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El poeta Miguel de Cervantes: “Yo que siempre trabajo y
me desvelo”; por Alejandro Oliveros
Alejandro Oliveros · Saturday, September 10th, 2016
Es probable que Don Miguel de Cervantes hubiese preferido que la inmortalidad lo
recibiera como poeta y no como novelista. En aquella sociedad rígidamente
estratificada de la España y, sus colonias, del XVII, la poesía mantenía un prestigio
negado a otros géneros, como el teatro o el incipiente de la novela. Pocas, o ninguna,
referencias se conocían de novelistas en la Antigüedad clásica, y en tiempos modernos
no eran muchas ni muy prestigiosas. No se conocía de un miembro de la aristocracia
española que hubiera incurrido en el género. Como sí lo habían hecho en la poesía. El
marqués de Santillana y el agitado conde de Villamediana eran apenas dos de los
muchos nobles que habían mostrado sus talentos en el raro arte de escribir versos.
Las órdenes de caballería aceptaban con agrado a poetas como Francisco de Quevedo,
pero no estarían dispuestos a hacerlo con uno de estos cultivadores de un género,
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como la novela, que desde lejos olía a burguesía. Cervantes dedicó parte de sus
desvelos a ser poeta, por vocación, y por el mismo arribismo que distinguió a los
mejores talentos de su tiempo:
Yo, que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo.
Y los “desvelos” tienen que haber sido de sobra porque, a pesar de que no siempre se
lo recuerda, la obra poética de Cervantes es acaso más dilatada que la de otros vates
de asegurada gloria, como Fray Luis, San Juan de la Cruz, Garcilaso, Boscán y el
mismo Góngora. Por desgracia, la poesía, que suele ser ingrata, no siempre compensa
con holgura estos afanes. Y tal es el caso, con no poco de patético, del autor de la
mejor novela escrita en lenguas occidentales. No fue muy celebrada por sus
contemporáneos la lírica de Cervantes. Y ni siquiera Don Quijote, su propia criatura,
se aventuró a resaltar sus logros: ¨Muchos años ha que es grande amigo mío ese
Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos”. Lope de Vega, por su
parte, se refiere a él en dos oportunidades:
Pero su ingenio en versos de diamantes
Los del plomo volvió con tanta gloria,
Que por dulces, sonoros y elegantes
Dieron eternidad a su memoria:
Porque se diga, que una mano herida
Pudo dar a su dueño eterna vida.
Pocas veces, y lo fue muchas, Lope pareció tan insincero; y tal vez deberíamos creerle
más cuando escribió que, de los muchos poetas de aquella época, “ninguno hay tan
malo como Cervantes”. No menos implacable fue Francisco Manuel de Melo, cuando
se refirió a don Miguel como “poeta infecundo, quanto felicissimo prozista”.
Ciertamente, escribió mucha poesía Cervantes. En dos tomos la reunió Vicente Gaos,
en la que tal vez sea una de las ediciones más confiables. El primer volumen está
dedicado al Viaje del Parnaso. Un irregular, por decir lo menos, y monótono, por
unanimidad, poema en tercetos en donde, a la usanza italiana, se presenta a Apolo
emitiendo juicios sobre los poetas y la poesía de tiempos del autor. Las limitaciones
del genial novelista se reiteran a cada página y en todos los capítulos:
Tú, belígera musa, tú, que tienes
la voz de bronce y de metal la lengua
cuando a cantar del fiero Marte vienes…
Y cosas por el estilo.
El larguísimo Viaje termina con cuatro líneas memorables, las mejores del conjunto:
Fuíme con esto y, lleno de despecho,
busqué mi lóbrega y antigua posada,
y arrójeme molido sobre el lecho;
que cansa, cuando es larga, una jornada.
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El segundo sector de la extensa producción lírica de Cervantes (un tercero incluiría
toda la que se intercala en su teatro y ficción) son sus Poesías sueltas, escritas en las
más diversas ocasiones. Aquí, encontramos al más conocido de sus poemas, “Al
túmulo de Felipe II en Sevilla”; no un gran soneto, como los de Quevedo o Góngora,
pero digno de ser recordado por lo mucho que revela sobre la historia española de su
tiempo. Con otro soneto, “A la entrada del duque de Medina en Cádiz”, dos de las
expresiones más sinceras del clima de corrupción y decadencia de la monarquía
habsburga. En este último, se alude la figura del duque de Medina Sidonia, grande de
España y el hombre más rico de su tiempo. El mismo al cual, a pesar de su confesada
incapacidad como marino, fue designado por el “prudente” monarca como
comandante supremo de la empresa tristemente conocida como Armada Invencible.
De nada sirvieron los ruegos de Medina, quien, arrodillado ante un Felipe II sordo y
necio, confesaba que no era hombre de mar y que se consideraba, con razón, como el
menos capaz para llevar a cabo aquel proyecto por demás honroso y distinguido de
invadir Inglaterra. Los resultados son conocidos. El dominio inglés de las vías
marítimas se consolidó y le facilitó incursionar de manera reiterada en las costas
españolas. A una de estas hace referencia Cervantes, manco por sus servicios a la
corona, en el segundo de los mencionados sonetos:
A la entrada del duque de Medina Sidonia en Cádiz
Vimos en julio otra semana santa
atestada de ciertas cofradías
que los soldados llaman compañías,
de quien el vulgo y no el inglés se espanta.
