Entrega y plenitud de la persona Tipo: pdf Tamaño

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CALDERA, Rafael Tomás. Entrega y plenitud de la persona
Oyendo las exposiciones de esta mañana, aparte de lo que me gustaron y conmovieron, me vino
el pensamiento de que a más de uno, al oír todo aquello, le parecería quizá muy bonito, muy
hermoso, pero que en realidad no era practicable. Esa es probablemente la peor tentación que
tiene la juventud en este momento: la de creer que el bien no es posible. Todas las voces como
que insisten en decirles eso. Las voces de la dirigencia nacional, las voces de algunos
pensadores, las voces de los parlamentarios a través de los medios de comunicación. Pero, si el
bien no fuera posible estaríamos perdiendo el tiempo aquí esta tarde. Porque el problema no es
hacer política o hacer negocios o vivir de alguna manera. El problema es hacerlo bien. En
particular, si uno siente la ilusión y el llamado y el compromiso –como dijera Víctor Giménez
Landínez– de hacer algo distinto.
Justamente, se trata de hacer algo distinto. El problema es tratar de hacer una mejor política,
una economía mejor, una vida más plena. Para los iniciadores del socialcristianismo en
Venezuela el punto era realizar una forma diferente de política, tarea en la cual no tenían
precedentes. Aquellos jóvenes no estaban siguiendo rumbos prefijados, sino intentando hacer
algo en gran medida inédito en la historia del país. Y, con ese empeño, abrieron un camino.
Tal es el reto que plantea el título de este seminario: la política como servicio. No todo el
mundo la entiende así. Contaba en una de estas reuniones la impresión que me causó, una vez
en el despacho de un Ministro, oír a un funcionario importante de ese Ministerio exclamar,
mientras miraba por una ventana: “¡Qué sabroso es el poder!”. Esa es ciertamente una
concepción y una vivencia de la política, de eso están llenos los libros de historia. Pero lo
importante es tratar de hacer otra cosa, lo cual, como explicaba Pedro Paúl Bello esta mañana,
tiene condiciones concretas –objetivas y subjetivas– para poder darse. Es allí donde el veneno
del escepticismo mina la posibilidad de una política socialcristiana, pues mina las energías y la
calidad de la persona. No se puede entender ni practicar la política como servicio sin una cierta
calidad de persona.
Al oír esto alguien podría preguntar: ¿Está acaso diciendo que no se puede ser socialcristiano sin
ser buena persona? Es obvio que no se pueden plantear las cosas en esos términos. Pero sí se
puede decir que no se podría ser un político socialcristiano, o algo parecido, sin que el núcleo de
la organización esté constituido por hombres que intentan ser rectos. Después habrá un
programa político, que se plantea al país y al cual se adhiere la gente por razones muy diversas.
Pero las personas que liderizan el grupo tienen que levantar la curva hacia arriba y para ello
tienen que esforzarse en ser buenas personas. Bolívar lo supo decir con mucha claridad:
“hombres virtuosos constituyen las Repúblicas”. Hay por cierto un problema constitucional de
distribución y equilibrio de poderes en toda República; Bolívar hizo varios proyectos de
constitución, en los cuales consideró el problema. Sin embargo, afirma: “hombres virtuosos
constituyen las Repúblicas”. ¿Qué va a preservar el modo de vida democrático en Venezuela?
¿Las reformas y la elección directa de los Gobernadores? –No, la calidad de los dirigentes. Y si
desaparece la calidad de los dirigentes, va a desaparecer el modo de vida democrático, porque la
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democracia no es en primer lugar un problema de (meras) instituciones constitucionales, sino
un problema de personas rectas.
Este planteamiento está en la raíz de la comprensión socialcristiana de la política y esto es lo que
nosotros tenemos que considerar ahora de nuevo.
ÉTICA Y VISIÓN DEL HOMBRE
En particular, nos toca examinar el tema “entrega y plenitud de la persona”, que es una forma
de plantear los fines de la vida humana y, con ello, los fines de la política. Podría uno decirlo de
otra manera: ¿En qué consiste el bien humano? ¿Cómo se alcanza? En verdad, si uno no ha
meditado sobre esto hasta llegar a convicciones profundas, ¿cómo va a ser diferente su
conducta política? Alguna vez por lo menos tiene que haber una reflexión sistemática sobre los
principios, para que los principios moldeen las intenciones y, mediante la consideración de las
circunstancias concretas, puedan ser llevados a conclusiones prácticas. Conclusiones variables
que serán el programa político, el programa social, el programa económico que se presenta al
país.
Por supuesto, toda actividad política, aun la de quienes no buscan explícitamente hacer de la
política una forma de servicio, se rige por una concepción del bien humano. Por algo muy
sencillo: cada vez que decidimos, decidiendo preferimos, y al preferir estamos diciendo –al
menos de modo tácito–: “esto (que yo prefiero ahora) es lo mejor”. Examinen cualquiera de sus
decisiones y verán que es eso lo que está en la raíz del acto. Será quizá “lo mejor” relativamente
al momento y al lugar en que tomen la decisión; pero siempre “lo mejor”, lo que en ese
momento estiman bueno. Igual ocurre a todo el que se dedica a la actividad política, aunque
quizá de modo poco reflexivo. Justamente, lo que tenemos que hacer ahora es tratar de traerlo
al foco de la conciencia para verlo con claridad. Esto es lo que se suele llamar ética: un
conocimiento reflexivo acerca de los principios que han de conducir la acción. Pero, los
principios que conducen la acción son precisamente los fines de la acción, es decir, la
comprensión del bien del hombre así como de la manera de alcanzarlo. Y puesto que el bien
humano es la perfección o la plenitud de la persona, una ética no puede estar divorciada de una
antropología. Toda ética corresponde a una visión del hombre.
