27 El río Hifasis Margarita Calvo Estévez Fundación Arthis Nº 6 de

Anuncio
El río Hifasis
Margarita Calvo Estévez
Fundación Arthis
Nº 6 de Historia Digital (2004)
D. José María Barracon Ribot
Poeta, Escritor y Arqueólogo
-Alejandro, debes escuchar al viejo Coinos. Comprende que habla en
nombre de los escasos soldados que han llegado hasta aquí desde que, hace
ocho años, atravesamos contigo el Helesponto. Todos ellos quieren pisar de
nuevo el suelo de su patria y reencontrarse con sus padres, si es que aún viven,
con sus mujeres, con sus hijos, que casi serán hombres.
-¿Tú también, Hefestión?
-Sí, mi rey. Sabes que te he seguido siempre y que te seguiría hasta el
Hades si alguna vez decidieses conquistarlo, pero también yo tengo en
Macedonia, nuestra patria, personas queridas que me aguardan desde hace
ocho largos años, y muchas noches, en la amplitud de horizontes de este
continente, añoro el paisaje rocoso y verde que me vio crecer.
Alejandro, rey de Macedonia y de Asia, escucha a su amigo en la
penumbra de la tienda real, donde celebra los consejos militares con sus
generales y los sátrapas aliados que se han unido a él durante los años de
campaña. Está cansado, no del extenso camino que ha recorrido con sus
ejércitos desde el mar Egeo, ni de las luchas que ha librado en las tierras de
los persas, sino de tener que convencer a sus tropas para cada nueva
conquista y cada nueva ambición que le hace ponerse en marcha, cada nuevo
horizonte sobre el cual desea reinar.
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN___________© Fundación Arthis, 2016
27
-Yo soy su rey, elegido por la asamblea de los hombres y por los dioses,
y les he guiado siempre a la victoria.
-Es cierto. Has conquistado un imperio y eres el monarca más poderoso
que ha llegado hasta estas remotas tierras de la India, ¿qué más quieres,
entonces? Ya no tienes que demostrar nada ni a los dioses ni a los hombres,
mi señor, ya tu nombre será recordado con admiración por todas las
generaciones venideras.
Alejandro calla. Durante seis años, desde la batalla del río Gránico,
lejana en su memoria entre los recuerdos de otras batallas y otros sucesos, ha
ido haciendo suyo el imperio aqueménida, no sólo con sus conquistas, también
con sus gestos de amistad hacia los vencidos. Él, Alejandro Magno, es el
heredero de Filipo, su padre, rey de Macedonia, pero también de los basilei de
las polis griegas, de Ciro el Grande y los otros reyes persas, de los antiguos
faraones de Egipto, de los reyes de Asiria y Babilonia; incluso del dios Baco,
que, lo mismo que él, llegó con su séquito hasta la India, en los tiempos remotos
en los que los dioses habitaban la tierra junto a los hombres y los héroes.
Alejandro sabe que lo suyo no ha sido una conquista, ha sido una asimilación
de pueblos que, habiendo sido enemigos durante siglos, se han unido ahora
bajo su égida.
Lo supo seis años antes, cuando consultó, en Egipto, el oráculo de
Amón en el oasis de Siwah. Supo entonces que iba a ser rey de un pueblo
amplio y nuevo, de una raza renovada que reuniría a todos los pueblos
existentes bajo el carro fulgurante de Helios, el sol griego, bajo el disco rojo de
Atón, el sol del Nilo.
Pero ni siquiera Hefestión, su más fiel amigo, comprende lo que le
empuja siempre a seguir hacia adelante, a cruzar un río o una cordillera más,
a no detenerse.
-Además, Alejandro -continúa su querido compañero, uno de los pocos
hombres a los que permite hablarle directamente, como si no fuese su rey-, ya
has oído de boca del rey Fegeo las dificultades que te aguardan al otro lado
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN___________© Fundación Arthis, 2016
28
del río Hifasis: el desierto de Thar, un río ancho como un brazo de mar y
después un rey poderoso con un ejército imponente.
