CAPITULO VII LAS MUERTAS Los farolitos alumbraban la noche de

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CAPITULO VII
LAS MUERTAS
Los farolitos alumbraban la noche de Avellaneda como
luciérnagas jovatas, como luciérnagas que alumbran poco y que
enseguida se mueren. Eran lucecitas de agonía. Había un farolito
cada muerte de obispo, eran a gas, y Barceló los había esparcido
como puntitos irregulares por toda la geografía del sur que
comandaba.
-No sólo en el centro eh... -se jactaba-.
-También en las afueras, y hasta enfrente del Riachuelo, que acá
todos los vecinos son iguales, -decía siempre Barceló cuando
invitaba a almorzar a los 30 jefes de las asociaciones de fomento a
la municipalidad-.
Pero Barceló dormía ya. Dormía entre sus sábanas de seda cuando
la yuta avanzaba como avanzaban las culebras cerca del
Riachuelo.
Los grillos y los perros eran connaturales a la noche.
-¿De dónde mierda salen tantos perros Benítez, eh, de dónde
mierda, eso me pregunto yo? Un día vamos a salir de operativo
para hacer cagar a todos esos perros de mierda, ¿me entendió
Benítez?
Benítez tenía los pómulos bien marcados, la piel terrosa y el
gatillo rápido, no hablaba ni cuando le hablaban. Había entrado a
la policía cuando llegó de Tucumán. Cuatro años llevaba en
Avellaneda.
El comisario Rodríguez sabía que cuando hablaba con Benítez
hablaba solo, pero a Rodríguez le gustaba hablar sólo, por eso
prefería a Benítez que nunca le contestaba, le gustaba que nadie
se le opusiera, y además, Benítez era el mejor con los fierros.
Benítez desconocía la piedad y eso era indispensable, pensaba
Rodríguez, que por lo demás no era ningún boludo.
Pero había otros más, esa noche eran seis los canas. Cada uno con
la 38 bien brillosa, todos y cada uno como una culebra
hambrienta, con la sangre bien fría, y los ojos inmóviles como los
de los idiotas.
En el prostíbulo de las judías, una rusita bailaba un tango sola.
Las gasas rojas apenas le cubrían las tetas.
El pianista fumaba. La luz era roja también. Había marinos y
obreros en las mesas. Los marinos llegaban desde el fin del
mundo, pensaba siempre la rusita que ya había aprendido a pensar
en castellano, y los obreros también llegan del fin del mundo,
pensaba la rusita, porque para ella Avellaneda era el fin del
mundo, y eso estaba pensando, bailando sola, mostrándose
delante de los clientes, que pagan para divertirse con la
mercadería como decía el mierda del cafishio, y ella bailaba sola
pero no para mostrar nada, sino para pensar, pensar y bailar,
pensaba la rusita que siempre pensaba cuando bailaba sola,
porque estaba sola ahí en Avellaneda, con decenas de hombres
que pagaban para manosearla y entrarle como si ella fuera nada,
ella, la misma que había enamorado a un príncipe allá en Kobel
de donde venía, eso decía ella, que allá en Kobel, un príncipe se
quería comprometer con ella, pero que la dejó porque ella era
judía, aunque antes de dejarla la violó él y también los otros, en
esa noche fatal en la que borracho y con otros dos borrachos
aristócratas y bárbaros la atenazaron en su casuca y uno tras otro
la embistieron, cortándole la candidez como con cuchillos,
horadándola para siempre jamás, tirándola entre lágrimas y
sangre, y empujándola..
-Escúpanla, que es una judía, -chillaba el príncipe, polaquito
borracho y resentido, vano aristócrata de provincia, furioso,
porque la había amado a pesar de todo. Y hasta le había regalado
un anillo-.
Pero de eso habían pasado ya cinco años y ella, Dvoyra, ya tenía
22 y había cruzado el mar y todas las fronteras, y esa noche,
bailaba un tango reo en el prostíbulo, sin saber que ya la iban a
matar, aunque eso tal vez la hubiera aliviado.