Es muy importante captar esto en sus derivaciones. Antes hablaba de escepticismo. Pues bien,
hay que darse cuenta de que cuando se dice “en política no es posible tal cosa”, se está
definiendo al ser humano. Si dijera, por ejemplo, “en realidad, no es posible no mentir”, resulta
que o la mentira ha de ser un bien o tengo que aceptar la otra conclusión, que el hombre es un
ser radicalmente pervertido.
LA MANIPULACIÓN
Pedro Paúl recordaba esta mañana algo muy importante: que el contenido de las campañas
electorales no son meros slogans. Porque cuando digo ciertas cosas en una campaña electoral,
cuando antepongo unas a otras, estoy definiendo mi modo de ver lo humano, a menos que
tenga el cinismo de pensar que puedo cambiar por unos meses y tratar a la gente de cierta
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manera mientras pienso que en realidad lo bueno es otra cosa. Eso se llama manipulación. Pero,
la manipulación es contraria a la comprensión del hombre de la Democracia Cristiana. Si un
demócrata cristiano manipula, tiene que saber que está destruyendo –digamos así– el material
con el cual tiene que trabajar. De tal manera que si al final tiene éxito en su manipulación, habría
fracasado en su política. Todo el mundo le dio la razón porque manipuló bien; de acuerdo, pero
manipulando echó a perder a la gente y, por tanto, fracasó en su política. Mientras más
manipule, peor pondrá las cosas. Al cabo habrían desaparecido, por su desacertada acción, las
condiciones objetivas en las cuales es posible una política demócrata-cristiana.
Hay una gran diferencia entre hacer política y manipular como entre educar y manipular. Creo
que la forma más clara de presentarlo es la que ha dado el autor inglés C. S. Lewis cuando dice:
manipula, por ejemplo, el propietario que tiene un corral de gallinas; manipula a sus gallinas.
¿En qué consiste el que las manipule? En que aplica a las gallinas una ley distinta de la que se
aplica a sí mismo: las engorda, las ceba aceleradamente para beneficiarlas... No se le ocurre ni
por un momento que las gallinas deban ser tratadas como él se trata a sí mismo. En cambio, en
la educación, en la transmisión de valores, en la política, la persona que está educando o que
está gobernando se aplica la misma ley que aplica a los otros seres humanos. De tal manera que
–dice Lewis– cuando un romano enseña a su hijo que es dulce y hermoso morir por la patria –
dulce et decorum est pro patria mori–, lo hace porque él así lo cree y a ese principio se somete. Por
tanto, si hay que morir por la patria, él precederá a su hijo en el sacrificio. Eso distingue
esencialmente al educar y gobernar del manipular.
Se trata, pues, de una ética y una antropología. Y es necesaria la reflexión sobre ello, hasta sus
consecuencias prácticas, porque en esto se define nuestro modo de comprender al hombre.
UNA EXPERIENCIA Y UNA TRADICIÓN
Ahora bien, evidentemente, se parte siempre de una tradición. ¿De dónde sacamos nosotros lo
que pensamos acerca del bien humano? De experiencias propias, desde luego; pero de
experiencias propias que parten de un contexto anterior, al menos de ese primer contexto de la
vida que es la familia en cuyo seno vinimos al mundo. Tampoco tiene sentido entonces
colocarse, en términos generales, en ruptura con la tradición. De la tradición vivimos. Si veo,
por ejemplo, escrito en un anuncio “Dile no al pasado”, me detengo y me pregunto: ¿Qué
puede significar esto? ¿A qué pasado he de decir no? Porque quien me incita a decir eso, lo dice
en nombre del pasado, puesto que él también tiene un pasado por el cual ha llegado a ser lo que
es. ¿No será entonces que quiere decir más bien: “dile no a parte del presente”? Pero, si es así,
¿en nombre de qué otra parte he de hacerlo? Y si no lo aclara, ¿no está al menos sembrando una
grave ambigüedad?
Partimos de una tradición. Todos tenemos padre y madre, familia, patria. Todos tenemos unos
ideales, es decir, un modo de comprender la vida, una manera de concebir lo que significa el
bien del hombre. Eso no se puede suprimir de un plumazo. A la tradición entonces me voy a
remitir en este somero recorrido, más o menos práctico, acerca de lo que constituye el bien
humano.
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Para facilitar la tarea, dividamos la exposición en dos partes, la primera de las cuales se dividiría
a su vez en otras dos, de desigual extensión: vamos a examinar primero, siguiendo la tradición
occidental (como se expresa, por ejemplo, en Boecio), los posibles bienes que se presentan al
hombre, para ver por qué, sí o no, son bienes del hombre y en qué medida; luego, muy
brevemente, lo que significa la virtud. Después, en la segunda parte, para referirnos al modo de
realizar el bien, vamos a hablar de la entrega de la persona lo cual, además de señalar una
dirección, indica la fuente del dinamismo que se requiere para alcanzar la plenitud.
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Nos preguntamos, pues, en qué consiste el bien del hombre, lo que, en el fondo, es el tema de la
política.
Como punto de partida, tenemos una primera constatación: el hombre, tal como lo
encontramos en la experiencia, no ha alcanzado su plenitud. Y una segunda constatación: la
busca. Cada uno de nosotros, cada uno de quienes integran la sociedad está siempre buscando la
plenitud. No la alcanza (al menos de este lado de la muerte), pero es claro que tiende
continuamente hacia ella de una u otra forma.
Ahora bien, ante ese hombre que no está satisfecho, esto es, que no está completamente hecho,
y que por eso no está contento, no está contenido en sí mismo sino que sale a buscar su bien
fuera de sí, aparecen unos bienes que se le proponen como posibles medios o modos de realizar
la plenitud de su persona. Son tales bienes los que hemos de examinar para ver en qué medida
forman parte del bien humano.