Hubo de plumas muchedumbre tanta
que, en menos de catorce o quince días,
volaron sus pigmeos y Golías,
y cayó su edificio por la planta.
Bramó el becerro, y púsoles en sarta,
tronó la tierra, escureciose el cielo,
amenazando una total ruina;
y al cabo, en Cadiz, con mesura harta,
ido ya el conde, sin ningún recelo
triunfando entró el gran duque de Medina
La ironía del gran ingenio es feroz. Refiere Cervantes la toma de Cádiz, en julio de
1596, por tropas inglesas al mando de Essex (el conde del poema), Raleigh y otros
comandantes. Era sólo otra de las bochornosas acciones acometidas por los súbditos
de Isabel I, después el desastre de la Armada. Encargado del gobierno de Andalucía
era para entonces no otro que el mismo “gran duque de Medina”; el cual, a su carrera
como líder militar, sumaba esta nueva acción. Los ingleses dedicaron 24 días al
saqueo del puerto gaditano, sin ninguna intervención seria por parte de las
autoridades de la cual preocuparse. Las aguerridas tropas de Medina, al mando de las
cuales se encontraba el capitán Becerra (“bramó el Becerro”), se apersonaron al cabo
de los sucesos, idas ya las tropas expedicionarias, y fue cuando “sin ningún
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recelo/triunfando entró el gran duque de Medina”. La afrenta no podía ser más
dolorosa para Cervantes. A las órdenes de verdaderos generales, había servido en los
ejércitos de Felipe. En Lepanto, siguiendo las del marqués de Santa Cruz y Juan de
Austria. Luego, con Ponce de León y el legendario Ponce de Figueroa, en Italia. Su
mano izquierda había perdido, defendiendo con arrojo (“con una mano en la espada
asida, y sangre de la otra derramada”) lo que ahora Medina y Becerra perdían con
indolencia. El soneto tal vez merecería el olvido si no fuera por lo sincero y la calidad
de su “punzante” ironía. En un siglo donde la ironía era uno los instrumentos de
expresión más al uso, el texto de Cervantes no podría estar ausente de una antología
seria de la poesía satírica de su tiempo.
Por fortuna, Don Miguel no estuvo en Cádiz durante ese verano humillante de 1596.
William Shakespeare tampoco, pero es que el poeta inglés nunca fue soldado. Otro
destacado poeta contemporáneo, tan destacado que para Borges era el poeta lírico
más importante de la lengua inglesa, sí estuvo entre los jóvenes aristócratas que
acompañaron a Essex y Raleigh en la aventura. Se trata, por supuesto de John Donne,
quien hizo velas, más interesado en el botín que en cualquier gloria militar. Es lo más
seguro que este lector “hidrópico” que fue Donne se contara entre los que se sumaron
a Essex durante la operación que culminó con el saqueo de la dilatada biblioteca del
obispo, muchos de cuyos volúmenes fueron a parar a la Biblioteca Bodleian, de
Oxford. Fueron varios los textos que escribió Donne sobre su experiencia española. El
más recordado es también el más terrible. Allí, con ingenio metafísico, canta el
incendio y naufragio del San Felipe, uno de los bajeles españolas fondeados frente a
Cádiz.
El otro poema que nos debe interesar de Cervantes, su mejor soneto, injustamente
dejado fuera por Menéndez Pelayo en su antología canónica, es el mencionado, “Al
túmulo de Felipe II en Sevilla”. Uno de los muchos poemas políticos escritos durante
esos años, que fueron los desmoronamiento del imperio español, víctima de sí mismo y
no del infiel o la pérfida Albión. El tono burlesco y su gruesa ironía, apenas disimulan
la amargura del gran autor y valiente soldado. Su humor es el más cervantino, con
olores a ajo, vino tempranillo y cuero curtido, a tierra castellana y resentimiento justo.
Debe haber sido escrito en fecha cercana al anterior, y es el preferido entre los
preceptista de profesión por su estrambote, un recurso estilístico con no poco de
estrambótico:
¡Voto a Dios, que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!;
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
¡Por Jesucristo vivo!, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla
Roma triunfante en ánimo y nobleza!
Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente.
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Esto oyó un valentón y dijo: “Es cierto
cuanto dice voacé, seor soldado,
y quien dijese lo contrario miente”.
Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.
La última imagen es la más inquietante, y la rima “espada/nada¨, la más elocuente.
Una dramática expresión de aquella decadencia espiral de la España del seiscientos.
Habla de la inutilidad de las armas de lo que un tiempo fue ejercito famoso y
conquistador de más de medio planeta. De nada sirve en estos tiempos la espada,
recuerda el poeta que supo empuñarla y teñirla de rojo: “con la una mano en la espada
asida/y sangre de la otra derramada”. Otro soneto de la época, una de las glorias del
idioma, acude también a la imagen de la espada para cantar “lo que se pierde”; estas
son las últimas seis líneas:
Entré en mi casa: vi que amancillada
de antigua habitación era despojos;
mi báculo más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí la espada
y no hallé cosa en qué poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.
Uno, el de Cervantes, y otro, el de Quevedo, son expresiones ajustadas de aquellos
males del XVII, los mismos que produjeron los mejores momentos del arte y literatura
españoles. Aquel Barroco que cantaron los grandes líricos del siglo, Góngora,
Quevedo, Lope; entre los cuales, a pesar de sus trabajos y desvelos, no podría
contarse al autor de la más formidable de las ficciones europeas de todos los tiempos.
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