Ifigenia, sacrificio y sacerdotisa

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Ifigenia,
sacerdotisa
sacrificio
y
1. El sacrificio de una hija
Un nombre es un destino. Ciertamente el nombre Ifigenia –de
quien ahora narraré su historia- significa “mujer de raza
fuerte” confirmando, precisamente, su incomparable
personalidad. Ella era hija del rey Agamenón y la reina
Clitemnestra. Su padre fue el jefe que comandó las tropas de
la guerra de toda Grecia contra Troya, la cual terminó con la
destrucción total de esa ciudad. El rescate de Helena, la
hermosa reina de Esparta, que había sido raptada, era el
cometido de esa expedición. Tal vez por eso, hay quienes dicen
que Ifigenia ha sido hija de Helena, concebida cuando ésta
fue, en razón de su belleza, retenida por el héroe llamado
Teseo. Dicen que Agamenón y Clitemnestra sólo fueron los
padres adoptivos que la criaron. Esta versión no es la que
comúnmente más se apoya. La historia oficial afirma que
Ifigenia era verdadera hija de Agamenón, lo cual hace que su
legenda sea aún más dramática.
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El rey Agamenón se había ganado la cólera de la virgen y diosa
Artemisa, la cazadora, protectora de los animales salvajes.
Venerada por las mujeres jóvenes, guardiana de la virginidad y
fiel ayuda en los partos. Ella era una eximia cazadora que
portaba arco y flechas. El ciervo y el ciprés le estaban
consagrados. Se comenta que fue Agamenón quien mató un ciervo
sagrado de la diosa, alardeando ser mejor cazador que ella.
Hay quienes, disculpando a Agamenón, afirman que fue uno de
sus hombres quien dio caza al venado sagrado.
Para la diosa Artemisa resultaba lo mismo si era Agamenón o
uno de sus hombres quien lo había ejecutado. Desde entonces
ella juró cruel venganza. Sólo tenía que ser paciente y
esperar el tiempo oportuno. Todo llega cuando se trata de
saldar deudas pendientes: los dioses nunca olvidan. A ella, no
le importaba esperar. Sólo le interesaba poder cobrarse la
vida de su ciervo consagrado.
Si uno espera las circunstancias favorables, la venganza viene
sola. Para la diosa, la sangre reclamaba sangre. Como eximia
cazadora, sabía que el precio de una venganza siempre es caro.
Nadie está nunca está dispuesto a pagarlo. Por eso, ella
estaba decidida a tomarlo. No importa lo que costara.
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El tiempo pasaba impiadosamente rápido. Cuando los reyes
griegos se complotaron para destruir la ciudad de Troya, el
camino por mar dependía siempre de los vientos favorables.
Agamenón, capitaneaba una inmensa flota. Nunca hasta entonces
se había visto algo igual. Eran más de mil barcos y más de
diez mil hombres.
De pronto, como por un designio divino, los vientos cesaron de
soplar. Todo quedó pesado, detenido y estancado. Se llegó a un
punto en que los navíos tuvieron que parar. Nadie sospechaba
que Artemisa, la diosa, tenía poder para detener y sujetar los
indomables vientos.
Impaciente por llevar días sin poder zarpar, Agamenón consultó
al adivino Calcante, conocido también simplemente como Calcas,
el cual reveló el secreto de la diosa y además también
manifestó su voluntad. Ciertamente Agamenón nunca hubiera
querido escuchar ese deseo divino. El precio de la venganza de
la diosa estaba a punto de cobrarse de la manera menos
esperada.
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Calcante era un poderoso y célebre vaticinador. Nieto del
polifacético dios Apolo, divinidad de la luz, el sol, la
verdad, la profecía, la medicina, la curación, la música, la
poesía y las artes. Apolo era hermano mellizo de la diosa
cazadora, Artemisa. Fue Apolo quien -a su nieto- le comunicó
el don de la profecía.
Calcante era el profeta autorizado y reconocido para anunciar
todo lo referente a la Guerra de Troya y sus héroes. Fue él
quien predijo que la contienda duraría diez años, el que
aconsejó también la construcción del famoso Caballo de Troya y
quien anunció el azaroso regreso de los vencedores a su
patria. Algunos afirman que llegó a predecir hasta el mismo
día de su propia muerte. Otros dicen que murió tras una
competencia de hechicería a manos de un profeta rival.
Cuando fue consultado en esta ocasión, el adivino
reveló un oráculo según el cual la diosa Artemisa tenía una
deuda pendiente con el rey Agamenón por lo cual estaba
reteniendo los vientos del mar obstaculizando el camino del
monarca. La única forma de apaciguar a la diosa era derramando
sangre. Debía sacrificar, en un altar en honor a la diosa
Artemisa, nada menos que a Ifigenia, la hija del rey
Agamenón.
