Muerte de Sanjurjo y Mola. Planes políticos de Mola. Relaciones de

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Muerte de Sanjurjo y Mola. Planes políticos de Mola. Relaciones de
Serrano con Mola. Generales hostiles a Franco: Queipo, Yagüe,
Kindelán. Conflicto Queipo-Serrano. Barroso. El Fuero del Trabajo.
La Ley de Prensa. Proceso a la República. Ley de Responsabilidades
Políticas.
Saña. Franco tuvo siempre suerte. Sanjurjo murió en un accidente de aviación en
los primeros días de la guerra civil. El 3 de julio de 1937, Mola moría en circunstancias
parecidas. Con ello Franco se libraba de los generales de más prestigio dentro del bando
nacional. Se ha especulado mucho sobre estos accidentes. ¿Cree usted que fueron
casuales o actos de sabotaje?
Serrano. No me ofrece la menor duda de que fueron casuales. En el caso de
Sanjurjo ya me dirá usted quien iba a preparar el sabotaje. El trágico accidente se
produjo por el ímpetu de Ansaldo, que era un hombre muy valiente, y por el excesivo
peso de las cosas que el general metió en la avioneta. El de Mola fue una desgracia
consecuencia del valor temerario del general. Mola no paraba, volaba continuamente.
Su piloto Chamorro le advirtió al salir: «Mi general, el cielo está muy malo, hay mucha
nubosidad». Y Mola le dijo algo así: «Ay, amigo, ¿qué me dice usted? ¿Que está
preocupado? Pa lante, hombre, pa lante».
Ahora bien, la gente ha especulado más sobre lo de Mola porque se sabía que
pese a lo lealísimo que era con Franco, no hubiera pasado por ciertas cosas, por ejemplo,
que los vencedores se dedicaran a vivir bien. Mola, como ya le dije en otra ocasión, era
socialista de instinto, y si era necesario, se metía con los curas y la monarquía. El elogio
de Hitler a él está en el fondo justificado: el Führer sabía que Mola tenía una idea muy
clara de que las estructuras sociales y económicas de España estaban atrasadas y tenían
que cambiarse. Como ya en plena guerra civil alguna gente empezaba a estirar el cuello,
él, en los últimos días de su vida, estaba pensando muy seriamente en plantearle a
Franco el problema de la división o reparto de poder. Mola opinaba que Franco, con la
jefatura del Ejército y del partido, tenía ya bastante, pero que el gobierno era una
función muy importante y exigente y que no se podía estar con cierto barullo de poder.
De modo que Mola le iba a plantear a Franco ese problema de repartir el poder, de ser él
el jefe del gobierno. Pedía el gobierno para sí. Y como Mola tenía un gran partido en el
Ejército, no se lo que hubiera pasado de no haber muerto él, ni sé tampoco el papel
incomodo que me hubiera tocado a mí en este asunto.
Saña. ¿Qué relación tenía usted con Mola? Usted llega a la zona nacional en
febrero de 1937, Mola muere en julio del mismo año. ¿Se vieron durante esos meses?
Serrano. Le veía relativamente poco porque él estaba en su cuartel general de
Valladolid y yo en Burgos. Le vi por ejemplo al hacerse público el decreto de
unificación. Fue cuando, refiriéndose a la palabra «ambientar» que yo había introducido
en el Preámbulo, Mola, que era muy leído, me dijo: «Amigo, ¡qué verbo me ha metido
usted aquí! Ambientar no está en el Diccionario de la Lengua». Yo le dije: «Es cierto,
mi general, pero usted sabe que el uso es una fuente muy importante del lenguaje».
Pues bien, yo tenía una relación simpática con él. La tuve sobre todo antes del
Alzamiento, también sin verle mucho, pero sí lo bastante para reunirnos de vez en
cuando. Al elaborarse la ley de amnistía por la sublevación del 10 de agosto de 1932, yo
trabajé con habilidad como diputado para que fueran readmitidos en el servicio activo
Mola, Millán Astray, Fernando Berenguer, Saliquet y Losada, que a consecuencia de las
medidas que se tomaron a raíz de la intentona de Sanjurjo, habían pasado a la reserva.