Rodríguez dijo “vamos y eso era suficiente”. Se apearon silentes
de los pingos, empuñaron los fierros, irrumpieron en la sala y
empezaron a tirar nomás, “a las putas, a las putas”, aullaba
Rodríguez y Benítez apuntaba y no fallaba.
-A esa yegua le cruzo el cuello de un balazo petiso, le dijo
Benítez a su compadre Flores, un morochón bajito, cuadrado de
hombros y fuerte como una mula que era famoso porque antes de
salir a matar gente se bajaba una botella de ginebra.
-Sin ginebra no hay baile, -decía Flores y esa que era su frase
predilecta-.
Todo fue rápido, ruidoso, pero rápido. Enseguida cargaron a las
muertas en un carro y enfilaron para el cementerio.
Las bajaron a la luz de la luna al lado de una fosa que ya estaba
abierta y húmeda y las fueran tirando de a una, una arriba de la
otra, muertas y amontonadas como muñequitas de trapo,
destartaladas, con sus bracitos inconexos, alguna que otra con los
ojos abiertos.
Cuando Flores tiró a la rusita de Kobel a la fosa, Benítez lo paró
en seco.
-¿Qué hacés retrasado? A esta hace rato que me la quería coger.dijo-.
La agarró de una mano helada, en la que brillaba un anillo sobre
un dedo muerto, y la subió de la tumba común como a un trapito.
La acostó sin cuidado ahí nomás, al lado de las otras muertas. Le
corrió el camisón transparente y rojo, le bajo la bombacha, le tiró
ginebra en la cara. La ginebra se mezcló con la sangre que en un
hilito le bajaba del labio todavía pintarrajeado.
Se bajó los pantalones y la embistió gritando como un chancho.
Se subió los pantalones y simplemente dijo:
-Ahora sí.
Con una patada la empujó a la fosa.
-Ahora sí, metámosle pala Flores, que ya me la cogí.
Y las enterraron a todas, que eran ocho y bien baleadas.
Faltaba una. Ellos no sabían. Pero había una que no había muerto.
LOS POEMAS DE ROSA
LA MUERTE
Una noche Rosa tuvo un presentimiento y llorando tomó su pluma
de vidrio que se volvía azul y escribió este poema.
Los escribía un cuaderno que en la primera página rezaba:
“Poemas mínimos”
Sólo me importa su muerte
No la mía
Sólo él me importa
Sólo quiero quererlo
Pero va a morir
Brotará su sangre
Como el agua de los cántaros
Su sangre no miente
La bella muerte es más fuerte que yo
La bella muerte lo enamora más que yo
CAPITULO VIII
Niebla del Riachuelo
Ruggierito supo que una vivía. Y empezó a golpear las paredes.
La sangre de sus nudillos dejaba manchitas rojas en las paredes
blancas como la que dejan los mosquitos cuando alguien los
aplasta sobre las paredes blancas. Son manchitas como
reventadas, como una reventón en sí mismo, como un plasma que
se reencuentra con su destino que es pura violencia y crueldad.
Porque eso es al fin el sentido de la vida. Pero no es eso lo que
pensaba Ruggierito en ese momento, claro que no pensaba en eso
cuando pegaba golpetazos sobre las paredes blancas. Eso pensaba
Jacobo. Pero Jacobo es otra historia dentro de esta historia.
Ruggierito golpeaba y se destrozaba las manos pegando y
gritando. Gritaba como un marrano, como un gallo al que le
agarraron el cogote para quebrárselo, como una vaca degollada,
gritaba y no sabía que mierda hacer.
-Una quedó viva, justo la que se tenía que morir. Para matar a esa
mandé matar a todas las otras, y justo esa se escapó. Esa mierda.
