Cuentos de besos, espantos y maravillas

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EL CARTERO DE BESOS
Jorge era un chico más o menos normal
de once años. No demasiado alto, no demasiado flaco; de pelo castaño y enmarañado,
de ojos pardos y soñadores. Era conocido
en el colegio por ser un maestro en el arte
de enviar besos en volandas. Pero no siempre fue así, tuvo que practicar mucho y
pasar por incontables aventuras (y desventuras) para llegar a ello.
La primera vez que envió un beso volado fue por pura casualidad. Su madre regresaba del mercado y él se colocó estratégicamente en el rellano de las escaleras del primer piso del edificio. Cuando ella apareció
por la esquina de la calle, él depositó el
beso en su mano izquierda, esperó a que
ella estuviera a la altura de los matorrales de
la entrada del edificio y entonces, lo voló;
así sin más, soplando en su mano, como un
beso volado cualquiera. Pero qué grande
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El cartero de besos
fue su sorpresa cuando vio que el beso bajaba con torpeza hasta llegar al cachete de su
madre. E incluso después, cuando ella le
dio las gracias por el dulce gesto.
Fue así, por error o por suerte, como
descubrió que tenía aquella extraña habilidad y decidió aprender más sobre ella. Que
él supiera, no existía nadie más en todo el
colegio que pudiera hacer algo semejante.
Quizás aquello le haría popular, famoso,
importante. Tal vez le hacían entrevistas y le
llevaban a la televisión y a la radio. Jorge
pensó todas las posibilidades, y todo cuanto imaginaba era realmente bueno.
Así, empezó a practicar y, poco a poco, fue
ganando maestría y soltura en aquel arte. No
tardó demasiado en ser capaz de enviar el beso
nada más su madre aparecía al fondo de la avenida. Una semana más tarde se aventuró a colocarse en el rellano de las escaleras del segundo piso; luego del tercero, del quinto. Desarrolló tal habilidad que los podía lanzar dando
amplios tirabuzones, curvas espectaculares o
rectas imposibles. No importaba la forma en
que los enviara, los besos siempre llegaban hasta su madre con la misma suavidad y ternura.
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El cartero de besos
Otra de las cosas que caracterizaba a
Jorge era su timidez. De hecho, me atrevería a decir que quizás por culpa de esa vergüenza o gracias a ella fue perfeccionando
su técnica. Y como había ganado tanta pericia en aquel arte de enviar besos en volandas, se aventuró a dar un paso más.
Después de varias semanas de entrenamiento desde diversos pisos del edificio, se
envalentonó y decidió enviar besos a esas chicas del colegio que tanto le gustaban y a las
cuales no se atrevía ni a acercarse. Se escondía
detrás de una farola, un muro, un contenedor
de basura o cualquier otra cosa que le ayudara a ocultarse y, entonces, enviaba sus besos.
La primera en notarlos fue Patricia, una
chica de trenzas rubias siempre perfectas y
sonrisa uniforme que a él le gustaba muchísimo. Él le envió un beso pequeñito desde
detrás de uno de los bancos del patio. Este
voló como una abeja, dando tumbos por el
aire hasta llegar a ella y posarse en su mejilla. Todos recordamos la forma en que ella
enrojeció de la vergüenza y aunque no
sabíamos la razón, al poco tiempo nos enteramos y comprendimos su rubor.
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Con la práctica, como es lógico, su habilidad fue aumentando. Ya no tenía la necesidad de esconderse, sino que desde su propio pupitre enviaba besos a las chicas de la
primera fila. Cuando era la hora del recreo,
se dedicaba a enviar besos a las de otros
cursos (pues estas siempre procuraban
esquivarlos y eso suponía un reto mayor).
Cierto día se animó a enviar un beso a
Daniela, su vecina del tercer piso. Era una
chica guapísima que estudiaba en otro colegio, a él le gustaba desde hacía años, pero
por aquello de su timidez, nunca le había
dicho nada. Ahora que tenía esta capacidad,
podría lanzarle besos desde su propia casa y
sabía, a ciencia cierta, que ella los recibiría.