LAS RIQUEZAS
Lo primero que se presenta en escena es la riqueza. Si alguien les preguntara a ustedes en forma
directa, estoy seguro de que responderán que las riquezas no son el bien del hombre, que el
dinero no hace la felicidad. Es algo que resulta fácil de decir en la juventud; ya es un poco más
difícil de decir en la medida en que se va envejeciendo. Al joven parece preocuparle poco la
riqueza; al hombre maduro, mucho, puesto que con la riqueza hay confort y seguridad, cosas
muy deseables cuando el vigor va declinando.
Pero la pregunta que hemos de hacernos es: ¿Por qué la riqueza no es el bien del hombre?
Los clásicos comienzan por una distinción muy sencilla, muy clara: las riquezas son o artificiales
o naturales. Artificiales, el dinero. Se acuña un medio de cambio que sirve para acceder con más
facilidad a las riquezas naturales, bienes de consumo o de producción que el hombre necesita.
Frente a las riquezas artificiales es fácil decir por qué no pueden ser el bien del hombre. El
dinero no es un fin sino, por su propia naturaleza, un medio. En definitiva, lo que hace del
dinero un bien son las cosas que puedo adquirir con él.
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¿Y las riquezas naturales, que adquirimos con el dinero? Tampoco pueden ser un fin porque se
ordenan a nuestro sustento y bienestar y no lo constituyen. Ninguno de nosotros vive para
comer; todos comemos para vivir. Por más importancia que se le pueda dar a la comida en un
momento determinado (por más que se escriban crónicas de gourmets en los periódicos),
racionalmente nadie piensa que se viva para comer. Por otra parte, no necesitamos de las
riquezas naturales en cantidad ilimitada ni las podemos usar en forma ilimitada. Pero el deseo de
perfección del hombre es ilimitado: queremos una felicidad plena. De allí el que nadie ponga su
felicidad en las riquezas.
Aunque debería decir más bien: de allí el que nadie deba poner su felicidad en la riqueza. Porque
suele producirse un fenómeno muy curioso: que no siendo razonable constituirlas en fin, sin
embargo de hecho encontramos gente cuyo fin son las riquezas. ¡Si hay incluso gente que entra
en política para enriquecerse! Habría quizá que decir entonces que una persona no meditó
suficientemente acerca de los principios de su conducta. Porque cualquiera puede ser débil y, en
un momento dado, incoherente con sus principios. Pero, una cosa es ser incoherente y otra ser
coherente con otro principio. El que se dedica de un modo avariento a acumular riquezas en
realidad se rige por otro principio. Si se tratara de una posibilidad muy remota, se podría decir
que esto es algo tan trivial que no vale la pena ni mencionarlo. Sin embargo, al hablar del
mundo en superdesarrollo, dice Juan Pablo II en su última encíclica: “...este superdesarrollo,
consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales (...) fácilmente hace a
los hombres esclavos de la ‘posesión’ y del goce inmediato, sin otro horizonte que la
multiplicación o la continua sustitución de los objetos que se poseen por otros todavía más
perfectos...” (Sollicitudo rei socialis, n. 28).
¿No estamos –literalmente– cansados de ver a muchachos y muchachas de dieciocho años, cuya
única conversación es el automóvil, la ropa, el video-clip, la playa? ¿Qué ha ocurrido con esa
generación? Quizá que están siendo “educados” por los comerciales de la televisión, con lo cual
ya no saben de la imagen del hombre que corresponde a la dignidad humana. Los que hacen la
propaganda tratan de despertarles los deseos para utilizarlos luego como mercado para sus
productos. Están creando una generación en la cual lo principal es el consumo. A lo mejor cada
uno de ellos, preguntado, diría que la riqueza no es el bien del hombre. Pero viven en un
consumismo. Por eso, mientras uno no supere ese “principio” de vida, no puede llevar a cabo
una política de carácter socialcristiano.
Si el presunto político, joven o menos joven, no está interiormente por encima de las riquezas,
no podrá ser coherente con los principios de la Democracia Cristiana. No es que no querrá; no
podrá. Cuando llegue a un Ministerio y comiencen a pasar las comisiones por delante de su
nariz, no podrá resistir. Dirá entonces que su mujer quería otra casa, o que –dada su nueva
posición– él necesitaba otro automóvil, más representativo; o, simplemente, que hay que
prosperar. Buscará las excusas que sean. La triste verdad será que él, en el fondo, era avaro,
estaba ávido de riquezas. Habría querido hacer otra cosa; como no había profundizado en las
raíces de su conducta, cuando llegó el momento de la confrontación, cedió. Hablaba de la
justicia, hablaba de los pobres, hablaba del compromiso con el pueblo; pero estaba dominado
por el deseo de poseer y terminó enriqueciéndose a costa del pueblo.
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Las riquezas no pueden ser el bien del hombre. Esto, sin embargo, hay que aprenderlo con el
corazón y no sólo con la cabeza.
EL PODER
Junto a las riquezas, está el poder ¿Qué engrandece tanto como el poder? Aristóteles, que vio de
cerca la vida política, dice: no, el poder no puede ser fin porque es un principio. Propiamente, es
una capacidad de actuar. Si hago del poder un fin, estoy en un contrasentido. Si, como ocurre
con algunos, mi única meta es llegar a la Presidencia de la República y en verdad no he
meditado ni sé bien lo que voy a hacer una vez que la alcance, soy un insensato e insensatos
quienes me acompañen. Porque eso sería como decir “yo lo que quiero es que me den la
posibilidad de actuar, de hacer cosas” y al preguntarnos alguien para qué, tuviéramos que
responder: ya se verá. No me he preparado, no he pensado, no tengo proyectos, no tengo
capacidad de decisión; pero yo quiero ser Presidente de la República...