Ruggierito salió al patio soleado y pensó. Dos horas pensó bajo la
parra mientras Rosa le cebaba mate y no hablaba. No hablaba ella
y no hablaba él.
Morosamente, ella elevaba la pava y el agua caía sobre el mate,
sobre la yerba. Un sonido ligero, como de tierra y de lluvias por
venir, lluvias sobre tierras ansiosas, así era el sonido y Ruggierito
lo escuchaba como si no hubiera otra cosa en el mundo que el
mate, la pava y el agua y la yerba, entreverándose, sonoros.
Bebía como una estatua, como una estatua viva. Pero como una
estatua al fin porque no se le movía un músculo de la cara blanca.
“Cara de tano”, lo cargaban cuando era un pibe los otros pibes y
él empezaba a las trompadas.
-La que no mataron es la que va a cantar todo, dijo de pronto.
Pero lo dijo en voz baja. Casi como si no le importara.
-La que está viva sabe todo y va a hablar.
Rosa le preguntó tranquila, bajo la parra y con el sol iluminándole
las pupilas a través de la parra
-¿Y por qué no la mataron a esa, che?
-Porque esa noche, Raquel salía con un punto. El tipo había
arreglado todo antes, la pasó a buscar en una voituré a las ocho.
Se la llevó para el trocen. Raquel era la más linda de las putas...
A la Rosa un ligero sentimiento de celos le hizo temblar un poco
las manos cuando cebaba el mate.
-Pero y entonces si Raquel no estaba ¿para qué mataron a todas
las demás?- preguntó Rosa-.
-¿Por qué que no dejás de preguntar boludeces querés, Rosa?
Mataron a todas porque había que matar a todas para que los
rusos del quilombo ese aprendieran, para que se queden sin putas,
porque las únicas putas de Avellaneda son las de Barceló, acá hay
un solo patrón, o vos no sabés eso. Claro vos no sabés un carajo
porque vos sos independiente, porque vos conmigo te sacaste la
grande, porque el patrón te deja piola porque estás conmigo,
porque yo soy como el otro patrón, como el mellizo del patrón, y
por eso acá hay putas de uno sólo o bueno, de dos patrones pero
no de nosotros y de los rusos.
Los rusos esos no pueden venir acá y escupir el negocio, y
sacarnos guita a nosotros, por eso había que matarlas.
-Pero a una no la mataron.
-No y esa nos va a cagar el fato. Raquel va cantar. Ella sabe todo
porque antes trabajo para el patrón y después para los judíos
porque le daban más vento, y ella se encamaba con un par yutas
que le batieron lo de la otra noche, seguro, me juego entero. Por
eso va hablar Raquel y también va hablar porque era amiga de la
rusita esa.
Y Raquel no perdona me chach´en díé, carajo.
No perdona la Raquel.
A la madrugada siguiente, Ruggierito y otros cuatro caminando
entre tinieblas se embarcaron en el bote grande.
Lo tenían amarrado en un rincón de la orilla sobre el que llovían
las ramas de los árboles, protegiéndolo. Era un gran bote verde
despintado, con dos pares de remos en el que entraban 8 personas
tranquilas.
Adentro, resguardada bajo la proa, debajo precisamente de un
banco de madera, una lona verde también como el bote, y bien
envuelta en cuatro sogas cubría las armas.
Había pistolas y hasta rifles, dos Remington que funcionaban
bien a pesar de los años.
Ruggierito subió al bote a las cuatro de la mañana con los otros
cuatro.
Sabía que Raquel tenía una chabola en lo profundo de ese río
negro y que ahí se iba a esconder cuando corría peligros.
Porque Raquel conocía bien el peligro. Había sido amante de un
tal Oscar Quiroga, cuchillero y mishé que la hacía acostarse con
puntos importantes, para afanarles la guita grande. No sólo la de
las billeteras, ella se las arreglaba en medio de las calenturas para
averiguar donde escondían los morlacos de verdad. Y Quiroga
después entraba a las casas ricas, despanzurraba colchones o
muebles y se llevaba el azúcar. Y a veces los asaltados eran tanto
o más turros que el asaltante y buscaban venganza y entonces
Raquel se escondía en choza, muchas veces junto a Quiroga.
