Entre Manzanares y Navacerrada El cielo en la mañana estaba

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Entre Manzanares y Navacerrada
El cielo en la mañana estaba enmarañado por unos girones de nubes grises que
poco antes, cuando el peregrino salió de casa, eran rojos en un fondo de azul turquesa.
El campo estaba pardo, con luz de mañana otoñal, con silencios rotos por alondras y
esquilas de majadas asentadas en los valles solitarios que ya no existen. Conforme se
acercaba a Navacerrada iba recordando estas sensaciones de otoños vividos en otros
lugares, en otros tiempos, a la vez que notaba el poco tráfico existente en la carretera
que sube al puerto de Navacerreda, por la que circulaba a primeras horas de la
mañana de un sábado de mediados de noviembre. Los árboles de la plaza del pueblo
estaban vestidos de otoño con su follaje amarillento, el suelo de la plaza repleto de
hojas caídas durante la noche, y algunas ramas desnudas de los árboles se elevaban
por encima de las casas en plan suplicante, teniendo como telón de fondo la mole
amenazante de La Maliciosa. El peregrino aparcó su coche y con la mente en vacío
contempló el entorno dejándose llevar por el encanto silencioso y de equilibrio
sosegado de aquel momento. Pensó salir del coche, pero decidió bajar los cristales y
quedarse allí sentado percibiendo el silencio de la mañana.
Había quedado con el “presi” de que le avisarían cuando llegaran al pueblo a
dejar los coches.
En estos disfrutes mañaneros estaba cuando un ruido ensordecedor que
envolvió el ambiente, le sacó de su ensimismamiento. Lo producían los empleados
municipales de la limpieza que se empeñaban en amontonar las hojas secas caídas,
que invadían aceras y calzadas, con un artefacto que expulsaba el aire procedente de
una turbina, por un tubo, que el empleado llevaba a la espalda. Un sistema habitual en
los pueblos de la Sierra para resolver el problema de la limpieza de calles. El intento
del empleado, al tiempo que el artefacto emitía el ruido ensordecedor y levantaba una
inmensa polvareda al insuflar el aire contra el suelo, era acumular la suciedad, pero no
sólo despegaba las hojas, los papeles y todo resto orgánico, sino que algunos de estos
se elevaban por encima del primer piso de las viviendas. Detrás venía un nuevo
artefacto motorizado, que con cepillos circulares en su frontis, trataba de recoger los
restos acumulados por el empleado de la turbina. Con estos ruidos y evoluciones se
disipó el momento mágico del amanecer, y el peregrino dejó su puesto de observación
y comenzó a pasear por las calles del pueblo para hacer tiempo hasta que llegaran los
demás con el “presi”.
La idea era dejar algunos coches en Navacerrada y los conductores, en algunos
de ellos, regresaran a Manzanares para desde allí llevar a cabo una marcha que
recorrería la falda de la sierra entre los dos pueblos.
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Se trataba de nuevo que los peregrinos se pusieran en marcha, que volvieran a
contactar, que reanudaran sus marchas para endurecer los músculos y para abrir
nuevas rutas, nuevos caminos hacia Guadalupe. Ya se habían reunidos la semana
pasada. Pero en aquella ocasión lo habían hecho en la gran ciudad. Habían cambiado la
contemplación del paisaje de cerros y barrancos, de oteros y colinas, de riachuelos y
gargantas, por el paisaje urbano de la noche madrileña. Habían cambiado de
perspectivas lejanas por el de visiones cercanas, donde lo que se contempla no son los
perfiles de los montes sino los rostros de los urbanitas, iluminadas por las luces
fosforescentes de la noche. ¡Qué contraste!¡Los peregrinos caminando por la senda de
las sensaciones de una noche de sábado en la gran ciudad! Pero por aquí también se
va a Guadalupe.
Reunidos en Manzanares el Real todos los participantes en la marcha, ésta, se
inició partiendo de las inmediaciones de la iglesia de Nuestra Señora de Las Nieves en
el centro del pueblo. En dirección al río pudieron contemplar el puente romano, que es
por donde cruza el Manzanares la Cañada Real Segoviana, ruta muy conocida por los
peregrinos cuando transitan por ella en tierras toledanas. En el cauce pudieron
contemplar las construcciones correspondientes a un molino.
Si hubieran cruzado el río y subido al cerro donde se encuentra la ermita de
Nuestra Señora de Peña Sacra, hubieran contemplado una hermosa perspectiva del
Canchal de Manzanares, pero no lo hicieron y continuaron río arriba. Detrás de las
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casas se contempla el murallón de La Pedriza, sus peñascos colocados en farallones
verticales muestran a veces las manchas oscuras de los líquenes secos adosados a
ellos, y otras su cara granítica rosada. Entre los peñascos surgen las matas de jara y
zarzales. Cerca del río emergen los chopos y fresnos con sus hojas amarillas, y los
cerros de la margen opuesta se cubren con las manchas oscuras de la encina, y en
tramos contiguos por los pinos.
