Caras Mojadas - Club Naval Uruguay

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Nº 21
CARAS MOJADAS
CARMEN N. RODRIGUEZ
Nosotros no pescábamos peces. Por lo menos no era eso lo que buscábamos al
echarnos bocabajo al borde del arroyo durante horas. Posición en la que esperábamos verlas
pasar, aunque nunca teníamos éxito.
Cada día los niños del pueblo íbamos a tendernos a la orilla del arroyo, en nuestro
intento de pescar algo. Algo que no era un pez, ninguna criatura del agua, ni planta que
anidara en ella. Detrás oíamos siempre la voz del abuelo comparando aquel curso de agua con
la inmensidad del mar. De un mar que hacía tiempo él había dejado de surcar.
El abuelo, un viejo marino, que mientras estábamos en el arroyo parecía adosado a
nuestra espalda, no tenía en realidad parentesco con ninguno de nosotros, y si bien nunca
supimos quién era. Lo sentíamos al abuelo de todos. Surgía como de la nada. Cuando nos
percatábamos, ya su voz sonaba desde atrás añorando las aguas grandes, como él llamaba a
aquella dilatada extensión que detallaba. A fuerza de escucharlo, pronto nos acostumbramos a
su presencia. Él fue quien nos acerco el mar, tan lejano del enclave de nuestro pueblo, con los
vividos relatos de sus antiguos viajes como marino.
- Adonde se oculta el sol, está el mar- Solía decirnos el anciano, como incitándonos a
que un día emprendiéramos el camino hacia allá. Sin embargo. No parecía dialogar con
nosotros; parecía más bien aliviar sentimientos que ahora lo agobiaban y que antes lo hicieron
feliz.
La inundación esta vez sorprendió a los lugareños en medio de la siesta. La vecina
alertó a mi familia con sus gritos. Al acudir en su ayuda a vimos, semidesnuda, ensopada,
luchando con el manojo de gallinas que intentaban alcanzarnos por encima del alambrado que
nos separaba. Por detrás de ella, los nidales repletos de huevos. Pasaban veloces con rumbo
desconocido. Quizá eso motivara la lucha de las aves que enderezaban sus cabezas para picar
furiosas las manos de María Clotilde que buscaba salvarlas. Aquella tarde, María Clotilde nos
pasó primero las gallinas, luego los niños que tiritaban trepados a la desvencijada mesa de
madera del patio, en la que en los días de calor, ella aprontaba su mate de cedrón, y que,
apenas le quitaron el peso de encima saldría veloz en la correntada.
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El arroyo marcaba el límite entre las escasas viviendas y las retiradas plantaciones de
manzanos, en las que trabajaban los hombres de la zona. En realidad, bastaba poco para
rebasar su cauce angosto. Por eso la lluvia que caía desde hacía días lo acercó en esa
oportunidad hasta lugares adonde no había llegado antes, convertido en un mar para nuestros
ojos que no conocían el verdadero.
Esa fue la ocasión en que el agua arremetió con mayor furia contra las pertenencias de
María Clotilde: el día en que entró a su casa con fuerza incontenible y arrastró todo lo que
estuvo a su alcance. Creo que hasta buscó, como impulsada por un mandato supremo. la caja
en la que la mujer atesoraba la herencia que le legara su memoria: una estrujada foto del
patrón y un botón que le arrancó cuando él llevó a la memoria: una estrujada foto del patrón y
un botón que le arrancó cuando él llevó a la comadrona para que la asistiera en el parto de
Félix; unos retratos de su familia; flores que ella guardaba al sacarlas del florero de la dueña
de casa, y que no eran flores secas sino flores muertas, que María Clotilde cambiaba cuando
se ponían mustias y que, según ella, debían subir a la superficie por ser leves, casi sin cuerpo,
pero nosotros nunca pescamos una flor. Nuestra sospecha era que éstas hubieran llegado al
mar, ese mar por el que suspiraba el abuelo, y que aquél las usara para coronar sus altivas
olas.
La casa de Félix apoyaba los pies en el barro; todo allí lucía deteriorado por las
frecuentes crecidas. Las paredes, sin revocar, mostraban, entre orgullosas e impotentes, las
marcas de las diferentes alturas que alcanzara el agua.
Mi casa, ubicada en un alto, quedaba a salvo. El desborde nunca llegó más allá del
comienzo del terreno. Por eso era el refugio de los vecinos, cada vez que notaban los pies
mojados durante el sueño. Pues el agua se apersonaba sigilosa, furtiva, siempre cuando todos
dormían; durante la noche o durante la siesta. Como si fuera un vicio sorprender a la gente;
imponérsele como un espectro callado y amenazante.