Finalmente, a él lo bajaron de 8 tiros, y ella volvió a los
quilombos.
Ruggierito la quería muerta y bien muerta. La quería en la misma
fosa que las otras. Sabía que ella tenía buenos contactos con la
Yuta de Capital y que Barceló no quería problemas con los canas
del otro lado del río. A lo de este lado, a los del Bajo Barracas,
claro los tenía a todos bien lustrados y arreglados, pero los del
otro lado tenían otros trompas y por eso siempre le decía Barceló
a Ruggierito:
-Pibe, con los del otro lado no quiero joda. Yo tengo mi ejército
propio y no es para pelearse con los otros sino para cuidarme el
pago acá. No quiero problemas de frontera, me entendés pibe. Eso
es lo que aprendí en muchos años de poder pibe, hay marcar el
territorio como lo perros cuando mean viste. Y que marcarlo para
que nadie entre joder dentro de tu feudo, pero tampoco hay que
joder afuera eh. El poder es un asunto de límites pibe. Hay que
organizar los límites, y cuidar las fronteras, y una forma de
cuidarlas en no salir nunca de ellas.
El Bote se bamboleó un poco cuando Ruggierito y los cuatro
muñecos vestidos de negro que lo acompañaban se subieron tras
él.
-Manga de boludos, les dijo Ruggierito, como van a venir a un
bote con zapatos giles.
-Patrón, dijo uno, a nosotros nos dijo que estemos listos a las tres.
No sabíamos que veníamos a andar en barco.
-Andá a la puta que te parió. Sentenció Ruggierito para aclararles
cual era su estado de ánimo.
Se sentó en la popa y los otros agarraron los remos para los que
evidentemente eran poco diestros.
En medio del bamboleo y la niebla desató las sogas y abrió la
lona y empezó a poner los chumbos en el piso del bote. Los
chumbos brillaban en la oscuridad, tan lustraditos estaban.
Ruggierito se sintió un jefe eficiente.
Avanzaban lentamente y él miraba las costas con ojo avizor.
Conocía bien la choza. En realidad una vez se había cogido a
Raquel ahí mismo en esa casucha al lado del río. La fue a buscar
como esta vez en bote, Pero entonces él iba sólo. Quería
información sobre Quiroga. Y la encontró en la Choza a Raquel
que le contó que su novio andaba rajando de unos tipos que eran
unos empresarios a los que Quiroga les había chupado a un hijo,
se los había secuestrado, que lo había escondido ahí en ese rancho
precisamente, y que les había pedido un vagón de guita para
liberarlo. Y que el tipo, que era uno de los dueños de Hesperidina
Bagley se había puesto y que Quiroga había cumplido con la
palabra de liberar al pibe que ya tendría como 18 años, pero que
el tipo igual le había jurado venganza y que lo buscaba por cielo y
tierra. Ruggierito quería saber aquello porque Barceló quería
saberlo claro. Quería saber quienes operaban en su territorio sin
su consentimiento. Es decir, quería liquidar a Quiroga
Mientras ella le contaba todo, el le miraba las piernas. Y derecho
viejo nomás le dijo.
-¿Qué mira? ¿Tiene ganas? Si tiene ganas métale eh? Que yo
también le tengo ganas desde hace rato.
Y entonces revolcaron ahí sobre el piso de tierra.
Pero el no logró cobrarle afecto a Raquel. Ni afecto ni nada.
Cuando volvía en la madrugada hacia su choza apenas se
acordaba de aquel revolcón. Esta vez iba a matarla.
Pero cuando llegó a la choza, se llevó la sorpresa de su vida.
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