No le quedaba mucho tiempo, de eso estaba seguro

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IN MEMORIAN
Isidro nos decía que los acontecimientos de una vida los podemos clasificar en tres grupos: los que
suceden en el mar, los que suceden mirando al mar, y los que nunca suceden. Mientras, los demás, nos reíamos y
tratábamos de explicarle apoyados en la barra de El Arsenal que según su peculiar partición de la vida, muchas de
las historias que nos ocurren quedarían desclasificadas. Sin embargo, de poco servían nuestros argumentos para
un hombre que se había dedicado toda su vida a trabajar, primero en el mar y más tarde, sin apartar la vista de este.
El Maracaibo había sido el último barco en la vida de Isidro. Al menos en su carrera profesional. Un
carguero de 500 pies y 50.000 toneladas que se dedicaba a transportar maderas tropicales entre Asía y Europa.
Una noche, mientras soportaban un fuerza 9 fondeados en el puerto de Penang, en Malasia, el segundo de abordo
dio la orden a la dotación que se encontraba de guardia de que acudieran a cubierta para asegurar las cinchas de
seguridad que afirmaban los troncos. No era una noche para estar en cubierta ni, seguramente, para estar en
ningún sitio, pero los destinos no se eligen y los caprichos del azar tampoco. Así que a Isidro no le quedó más
remedio que apretar los dientes hasta que le sacaron de debajo de aquel tronco. Lloró al despedirse.
La Taberna El Arsenal era la única taberna que había en el puerto de Cartagena. En los últimos años, y
debido al incremento de soldados de reemplazo y guardiamarinas que había sufrido la ciudad, habían abierto
algunos bares o pubs más modernos, en los que se podía escuchar música hi-fi a través de grandes altavoces
colgados del techo, o bailar agarrados a módico precio Noches de Blanco Satén. Sin embargo, y a pesar de la crisis
del sector pesquero y de los astilleros, y de la merma en el número de trabajadores que esto conllevaba, El Arsenal
seguía abriendo su persiana todos los días.
La taberna estaba situada junto al puerto pesquero, en el barrio de Santa Lucía. Los grandes ventanales
de cristal amarillo te permitían tomarte un carajillo mientras observabas las dos grandes grúas del puerto descargar
los contenedores de Maersk y Whitman, o a los pescadores descargar sus bodegas en la lonja.
Todos los días, al salir de la Politécnica acudíamos al Arsenal a tomarnos nuestras cañicas, servidas en
vasos cortos y anchos, y nuestra ración de boquerones, de magra con tomate o de mojama de atún con almendras.
Isidro era nuestro camarero.
Las mesas estaban hechas de ladrillo, bajas, y las sillas de madera y anea. Las paredes estaban pintadas
en blanco, y decoradas con las fotos de los pescadores de la Cofradía de los Marrajos, con sus tiburones colgados
del acero y sus cazadores sonriendo orgullosos. Encima de la barra, colocados en una estantería de cristal, una
colección de barómetros, sextantes, correderas, compases y un catalejo de principios del XVIII que Alfonso, el
dueño, había ido coleccionando a cambio de comidas que a veces no se podían pagar con dinero.
Isidro era un personaje especial. Como de relato, o cuento. Porque eso era lo que él hacía: contar
cuentos. Arrastraba su pierna al andar, pero sus palabras sabían elevarse por encima de las nuestras. Eran
palabras calmas, quedas, que sonaban bien. El mar le había estado inspirando a base de tormentas y soledades.
Sus barcos le hablaron de lugares que apenas sabía pronunciar. Mujeres desconocidas, a veces tan crueles como
piratas, llenaron su alma y su voz de traición y música, y el viento, siempre presente en sus ojos, supo transmitirle
gestos y modos de hombre libre.
En el puerto, una pequeña menorquina, equipada con una vela latina y un viejo motor diesel esperaba a
Isidro cada tarde. La pequeña Santa Fe. Al acabar el turno, recogía la mochila que guardaba en el almacén, y
andando deprisa, muy deprisa para lo que su pierna derecha le permitía, acudía a ella para darle el cariño que
necesitaba. Ya casi nunca navegaba, pero la Santa Fe le daba bastante trabajo como para que no la dejara sóla ni
un día. La mimaba.
Una de esas tardes, nos contaba, lo conoció. Era un niño pequeño, de unos 10 años, de cabellos rubios
pero con una piel morenísima, casi anciana. Llegó al puerto de la noche a la mañana. El niño no hablaba con nadie.
