Como niños en sus brazos

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Como niños en sus brazos
Es natural que todos los que tenemos fe suspiremos por entrar un día en el
Reino de los Cielos allá en la Gloria, así como formamos parte ya del Reino de
Dios aquí en la tierra. Por eso, tenemos siempre muy presente aquello de
Jesús:
- Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Es imprescindible, para permanecer en la fe y para conseguir la salvación,
mantenerse como niños en la presencia de Dios.
Y aquí viene ahora el preguntarnos: -¿Cómo nos figuramos al niño más niño?
¿No lo vemos siempre en nuestra imaginación sostenido en los brazos de la
madre, acariciado por la que le dio el ser, mimado, protegido, descansando
con una paz celestial? ¿Y no nos puede ocurrir a nosotros lo mismo, en el
plan sobrenatural, si nos vemos en los brazos de María, la Madre que nos dio
Jesús, para que Ella, cumpliendo oficios maternales, nos mantenga siempre
niños y alcancemos más segura nuestra salvación?...
Una canción preciosa le decía a la Virgen con ternura indecible:
- Quiero, Madre, en tus brazos queridos, — como niño pequeño dormir, —y
escuchar los ardientes latidos — de tu pecho de Madre nacidos que late por
mí.
Y después de varias estrofas más, a cual más bella, acaba con esta otra, llena
de esperanza:
- Quiero ver tu divina hermosura ― y a tu lado en la gloria vivir; ― si en tu
pecho gocé tu ternura, — ¿no es verdad que tendré, Virgen pura, — la gloria
por ti?...
En palabras tan sentidas, encontramos hoy el tema de nuestro mensaje, y
pregunto:
- ¿Por qué queremos, como niños tiernos, vivir y morir en el pecho de la
Virgen, sostenidos por sus brazos de Madre? ¿Por qué sentimos tan seguro el
Cielo, al estar siempre con María?...
La respuesta nos la da el sentido cristiano, que nos ha dicho siempre, desde
hace tantos siglos, que nunca se ha perdido un devoto de María.
Este sentimiento cristiano está plenamente fundamentado en la Biblia. Jesús
nos encomendó desde la cruz como hijos a María, y basta que nosotros no
nos escapemos de sus brazos, para que Ella no nos suelte jamás. Basta que
acudamos a Ella en el peligro, para que el enemigo no pueda arrebatarnos
nunca de esos brazos maternales. Basta que vivamos y muramos con el amor
de María en el corazón, para que el problema de la salvación esté resuelto del
todo. Es la misión que le confió Jesús. De lo contrario, no se entendería
aquella palabra:
- Ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre..
El pensamiento de la Iglesia ha sido siempre el mismo. Podemos remontarnos
a Santos y Doctores muy antiguos, para encontrarnos con testimonios
abundantes en pro de esta verdad. Voy a citar algunos nada más, que tomo,
naturalmente, de un libro autorizado de Mariología, pues yo no me los podría
inventar... Todos son de grandes Teólogos y Doctores de la Iglesia.
San Alberto Magno se dirige a la Virgen, y le dice: Señora, quienes se
nieguen a servirte se perderán.
San Buenaventura afirma rotundo: El que rehúsa entrar al servicio de María
morirá en pecado. Y le dice a la Virgen, dirigiéndose también a Ella: Madre
mía, quien no te invoque en esta vida, jamás entrará en el Reino de Dios.
San Anselmo es muy categórico: Así como es imposible que se salve el que
no es devoto de María ni implora su protección, así es también imposible que
se condenen los que se encomiendan a la Virgen y son mirados por Ella con
amor.
San Antonino nos asegura lo mismo con estas palabras: Tened por imposible
que se salven aquéllos de quienes María aparta sus ojos de misericordia;
pero, en cambio, necesariamente se salvarán y serán un día glorificados en el
Cielo los que atraen a sí las miradas compasivas de la divina Madre.
Les digo la verdad. Cuando copié estos textos, sentí una gran sorpresa y
sentí casi miedo. Por mí, por nosotros, no; porque todos amamos, y mucho, a
la Virgen. Sentí el miedo por quienes no quieren a María y hasta rechazan con
obstinación su culto y su invocación. Con esta impresión, acudí al Sacerdote
que me prestó la Mariología, y me lo explicó todo muy satisfactoriamente.
Venía a decirme:
- Sí, es cierto. Esos textos son exagerados, como si Dios y Jesucristo no
pudieran o no quisieran salvar sino al que acude expresamente a María. Su
valor consiste en que son testimonios de la tradición más pura de la Iglesia,
la cual siente la intercesión de María con tal poder, que cree, con toda
seguridad, en la imposibilidad de que se pierda quien se ha acogido a la
Virgen con piedad sincera (P. Narciso García Garcés, en TITULOS Y
GRANDEZAS DE MARIA)
Esta seguridad la expresaban bien aquellos marinos que venían a nuestra
América, recién descubierta. Les acompañaban siempre valientes misioneros
que traían la fe a estas tierras vírgenes. En el centro de la rosa de los vientos
colocaban la imagen de María, la miraban con la misma confianza que hoy
nosotros ponemos en la brújula o en el radar, y nadie les arrebataba su
seguridad...
¡Madre María!
