sintió
calor en el rostro y oyó voces a su alrededor. Mirad, se está despertando. Había mucha
gente a su alrededor, hombres, mujeres, niños. Preguntó con voz débil qué era lo que se
celebraba, y una voz rió, preguntándole si no sabía la fecha en la que se encontraban.
El Señor del Kai sonrió, sintiendo que estaba de vuelta en casa.
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