Yo no era miembro de la Comisión de Justicia, pero sin que se dieran cuenta y
utilizando a los miembros de derechas -Cimas Leal por la CEDA, Serrano Jover por el
grupo monárquico- logré que se incorporara sin discusión una enmienda aparentemente
muy inocente que yo presenté y que había preparado con Franco y Mola, y que venía a
decir: «Igualmente volverán a sus puestos activos, otros funcionarios..., etc.». Total, que
por virtud de aquella enmienda pudieron volver al servicio activo.
Saña. Recuerdo perfectamente lo que hizo usted por los generales postergados.
En su libro de Memorias se reproduce el documento que todos ellos le dedicaron:
«Homenaje de admiración y gratitud al benemérito ciudadano diputado a Cortes don
Ramón Serrano Suñer».
Serrano. Así fue. Pues bueno, volviendo a la comunicación con Mola en 1937 le
diré que los dos teníamos muchas ganas de hablar, pero no llegamos a hablar a fondo.
Entre nosotros había discrepancias y coincidencias, pero lo que yo sí sabía por sus
amigos íntimos y por la interpretación de algunas palabras suyas, es que él estaba
preparándose para pedirle a Franco el gobierno.
Saña. Sanjurjo y Mola no eran los dos únicos generales que hubieran podido
poner en entredicho un día la jefatura de Franco. No faltaron otros generales que se
volvieron contra él. Queipo de Llano adoptó por ejemplo en plena guerra una actitud
nada cómoda para el Cuartel General. En febrero de 1938 interrumpió una de sus
famosas charlas en Radio Sevilla para criticar el estilo político impuesto por usted desde
Burgos. Más tarde Franco y usted se libraron de él enviándole a Italia. ¿Qué pasó en
realidad?
Serrano. Queipo fue un hombre que por motivos no solamente públicos sino
privados, participó intensamente en la conspiración, pues era consuegro de don Niceto
Alcalá Zamora, y él se molestó muchísimo cuando destituyeron a don Niceto. Para
Mola era dificilísimo dirigirse a Queipo para incorporarle a la conspiración.
Prácticamente se le ofreció. Queipo estuvo muy metido en la conspiración, con gran
entusiasmo y con gran eficacia. Era un hombre muy valiente, muy temerario, muy audaz,
como demuestra la manera de conquistar Sevilla: se apoderó de la Capitanía General
con solo tres personas.
A partir de un momento determinado, empezaron a darse Laureadas. Se le dio la
Laureada a Aranda, no sé si a Saliquet, a Franco y a otros, pero no a Queipo, y eso le
produjo una irritación tremenda. Y yo creo que el tenía razón para estar indignado,
porque dentro de los supuestos en que estábamos y de los elementos determinantes de
esta distinción máxima, en la opinión de todos estaba que él se la merecía como el
primero.
Es curioso el caso de este hombre conmigo. Cuando era gobernador de Sevilla, a
mí me recibió las primeras veces con simpatía y afecto un poco paternal. Quería ser
amigo mío. Tenía hacia mí mejor disposición que yo hacia él, pues yo estaba influido
por los prejuicios de Franco. Pero al ir pasando los más sin que se le diese la Laureada,
él y su gente empezaron a decir: «Claro, ahí está Serrano...». Ya entonces se me empezó
a hacer responsable de todo lo desagradable e injusto, aunque yo no tuviera ni arte ni
parte en ello.
Saña. Era más fácil atacarle a usted que a Franco.
Serrano. Así es. Y precisamente un día en que Franco me habló de este asunto,
le dije: «Yo creo que es una torpeza inmensa no darle la Laureada a Queipo. Yo no soy
militar, pero es evidente que ante la opinión general se la ha ganado». Y tanto insistimos,
tan áspera se puso la relación con Queipo, que un día se planteó la cuestión en el
Consejo de Ministros. Yo me manifesté por la Laureada. Varela me hizo una seña
indicándome que quería hablar conmigo, y me dijo: «Serrano, eso es muy imprudente,
porque si el día de mañana hubiera una guerra, una guerra exterior, pues resulta que el
Laureado más antiguo en el Ejército es el que sería el jefe, y como de todos los
generales el más antiguo es Queipo, él tendría que ser el jefe, y no el Generalísimo».
Yo le dije: «Pero mi general, déjeme de reglamentos militares. Yo estoy cansado
de leer reglamentos y no me he tornado la molestia de leer el de la Orden de San
Fernando, ni me importa, porque esto es un problema político. Lo que está claro es que
todo el mundo piensa que Queipo se ha merecido la Laureada».
