Prejuzgar, juzgar o ajusticiar

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Prejuzgar, juzgar o ajusticiar
ENRIC HERNÀNDEZ
EL PAÍS - 01-11-2009
La justicia, como poder público que es, está sujeta a la crítica, mal que
les pese a sus señorías. Bien es cierto que algunos magistrados manejan
con destreza las reglas de la comunicación, convirtiéndose en voluntarios
protagonistas de la actualidad, mientras que otros prefieren refugiarse
en la penumbra de sus plácidos despachos, lejos de los focos. Pero, en
uno y otro caso, sus decisiones tienen a menudo consecuencias de gran
calado, y por tanto suscitan un interés informativo que se no puede
abstraer del escrutinio político y mediático. En las últimas semanas los
juzgados han proyectados imágenes tan lacerantes y contradictorias
entre sí, sea por exceso o por defecto, que merecen que nos
detengamos en ellas.
Todo el aparato policial y mediático que ha rodeado la Operación
Pretoria, que entre otros afecta a cargos municipales del PSC y pesos
pesados de CiU retirados oficialmente de la política, parece ideado más
por un realizador de televisión que por un juez instructor. Baltasar
Garzón ordenó primero un espectacular despliegue de la Guardia Civil en
el Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramenet y otros escenarios de la
investigación -¿acaso los Mossos d'Esquadra no están capacitados, como
cuerpo integral que son, para ejercer como policía judicial al servicio de la
Audiencia Nacional?-; dictó el arresto incomunicado de los acusados,
incluidos el alcalde Bartomeu Muñoz y los convergentes Macià Alavedra y
Lluís Prenafeta, y los hizo conducir esposados al juzgado para que, en
presencia de las cámaras, recibieran sus enseres en enormes bolsas de
basura, muy meditada metáfora que presenta al corrupto hurgando en su
propia inmundicia.
Sin prejuzgar el grado de culpabilidad de los imputados, no cabe duda de
que la llamada "pena de telediario" presenta ventajas e inconvenientes:
lanza un mensaje ejemplarizante para los políticos que puedan caer en la
tentación de enriquecerse a cuenta del erario público, pero queda al
margen de las garantías y los controles jurisdiccionales que conforman el
Estado de derecho; contra la vejación de los detenidos mediante la
difusión de tales imágenes en los informativos de televisión no cabe
recurso alguno. Eso por no hablar de la disparidad de criterios con que el
juez en cuestión dicta esta pena extrajudicial: ¿por qué se le aplica a Luis
García, Luigi, presunto cerebro de esta trama, y no a Francisco Correa,
Don Vito, su homólogo de la red Gürtel?
De esta misma opinión parece ser la presidenta del Tribunal Superior de
Justicia de Cataluña, Maria Eugènia Alegret, que ayer condenó el trato
dispensado a los detenidos en Madrid. De natural prudente, seguro que
Alegret se cercioró antes de que ningún magistrado pedirá que la
sancionen por haber criticado a Garzón -tampoco especialmente popular
entre la judicatura-, como sí hicieron un puñado de jueces de Barcelona
cuando dos de sus compañeros censuraron la actuación de Juli Solaz,
instructor del caso Palau.
Y
es
que,
hace
apenas
dos
semanas,
políticos,
medios
de
cocomunicación, fiscales y un par de jueces afearon la conducta a Solaz
no sólo por haber dejado en libertad sin fianza a los saqueadores
confesos del Palau de la Música, Fèlix Millet y Jordi Montull, sino sobre
todo por alegar que la legislación le impedía enviarlos a prisión. La orden
de prisión dictada el viernes por Garzón se fundamenta en el riesgo de
que, de quedar en libertad, los encausados "destruyan evidencias",
puesto que algunos de ellos "disponen de fondos y realizan actividades
fuera de la jurisdicción española". Justo el argumento esgrimido por la
fiscalía, en vano, para instar el encarcelamiento de Millet y Montull.
Para los anales del derecho quedará otro de los pretextos del juez Solaz
para ahorrarles el mal trago de dormir entre rejas: como declinó
encarcelarlos en julio y no aprovecharon para fugarse, queda demostrado
que no lo harán en adelante. Razonamiento pretendidamente empírico
que roza lo pueril en boca de quien, sin tomarles declaración siquiera,
cuatro meses atrás prejuzgó la bondad intrínseca de unos presuntos
delincuentes.
La magnanimidad de Solaz y el ensañamiento de Garzón son el epítome
del abuso de la discrecionalidad otorgada a los jueces para prejuzgar,
juzgar e, incluso, ajusticiar en público al acusado. Exceso de arbitrariedad
que mina el crédito de la justicia.
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