-Basta, Hefestión. Bastante tengo con Coinos y su cháchara de vieja
asustada. Pensaba que ese viejo era aún un soldado valeroso, lo mismo que
el resto de mis tropas, y que no le tendrían miedo ni al mismísimo Ares Alejandro hace una pausa y mira a su amigo a los ojos, con esa mirada suya
que sólo su hermanastro Cleitos resistía-. Pensaba que tú precisamente me
entenderías.
-Pero, mi señor, sabes que yo...
-Vete, por favor, déjame solo.
Hefestión permanece unos segundos indeciso y sale de mala gana al
atardecer otoñal que se posa sobre las tiendas; su silueta se recorta un instante
en la luz macilenta que entra de fuera. Después todo vuelve a estar en
penumbra, los ojos a merced de una gran lucerna de bronce que siempre,
incluso durante el sueño, acompaña al rey. El campamento va cediendo al
silencio de la noche y pronto no se oyen más que charlas aisladas y apagadas
en torno a las hogueras. Nadie canta, como en otros atardeceres, todos
esperan la respuesta que al día siguiente les hará volver sobre sus pasos, a su
patria, o seguir adelante, más allá del río junto al cual han acampado.
Alejandro rechaza esa noche la compañía de su concubina preferida,
quiere estar a solas consigo mismo. En el pequeño altar de su tienda ofrece a
Zeus un sacrificio y reclama, como Aquiles en el asedio de Troya, el consejo
de su madre, Olimpia, que vela siempre por su hijo desde Grecia.
-¡Oh, Zeus, padre de los dioses y padre de mi estirpe, tráeme hasta
estas remotas tierras, que también se someten al poder de tu haz de rayos, las
palabras que mi madre, hija del rey de los molosos y reina de Macedonia en la
corte de Pella, me diría en estos momentos de duda!
El humo del abundante incienso quemado en el altar se contorsiona de
pronto movido por un soplo inexistente y va formando en el espacio un relieve,
bucles, trazos. Alejandro contiene la respiración, sorprendido, aturdido tal vez
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN___________© Fundación Arthis, 2016
29
por el embriagador aroma del incienso que domina el habitáculo cerrado de la
tienda. No retrocede, no tiene miedo. Es demasiado soberbio y demasiado
curioso para permitirse saber lo que es el miedo. Es el rey de toda Asia y nunca
ha retrocedido ante nada ni nadie.
El humo se va concretando en una figura cada vez más humana, ante
los ojos asombrados del joven rey, hasta que surge repentinamente el rostro
aún hermoso de su madre, los ojos almendrados, la nariz recta, los labios
carnosos, la diadema y el manto sobre la cabeza, y el ceño característico,
heredado por Alejandro, de las personas habituadas a mandar. Y es un rostro
expresivo, no estático, un rostro que le está mirando. Por eso ya no se
sorprende cuando la imagen de humo comienza a hablar ni cuando se da
cuenta de que es la voz de su madre, una voz que recuerda con ternura.
-Dime, hijo mío -habla el rostro de humo-, ¿por qué me reclamas
invocando al padre de los dioses desde tierras tan lejanas?
Todavía duda antes de contestar, de iniciar una conversación con aquel
ente impalpable, e incluso se pregunta fugazmente, sólo un instante, si no
habrá bebido demasiado vino durante la cena. Pero por fin se decide a hablar
como si tuviese a Olimpia delante.
-Te reclamo, madre, desde la duda que se adueña de mi sueño y no me
permite dormir.
-¿Y qué duda es esa que aflige tu corazón de guerrero?
-La duda del general que no es comprendido por su ejército, de aquel
que quiere seguir avanzando siempre y se ve frenado, no por los dioses ni por
el destino, como los héroes, sino por la incomprensión de los hombres. He
llegado hasta la India y sé que al otro lado del Hifasis hay otros reinos por
conquistar, otros pueblos que asimilar a mi imperio. Pero no puedo seguir
adelante, mis propias tropas, que nunca han perdido una batalla, son mi derrota
silenciosa y se niegan a avanzar más -Alejandro se deja caer en el lecho con
la cabeza entre las manos, abatido, y después mira a la sombra que le hace
compañía.