El abuelo no se cansaba de hablarnos del mar, decía que lo más impresionante de éste
es el fragor, un sonido envolvente, que te hechiza sumergiéndote en sueños con viajes
interminables capaces de acercarte a los mismos confines de la tierra, rodeado de la más
benigna soledad que se conozca. Contaba también que, en partos que duran años, el mar lucha
por dar a luz herrumbrados esqueletos de barcos, y que, en ciertas partes, por las noches, se
perciben fantasmas de antiguas fragatas, que se resisten a abandonarlo, surgiendo apenas entre
la espesa niebla.
Nos encontrábamos mirando el agua entre las tablas del piso de un rudimentario
puente, cuando sentimos por primera vez la voz del anciano a nuestra espalda, nos
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sorprendimos y quizás por temor a encontrarnos con alguien que no agradara a nuestra vista,
no giramos para saber de quién se trataba.
- Adonde se oculta el sol, está el mar- reiteraba el hombre, con su tono invariable,
como si se tratara del inicio de un ruego, pero después, siempre, venía el silencio.
Nuestra afición por la pesca comenzó cuando teníamos seis. Desde que Félix, hijo de
la adolescencia de María Clotilde, con su llanto continuo, nos borró varios años de niñez, y
con su espera desconsolada nos encaró con los umbrales de la juventud.
Cada vez que la lluvia provocaba la inundación, Félix lloraba recordando el día en que
ella se llevó la caja, para acunarla en un lecho de fango y seres acuáticos. Desde entonces el
vivía observando el agua, como hipnotizado, buscando, en los círculos concéntricos que
nacían al tocar la superficie, ver las caras, aunque ya estuvieran viejas; aunque el tiempo
hubiera estampado en ellas su marca de impiedad indeleble. A mi me contagiaba el llanto de
Félix, por eso me solidaricé con él. Los dos acostados bocabajo, vertiendo nuestras lágrimas
al arroyo, esperábamos ver emerger los objetos de la caja y en especial uno. Aquél que le
mostraría a Félix la cara mojada que deseaba conocer desde que tenía uso de razón.
Jamás le conté a Félix que por las noches yo fantaseaba con que alguna lágrima llegara
al mar confundiéndose con su saldado seno, y eso me alegraba, por ser la única posibilidad de
que una parte de mi navegara en aquella vastedad; que viajara en largas travesías de
inmensidad y noche; de olas gigantescas y senderos de luz lunar, sólo acompañada por el
cuchicheo incansable del mar, tal como lo describía el abuelo.
A veces veíamos pasar las caras, brillantes, deformadas, hundiéndose en frenéticos
remolinos, y reapareciendo luego entre los dedos fríos de las aguas, que tan pronto las
ocultaban, como las tiraban arriba; si bien cuando tratábamos de sacarlas, con cañas o con
trompas improvisadas, se sumergían de súbito, dejando siempre nuestras redes vacías.
-Eso no ocurre con el mar- explicaba el viejo marino desde atrás- el mar nunca deja las
redes del pescador vacías.
Félix, esmirriado, de pies deformes y grandes orejas que le daban un aire simiesco, era
el más interesado en pesca caras mojadas, caras agonizantes, de ojos abiertos y sonrisa
congelada por el flash de alguna cámara. Su casa, muy próxima al arroyo, era la más castigada
por las inundaciones. El apetito insaciable de aquél, lo hacía irrumpir una y otra vez en la
vivienda para arrebatarlo todo.
Las nuestras eran también caras mojadas, distorsionadas por el azogue amorronado
del arroyo, que no las dejaba quietas, sometiéndonos a un juego que nos despedazaba la
esperanza y nos enrojecía los ojos hasta el ardor. Caras mojadas, que se parecían cada vez
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más a aquellas otras que en sus pasadas fugaces nos anunciaban el implacable deterioro del
tiempo.
Aquella jornada transcurrió soleada. Ningún indicio auguraba que el cielo se iba a
desgarrar por la noche, con un dolor que lo haría bramar hasta el alba. Con Félix, cada uno en
su casa sin lograr conciliar el sueño, acariciamos la misma expectativa; al otro día el arroyo
amanecería revuelto y tal vez, vichándonos, con el mirar fijo de la muerte, asomara el ojo de
alguna cara entre la resaca.
Zapatos, ropa, animales, y hasta los juguetes que el agua barría del patio de las
viviendas que alcanzaba, desfilaban corriente abajo devorados por el arroyo con una avidez
reprobable. Con una guía inmensa. Sus embates habían arrasado con todos los rostros de los
antepasados. Por eso los niños de mi pueblo eran niños tristes, cuya mayor ambición era
rescatar caras mojadas. A los juguetes, sin ser Félix, al que ya no le interesaban, los demás se
hicieron hombres esperándolos. Pues el arroyo, como un niño egoísta, se los apropiaba para
jugar con sus fangosas manos de agua, e insistía en la terquedad de no devolvérselos nunca.