Así como la diosa amaba la vida de sus ciervos
sagrados, los cuales les estaban dedicados y uno de ellos
había sido sacrificado por el orgullo presuntuoso del rey al
querer destacarse como el mejor cazador; de manera semejante,
el precio de su ostentación y de su profanación sólo se
saldaría con la vida sagrada de Ifigenia. No había otra
opción. Los vientos sólo volverían a estar libres y desatados
sobre la superficie de las aguas si había derramamiento de
sangre inocente.
El rey –ante semejante anuncio- quedó estupefacto y mudo. No
podía creer semejante pedido. Al principio rotundamente se
negó. Se sintió horrorizado, asqueado y escandalizado. Le
parecía injusto que su hija pagase por la vida de un ciervo
que, si bien pertenecía a la diosa y era consagrado, no
obstante seguía siendo un animal. No había punto de
comparación. Sin embargo, entendía que los dioses tienen
caprichos vividos como extravagantes lujos.
La diosa –no obstante- permaneció inamovible en su voluntad.
No había posibilidad de revocar tal decisión. El tiempo de los
dioses que todo lo cobra con su extrema paciencia, había
llegado a su fin. Ahora el precio era la sangre. El tiempo de
espera de la diosa tenía el precio de la sangre ajena, sangre
joven e inocente. Así como el rey Agamenón, irresponsablemente
había derramado sangre sagrada, ahora él tenía que sentir lo
que antiguamente había sido el sufrimiento de la paciente
diosa.
Mientras tanto, el mar seguía quieto. Tan inmóvil que no
parecía una pesada masa acuática. Se asemejaba a un duro metal
brillando a la luz del implacable sol.
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Los días seguían pasando cargados, sin la más mínima brisa,
cosa inaudita en el mar. La tripulación comenzó entonces a
impacientarse demasiado. El aire permanecía quieto y denso.
Nada se movía. Ni siquiera había olas. Todo el ejército
comenzó a protestar. El cansancio, el hambre y la sed se
empezaron a sentir. El rey Agamenón no quería, ni siquiera
remotamente considerar la posibilidad transmitida por el
adivino agorero; sin embargo, los miles y miles de soldados
griegos no podían seguir permaneciendo allí, estancados.
Comenzaron a quejarse y presionar.
El rey sabía que, desde tiempos antiguos, estaba en falta con
la diosa. Lo que nunca sospechó fue el precio de esa terrible
venganza divina. Los dioses encuentran placer en tales
prácticas. Suelen hacer sentir así su poder a los mortales.
Cuando se llegó al límite de la paciencia por tal exasperada
situación y la inmensa cantidad de navegantes ya no podía dar
más en su ánimo, el rey Agamenón –con todo el dolor de su
alma- no tuvo otra opción que empezar a considerar el precio
de tal pedido divino. Sin querer pensarlo demasiado, no tenía
otra opción –en tales circunstancias- que ceder a tal extrema
solicitud. Por lo tanto, con el dolor de rey y de padre,
consintió –con su corazón partido- en hacer tal sacrificio.
Mandó a uno de sus hombres de confianza para llamar a su hija
que se encontraba en la corte, con su madre, con el pretexto
de prometerla al mayor de los héroes griegos, Aquiles, como
futuro esposo. Cuando ella llegara, ignorando el verdadero
propósito, sin saber que se convertiría el sacrificio vivo y
humano para la diosa Artemisa, el vaticinador Calcante sería
el encargado de inmolarla en el altar que se construyó
especialmente para tal solemne y triste ocasión.
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Cuando después de varios días, vio a su hija felizmente
acercarse, corriendo a los brazos de su padre para saludarlo
tras la larga ausencia debido a su periplo hacia a Troya, el
rey Agamenón lloró amargamente, apretándola fuertemente en sus
brazos. El amor y la culpa se le hicieron un nudo en la
garganta. Todos los hombres, silenciosos, estaban expectantes.
El cielo y el mar continuaban en un espesa y profunda calma
que inquietaba de una manera algo siniestra. Todo permanecía
en sosiego. Nada se movía. Las velas de los navíos, quietas y
los rostros, desanimados.
Calcante, con una respiración agitada y sonora, entre sus
ropas, escondía una larga y filosa daga. El rey Agamenón -al
dar besos de bienvenida que, en realidad, eran de despedida a
su hija- no conseguía observarla sin ver, sobre ella, la
sombra de la venganza de la diosa Artemisa. Con la sangre de
Ifigenia venía para el rey y su tripulación la promesa divina
de obtener vientos favorables para zarpar a destino. Sólo la
sangre vertida, desataría libremente a los vientos.