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN___________© Fundación Arthis, 2016
30
- Pero dime, hijo mío, ¿por qué siempre pretendes ir más allá? -pregunta
Olimpia-, ¿qué es lo que persigues, qué es lo que quieres encontrar? Cuando
eras niño, recuerdo que jugabas en los jardines del palacio de Pella, pero en
cuanto tus preceptores se descuidaban tú te escapabas a jugar por las calles,
a conocer los rincones más recónditos de la ciudad, a ponerte al frente de todos
los chiquillos con los que te cruzabas, formando un pequeño ejército divertido
y alborotador. Luego recibías el severo castigo de mi tío Leónidas, tu tutor,
aunque yo sé que no te importaba, que te bastaba con la satisfacción de que
aquellos muchachos te hubiesen seguido, durante unas horas, como a un
auténtico caudillo, como seguían los soldados a tu padre en la batalla.
Alejandro sonríe tibiamente con los recuerdos renovados. La imagen de
Olimpia continúa dibujada nítidamente en las sombras que forma la llama
amarilla de la lucerna y el rey piensa que si extendiese la mano podría
acariciarla como cuando era niño y acudía a su regazo. Sin embargo,
permanece sentado, con la cabeza derrotada sobre las manos y la mirada fija
en el incienso quemado, temiendo que cualquier movimiento brusco pueda
terminar con el encantamiento. La voz de su madre sigue llenando el espacio:
-Con quince años domaste a Bucéfalo, tu caballo, delante de tu padre y
de toda la corte macedonia, después de que otros más expertos lo hubiesen
intentado. Sé que Filipo, tu padre, quedó muy impresionado por aquel episodio
del caballo. Y conociste al maestro Aristóteles, el Estagirita. Tal vez fue él quien
te inculcó ese afán por ir siempre hacia adelante, sin detenerte, tal vez es
simplemente la sangre guerrera de tu padre y de tus antepasados, que bulle,
inquieta, en tus venas. No lo sé, pero cuando te fuiste a la conquista de los
persas, supe que ibas detrás de algo más grande, que aquello que empezabas
no era empresa de uno ni de dos o tres años, sino de toda una vida, que nunca
más podrías detenerte a ser feliz.
Alejandro se reconoce en las palabras de su madre y se da cuenta de
que definen, por vez primera, aquello que él nunca ha sabido explicar ni
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN___________© Fundación Arthis, 2016
31
transmitir a sus tropas ni a sus amigos más íntimos. Ahora comprende por qué
nunca es capaz de permanecer en el mismo lugar durante demasiado tiempo.
-Sí, hijo mío -continúa Olimpia-, los dioses te dieron muchas dones, pero
a cambio te condenaron a buscar siempre algo que te llene, a no conformarte
nunca con lo que tienes.
Olimpia calla y observa a su hijo enternecida. Le deja tiempo para
meditar hasta que al fin éste estalla en un caudal irrefrenable de palabras:
-Es cierto, madre, nunca consigo el equilibrio necesario para estar
satisfecho conmigo mismo. En Babilonia, Susa, Persépolis o Pasargada tenía
cuanto un hombre puede desear, pero, tras unos meses en los lujosos palacios
de los Grandes Reyes, la monotonía terminaba por ahogarme con sus brazos
invisibles y el tedio comenzaba a volverme loco. Me sentía encerrado en
palacios inmensos de cien salas como en la celda más miserable y tenía que
lanzarme a nuevos horizontes -Alejandro respira fuerte antes de continuar
hablando con cierta melancolía-. Después me casé con la hermosa princesa
Roxana de Bactra, hija de Oxiartes, una mujer que bastaría a cualquier hombre
para ser feliz, por su belleza y por su linaje, mas una vez que su cuerpo fue un
dominio recorrido y reconocido de arriba abajo por mis manos, perdí el deseo
que me había empujado hasta sus brazos. Sí, es cierto, a los ojos de los
mortales soy un hombre afortunado, pues he llegado a tener más de trescientas
concubinas en mi séquito, pero no he sido capaz de amar a ninguna de ellas;
sólo han sido para mí cuerpos que han ido deslumbrándome y pasando a
medida que iba reconociéndolos, como hacen mis geógrafos y cartógrafos con
los territorios de mi imperio.