El poder es sólo un principio de acción. Se justifica por el fin al cual sirve. El poder por el
poder –como lo vio Maquiavelo– es una deformación. Alguno dirá que muy frecuente. Y
tendría razón: es muy frecuente, igual que son muy frecuentes las enfermedades. Pero la
frecuencia de las enfermedades no nos ha llevado a la conclusión de que lo que hay que hacer es
favorecerlas. Por supuesto que si desaparecen las condiciones objetivas o subjetivas de una
política socialcristiana, no habrá una política socialcristiana: habrá una dictadura: habrá un
régimen oligárquico; habrá una tecnocracia o lo que sea. Si alguno de ustedes quisiera tener
éxito entonces, en unas condiciones así, tendría que transformarse en dictador, oligarca o
tecnócrata. Pero el reto es otro: es poner el poder al servicio del bien humano.
El poder no es un fin aunque algunos lo erijan en fin. Por eso, cuando encuentren a alguien que
les diga otra cosa, aparte de comprenderlo –porque estar equivocado es siempre comprensible–
por favor señálenle que eso no tiene nada que ver con el socialcristianismo ni con la idea del
hombre que estamos tratando de realizar. Me dirán: nadie va a hablar así, en forma tan explícita.
Pero, sí, sí hay quienes lo dicen de modo bastante claro. Dicen por ejemplo: “ahora lo que nos
interesa es ganar las elecciones; después veremos”. Desde luego que si participamos en un
proceso electoral nos interesa ganar las elecciones, pero de la misma manera que actuaremos
después. Si no, ¿quiénes somos? Keynes dice –según cita Schumacher en su libro Lo pequeño es
hermoso, para mostrar la desviación que ello significa– que en economía por un tiempo, mientras
no se alcance la prosperidad universal, habrá que llamar a lo bueno (fair) malo (foul) y a lo malo
bueno. ¿Acaso se hace así una economía humana? ¿Se levantará entonces el político a criticar al
capitalismo porque el capitalismo pone las riquezas y el afán de lucro por encima de cualquiera
otra consideración, y luego, provisionalmente, pondrá el poder por encima de los bienes
humanos, como amparado en que él –no se sabe por qué razón– puede pasar por esta dualidad
en la conducta y mantenerse sin embargo en su propio ser?
Víctor Giménez decía esta mañana que ellos temían ser fariseos; pues una de las formas de ser
fariseo es pensar que uno puede hacer el mal y seguir siendo bueno. Por ejemplo, que uno
puede comprar votos y seguir manteniendo la rectitud, porque lo hizo –dice– por una causa
buena. El que piense eso es un fariseo. Tiene una dicotomía de conducta que quizá sea
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comprensible porque no conoce nada más, nada mejor.. Pero, ninguno de los que están en esto
nació ayer; todos tienen la suficiente capacidad de reflexión como para ver cuáles son los
motivos reales de sus acciones Cuando hacemos el mal, nos hacemos malos, cuando hacemos el
bien, mejoramos. ¡Si eso es el privilegio de la libertad del hombre: que el hombre se determina a
sí mismo, se autodetermina!
LA GLORIA
Con el poder, vienen el honor y la gloria. El deseo de ser aplaudido, el sueño de pasar a la
historia. Como se ve enseguida, eso no puede constituir la plenitud de un ser humano: honor y
gloria son bienes exteriores al sujeto, algo que los demás nos confieren, con mayor o menor
justicia.
Por otra parte, no son realidades constantes. ¿No se cita a menudo aquel sic transit gloria mundi?
En el centro de la atención pública (brillar allí es lo que llamamos gloria) no cabe mucha gente.
Sólo uno puede ocupar el primer lugar. Es el drama de las estrellas del mundo del espectáculo:
una está de moda furiosa un año; al año siguiente otra la ha desplazado.
Además, nadie tiene el poder de mantenerse en el centro de la atención. Quien ponga su meta
en eso se va a frustrar. No podrá escapar a la frustración puesto que, incluso si le va bien por
mucho tiempo, la suerte no le durará toda la vida. Para asegurarse de que no perderá la
popularidad al año siguiente, tendría que morirse en la cúspide: y ¿cuándo la habrá alcanzado?
Dirá alguno que no se suele pensar en esto cuando se está triunfando. Lamentablemente no; si
se lo pensara, la gente no se engañaría tanto.
A la riqueza, el poder, el honor y la gloria, los tiene en su mano la fortuna. Nadie puede
garantizarse que va a conservar la riqueza ni el poder ni la gloria de que disfrute en un momento
dado. Por eso, en la posesión de estos bienes, y cuando más contento se está con ellos, brota la
semilla de la inseguridad. Hay que dormir con un ojo abierto porque a uno lo pueden madrugar;
se vive en tensión porque puede devaluarse la moneda o caer la bolsa y dejarnos en la calle; uno
está, como los artistas, pendiente todo el tiempo de lo que pueda hacer para captar la atención
de los demás. Esto es, se trata de bienes radicalmente inseguros, inciertos. Pero, no hay felicidad
–ni puede haberla– sin seguridad. Los bienes de fortuna son entonces en muy escasa medida
buenos: en la medida en la cual podamos ponerlos al servicio de bienes humanos más
personales y más duraderos.
LOS PLACERES
Lo último que aparece en este primer recorrido es el placer. Sin embargo, tampoco el placer
constituye la plenitud del hombre. Es verdad que no hay bien humano sin disfrute, sin goce;
pero también es verdad que el disfrute a secas –el placer– no es una medida propia de lo bueno.