Al llegar al lugar indicado, su padre la tomó y la
llevó suavemente del brazo hasta Calcante, quien
silenciosamente la condujo hasta el altar. La joven creía que
allí sería desposada con el valiente y apuesto Aquiles. Se
preguntaba cuál de todos esos hombres que la miraban de una
manera extraña sería su prometido. Intentó adivinarlo,
contemplando sus rostros. Sólo captó tristes miradas de
benevolencia y despedida. Algunos de esos rudos hombres tenían
la mirada empañada y húmeda de emoción. Miró a su padre y éste
parecía que también tenía algo del agua de mar en sus ojos
acuosos. Cuando ella posó su mirada en la de él, parecía que
el rey la abrazaba con su mirada, triste y dulce a la vez,
luego el soberano miró al adivino Calcante, asintió con su
cabeza, moviéndola casi imperceptible y levemente y cerró los
ojos. Después de unos minutos interminables, los abrió y miró
hacia el cielo. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre su pecho.
La sal de esas lágrimas se confundieron con la sal del agua
del mar. En ese momento su pensamiento, casi sin poder
evitarlo, fue hacia aquél lugar paradisiaco donde estaba un
hermoso y joven ciervo que una vez mató simplemente por puro
placer.
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A Ifigenia le comenzó a parecer extraño aquél ritual de
compromiso para los esponsales. Calcante, inmutable, la
recostó sobre el altar. Luego cuatro hombres fuertes se
aceraron. Allí fue cuando la joven comenzó a sentir temor,
aunque trataba de tranquilizarse ya que nada malo podía pasar
estando su padre. Los soldados la tomaron y la sujetaron de
pies y manos. Su respiración comenzó agitarse. Presintió que
algo extraño ocurría. Volvió a pensar que nada raro podía
pasar. Su padre, el jefe de todos esos hombres, estaba allí.
Lo buscó con su mirada, incómoda por la posición física en la
que estaba, cuando al fin lo pudo ver, su padre tenía los ojos
cerrados. Eso le pareció aún más extraño. Algo estaba
ocurriendo. Algo estaba saliendo mal. ¿Por qué el rey estaba
como ausente en el casamiento de su hija? Tal vez, él no lo
haya querido o no haya estado convencido pensaba Ifigenia.
Tampoco podía ver a Aquiles, su prometido. Nadie festejaba.
Todo era silencio. Aquél ritual parecía más la despedida de un
muerto que el festejo de un compromiso.
Mientras ella pensaba en todo esto, los hombres robustos
comenzaron a sujetarla más fuertemente, impidiendo la
totalidad de sus movimientos. Al no poder entender lo que
estaba pasando, un horrible presentimiento que se le cruzó por
la cabeza. Empezó a gritar para que su padre, abriera los
ojos, la oyera y la defendiera. No sólo que su padre no abrió
los ojos sino que tampoco parecía escucharla. Un soldado le
tapó la boca. Ella, antes de cerrar sus ojos, sin comprender
lo que estaba pasando y sin entender por qué su padre lo
estaba permitiendo y consintiendo, vio -con el reflejo del
sol- un haz plateado en la mano de Calcante que, solemnemente,
se levantaba sobre ella. Luego… no sintió nada.
En medio de aquél silencio que nuevamente reinaba, de pronto,
un viento comenzó a soplar sobre el extenso manto de un mar
que recién ahora comenzaba a moverse.
2. Los destinos de una familia singular.
Hay quienes aseguran que el sacrifico se realizó y que la
sangre de la joven se mezcló con el agua salada del mar,
tiñéndola de rojo. Esta inmolación martirial de Ifigenia, en
la flor de su juventud, siendo aún doncella, se convirtió en
la futura justificación del crimen que su madre, Clitemnestra,
cometió contra su marido, cuando él regresó victorioso después
de la guerra de Troya. La reina vengó así la muerte de su hija
ya que transcurridos los meses, Ifigenia no volvió, ni tampoco
llegaron noticias de su compromiso. Sólo se sabía que su
prometido, Aquiles, seguía luchando en tierra extranjera. Se
confirmó así, en la corte, la sospecha que muchos decían: que
su hija había sido sacrificada por la ambición de su padre, en
el intento de derrotar a Troya.
Clitemnestra no podía dar crédito a semejante versión. Sobre
todo sabiendo del afecto que su esposo le tenía a Ifigenia. No
podía creer que -por deseos políticos- él sacrificara todo,
incluso la vida de su propia hija.
Corrieron también otros comentarios que han sido, finalmente,
los que prevalecieron. La mayoría de los hombres presentes, en
aquél extraño ritual, sostienen que -cuando el sacrificio se
iba a realizar- la diosa Artemisa, queriendo poner a prueba a
Agamenón y no permitiendo que se derramara sangre humana de
una víctima inocente, se apiadó de la joven e hizo aparecer,
entre los presentes, un ciervo perdido. Otros dicen un
ternero, un toro y hasta un oso. Lo cierto es que tales
animales no frecuentan la cercanía del mar y, sin embargo,
milagrosamente, allí estaba la que sirvió como verdadera
víctima del sacrificio.