Al principio nadie se preocupó por él. Pasaba perfectamente por cualquier niño del barrio que jugaba en el puerto,
caña en mano, soñando con ser pirata, corsario o capitán de submarino. Sin embargo los días pasaron. A las pocas
semanas las mujeres de los pescadores ya sabían que aquel niño no era de allí, que venía de mucho más lejos. Le
preguntaban su nombre, y el niño no respondía. Le preguntaban por sus papás, con palabras y con dibujos, y
tampoco contestaba. Se limitaba a sonreir. Aceptaba la comida que le daban, los bocadillos de pan con dulce de
membrillo que le llevaban las mujeres de la cofradía, y comía con gusto cualquier sardina a la brasa a la que le
invitaran. Pero no hablaba. No daba las gracias. Sólo sonreía.
Llegando al muelle norte, donde la Santa Fé pasaba las horas, Isidro lo conoció. Estaba allí, sentado, con
las piernas colgando, mirando hacía abajo y con un trozo de sedal en la mano. Al principio, no le hizo ni caso. Se
limitó a agarrarse a la proa de su menorquina, poner su pie izquierdo sobre la regala y tomar impulso para subirse.
Ese día, a excepción de los demás, salió a navegar. Estuvo pescando al curricán entre el cabo Tiñoso y el cabo de
Palos, y ya de noche, a la altura de Escombreras decidió poner rumbo a puerto. Una vez dentro de la dársena,
recogió los aparejos, huérfanos de pesca otro día más, y se dirigió directo a su pantalán. Cuando se encontraba a
50 metros de su amarre lo vió. Allí estaba, parado, sosteniendo con sus manos las dos amarras. Se inquietó. ¿Qué
hacía allí y a esas horas un niño de 10 años? Cuando se terminó de aproximar, recogió las amarras de manos del
niño y las hizo firmes en la cornamusa de proa. No se dirigieron ni una palabra. Al saltar de nuevo a tierra, fue
cuando Isidro dio las gracias al niño, y mirándolo a los ojos, le extendió la mano. El niño, quieto, miró la mano que
tenía frente a él, grande, gigante comparada con las suyas, aunque mucho más áspera y arrugada. Era una mano
vieja. Despacio, como procurando no salirse de un camino imaginario que guiara su trayectoria, dirigió su pequeña
mano hacia la de Isidro. El hombre abarcó la mano del niño.
Anduvieron despacio, sin hablar, mientras Isidro se recreaba en la sensación que había tenido al tocar la
piel del chaval. Aquella mano, tan pequeña, era fría. Exageradamente fría. Al cabo de un rato, Isidro preguntó:
-
¿No es muy tarde ya para que andes sólo por la calle?
El niño no respondió. No lo hacía nunca y en El Arsenal ya habían oído hablar de este chico que vagaba sin decir ni
quien era ni de donde venía. Además, nadie sabía donde dormía por la noche. Desaparecía al oscurecer y
regresaba al día siguiente. Como los pescadores. Como las gaviotas. Como el sol.
Siguieron andando y cuando Isidro se dirigió a su portal, el niño se paró, lo miró a los ojos, y con una leve
sonrisa se giró para desandar el camino. Sin despedidas.
La Santa Fé ya estaba a son de mar, y salir a navegar se convirtió en algo cotidiano. Exactamente igual
sucedió con los paseos a su regreso con el niño. Pasaron los días y la sorpresa fué, poco a poco, cediendo terreno
a la satisfacción de tener a alguien, de compartir con alguien. El hombre y el niño. El principio y el final del camino.
Las horas que Isidro pasaba en El Arsenal eran ahora distintas. Ya no nos contaba sus azañas en
Panamá ni relataba las leyendas que escuchó en El Salvador. Ahora se limitaba a cumplir con su trabajo para salir
lo antes posible y encontrarse con su joven amigo. Pero las cosas así como nos vienen se nos van, y el niño no
volvió a aparecer.
La Santa Fé dejó de tener quien la recibiera cada noche, y el viejo, cansado ya de forzar la vista y no ver
más que sombras a su regreso perdió el brillo y las prisas de las últimas semanas. De camino a casa su pierna
pesaba más de lo habitual y sus palabras, las mismas que solían elevarse simpáticas y optimistas en sus
conversaciones empezaban a arrastrase también. Dejó de navegar.
Pasó el tiempo necesario para que la herida en el corazón de Isidro se disimulara, como se disimulan las
arrugas de una vela al cazar su driza y escotas, como se difumina la estela de un barco en un día de calma. Se
disimulan, se difuminan, pero quedan ahí, moviéndose lentas, respirando despacio y esperando. Esas cosas
siempre nos esperan. Igualito que aquella noche.
Isidro solía acudir a la lonja por las noches. Sus amigos del Esperanza III eran los primeros en salir cada
día y los primeros en regresar al anochecer. Traían buen pescado y a Isidro nunca le faltaba una buena palometa o
un mujol que asarse a la sal en casa. Aunque aquella noche el viejo no cenaría. El niño vino a buscarle.