Ante todo, porque el placer puede acompañar a las cosas malas, en los distintos planos de
nuestra vida. Una comida muy sabrosa, por ejemplo, puede caernos mal, producirnos un efecto
indeseable para la salud. En un caso así tenemos algo que nos gustó, que nos causó placer, pero
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que nos hizo daño. Concluimos entonces que el placer que tuvimos al comer no era una medida
adecuada del bien. De tal manera que si tomáramos el placer como regla, nos equivocaríamos
con frecuencia, quizá gravemente. Pero igual ocurre en el plano de la relación social, donde el
placer como principio –simpatías y antipatías en el trato, por ejemplo– nos puede conducir a
cometer injusticias. Es algo muy frecuente, demasiado frecuente.
Aristóteles tuvo que profundizar en el tema del placer porque muchos en su tiempo lo buscaban
como fin. Es patente que si no se tiene una visión trascendente de la vida humana; es decir, si se
piensa que la vida acaba en la tumba, la perspectiva cambia y el sujeto puede llegar a decirse
“vamos a tratar de pasar esto lo mejor posible”. Entre los contemporáneos de Aristóteles
muchos pensaban que la vida en el más allá era un remedo, vida de sombras sedientas como las
que se aparecen a Ulises en la Odisea. Pero, cuando el filósofo hace su análisis, llega a la
conclusión de que el placer no es propiamente lo bueno, sino algo que lo acompaña. Tengo
placer cuando alcanzo una cierta plenitud, que es el bien. El placer –dice– sigue al bien como la
belleza a la juventud; no es algo constitutivo del bien, sino algo concomitante suyo que, de esa
manera, lo hace más pleno. No puede por lo tanto ser el fin del hombre.
Hagamos otra digresión: si no son el bien del hombre la riqueza ni el poder ni los honores ni el
placer, ¿se dan cuenta de la civilización que estamos creando con lo que se presenta a diario por
la televisión? Dije “creando”, pero en realidad estamos destruyendo la civilización, porque
civilizar en definitiva es humanizar al hombre, y todo eso es su negación.
Si al educar a un hijo, ustedes siguieran las orientaciones; sobre todo, si fomentaran las
experiencias que provocan en ellos lo que se les presenta por televisión, ¿creen que podrían
decir en conciencia que están educando a un ser humano? Antes hablábamos de la
manipulación y de cómo el que cría pollos trata de engordarlos lo más rápidamente posible.
Pues –perdóneseme la comparación– pareciera que los anunciantes de dulces y comidas
intentaran hacer lo mismo con nosotros: despertarnos el deseo para que consumamos sus
productos en la mayor cantidad y con la mayor frecuencia posible. Si el destinatario del anuncio
es un niño pequeño, más. ¿Cómo nos ven entonces los anunciantes? Y podríamos seguir,
haciendo el inventario completo de las pasiones que intentan despertar en nosotros a través de
la propaganda, pero no parece que sea necesario.
Estamos destruyendo la civilización. Literalmente, socavando sus bases, negando su contenido.
Si aparecen formas de vida cada vez más bárbaras, más agresivas, más inclinadas a la droga,
menos respetuosas de la justicia y de los derechos, incluso del derecho a la vida, no podremos
sorprendernos. Es el resultado neto de lo que se está sembrando. A la especie humana le ha
costado mucho lograr, a lo largo de los siglos, formas de vida en las cuales se respeten los
valores, las libertades, la justicia. Y ahora todos los días, impunemente, se está socavando de un
modo sistemático esa base, tanto que a veces pareciera que ya no queda sino una capa muy
delgada. ¿No es dramático oírle decir al Presidente de los Estados Unidos de América que
tienen que entenderse todas las fuerzas de ese país para ver cómo hacen para remediar el alto
consumo de drogas?
LAS VIRTUDES
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Si los bienes externos, si el placer, no son la medida propia o adecuada del bien del hombre,
¿cuál es entonces ese bien, en qué consiste y cómo se alcanza? Por lo pronto, el mismo
recorrido que hemos hecho pone de manifiesto que el bien humano tiene que ser verdadero o
de acuerdo con la verdad. No fue otra cosa lo que hicimos al someter a crítica cada una de las
distintas categorías de bienes que se nos presentaron. No es otra cosa lo que uno hace cuando
dice que el placer no es la medida propia o adecuada del bien, juicio en el cual separamos lo que
parecía bueno de lo que en verdad lo es. Más aún, podría decirse que esa pregunta –la pregunta
por el bien verdadero– es el umbral de la libertad. Porque en ese momento lo que dirige nuestra
conducta es la comprensión racional que podemos tener de la realidad de las cosas y es
entonces cuando podemos decidir racionalmente sobre el contenido de nuestras acciones.
El bien del hombre ha de ser verdadero o según verdad. Por lo tanto, todos los bienes externos
o el placer sólo son buenos cuando cumplen con una cierta medida. Por ejemplo, cuando sirven
a la salud, a la preservación de la vida, a la realización de la justicia. Cuando se pierde la medida,
por exceso o por defecto, se transforman en males o fuente de males.
En definitiva, como puede verse, se trata de lograr la plenitud del hombre, habiendo ya
descartado esos bienes externos o concomitantes como bienes secundarios o imperfectos.
¿En qué consiste pues la plenitud humana? Para responder a la pregunta hay que examinar en
qué consisten o cuál es el objeto de las actividades más propias del hombre. En pocas palabras,
cuál es el objeto de la inteligencia y el objeto de la voluntad; cuál el objeto del conocer y cuál el
del querer. Situados allí, podemos hacer ahora una referencia muy breve a la virtud, tema que
fue muy bien tratado y con gran detalle esta mañana.
Porque virtud significa –en particular, las virtudes cardinales– plenitud del hombre, que usa los
bienes que le están sometidos para mantenerse en su propio ser y para desarrollarse. Por eso la
prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia son modos de ser más humanos, más
plenamente humanos, y de no permitir que la insensatez, el deseo de poseer, el miedo o la
injusticia nos esclavicen. Las virtudes son el camino para afirmar nuestra humanidad. Pero,
baste con esta anotación y pasemos a la segunda parte de nuestro tema.