Los dioses suelen cambiar de opinión y tener conductas
extrañas. De hecho siempre hacen aquello que desean. Cuando
apareció el animal, merodeando el altar del sacrificio, los
hombres que estaban presenciando el ritual interpretaron que
la diosa Artemisa quería la sustitución de Ifigenia. La
aparición del animal fue un presagio de que la diosa no
deseaba el sacrificio de la joven y que la ofensa de su padre
quedaba saldada.
En ese momento, algunos hombres tenían los ojos cerrados por
no querer mirar el sangriento acto; otros, estaban distraídos
observando la aparición del ciervo, lo cierto es que, en
medio, de la distracción, la joven despareció, no se sabe bien
cómo, ni por obra de quién.
Se comentaba que la diosa, milagrosamente, la trasladó a otro
lugar donde oficia de sacerdotisa en su templo como virgen
consagrada. Allí tiene el ingrato oficio de sacrificar a los
náufragos extranjeros que llegan a la costa. Se sabe que a los
habitantes de esas tierras no les agradaban los extranjeros.
Ifigenia no entendía esa especie de fobia étnica, no
comprendía esa discriminación en razón de la raza. Le parecía
irracional. Sin embargo, no tenía opción. Si la diosa le había
perdonado la vida e indultado el crimen a su padre, no podía
menos que estar al servicio de ella, dedicada en cuerpo y
alma, obedientemente.
Ifigenia pasó largos años en ese lugar siendo
sacerdotisa del templo. Nunca más supo nada de su familia. Le
repugnaba tener que sacrificar a los pobres extranjeros, le
recordaba su infortunado destino. También ella estuvo en un
altar a punto de convertirse en ofrenda divina. Ahora era
quien todos los días le obsequiaba a la diosa su ofrenda,
viviendo en una perpetua consagración.
Nunca más supo de Agamenón, su padre, ni de su prometido
–Aquiles- ni siquiera de su propia familia. Nunca más supo de
nadie. A menudo, para consolarse, pensaba que había
sido
elegida por la diosa Artemisa, lo cual era ciertamente un
honor; no obstante, no podía evitar de reflexionar qué otro
sería su destino si se hubiera convertido en víctima de la
diosa o, incluso, en esposa del famoso héroe. Ahora, sin haber
elegido, estaba en tierras lejanas, en un templo inmenso donde
las voces subían como ecos que se multiplicaban en un espejo
infinito de sonidos. Ella permanecía siempre parada y muda,
con la mirada perdida y el corazón ausente, junto a un altar
con olor a sangre extranjera que le manchaba las manos y la
túnica blanca. En ese remoto país y en ese lugar sagrado
siempre se sentía una extraña.
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Ifigenia se había convertido en una mujer sin pasado. Nada
había de su memoria, sus raíces y su familia. Orestes y
Electra eran hermanos de Ifigenia. Un día Orestes recibió la
revelación en el oráculo de Delfos del dios Apolo, el hermano
gemelo de Artemisa, que debía trasladarse a una tierra
extranjera donde se erigía uno de los santuarios de la diosa.
Allí debía apoderarse de la imagen que, según la tradición,
había caído del cielo.
El motivo por el cual el oráculo enviaba a Orestes a aquella
tierra era el siguiente: cuando Ifigenia, la hija mayor de
Agamenón, había de ser sacrificada, la diosa Artemisa,
substrayendo a la muchacha de la mirada de los griegos, la
llevó a través de tierras y mares, hasta su santuario, en
tierra extranjera. Allí fue nombrada sacerdotisa y debía
cumplir la costumbre de aquel pueblo: sacrificar a la diosa
todo extranjero que llegará. La mayoría de las víctimas eran
griegos, compatriotas suyos. Lo cual aumentaba aún más su
dolor.
La joven había transcurrido muchos largos años lejos de su
patria, no sabiendo nada de la suerte de su casa. En aquella
ocasión, llegó corriendo un pastor que traía la noticia del
desembarco de dos jóvenes griegos que habían sido tomados
prisioneros. Fueron llevados ante la presencia de la
sacerdotisa para el ritual del sacrificio. Ella interrogó
interesadamente a uno de ellos preguntando por su origen, su
familia y su tierra. Así supo que Troya había quedado
totalmente arrasada. Al preguntar por el jefe de la
tripulación, el rey Agamenón, se enteró que su padre había
sido asesinado por su misma esposa Clitemnestra y su amante
Egisto. También supo que Electra clamó venganza e hizo que su
hermano Orestes vengara a su padre, matando a su madre y al
amante de ésta. Además, se informó que su hermano, habiendo
vengado a su padre, vivió perseguido, sumido en la culpa, no
hallando paz en ninguna parte. Le dijeron, por último, que
Electra se había resentido amargamente por acumular tanto
remordimiento y que Orestes deambulaba atormentado, señalado
por todos, como un parricida.