Sus manos jugueteaban nerviosas con un viejo aparejo de pesca. Sentado en el pantalán, la luz de la luna
dejaba entrever el brillo en sus ojos. Peces de colores saltaban en ellos, contentos. Se acercaba el momento. Isidro
no tardó en verlo. Al principio quiso correr hacia él, pero su pierna y un poco de orgullo se lo impidieron. Él ya estaba
mayor para emociones fuertes, pensaba para sí aún siendo consciente de que se mentía como un bellaco. Cosas de
la edad.
-
Tienes que ayudarme, le espetó el niño.
Su voz sonaba dulce, aflautada, pero como la de un adulto. No había matices infantiles en ella. Isidro no supo
reaccionar. El niño hablaba. Le estaba hablando a él.
-
¿Dónde has estado? –preguntó.
-
Buscando mi casa, -dijo el niño.- Dando vueltas.
-
Pero eres sólo un niño. ¡Qué demonios haces sólo!. ¿Y tus padres? ¿No tienes mamá? ¿Dónde vives?
¡Estás helado!,- terminó exclamando.
-
Tranquilo Isidro, dijo el niño. Conforme avanzaba la conversación los ojos del niño brillaban más. El
corazón de Isidro latía más deprisa. – Claro que tengo padres, y me esperan. Pero están lejos y necesito
que me ayudes. Necesito que me lleves con ellos. Tú no me hagas preguntas, que lo sabrás todo a su
tiempo.
Isidro agachó la cabeza. No sabía que hacer. Qué creer. Calló durante un minuto, sentado en el muro de
piedra. La pierna le pesaba. Al fin dijo:
-
Está bien. ¿Qué tengo que hacer?
El niño dio un salto hasta la Santa Fe y exclamó: ¡Vayamos mar adentro!. El viejo asintió. Subió a la
embarcación y tras colocar su mochila dentro del tambucho, arrancó el motor y enfiló proa a la bocana. El niño,
al ritmo de las millas que iban dejando atrás fue contando a Isidro que su casa estaba allí, detrás de la línea, en
el horizonte. La Tierra es tan atrayente para el Mar, como el Mar lo es para la Tierra, explicaba. Y con sus
seres, sucede exactamente igual. El mismo deseo irrefrenable que tenéis los hombres por navegar, por
coquetear con las olas, con la sal, lo sentimos nosotros, por respirar, por el aire, por los bosques. Es igual de
perfecto y de letal para ambos. El binomio perfecto. El equilibrio absoluto. El hombre se ahoga en el mar. El pez
se asfixia en la tierra.
Conforme pasaban las millas, la voz del niño se tornaba más y más aguda. Su piel se enfriaba y la
humedad de esta empapaba sus ropajes. Isidro, como cuando era él quien contaba un cuento, sonreía.
Comprendía que, a veces, suceden cosas que no comprendemos. Que tienen tanto de fantástico como nuestra
mente les permite. El niño, poco a poco, se fué callando. Al cabo de unos minutos en la barca sólo había una
persona. A sus pies, debajo del banquillo de babor, un par de sandalias, unos pantalones cortos y una
camiseta empapada de agua salada. Y allí mismo, moviéndose, cantando, quebrando la noche en mil estrellas,
un pequeño delfín.
El sonido del mar era agradable. Esta vez no golpeaba a la Santa Fe. Hoy eran cómplices. Con el motor ya
parado, Isidro cogió al pequeño delfín, acarició su cabeza, su hocico, el contorno de sus ojos...
Soltándolo en el agua le deseó suerte. El delfín, de pronto, pareció recobrar vida, saltando por los aires y
cantando multitud de sonidos alegres. Se había dado cuenta de que el viejo lloraba.
Aunque han pasado muchos años, todavía recuerdo de vez en cuando al viejo Isidro, sirviéndome la
cerveza y la ración de calamares y contándome alguno de sus cuentos. Por eso, cada vez que voy por
Cartagena, aprovecho para pasear por su puerto. Para contemplar la estatua de bronce que, pagada por sus
amigos del Esperanza III, decidió colocar el ayuntamiento en el paseo marítimo. Una estatua de bronce de un
viejo y un niño.
Y allí, junto al paseo marítimo, esperan todavía. Los dos cogidos de la mano. Manos de bronce fundido,
frías y húmedas por el rocío de la mañana. Su conversación es tranquila, construida con gestos, y sus almas
descansan repletas, llenas de salitre y caracolas. Mirando al mar.
Al final el viejo tenía razón. Lo que no sucede en el mar, sucede mirándolo. Y lo demás no sucede nunca.
Al amanecer el día, ya están allí, dorados, inmóviles. Al anochecer siempre son los últimos en irse.
Como los pescadores, como las gaviotas, como el sol.
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