II
Nos hemos preguntado por el bien del hombre y hemos visto que tiene relación inmediata con
la verdad. Karol Wojtyla había escrito: “La dignidad propia del hombre, esa que se le ofrece al
mismo tiempo como don y como tarea que realizar, se halla estrechamente vinculada con la
referencia a la verdad. El pensar en la verdad y el vivir en la verdad son sus componentes
indispensables y esenciales (...). Por consiguiente, el hombre es hombre a través de la verdad”.
Así, si vemos en escala creciente los bienes del hombre, encontramos primero todo lo que se
refiere a la preservación de la vida de cada uno y su seguridad personal; luego, en un nivel
superior está lo que se refiere a la preservación de la especie: la reproducción, el cuido de la
prole, y el placer que acompaña a esas actividades. Pero, en tercer lugar y como más propio del
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hombre, está lo que pertenece a la vida íntima de cada ser humano, el conocimiento y el amor.
A eso se refiere el texto citado cuando dice que “el pensar en la verdad y el vivir en la verdad”
son los componentes indispensables y esenciales de la tarea del hombre.
El bien del hombre no consiste en un conjunto de cosas. Consiste en un modo de ser. Un
modo de ser que se realiza ahora entre las cosas, pero que en definitiva las trasciende. Esto está
directamente vinculado a la verdad; necesito pensar en la verdad, vivir en ella, para poder vivir
plenamente como hombre.
Detallemos, pues, brevemente, lo que ello significa.
CONOCER LA VERDAD
Primero que nada, supone conocer la verdad. Si no conocemos la verdad, no nos abrimos al
universo. Pero lo característico nuestro, a diferencia de los animales, es que podernos abrirnos a
todo lo que existe. Más aún, por eso (propiamente) estamos en el universo. Pero, dirá alguno,
¿acaso los gatos o los perros no están también en el universo? Lo que ellos perciben es un
medio ambiente, estrecho, un mundo definido –por así decirlo– por el interés vital de la comida
y de la reproducción. Un medio que no tiene toda la amplitud de lo universal. Sobre todo, que
no tiene (como el nuestro) la dimensión de realidad, del conocimiento de los otros seres,
esencial para poder realizar el amor. Si nosotros viéramos el mundo como un animal inferior,
nos veríamos unos a otros, por ejemplo, como objetos de deseo o causas de temor. No
alcanzaríamos a ver en el otro un ser –con todo el peso de la palabra– como nosotros; por
tanto, con el mismo valor que nosotros.
Así pues, en primer lugar, conocer la verdad es poder abrirse al universo. Por ello el hombre es
el mejor de los seres de la creación visible (eso es lo que significa la dignidad de la persona).
AMOR Y LIBERTAD
Al abrirnos al universo y conocerlo, podemos distinguir lo que es bueno. Y, al discernirlo,
podemos amarlo, donde amarlo quiere decir ante todo prestarle nuestro asentimiento, afirmar
que es verdaderamente bueno. En la práctica muchas veces confundimos amar con desear. En
realidad es a la inversa: no se desea sino lo que se ama. Como analizaron muy bien los antiguos,
se desea aquello que se ama y no se tiene todavía, así como se disfruta aquello que se ama y ya
se tiene. El deseo es el sentimiento o el movimiento afectivo que corresponde al amor del bien
ausente; pero si no hay amor, no hay deseo.
El amor es un acto espiritual en el cual afirmamos la bondad de los otros seres. Si se puede
hablar así, amar es en definitiva decir: “¡qué bueno que tú existas!”. Y esta capacidad la tenemos
porque podemos darnos cuenta de la realidad del otro, de que existe y de lo que es. Si no,
tendríamos a lo sumo deseos al modo animal, deseos preordenados por la naturaleza.
Por supuesto, el conocimiento que permite el amor, permite y es la condición de la libertad con
la cual determinamos nuestro ser. Se comienza a ver entonces que el verdadero bien humano es
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una plenitud de actividad íntima; que lo que realiza al hombre es la plenitud del conocer y del
querer.
¿Qué les parecería si hacemos ahora un programa de gobierno en el cual se prometa a los
venezolanos que van a conocer y querer más y que por eso van a tener una vida más plena y
más satisfactoria? La gente, como mínimo, nos miraría con sorpresa. Algunos dirán: con eso no
se puede hacer política. Pero, ¿será verdad que no se puede hacer política con eso? Presentado
así, quizá no. Pero ése es el fondo de la política. Si uno no logra que en la comunidad en la cual
vive, de la cual participa, la gente conozca más y ame más, la gente no será mejor. Por tanto, si
hizo un acueducto y tres calles, muy bien; pero no fue suficiente. Si, además, la gente se hizo
peor por la mayor abundancia de recursos materiales, habría fracasado en el propósito de la
política.
La plenitud de la persona es una plenitud de conocimiento y de amor. A la cultura, la educación
y la política les toca ir en la dirección de humanizar. Por tanto, de permitir a todos los hombres
que aumenten su participación en los bienes espirituales y que aumente con ello su actividad
interna de conocimiento y de amor.
¿Utopía? Están los libros llenos de admiración por el milagro ateniense. ¿Por qué sorprende la
Atenas de la edad clásica? Porque en una población reducida y relativamente atrasada desde el
punto de vista material, se produjo un arte escultórico muy hermoso; se produjo una literatura,
en particular las tragedias, que constituye una cima; se produjo la filosofía. Vemos hacia allá y
decimos que allá hubo, por un momento, una plenitud de vida. Es a eso a la que aspiramos: a
una calidad de personas, a una calidad de vida.