¡Paradójica familia: los integrantes que no se mataron entre
ellos estaban locos o creyendo que los otros estaban muertos!
Ifigenia, ante este panorama, tuvo internamente una fuerte
conmoción y resolvió darle al extranjero griego un mensaje de
retorno para consolar a su familia en Grecia. Le perdonaría la
vida a él y a su amigo, sin que lo supiera la guardia del
Templo. En el mensaje le comunicaba a su hermano que ella
estaba viva en ese lejano lugar y que fuera pronto a buscarla
y rescatarla.
Ifigenia, no sabía que el mismo prisionero que estaba ante sus
ojos era su mismísimo hermano al cual no había reconocido. Le
ofreció la liberación si llevaba consigo una carta. Orestes,
no reconociendo tampoco a su hermana perdida y temiendo un
engaño, por parte de la sacerdotisa, se rehusó a tal encargo,
ofreciendo a Pílades, su amigo, que estaba prisionero como él,
que pudiera llevar la carta, mientras él se quedaba allí para
ser sacrificado por los dos. Pretendía así liberar a su
compañero de tal desdichada suerte. Tras un conflicto de
amistad y reconocimiento de mutuo afecto, ya que Pílades no
quería dejar a su camarada morir, terminó
por acceder al
pedido, debido a los ruegos insistentes.
El joven Orestes preguntó, casi por casualidad y sin ninguna
esperanza, si se encontraba allí una hermosa joven llamada
Ifigenia. La sacerdotisa, sorprendida de que alguien
preguntara por ella, incluso invocando con exactitud su
nombre, le dijo al extranjero que ella era Ifigenia. Orestes,
se sintió perturbado y conmovido. Con esfuerzo la reconoció
admirado. Luego abrazó a su hermana, largo tiempo,
afectuosamente como intentando recuperar todos estos años sin
su afecto. Ella, incluso cuando él la rodeaba con sus brazos,
se resistía a creer que ese hombre, tan distinto a como ella
lo recordaba, fuera su hermano Orestes. Sin embargo, algunos
relatos de detalles familiares develados por el joven, le
dieron fe en sus palabras.
Los tres allí reunidos -la sacerdotisa y los dos prisionerosinmediatamente tramaron una estrategia para poder huir esa
misma noche. Ella le diría al rey que los extranjeros estaban
infectados con una enfermedad desconocida y que habían
contagiado de impureza la imagen de la venerada diosa, por lo
cual pedió permiso al rey para ir a purificar a las víctimas y
a la imagen de la diosa. El rey –ante la preocupante noticia y
por temor a expandir el contagio de la desconocida enfermedad
en sus tierras- asintió inmediatamente. Se cubrió la cabeza
para no ser infectado y mandó purificar el templo, mientras
Ifigenia y los prisioneros huían, llevando con ellos la imagen
de la diosa. Es así como aquella famosa sacerdotisa huyó,
abandonando esa tierra y su templo. Al llegar –después de una
larga travesía- a su esperada y extrañada tierra, dejó en un
templo nuevo la imagen que la había acompañado durante esos
largos años de exilio. No obstante, en su patria, continuó
oficiando de sacerdotisa. Era lo único que ella había
aprendido a hacer.
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Acerca de los años finales de Ifigenia e incluso de su muerte,
se conoce muy poco. Algunos dicen que finalmente la diosa
Artemisa, después de tantos años de fiel servicio, le concedió
como don y premio la inmortalidad. Hay otros que sostienen que
Ifigenia se identificó con la diosa de la noche, Hécate
convirtiéndose en ella para desaparecer en las sombras. Otros,
en cambio, afirman que finalmente se casó con su prometido
Aquiles, en secreto, cumpliendo así el pretexto del engaño de
su padre cuando usó esa excusa para que su hija fuera
sacrificada.
¡Vaya a saber cómo Ifigenia terminó sus días! Algunas veces el
viento del mar parece decir su nombre. En el templo
extranjero, donde sirvió durante sus mejores años, una vez se
encontró en el altar este poema escrito anónimamente en su
honor. Los versos rezaban así:
La estrategia política y la guerra
se rigen por el código inflexible
de almas de hierro, cuyo pie insensible
pisotea las rosas en la tierra.
Prisionero en los picos de la sierra
de una diosa arrogante e irascible,
duerme el viento, a la flota inaccesible,
y su velamen en quietud se encierra.
Agamenón, para salvar la empresa,
no duda en inmolar a la princesa,
padre inhumano a diosa sanguinaria.