La gran inquina que me tomo Queipo no podía ser más injustificada, pues
primero privadamente y luego públicamente en el Consejo de Ministros, defendí su
derecho a la Laureada. Luego se la concedieron, pero él estaba ya indispuesto contra el
gobierno y estuvo pensando en sublevarse. Como solución lo mandamos a Roma como
jefe de la misión militar. En este asunto todos estuvimos muy mal, él por su parte y
nosotros por la nuestra.
Saña. El 1 de octubre de 1940, Queipo se negó a saludarle en la estación de
Roma y rechazó la invitación a sentarse en la mesa con usted.
Serrano. No, las cosas ocurrieron así: él, al frente de la Misión Militar, al igual
que el embajador y personal diplomático de nuestra Embajada salió a recibirme en la
estación de Roma, pero no nos saludamos.
La gran tirantez entre él y yo surgió a causa de Pedro Gamero, que era
gobernador civil de Sevilla siendo alcalde un marino muy amigo de Queipo. Los dos no
congeniaban. Gamero, que era entonces muy joven, chocó con él. Queipo cogió un
avión y vino a verme a Burgos para que destituyera a Gamero. Nos sentamos en un sofá
de mi despacho y le dije: «Mi general, esto es muy sencillo. Usted se sienta en la mesa
aquella de ministro y yo me voy. Entonces, ya con su equipo y su gente, haga
gobernador a quien quiera, pero como yo creo que Gamero ha estado en su sitio, no
puedo destituirlo y tengo que defender el principio de autoridad. ¿Por qué se llevó a
cabo el Alzamiento? Pues porque decíamos que el gobierno de la República no
mantenía el principio de autoridad».
Entonces me dirigí a Franco y le dije: «Haz ministro del Interior a Queipo». Me
contesto: «¿Crees que estoy loco?». Añadí: «Pues por lo menos métele en el gobierno
como ministro de Agricultura, ya que tanto le gusta el campo, y le implicamos en la
responsabilidad gubernamental». Franco le llamó por la tarde y efectivamente se lo
propuso, pero el otro, que era muy listo, rechazó el ofrecimiento.
Saña. Franco no estimaba a Queipo.
Serrano. Nada.
Saña. ¿Por incompatibilidad de caracteres?
Serrano. ¡Eran dos personas tan distintas!
Saña. Yagüe era el único militar destacado verdaderamente falangista. El acto de
unificación fue interpretado por él como una maniobra destinada a desvalorizar el papel
de la Falange. El 19 de abril de 1938 pronunció en Burgos un discurso en el que pedía
una verdadera revolución social y elogiaba la valentía de los soldados republicanos.
Criticó también la persecución de los prisioneros políticos en ambas zonas. Yagüe, el
hombre que había contribuido como ningún otro al nombramiento de Franco como jefe
único, fue desposeído del mando de las tropas marroquíes y residenciado en Burgos
durante unos meses. Al terminar la guerra Franco le nombraría ministro del Aire -a él,
que era general de Infantería-, con el objeto de aislarle y evitar así que creara en torno
suyo un núcleo oposicional.
¿Qué dice usted de todo esto?
Serrano. Ésta fue una de sus fases; en Badajoz actuó con gran dureza. Las cosas
terribles que Yagüe decía de Franco me preocupaban porque -repito-, mientras yo
estuve con él, fui leal, con la lealtad como la entendía y la entiendo, como lealtad critica.
A Yagüe se le nombró ministro del Aire a instancia mía, fundado en las mismas
consideraciones por las que quise antes la incorporación de Queipo al gobierno. Era
hombre impulsivo, ambicioso, demagógico, aunque de cierta manera inteligente y
excelente jefe militar; su gente le adoraba. Primero tuve una relación cordial con él, más
tarde ya no.
Saña. Kindelán, otro de los generales que contribuyó decisivamente al
nombramiento de Franco como caudillo único, se volvió también pronto contra él.
Serrano. Kindelán decía al principio: «Franco es un buen militar y conducirá
bien la guerra. Franco traerá la monarquía». Luego le combatió. Franco, valiéndose del
poder enorme que tenía, le mandó un día a la isla de Hierro.
Saña. Pugna, la de Franco y Kindelán, a la que usted no fue ajeno. Ciano,
refiriéndose al viaje que usted hizo a Italia en junio de 1939, escribe: «En su visita de
despedida, Serrano me pide que haga vigilar estrechamente por la policía al general de
la aviación española Kindelán, al que acusa de manejos monárquicos...».