Por más que avancemos en los años, siempre seremos niños en tus brazos
maternales. ¿Verdad que estrechados por ellos, tenemos asegurada nuestra
salvación?.. Apegados a tu pecho, sentimos los latidos de tu Corazón que nos
ama... Con audacia de hijos, nos metemos dentro de ese tu Corazón de
Madre... Porque en él deseamos vivir y morir. Y en él reinaremos por siglos
sin fin...
La vivencia de María
Es un hecho innegable que la Iglesia ama a María, que le tributa una
devoción tierna, que su culto es parte integrante del cristianismo. Esto no
puede venir más que de Dios, tiene por inspirador al Espíritu Santo, y es la
consecuencia del encargo de Jesús moribundo a su Madre y al discípulo
amado:
- Mujer, cuida de tus hijos. Juan, atiende a tu madre.
Nos preguntamos entonces: ¿Cómo se practica en la Iglesia la devoción a
María?
¿Qué manifestaciones tiene al amor a la Virgen?
Para unos, es cariño infantil, medallas, estampas, flores, plegarias, cantos...,
salido todo del corazón.
Para otros es algo más profundo: es una vivencia, una compenetración con
María, un vivir con María, de María, como María, para ser así más de Jesús.
Porque María no se nos queda para Sí misma, sino que nos lleva
necesariamente a su Hijo Jesús, nos pone en sus manos, y Jesús nuestro
Mediador nos entrega al Padre, para que Dios, en vida y en muerte y en
eternidad sea todo en todos.
Un santo lo expresaba con esta súplica dirigida constantemente a la Virgen:
- María, ven y vive en mí (Miguel Palau Cmf)
Y en nuestro días se ha hecho célebre y hasta inmortal el lema del gran Papa:
- Totus tuus, todo completamente tuyo.
Tanto el humilde religioso como Juan Pablo II han llegado a ser dos santos
enormes, porque María se ha encargado de su formación cristiana.
Esto no puede venir, nos repetimos, sino del Espíritu Santo, que signe la
norma que Él mismo se estableció en el Evangelio. La formación de Jesús la
realizó María por obra del Espíritu Santo, y el Espíritu Santo sigue formando
en nosotros a Jesús con la colaboración maternal de María la Virgen.
Es la historia de siempre. María, cuando vive en el corazón, nos lleva a Jesús
el Salvador.
Es emocionante la historia de aquel médico católico en China. Atiende a un
enfermo que le instruye en la fe cristiana, le deja en recuerdo un crucifijo y
un devocionario, y le recomienda vivamente:
- Habla con un sacerdote católico cuando tengas ocasión, pero no acudas a él
si no honra y no ama a la Virgen Santísima.
Pasan años y más años sin que llegue por allí un misionero. Al fin, viene el
Obispo. Se le acerca un hombre anciano y casi ciego, que le pregunta:
- ¿Eres tú cristiano?
- Sí, soy cristiano.
- ¿Y honras a la Santísima Virgen, o no?
- ¡Claro, que sí! Yo honro a la Virgen María y la amo más que a todos los
Ángeles y Santos, pero, como es natural, no de la misma manera que a Dios
nuestro Señor.
Al anciano se le cubren de lágrimas sus ojos nublados, y responde con
emoción:
- ¡Cuarenta años han pasado desde entonces! Creí desde un principio, y he
sido odiado, perseguido y despojado de mis bienes por causa de mi fe. La
Virgen María me ha traído hasta aquí para poder recibir el Bautismo.
El anciano tan santico fue bautizado, recibió la Eucaristía y poco después se
iba al Cielo con un alma tan pura... (Vicario Apostólico de Yunnan)
El apóstol San Pablo tiene una expresión misteriosa cuando dice:
- Dios ha mandado su Hijo, nacido de mujer, para que recibiésemos la
adopción de hijos. Y que vosotros sois hijos lo prueba el hecho de que el
Espíritu Santo de su Hijo, derramado en nuestros corazones, nos hace gritar:
¡Abbá, Padre! (Gálatas 4,4-5)
En este célebre texto bíblico se ve cómo la Santísima Trinidad, en sus Tres
Divinas Personas, es la fuete de nuestra salvación. Pero la Virgen María, de la
que Dios quiso servirse para venir hasta nosotros, es concausa de la gracia
redentora.
Si Jesucristo es el Redentor y el Mediador único de la salvación (1Timoteo
2,5), María es la primera redimida y del modo más perfecto. Por eso la saluda
Dios mismo en la Biblia con elogios que nadie más ha podido escuchar jamás:
- La llena de gracia... , La bendita entre las mujeres..., La que será aclamada
dichosa por todas las generaciones.
Por eso María es la encargada con el Espíritu Santo por Dios para llevarnos a
su Hijo Jesús y por Jesús al Padre. María no se nos queda para sí misma.
María tiene la misión —y Ella la cumple escrupulosamente— de llevarnos a
Dios.
María siente por nosotros verdadera ternura maternal, infundida en su alma
bendita por el Espíritu Santo desde que Jesús la constituyó y declaró en la
Cruz como Madre nuestra, Madre de toda la Iglesia.
Igual que nosotros —también por la gracia que nos infunde el Espíritu
Santo— sentimos un intenso amor filial hacia la Mujer bendita que es Madre
nuestra.
¿Cómo no vamos a querer a la Virgen María? ¿Cómo no la vamos a obsequiar
y a cantar y a invocar? ¿Cómo no vamos a querer que venga a vivir en
nosotros? ¿Cómo no vamos a ser todos suyos?...
¡Qué segura está nuestra salvación cuando María la toma por su cuenta!...
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