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Aunque ha pasado ya mucho tiempo de aquél suceso en que su
padre la convocó en ese lugar del mar en que el viento no
soplaba, Ifigenia algunas noches se despertaba bañada en sudor
por la pesadilla recurrente de su sacrificio. Acechada por los
miedos llenos de escalofríos y las heridas que resisten a
sanar, recordaba tristemente la dura mirada de aquél hombre
con una gran y filosa daga en la mano.
El tiempo no siempre borra. A veces marca -aún más- las cosas,
fijándolas en el alma. A menudo nos esforzamos por echar a
todos los fantasmas pero -sin embargo- siempre alguno se
resiste y permanece hostigando. Es difícil superar esos
traumas cuando ha sido el padre el que ha herido o, al menos,
ha permitido que los otros lo hagan.
3. El arquetipo de la víctima y del victimario.
Ifigenia es el arquetipo de la inocencia, la pureza y la
ingenuidad. Ella camina fielmente hacia su destino,
desconociendo los propósitos divinos y humanos que rigen su
vida. Es, fundamentalmente, el prototipo de la víctima
inocente, utilizada y manipulada sin que sepa del designio por
la cual es instrumentalizada. Es la mujer víctima, tanto de
los demás como de las circunstancias. No importa lo que cueste
y el precio personal que eso pueda acarrear.
Hay personas que son víctimas y han otras que se victimizan.
Con esa actitud llaman la atención, obtienen lo que quieren y
se ponen en el centro de la escena. Ciertamente este rol es
una estrategia en las relaciones y resulta, cuando se lo
descubre, algo fastidioso.
Hay quienes siempre se lamentan, se quejan de todas formas y
están lastimosamente del lado sufriente de la vida, echándole
la culpa a los demás.
Ifigenia, a su vez, tiene también la contracara del arquetipo
de la víctima: el victimario. De ser ofrenda para la diosa, se
convierte en sacerdotisa de Artemisa, con el encargo de
asesinar a todos los extranjeros que se llegaban al templo.
A veces en la vida pasamos de un rol, a su opuesto, de manera
muy rápida, obligado por las circunstancias, por necesidad o
por conveniencia. Ejecutamos lo que nunca hubiéramos
sospechado hacer o lo que siempre nos negábamos a realizar.
Muchas víctimas terminan siendo victimarios y muchos
victimarios siendo víctimas en el devenir de las impredecibles
circunstancias.
Ifigenia fue víctima sin elegirlo y fue también sacerdotisa
sin elegirlo. Tanto su papel de víctima, como su rol de
victimaria, no fueron escogidos por ella. Si bien la
obediencia y la aceptación superan la sumisión inicial; no
obstante, ella tuvo que infligir a otros, permanentemente, lo
que le hubiere tocado en suerte a ella. Eso fue muy difícil de
sobrellevar para ella.
Ifigenia sabía lo que era la impotencia y el terror
desesperado de la víctima indefensa. También conocía la
frialdad y la omnipotencia del victimario que, impunemente, se
siente que puede hacer cualquier cosa con su prisionero o
rehén.
Son las dos caras de un mismo arquetipo: la debilidad sumisa
de la víctima y el poder desmedido del victimario. La
impotencia y la omnipotencia, los dos opuestos complementarios
de un mismo rostro.
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El arquetipo de la sacerdotisa representa a la guardiana de
los misterios, la que tiene la sabiduría de un conocimiento
sagaz e intuitivo y ha adquirido la prudencia que penetra en
lo más profundo de la mente, buscando en el interior,
descubriendo las verdades ocultas del inconsciente y
estimulando la creatividad e inspiración. Representa el
silencio, el recogimiento, la quietud, la contemplación y la
feminidad divina.
La figura de Ifigenia, a pesar de estar consagrada a una diosa
mujer, no representa totalmente el arquetipo de la sacerdotisa
ya que ella sólo oficia los rituales con un sentido de
obediencia práctica. No es una mediadora de sabiduría
profética y contemplativa. No ejerce dones adivinatorios sino,
más bien, es sólo una hacedora de rituales cruentos y
sacrificios.
En eso se parece a los sacerdotes del Antiguo Testamento que
acudían al templo sólo en función de las prácticas de
inmolación. La docencia religiosa la tenían los escribas y el
rol vaticinador lo poseían los profetas. Los sacerdotes de la
Antigua Alianza se consagraban -según las prescripciones del
Antiguo Testamento- para los sacrificios que ofrecía el
pueblo.
Ifigenia es también una sacerdotisa que sólo practica rituales
de sangre. No ejerce funciones de sabiduría magisterial, con
poderes adivinatorios o proféticos. De hecho, hasta ignora lo
que había sido de su familia. Ella simplemente estaba
consagrada para ofrecer la sangre de sus víctimas en medio de
una cultura extranjera.