Serrano. No siga. Esto son chismes de Ciano que ni el propio general ha
recogido en su libro.
Saña. Pero no todos los militares importantes se volvieron contra Franco, al
margen de que se sintieran o no identificados con él. Barroso, por ejemplo, que llegaría
a ser ministro, no se metió entonces en política. Sé de todos modos de fuente directísima
que pronto se marchó a la agregaduría militar de Paris -donde había estado ya antes de
la guerra- porque el ambiente aquí no le gustaba.
Serrano. Era el jefe de operaciones del Cuartel General de Franco y teniente
coronel de Estado Mayor, de la escuela militar de Franco. Era un hombre muy
preparado. Fue seguramente el colaborador inmediato más importante que Franco tuvo
para la guerra. No llegué a tener amistad con él porque nuestro trato era superficial, pero
nuestra relación fue correcta.
Saña. El 30 de enero de 1938 entró en funciones el primer gobierno propiamente
dicho del régimen, en el que usted pasó a ocupar la cartera del Interior, denominada más
tarde Gobernación. A partir de este momento, fueron elaboradas y decretadas varias
leyes importantes, de las que nos vamos a ocupar ahora, si no tiene inconveniente
Serrano. En modo alguno.
Saña. El 9 de marzo de 1938 entró en vigor el Fuero del Trabajo, elaborado por
el Consejo Nacional de la Falange. Se trataba de un documento doctrinal imitado de la
Carta del Lavoro que Mussolini había concedido a los obreros italianos después de
encarcelar o .asesinar a sus lideres. Aunque redactado por falangistas, el Fuero,
constituía una traición al programa económico-social de la Falange joséantoniana, pues
suprimía las dos reivindicaciones fundamentales contenidas en los 27 puntos: la
nacionalización de la banca y la reforma agraria.
¿Qué intervención tuvo usted en la elaboración del Fuero?
Serrano. Presidí las reuniones de la Junta Política por razón de mi cargo, pero yo
no trabajé especialmente en el asunto del Fuero del Trabajo. Es un documento que se
hizo con cierto criterio, oportunista y mirando a Italia, con las limitaciones que imponía,
además, el complejo de circunstancias políticas de entonces, en una palabra, el mucho
peso que las fuerzas conservadoras seguían teniendo. No olvide usted que en la Junta
política había miembros que eran antifalangistas. Fue esa la razón de que se mutilara
una parte muy importante del proyecto de José Antonio que era la nacionalización de la
banca y la reforma agraria. No se quiso ni oír hablar de ello. Pero tampoco hubo traición
a José Antonio, como usted afirma.
A mí, personalmente, la nacionalización de la banca no me daba ni frío ni calor.
No se llevó a cabo porque los sectores conservadores tenían una gran influencia y
estaban en contra. Creían que los que hablaban de este tema estaban locos. Quien dijo
que había que nacionalizar la banca fue Girón, que acababa de ser nombrado ministro.
Franco le dijo a Girón: «De eso ya hablaremos más tarde, porque es un asunto de mucha
trascendencia». Y nada, no se le hizo el menor caso.
Pero a pesar de todo, ese asunto trascendió y alarmó mucho a los conservadores
de dentro y de fuera. Y entonces se dio la circunstancia pintoresca de que, entre otras
personas, algún periodista extranjero se acercó a Franco y le dijo: «Hay cierta
preocupación porque el ministro Girón ha hablado de la nacionalización de la banca». Y
Franco, con un golpe de ingenio y con mucho aplomo contestó: «No, hombre, no; es
que ustedes no entienden. Lo que Girón ha querido decir es que se ha de exigir que los
bancos sean nacionales, españoles».
La gente se rió mucho. El conde de Rodezno, el carlista, que era muy guasón y
se burlaba discretamente de todo, y hasta de Franco en la intimidad, me decía: «Pues
vaya con don Paco. No lo sabíamos: tiene su gracia».
Saña. El 22 de abril de 1938 se hizo publica la nueva ley de prensa, redactada
por Giménez Arnau. Su contenido estaba inspirado en Goebbels. Años más tarde,
muerto ya Franco, en una intervención suya en Mayte-Comodoro -a la que asistí
casualmente- calificó usted esa ley de «ley de guerra y para la guerra». ¿Cuándo se dio
cuenta de que la ley de prensa fue un error?