Se trata, pues, de una plenitud de conocimiento y de amor. Conocimiento de la verdad, amor
del bien. Sobre todo, conocimiento de la verdad suma y amor del bien supremo, conocimiento y
amor de Dios.
Si conocer la verdad fuera simplemente saber cómo hacer algunas cosas útiles o conocer
realidades pasajeras, sería muy triste. Es lo que le podría ocurrir a quien quisiera jactarse de
conocer los nombres de las calles de Caracas y, más aún, el emplazamiento de sus estatuas...
Como las cambian continuamente, en poco tiempo todo su saber se habría evaporado.
Recuerdo de cuando estudiaba Derecho una de esas frases rotundas que escriben a veces los
autores: una reforma de un código, decía aquel autor, y bibliotecas enteras se derrumban... Pero,
igual ocurre cuando se trata de algo puramente procedimental o mecánico. Además, si todo mi
saber es un saber para el hacer, como el hacer está ordenado a la conservación de la vida, mi
saber estaría ordenado a mi parte inferior; sería –digamos– un saber para comer.
Al plantearse pues que conocer la verdad y amar el bien son las metas del hombre, hay que
encontrar en la realidad objetos perfectos, absolutos, duraderos, que permitan gozar con la mera
contemplación de ellos. Todos hemos experimentado algo de eso en un momento dado, al
menos en la contemplación de un paisaje. Al hacerlo, ganamos en plenitud de vida. ¡Qué sería
de la vida si uno tuviera todas las riquezas o todos los recursos de la técnica y no pudiera ver
nunca un paisaje hermoso! De modo que si en la contemplación de la verdad no podemos llegar
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a una verdad plena, permanente; si no podemos elevarnos hasta lo Absoluto, la contemplación
sería para nosotros como una sombra de la verdadera actividad. No es así. Pero para ello hay
que proyectar la línea hasta el conocimiento y el amor de Dios, último término absoluto donde
anclan las actividades del hombre y que les otorga su valor definitivo.
Además, cuando uno contempla las realidades superiores, se une a ellas. Es curioso ver como a
veces se piensa que la proximidad entre los seres humanos es algo físico; que para poder estar
cerca de la gente hay que estar al lado de la gente. Los medios de comunicación han facilitado
muchísimo el que la gente se acerque, se reúna, no necesariamente el que la gente se
comprenda. Y, como se puede constatar, poner juntos a quienes no se comprenden puede ser
peor, puede llevar a que se alejen más. El acercamiento y la compenetración de los seres
humanos no es un problema físico sino un problema espiritual. Con ello entramos en la última
parte del tema.
ENTREGA Y PLENITUD
¿Cómo alcanzamos la verdad y cómo realizamos el amor? Con los demás y en el contexto de
una comunidad. Esto ya se inicia con que las primeras verdades que poseemos son una opinión
compartida. No arrancamos de cero, partimos de una instrucción, que vamos recibiendo de un
modo progresivo. Si acaso no de otra manera, al menos cuando aprendemos la lengua materna.
Adquirir vocabulario, por ejemplo, es ya diferenciar enormemente entre las cosas y
categorizarlas. Nosotros entrarnos en el mundo, por lo tanto, a través del conocimiento que
recibimos de la comunidad, que aprendemos de los demás y gracias a los demás. Solos no
llegaríamos quizá ni siquiera al pleno uso de la razón.
Pero no solamente aprendemos. En el seno de la comunidad familiar somos queridos y
queremos. El primer contacto con el valor de la realidad, lo primero que nos certifica de la
bondad del ser humano es el amor de nuestros padres. Porque fuimos queridos desde el
comienzo, aprendimos a querer y pudimos crecer en el amor.
Sin embargo, no se trata simplemente de recibir. Si detuviéramos la exposición en este punto,
podría parecer que alcanzar el bien humano es recibir bienes de los demás. Lo paradójico y lo
crucial para nosotros es ver que sólo se recibe plenamente cuando se da.
Esta verdad la recuerda al mundo el Evangelio: “el que pierda su vida, la hallará, y el que quiera
salvar su vida, la perderá”. Y San Pablo dice que él aprendió del Maestro que “es mejor dar que
recibir”. Hay en esto una ley de la existencia humana, que podemos considerar tanto respecto
del conocimiento como respecto del amor.
La experiencia nos dice que cuando hemos intentado comunicar lo aprendido o cuando
intentamos expresar lo que hemos sentido para transmitírselo a otra persona, es cuando lo
vemos con mayor claridad. Mientras no hemos hecho el esfuerzo de expresarlo, como que no lo
entendemos suficientemente bien. Aquello se queda medio visto o entrevisto y se olvida pronto.
Adquirimos la plena posesión de la verdad cuando decimos la verdad; cuando intentamos que
los demás conozcan la verdad que hemos alcanzado; cuando manifestamos la verdad. Con ello,
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uno cae en cuenta de que decir la verdad es un compromiso de plenitud humana, un
compromiso también con uno mismo. Asumido y ejercido como compromiso –el compromiso
de no callar la verdad–, ayudará a liberar a la sociedad de tanta contaminación intelectual (y
moral) como ahora padecemos, para que la convivencia humana sea una convivencia en la
verdad.
Piensen por un momento que todos y cada uno de ustedes comprendan y sientan el
compromiso de decir la verdad y de exigir la verdad. ¿No sería distinto el ambiente?
Ciertamente, en poco tiempo ustedes mismos serían diferentes. Seríamos mejores, nos iríamos
haciendo mejores.