Ella es la que, de algún modo, repite -en los otros- el
destino que le tocó o que le hubiere tocado. No eligió su
camino y tampoco el oficio que tenía. La víctima se volvió
verdugo. Es preciso trabajar la impotencia y el resentimiento
interior que quedan de las consecuencias de acciones de otros
que son inesperadas para nosotros y que nos toman por víctimas
indefensas. Si no se elaboran esos sentimientos, es muy
posible que generen, en nosotros, deseos de venganza.
Ifigenia recordaba la mirada dura de aquél que oficiaba de
verdugo en su sacrificio. Esos fantasmas la atormentaban.
Volvían una y otra vez. A veces se puede vivir sin ellos y
respirar tranquilo un poco y otras veces, están ahí,
recordándonos que no se han ido para siempre, lamentablemente.
4. Ifigenia y Agamenón; Isaac y Abraham; Jesús y Dios, su
Padre.
El Dios del Antiguo Testamento requería diversos
tipos de sacrificios, incluso inmolaciones cruentas de seres
vivos como, por ejemplo, distintos animales. Con el sacrificio
de Jesús en la Cruz, todos los anteriores han sido
definitivamente suplantados ya que “es imposible que la sangre
de toros y machos cabríos borre los pecados" (Hb 10, 4).
Diversas religiones a lo largo de los tiempos han
admitido, incluso el horror de los sacrificios humanos. El
Antiguo Testamento claramente no es partidario de eso. Aunque
hay una escena en que llega al límite de este umbral.
Abraham, el primer Patriarca de Israel, después de
engendrar -en su vejez- a su único hijo, Isaac, lo tiene que
entregar –obedientemente- sacrificándolo con sus propias
manos, por pedido del mismo Dios que lo prueba en su fe. Una
vez que, dolorosamente el padre está dispuesto a hacerlo, en
el momento mismo en que se iba a producir el sacrificio,
cuando empuña su cuchillo, se aparece un ángel que -en nombre
del Señor- lo detiene, poniendo -en lugar de su hijo único- a
un carnero atascado en los arbustos del lugar (cf. Gn
22,1-19).
En el caso de Ifigenia es suplantada por un
ciervo, Isaac -en cambio- es reemplazado por un carnero. La
prueba divina está más en el valor y la extrema obediencia de
los padres –el rey Agamenón o el patriarca Abraham- que en el
sacrificio de los hijos. De hecho, ambos padres han tenido el
debate de su conciencia ante tal pedido y han sufrido por
tener que llevarlo a cabo, casi sin opción ante las
circunstancias dadas. El único consuelo que tuvieron se
sostenía en que la voluntad divina solicitaba ese osado
pedido. Se acentúa así la extrema absolutez de la voluntad
divina, en todos sus requerimientos, por extremos que sean y
el sometimiento de la voluntad humana, tanto de los padres
como de los hijos.
Los progenitores realizaron su sacrificio
interior, incruento, hasta llegar a la ofrenda exterior y
cruenta de la inmolación de sus hijos. Con el sacrificio de un
hijo, un padre lo da todo. No hay más que se pueda pedir. Se
lo ha exigido todo, cuando se pide entregar a un hijo. No hay
nada que pueda compararse a tal pérdida.
Lo que estuvo a punto de realizarse en el Antiguo
Testamento con Abraham e Isaac y en la mitología griega con
Agamenón e Ifigenia y no llegó a ejecutarse, se realiza de
manera plena y extrema -en el Nuevo Testamento- con el Padre
Dios y Jesús, en la Cruz.
Las religiones griegas y judías no se atrevieron a
tanto. No avalaron sacrificios humanos. La religión cristiana,
ciertamente, no los requiere, ni los justifica, excepto el
sacrificio humano hecho por Jesús en la Cruz en favor de todos
nosotros.
El cristianismo se funda en el acto de un
sacrificio humano, en el cual Jesús, el Hijo de Dios, se
entregó libremente por amor. Al ser el Dios Encarnado, su
inmolación como verdadero sacrificio humano fue realizada por
una Persona Divina. Dios mismo se sacrificó en la Persona del
Hijo. Dios es el sacrificio y la víctima a la vez. Jesús es
sacerdote y templo, víctima y altar simultáneamente.
Hay un texto del Nuevo Testamento que nos habla
que Dios, el Padre, no perdonó la vida de su Hijo Jesús. Dice
así la Carta a los Romanos: “si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros? El mismo que no perdonó a su propio
Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos
dará con Él todas las cosas?” (Rm 8, 31-32).
El Dios que pide a Abraham su primogénito, Isaac,
el hijo de la primicia, aparentemente actúa de forma benévola,
ya que el sacrificio humano de Isaac no se llevó a cabo. En
cambio, en el pasaje bíblico citado, Dios entrega a su
Unigénito al sacrificio sin “perdonarlo”, sin rescatarlo de la
muerte injusta como a Isaac.