El grupo se estira conforme asciende hacia el Tranco, que es hasta donde llega
el camino asfaltado. Casi un kilómetro llevaban de marcha cuando llegaron a dicho
lugar. Una hermosa zona de baños en verano, final del asfalto y comienzo del sendero
que les llevaría a Canto Cochino. El ruido del agua transformado en murmullo les
acompaña durante el recorrido. Al poco rato llegaron a un pequeño merendero, que se
encuentra junto al risco denominado La Foca, muy apreciado por los escaladores. El río
lo cruzaron por un estrecho puente de cemento. A no mucha distancia, aguas arriba, se
encontraba el lugar denominado como Canto Cochino.
El grupo se dirigió hacia el sur ascendiendo el collado de Quebrantaherraduras,
cruzando para ello varias veces la carretera, que en pronunciados zigzag da acceso en
vehículos a La Pedriza. Por un cordel de ganados, se dirigieron siguiendo una
pronunciada pendiente hacia una colada de ganados, que discurre entre Manzanares
el Real y Mataelpino, que es por donde han trazado el Camino de Santiago que
arranca de Madrid.
En ese punto se separaron Antonio y Conchita para regresar a Manzanares, el
resto continuaron por el cordel camino de la ermita de San Isidro en el término de El
Boalo. Como el camino es amplio y de buen piso, por el circulaban innumerables
ciclistas que se cruzaron a cada instante con los peregrinos. Al mediodía llegaron al
área recreativa que se extiende junto a la ermita. Ésta, es una construcción de aspecto
relativamente reciente, que se eleva sobre una plataforma de granito y que se apoya
en una de los pronunciados peñascos que emergen en la zona. El “presi” relató alguna
anécdota que le sucedió en su recorrido de hace unos años a Santiago, pues debió
dormir entre dos cipreses que existen en el atrio de la ermita.
Los peregrinos se distribuyeron por las mesas de granito esparcidas en el área
de esparcimiento y se dispusieron a comer, pues les quedaba otro tanto que lo andado
y cuesta arriba. Después de la comida, una interesante charla sobre la práctica del
“Nordic walking”, llevada a cabo por la pareja toledana que se había añadido al grupo.
A todos nos entusiasmó el relato del protagonista acerca de su experiencia con el
ejercicio de este deporte. Sentados los peregrinos en el talud de la ermita, a resguardo
del viento frío que comenzó a soplar del noroeste, escucharon con asombro su
recuperación física, merced a su tenaz esfuerzo por conseguir andar a pesar de sus
problemas de locomoción.
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Estos momentos en que alguien, compañero del camino, cuenta sus vivencias,
sus estados de ánimo, sus luchas por conseguir algo, en fin, alguien que te abre su
espíritu, te hace pensar si esto es causa de ese quehacer que llevábamos a cabo, que
es el caminar. El peregrino cree que es así, que con esto se topan los que se deciden a
caminar, ¡que son cosas del camino!
Iniciaron la marcha cuando las nubes habían cubierto el horizonte. Dejaron a su
izquierda El Boalo y comenzaron a ascender por un amplio camino. A su derecha se
erguía misteriosa la ingente mole de la Maliciosa, en donde unas nubes grises se
habían quedado enganchadas, y aquello parecía que era signo claro de que la lluvia no
iba a tardar, cosa que no llegó a darse.
No sin esfuerzo llegaron a Mataelpino. Pudieron apreciar el crecimiento
experimentado por este núcleo urbano durante los últimos años, pues de las cuatro
casa que lo constituían hace veinticinco años, se ha transformado en un moderno
pueblo, con una infraestructura eficiente. Como el tiempo era desapacible, no
encontraron apenas gente por las calles, de modo que sin más salieron del casco
urbano sin tan siquiera parar a tomar café.
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A la salida del pueblo y en dirección a Navacerrada, el camino sigue paralelo a
la carretera. Junto a un viejo enebro se hicieron una fotografía con telón de fondo La
Pedriza. El campo se presenta a trechos cubierto de jara, piornos y zarzales, y los
enebros diseminados son los únicos árboles presentes en el territorio. Bordearon la
urbanización Vista Real y enfilaron hacia la subida que les llevaría a su destino.
Antes de iniciar la ascensión de la última cuesta, decidieron llevar a cabo un
alto para reagrupar a los peregrinos que se habían quedado retrasados en los pasos
de Mataelpino y Vista Real. Ya quedaba poco para rematar la marcha, pero quedaba la
última cuesta y había que tomarla con decisión. Se subió por un camino que discurre
paralelo a la carretera hasta el alto y allí se la cruzó, para internarse en un robledal que
vestido de otoño presentaba sus rebollos vestidos de amarillo intenso. Por el medio
del mismo discurría un riachuelo, procedente de La Barranca, que el “presi” decidió
atravesar “pata a pata”, para comprobar la calidad de sus botas. Fue la última
anécdota de un día que iba dando sus ´postreros coletazos.
Entraron en Navacerrada por el extremo opuesto, es decir por el norte, pues a
este pueblo casi siempre se le accede por el sur. Llegaron al lugar donde estaban los
coches aparcados. Un cruce de calles en donde había un bar. En este lugar decidieron
tomar el café y durante ese tiempo concretar los planes que llevarían a cabo en un
futuro inmediato los peregrinos.
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De lo allí comentado podría escribirse un tratado, pero eso ya habrá tiempo de
hacerlo. Por hoy quede lo dicho como recuerdo de la multitudinaria marcha a la ladera
sur de la Sierra del Guadarrama.
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