-Aguas chicas, aguas traicioneras- Alegaba el anciano al que imaginábamos envuelto
en grandes espirales de humo, que veíamos marchar delante de nosotros rumbo al cielo, hacia
donde elevábamos la vista pensando que, según lo que contaba el abuelo, aquello debía ser lo
más semejante al mar.
-¡Félix, Félix¡ ¡A tomar la leche¡- le gritaba su madre cada tarde, haciendo corneta con
las manos y enfocando la voz hacia el arroyo, aunque el niño, inmerso en la paciencia
imperturbable del pescador, no la oía. Yo estaba convencido de que Félix debía su color a
café con leche diario, porque su tez era tal cual: ni clara, clara; ni oscura, oscura.
Félix y yo teníamos la misma edad y éramos amigos desde que llegó para habitar en
la precaria casa del predio lindante con el mío. Él, sus dos hermanos chicos y su madre, se
vinieron de campaña disparándole a la miseria, con la idea de que al aproximarse al poblado
sería más fácil dominarla. Pero el destino, que suele ser traicionero, no se compadeció de la
miseria de María Clotilde y la despojó también de aquel magro sustento de su alma.
Hacía años que el agua se había llevado la caja de María Clotilde para sepultarla en el
barro, y que ella se había entregado al lánguido abrazo de la resignación. Yo rezaba para que
los recuerdos de la mujer no hubieran entrado al mar del abuelo, embarcándose, a velas
desplegadas, en un viaje del que no quisieran regresar. Félix no apartaba su pensamiento de la
caja. Sabía que su madre atesoraba allí los restos de una etapa que estampó una marca
imborrable en su existencia; migajas que preservó para cuando él fuera más grande. Pero
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ahora que él tenía quince años, a ella no le quedaba ni siquiera aquello, nada que lo ligara a
sus raíces para mostrarle.
-Félix, - le dije un día- si la caja no sale acá, te prometo que iremos hasta donde se
oculta el sol. El abuelo dice que todas las aguas confluyen en el mar, y que éste con su vientre
henchido de vida y de misterio, es un amigo noble, y sin dudas te la devolverá.
De tanto en tanto y sin ser invitada, la evocación se presentaba en la mente de la
mujer, sólo con la intención de hurgar en sus viejas heridas.
-¡María Clotilde! ¡María Clotilde! ¡Te llama el patrón!- La madre de Félix aún creía
oír el grito de alguna otra criada de la estancia transmitiéndose la orden del patrón, tal como
en la lejana época de su juventud. Cuando con su cabello crespo y rebelde y su cuerpo
azabache y brilloso de carnes apretadas, ella corría hacía él, enredada entre el temor y el
deseo; entre la obediencia y la culpa.
Una tarde el arroyo, tal vez harto de engullir recuerdos ajenos, echó afuera las fotos,
sólo las fotos, de la parentela de María Clotilde, una familia de caras negras, blanqueadas
ahora por el agua, y la foto del patrón.
Cuando ese día, a punto de rendirnos ante nuestra infructuosa espera, pescamos la
fotografía que nos convocó durante años a la orilla del arroyo, reconocible por ser mucho más
grande que las otras, era sólo un blando y escurridizo rectángulo de papel; un pez baboso y
desmayado. Por fin la inundación le devolvía a Félix a su padre aunque fuera ahogado e
irreconocible; por fin le tiraba su herencia de papel muerto y recuerdos olvidados. Pero el
agua dulce había borrado la cara para los ojos de Félix, así como las lágrimas la habían
borrado del alma de su madre. La blanca cara del padre de mi amigo se reducía a una mancha
informe, negruzca, que el joven contemplaba incrédulo con la suya empapada por el agua
salobre que le desbordaba los ojos. Nada quedaba del rostro que él tanto esperó; ahora sólo
podría imaginarlo y, con dolor, darle la razón a los que murmuraban que era hijo de padre
desconocido.
En ese momento, por primero vez, nos dimos vuelta lentamente para conocer al abuelo
que continuaba rememorando las aguas grandes a nuestra espalda, pero al hacerlo,
descubrimos, que detrás de nosotros no había nadie. Sólo las oscuras siluetas de los manzanos
al contraluz del atardecer, y un sol rojizo que ya se escondía tras el horizonte y que nos
indicaba el camino hacia el mar.
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