La imagen de humo parece estar llorando en silencio y el llanto es como
una niebla que entristece y difumina sus párpados.
-Sí, madre, nunca he sabido amar porque no sé apreciar lo perdurable,
lo constante, sino la agitación, lo imprevisible, el rumor nervioso y la
incertidumbre que precede a la batalla entre las filas de mis soldados, el choque
violento de las armas, el peso incómodo de la coraza y del casco, el olor del
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN___________© Fundación Arthis, 2016
32
miedo, de la rabia y de la sangre. Prefiero mil veces el despertar alegre y
alborotado en un campamento militar que las campanillas y las voces apagadas
que la mañana trae en cualquier palacio real. Prefiero no saber en qué lecho
dormiré mañana, qué cuerpo descubriré tendido a mi lado con la primera luz,
el agua de qué río calmará mi sed de viajero que nunca llega al final del
camino…
-Cierto, Alejandro -dice Olimpia-, mas la vida en ocasiones exige un
descanso y una mirada atrás. Sé que te gustaría llegar hasta el último océano,
pero tienes un imperio que gobernar y para ello no bastan las victorias y las
conquistas, también es necesaria la paz, la calma que permita meditar y
rectificar si es necesario, detenerse a observar, aunque sea un instante, todo
aquello que nos rodea y que siempre ha estado allí. Lo perdurable, como tú
dices, es aquello a lo que nos aferramos cuando el destino ya no está de
nuestro lado -una mano de humo se adelanta como si fuese a posarse en el
hombro de Alejandro-. Es necesario que gobiernes sobre los hombres que
tanto creen en ti, que cimentes tu reino como tus arquitectos hacen con tus
palacios para que no se desmoronen, que afiances lo que has logrado antes
de perderlo todo, antes de que se convierta en humo y te veas sin nada. Es
necesario que vivas la paz de los vencedores, el reposo, la calma. La vida lejos
de un campo de batalla. Y es preciso que le pierdas el miedo a la certidumbre,
a creer saber qué va a ser de tu vida al día siguiente, a disfrutar de lo perdurable
-calla brevemente, mientras él la sigue mirando con plena atención, erguido
sobre su lecho-. Al fin y al cabo, hijo mío, el río Hifasis no va a cambiar su curso,
puede esperar que vuelvas algún año para cruzarlo.
La llama de la lucerna, que se ha ido debilitando, se extingue con un
último resplandor, y con ella la imagen de Olimpia y el encanto de su voz. El
rey alza el brazo inútilmente como para retener la figura de humo. La ha perdido
sin poder replicar ni despedirse de ella. Se incorpora pensativo y respira hondo
en la oscuridad el olor denso a incienso y a sudor. Abre la tienda y sale a la
noche clara, de luna llena, que le recibe con bocanadas de aire fresco. Y piensa
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN___________© Fundación Arthis, 2016
33
de improviso que tiene ya una respuesta para sus soldados y para el fiel
Hefestión, que duerme a la entrada de su tienda, montando guardia. Alejandro
le tapa con su capa púrpura y se encamina hacia la orilla del río Hifasis, a beber
por última vez de sus aguas y a imaginar lo que hubiera podido encontrar en la
otra orilla.
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN____________
© Fundación Arthis, 2016
Anuario de la Fundación Arthis, I, 1, (2016). ISSN___________© Fundación Arthis, 2016
34
Descargar