E igualmente con el amor. Amar verdaderamente requiere entregarse por entero. Cuando
abrimos nuestra intimidad a un amigo, a una persona que nos quiere, esperamos encontrar en
esa persona alguien que nos oiga, no como una grabadora sino como quien comprende lo que
decimos. ¿Qué significa ese oír comprendiendo? Significa que el otro ha dispuesto su intimidad
para que podamos entrar. Nos ha abierto, también él, su intimidad: nos ha acogido. Al mismo
tiempo que nos recibe, por tanto, se está dando a nosotros. No es que nos esté dando de su
tiempo, como a veces decimos; nos está entregando lo que él es, y eso no se hace sin amar.
Alguno querrá añadir: sí, y tampoco se comunica la intimidad, lo que llevamos dentro sin amar.
Luego en la relación de amor mutuamente se da y se recibe. Y se recibe porque se da. De tal
modo que en el momento en que una de las partes se dedicara solamente a recibir, en ese
momento recibiría menos. No podría recibir la comunicación plena del otro y, no recibiéndola,
no podría él a su vez actuar el don mayor de su propia persona: no se habría dado del todo.
Pero, al no haberse dado del todo, no habría amado completamente.
Pensemos entonces en la calidad de persona y en la calidad de vida que se sigue de tomar como
compromiso el llegar a la plenitud en el conocimiento y en el amor. Esa calidad de vida y de
persona es lo que Juan Pablo II llama –en su encíclica sobre El Redentor del Hombre– una
humanidad madura: “Humanidad madura significa pleno uso del don de la libertad, que hemos
obtenido del Creador, en el momento en que Él ha llamado a la existencia al hombre hecho a su
imagen y semejanza”. Ese pleno uso se realiza en la entrega completa a los demás por amor.
De nuevo, alguno podrá pensar que todo lo que vamos diciendo suena como muy alejado de la
política. Sí, en el sentido en el cual la política tiene que tomar en cuenta a la gente no sólo
cuando trata de ser buena, sino también cuando pareciera que trata de ser mala. Una persona
que llegue al gobierno no puede decir: “déjenme a los buenos; los malos que se vayan”. Muchas
veces gran parte de su acción de gobierno consistirá en impedir que los malos le hagan
demasiado daño a los buenos. Por tanto, quien desarrolle una acción política tiene que tomar en
cuenta factores que no dependen de su voluntad. Por eso la política no es una mera aplicación
de la ética; la ética está entrañada en la política, que ha de considerar también ciertos resultados
exteriores. Pero no es posible una determinada calidad de política sin hombres que intenten
llegar a una humanidad madura. Este es el punto concreto que he tratado de subrayar desde el
comienzo y a todo lo largo de la exposición.
JESUCRISTO
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¿Qué hace posible concebir la vida de esta manera? Más aún, ¿qué hace posible vivir de esta
manera? Si pudiéramos hacerle la pregunta a Juan Pablo II, cuyas palabras nos proponen el ideal
de una humanidad madura, pienso que seguramente nos diría una sola palabra: Jesucristo.
¿Estaríamos acaso confundiendo ahora religión y política? No. Al decir eso, estamos diciendo
simplemente que un determinado modo de vivir la vida humana sólo es posible gracias a Dios y
que sin Dios no es posible. Algunos dirán: pero la política es otra cosa. Justamente, la política es
otra cosa, como considerábamos hace unos momentos; pero el corazón del político es uno solo.
Y que un hombre pueda poner, de modo efectivo, real, la justicia por encima del egoísmo, el
desprendimiento sobre la riqueza y la avaricia, el servicio a los demás sobre el deseo de poder y
de gloria, eso se alcanza por la gracia de Dios. Eso no se tiene por militar en un partido, ni
siquiera ideológico, y reunirse de vez en cuando a deliberar sobre los problemas del país.
Introduzco el planteamiento porque ésta es la clave última de un cierto modo de ser humano.
Quien en definitiva civilizó Occidente fue el cristianismo. Evidentemente, en el Occidente que
se cristianizó hubo formas de gobierno y de organización social diferentes. Del mismo modo,
personas que intenten vivir vida cristiana darán lugar a programas políticos de un tipo o de otro,
según el tiempo y el lugar y según sus capacidades personales. El valor de sus programas no
estará determinado por su vida cristiana; el valor político de los programas estará dado por su
congruencia con el bien humano y con lo que sea factible de ser realizado en el aquí y el ahora
en el cual les haya tocado actuar, así como por la capacidad que tengan de movilizar las energías
sociales. Pero, el que ellos sean quienes son y el que encuentren fuerza para enfrentar los
obstáculos e imprimir un rumbo distinto a los acontecimientos y al proceso social depende de
su vida en Cristo.
UNA CONDUCTA HEROICA
Esta mañana, Víctor Giménez Landínez, con ese modo tan sencillo de las personas que han
vivido una experiencia honda y significativa, nos transmitía una cosa muy cierta y extraordinaria.
Si uno piensa en aquel grupo de muchachos de dieciocho a veinte años, que se esforzaban en
ser los mejores estudiantes, que sacaban un periódico semanal, fundaron un liceo, tenían una
cooperativa, etc., y se pregunta de dónde salió la vitalidad de esos muchachos, tendrá que
responderse: de la vida personal de cada uno de ellos, de la calidad de personas que eran. Eso
no viene de fuera, viene de dentro.
Volviendo a nuestro punto de partida: hay que rechazar el escepticismo. El bien es posible. Aun
en política. Ese es el reto. Pero este reto pasa por el esfuerzo concreto que pongamos en tratar
de ser mejores, dándonos a los demás, en un servicio desinteresado y completo. Podremos
entonces elevar las condiciones objetivas y crear para todos un ambiente en el cual la vida en su
conjunto pueda ser más humana.
Por dos veces se usó aquí esta mañana una expresión que no se oye hoy a menudo. Se dijo: una
cierta conducta heroica. Desde luego, el precio del heroísmo es la vida. Pero el premio del
heroísmo es la plenitud por haber hecho la vida más humana para los demás.
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