Serrano. Giménez-Arnau, que era director general de Prensa y comenzaba a
ejercer el periodismo, me habló de la necesidad de confeccionar una ley de prensa, y yo
le encargué que la redactara. Luego, como es natural, me trajo el proyecto, que yo leí y
modifiqué en algún punto. Desde luego, lo que estaba en el ánimo de todos era que
hacíamos una ley de prensa para la guerra, para el tiempo de la guerra y algún tiempo
después, pero nunca se nos ocurrió que hacíamos una ley para el futuro.
En cambio, terminada la guerra, mis sucesores -Arias Salgado y compañía- es de
ver como usaron y abusaron de esta ley. La usaron despiadadamente y la usaron
también contra mí, claro. Yo, como es lógico, no tengo la pretensión de haber hecho las
cosas perfectas, y cuando hay un error por mi parte acepto que es un error, pero la
verdad es que al preparar y promulgar la ley de prensa, pensábamos en algo provisional
y no definitivo.
Saña. El 21 de diciembre de 1938, el régimen inicia oficialmente la difamación
de la República, codificando en textos jurídicos los ataques que la prensa y los oradores
de turno vertían ya contra el bando contrario. La nueva ley afirmaba: «La España
nacional abre un gran proceso, encaminado a demostrar al mundo, en forma
incontrovertible y documentada, nuestra tesis acusatoria contra los sedicentes poderes
legítimos, a saber: que los órganos y las personas que e1 18 de julio detentaban el poder
adolecían de tales vicios de legitimidad en sus títulos y en el ejercicio del mismo, que al
alzarse contra ellos el Ejército y el pueblo, no realizaron ningún acto de rebelión contra
la autoridad ni contra la ley».
En sus Memorias afirma usted que era absurdo calificar de rebeldes a los
políticos que detentaban el poder en julio del 36. ¿Tuvo usted alguna participación en la
ley contra la República? ¿Quién tomó la iniciativa para ese proceso jurídico-político?
Serrano. Pues mire usted, esa ley, con diferencias de grado, de pasión, fue un
poco obra de todos. Estábamos en guerra contra la República y era natural que el
Alzamiento Nacional quisiera buscar una legitimidad y una justificación. Se habló de la
necesidad de dar una explicación frente a las propagandas que las democracias hacían
contra nosotros, una explicación oficial de las razones que había tenido el Ejército para
alzarse.
De manera que eso fue algo que estaba en la conciencia de todos. Lo que ocurre
es que se nombró una Comisión, que fue la que trabajó especialmente en este asunto.
Recuerdo que a la Comisión, compuesta enteramente por personas de mucha edad, mis
jóvenes colaboradores, burlándose, poco respetuosamente, la llamaban «las pirámides...
cuarenta siglos os contemplan».
¿Qué era para mí el Alzamiento? Consideraba absolutamente justificado y
legítimo el que se hubiera intentado cortar el proceso de disolución y de anarquía
surgido durante la República. Pero una cosa es que a mí eso me pareciera necesario y
legítimo, y otra que después, por las circunstancias que todo el mundo conoce, la
operación puramente quirúrgica del Alzamiento se convirtiera en una guerra civil, en
una guerra regular entre dos bandos contendientes.
A mí me pareció absurdo desde el punto de vista técnico-jurídico que se afirmara
que los rebeldes eran ellos, y así se lo dije a Franco al llegar a 1a zona nacional. Yo no
me avergonzaba de ser rebelde. Al contrario: creía que era una necesidad, una
obligación, un deber rebelarse contra el régimen republicano, porque era destructivo
para España. Pero una cosa es ésta y otra que desde el punto de vista –repito- del
formalismo jurídico, les llamásemos a ellos «rebeldes» y «e1 gobierno de los rebeldes».
Era, si usted quiere, el gobierno de los rojos o lo que fuese, pero lo que no podíamos
hacer era llamarles rebeldes a ellos cuando los que se habían rebelado contra aquel
sistema éramos nosotros.
Es un problema -insisto- de técnica jurídica elemental. ¿Cómo iban a ser
rebeldes ellos? Yo, tan pronto como me puse al corriente de las cosas, le dije a Franco:
«¿Cómo vamos a llamarles rebeldes a ellos? Llamémosles enemigos, rojos,
antiespañoles o lo que sea, pero, ¡cómo vamos a llamarles rebeldes si aquí quien se ha
rebelado hemos sido nosotros? Nuestra legitimidad es otra».