Este “no perdón” de Dios a Jesús se entiende según
el sentido de la frase que sigue: “lo entregó por todos
nosotros”. El Evangelio de Juan también afirma que “Dios amó
tanto al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3, 16). La
entrega del Hijo -por parte del Padre- es amor y no condena
(cf. 3, 17).
Todo lo que posee el Padre es su único Hijo. Este
“no perdón” es el reverso del amor absoluto y gratuito. No
perdonó a su Hijo para perdonarnos a todos. Sacrificó a su
Hijo para redimirnos a nosotros.
Lo que se le perdonó a Abrahán y a Isaac y a
Agamenón e Ifigenia, no se le perdonó a Jesús en favor de
todos. El sacrificio humano del Señor, de una vez para
siempre, abolió los sacrificios. La Redención ya está
definitivamente realizada a partir de la ofrenda que es Jesús
en su Pascua.
El Padre no perdonó a su Hijo para poder
perdonarnos a todos nosotros. Entregó a su Hijo, el cual es
sustitución “por todos”. Jesús ha ocupado y está
permanentemente ocupando el lugar de nosotros, pecadores. Su
sacrificio nos salvó y lo sigue haciendo hasta el final de los
tiempos. La Carta a los Hebreos afirma que “si la sangre de
machos cabríos y de toros santificaba a los contaminados,
¡cuánto más la Sangre de Cristo purifica nuestras conciencias
de las obras muertas!” (Hb 9,13-14).
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Tenemos que discernir hasta dónde el amor y el
sacrificio nos llevan. El amor sin sacrificio es sólo búsqueda
de placer; el sacrificio sin amor, es mera victimización. Hay
que unir ambas realidades. En algún fecundo momento se
encuentran –amor y sacrifico- convocados en un mismo corazón.
No hay que inmolarse innecesariamente. Tampoco
exigir que los otros lo hagan, si no es preciso. Dios no nos
pide que nos inmolemos continuamente. No hay que tener miedo a
lo que Dios nos pueda solicitar. No hay que experimentar temor
por la entrega: “Dios es amor” (Jn 4,8.16). No necesita nada
de cuanto tenemos o podemos darle.
Cuando nos pide algo es para que nosotros tengamos
una providencia mayor, un beneficio, aún más pleno, para
nosotros o para otros. Los cristianos no tenemos un Dios
sádico y vengativo que se satisface con el sufrimiento y el
sacrificio de sus hijos. Dios “no perdonó” a Jesús para poder
perdonarnos a todos. Lo abandonó a Él para re-encontrarnos a
nosotros. Lo entregó a Jesús, para reconciliarse con todos.
A nosotros -según la captación de nuestra propia
“lógica”- nos pareceque Dios tiene maneras extrañas de
amarnos. Cuando estamos dispuestos a la entrega, Dios
multiplica “el ciento por uno” según su incalculable medida.
El Señor nos devuelve todo lo que entregamos. Lo recobramos
aún más abundante y plenamente.
Cada uno a su debido tiempo, ya sea como padres o
como hijos, tiene que ser capaz de ofrecer el amor sacrificial
y el sacrificio amoroso de aquellos que se entregan, unos por
el bien de los otros.
Ifigenia y Agamenón; Isaac y Abraham; Jesús y Dios, su Padre:
arquetipos, mitos que revelan lo más profundo de nosotros
mismos. (Efecto eco)
Frases para pensar.
1“El tiempo no siempre borra. A veces marca -aún máslas cosas, fijándolas en el alma. A menudo nos esforzamos por
echar a todos los fantasmas pero -sin embargo- siempre alguno
se resiste y permanece hostigando”.
2“Hay personas que son víctimas y han otras que se
victimizan. Hay quienes siempre se lamentan, se quejan de
todas formas y están lastimosamente del lado sufriente de la
vida, echándole la culpa a los dem”.
3“Es preciso trabajar la impotencia y el resentimiento
interior que quedan de las consecuencias de acciones de otros
que son inesperadas para nosotros y que nos toman por víctimas
indefensas. Si no se elaboran esos sentimientos es muy posible
que generen, en nosotros, deseos de venganza”.
4“El amor sin sacrificio es sólo búsqueda de placer; el
sacrificio sin amor, es mera victimización. Hay que unir ambas
realidades”.
5“No hay que tener miedo a lo que Dios nos pueda
solicitar. No hay que experimentar temor por la entrega: “Dios
es amor” (Jn 4,8.16). No necesita nada de cuanto tenemos o
podemos darle”.
6“Cuando estamos dispuestos a la entrega, Dios
multiplica “el ciento por uno” según su incalculable medida.
El Señor nos devuelve todo lo que entregamos. Lo recobramos
aún más abundante y plenamente”.
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