Jorge se asomó por la ventana de su habitación en el octavo, respiró hondo, depositó el
beso con seguridad en su mano izquierda (que
ya la tenía considerada como su mano buena)
y lo voló. El beso cayó en picado más o menos
hasta el quinto piso, entonces empezó a batir
labios como si fuera una mariposa extrañamente voluptuosa y entró con suavidad por la
ventana del tercero, posándose en los labios de
Daniela con la mayor dulzura.
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Claro que aquella no era una maniobra
sencilla y le costó algo de tiempo lograrla. A
decir verdad, tuvo que hacer muchos intentos para conseguirlo. Los besos fallidos se
vieron arrastrados por ráfagas repentinas de
viento y terminaron en las ramas de algún
árbol o enredados en los cables de electricidad. Incluso uno de los besos calculó mal el
ángulo de entrada y terminó metiéndose
por la ventana de la señora que vivía en el
quinto, que en ese momento estaba justo
regando las plantas y culminó en su boca de
una forma un poco bochornosa. Pero Jorge
era perseverante y no se desanimaba; así,
tras muchos intentos logró su cometido.
Ya se habrán dado cuenta de lo mucho
que le gustaba superarse, así que comprenderán que intentara algo aún más difícil:
había llegado el momento de aprender a
enviar besos volados con lengua. Cosa que
en principio parecía fácil, pero resultaba
complicado pues había que medir la intensidad, la duración, el movimiento. Al principio solían torcerse hacia la derecha y
muchos de sus besos fallaron el objetivo y
terminaron besando el pavimento de la
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El cartero de besos
calle o, con peor suerte, a algún perro o la
bota de algún profesor que pasaba en ese
momento.
Pero el verdadero mito empezó el día en
que su amigo Nicolás le pidió un favor
imposible aunque importante: que enviara
un beso a su novia, que se encontraba de
viaje de fin de curso en Francia. Jorge no se
negó, pero era consciente de que aquello
era una completa locura. Se fue a la ventana, se concentró en la cara de la novia de
Nicolás y voló el beso. Cuál fue la sorpresa
de ambos cuando a los cinco minutos de
haberlo lanzado, llamó Marta desde París
para dar las gracias a Nicolás. Claro, a partir
de aquel momento la fama de Jorge «el cartero de besos» (como dieron en llamarle sus
compañeros) fue en aumento. Todos en el
colegio tenían siempre una amiga o amigo,
novia o novio, padres o abuelos en algún
lugar y siempre querían enviar algún beso.
Jorge los enviaba encantado. Al principio sólo para sus amigos más cercanos. Pero
después, todos los que íbamos a aquel colegio pudimos disfrutar de aquella maravilla.
Así, chicos y chicas hacían enormes colas
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El cartero de besos
para que el cartero de besos enviara alguno
en su nombre. No importaba el curso, la
edad, o la distancia. Tampoco importaba si
eran para un chico o una chica, Jorge volaba aquellos besos como hermosos y veloces
pájaros que recorrían el colegio en todas
direcciones y llegaban a sus destinatarios
siempre con la misma eficacia.
Como su fama iba en aumento, Rogelio,
el profesor de Educación física, se acercó y le
solicitó que mandara algunos besos para él.
Luego vino Encarna, la encantadora profesora de inglés, y también Cande, la profesora
de música. Al final todos los profesores se
habían vuelto cómplices de aquel cartero y
de aquellos besos voladores que, de pronto,
recorrían los pasillos y los recreos, se agazapaban a la espera tras las ventanas y saltaban
desde los pisos más altos en espectaculares
vuelos. El colegio se llenó de besos, y todos
recibimos aunque fuera sólo uno.
El tiempo pasó deprisa y, al llegar las
vacaciones, todos sabíamos que había llegado también el fin de aquella magia. Jorge
estaba en el último curso, así que, para el
próximo no estaría en la escuela. Quisimos
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buscar un sucesor, alguien que fuera capaz
de obrar el milagro, un nuevo mensajero de
aquel tipo, pero nada. Nada. Nadie fue
capaz. Los días del cartero de besos habían
terminado. Jorge se marchó y con él, se perdió por completo aquella magia y aquella
fantasía; sólo quedó el recuerdo de aquel
arte de enviar besos en volandas.
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