Saña. ¿Qué le dijo Franco?
Serrano. Dijo: «Sí, mira, es muy complicado... ». Insistí diciéndole que desde el
primer día lo que se hubiera tenido que hacer era apoyarse en la teoría del derecho a la
sublevación por razones de orden histórico, de orden moral, de orden político. Y sobre
esta base establecer un código de Justicia.
Pero a los jurídicos militares se les ocurrió una cosa muy sencilla: que ya
teníamos Código de Justicia Militar, que ya disponíamos de una serie de leyes que no
había más que aplicar al revés llamándoles rebeldes a ellos. Pues como eran ellos los
rebeldes, se les aplicaba el Código de Justicia vigente, y asunto concluido. Era cómodo,
pero desde el punto de vista de la lógica, era absurdo.
Saña. El 13 de febrero de 1939, el Boletín Oficial publica la Ley de
Responsabilidades Políticas. Dicha ley debía aplicarse con carácter retrospectivo a todos
los que «por sus actos o por omisiones graves» hubieran contribuido a la «sublevación
roja desde 1934» o se hubieran «opuesto de manera activa al Movimiento Nacional.»
¿Tuvo usted alguna participación en la elaboración de esa ley punitiva?
Serrano. La ley la elaboró Pedro González Bueno con un pequeño equipo de
juristas que tenía. González Bueno era entonces ministro de Organización y Acción
Sindical, y procedía curiosamente del campo liberal. Había sido concretamente alumno
del Instituto Escuela. No había sido nunca falangista. Era un ingeniero de Caminos,
pero le entró el gusto de actuar en política. Cuando se presentó la ocasión se sumó al
régimen y fue más franquista que nadie. Montó un tinglado sindical enorme. La mayoría
de falangistas lo detestaban. Dionisio Ridruejo decía de él: «Es de los que ha oído
campanas y no sabe dónde». A mí me atacaban también por haberle apoyado.
La Ley de Responsabilidades Políticas, fue una ley lamentable porque
innecesariamente hizo daño a mucha gente que no tenía responsabilidad alguna o muy
poca, duró mucho tiempo y estuvo aplicada en manos malas. Durante un tiempo estuvo
en las de González Oliveros, que era muy fanático, y más que fanático, muy arbitrario.
González Oliveros era catedrático de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras.
Entre la gente de derechas tenía bastante prestigio; sin duda era un hombre culto. Fue
director general de Enseñanza durante la Dictadura de Primo de Rivera.
Yo tuve que librar una verdadera batalla para sacar de la Ley de
Responsabilidades Políticas a García Morente, ilustre profesor mío, curita luego, a
quien el implacable González Oliveros metió en esa ley. Recuerdo que un día, estando
yo en el Ministerio de Asuntos Exteriores, me anunciaron que el Padre García Morente
pedía ser recibido en audiencia. Yo, como hacía siempre en esos casos, le recibí
inmediatamente. Vino con su sotana, aquel hombre que como digo había sido profesor
mío, y que era un docente extraordinario. «Ay, señor ministro», me dijo en tono
apocado y respetuoso. Yo, a las dos veces de oírle llamarme ministro, le dije: «Mire
usted, don Manuel, vamos a hablar como cuando estudiábamos el Tratado de Lógica
Fundamental de Abel Rey, que era una obra importante, aunque algo esotérica. Vamos a
llamarnos como cuando usted pasaba lista y me preguntaba la lección, don Manuel».
Tuvimos un par de conversaciones y me explicó su caso con amargura. Oliveros
le había embargado y quería quitarle las cuatro cosas que tenía. Aunque yo carecía de
jurisdicción, llamé a Oliveros y le dije: «Oiga, ese hombre ha sido compañero de usted
y uno de los más ilustres profesores que yo he tenido, un hombre que Dios le ha tocado
el alma convirtiéndole al catolicismo». A Oliveros, que se las daba de muy beato -creo
que lo era más que creyente-, no le impresionaba nada la conversión de Morente, y tuve
que sostener una verdadera batalla con él y recurrí hasta a Franco para sacar a mi viejo y
querido profesor de las garras de esta ley.
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