3. La agricultura y el Estado: agricultura y capitalismo

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gorías de grandes propietarios, eran muchos los que explotaban de forma más o menos directa grandes o muy grandes explotaciones al estilo del modelo inglés.
La «revolución burguesa», violenta como en Francia o más
gradual como la que se dio en los demás •países, vino a liberar
la pequeña propiedad y la explotación parcelaria de muchas
de sus ataduras. Pero continuó siendo víctima de las debilidades constitucionales que obstaculizaban su progreso.
El peso de la renta de la tierra, aunque ésta había tomado
la forma de simple arriendo, seguía siendo, en efecto, lo suficientemente pesado como para impedir una acumulación adecuada e, incluso, la constitución de un simple fondo de liquidez. Para comprar tierra o, a veces, incluso para financiar la
producción y esperar la venta de la cosecha, el campesino tenía que recurrir con demasiada frecuencia a un crédito caro,
en ocasiones realmente usurero. De este modo, parecía como
si la pobreza, la ignorancia y la rutina técnica debiesen formar siempre parte de su destino.
3.
La agricultura y el Estado: agricultura y
capitalismo
A)
Las virtualidades de la explotación
de tipo individual
Se comprende por qué Marx, por ejemplo, observando la
situación de la pequeña producción agrícola, le reconocía una
gran capacidad de resistencia económica y una gran «competitividad», ya que, según señalaba en El Capital, para el campesino, «el único límite absoluto lo constituye el salario que
se asigna a sí mismo, una vez deducidos sus gastos propiamente dichos. Mientras el precio del producto le proporcione ese
salario, seguirá cultivando su tierra, haciéndolo con frecuencia hasta por un salario que no supere el mínimo vital» (III,
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3, p. 184). Pero, no obstante, consideraba que este tipo de explotación estaba condenada a desaparecer en breve plazo, porque «excluía, por su propia naturaleza, el desarrollo de las fuerzas productivas sociales del trabajo, el establecimiento de formas sociales del trabajo, la concentración social de los capitales, la ganadería a gran escala, la aplicación progresiva de la
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ciencia a los cultivos» (III, 3, p. 186).
Sin embargo, como vamos a ver, ya era posible, en el momento en que estas líneas fueron escritas, discernir que una
evolución muy diferente había comenzado, una evolución que
iba precisamente a poner a la explotación familiar en condiciones de cumplir con ese programa que Marx creía fuera de
su alcance: abastecer los extensos mercados de las grandes metrópolis industriales y, para ello, intensificar sin límites la producción, concentrando enormes medios de producción y apoyándose en el progreso científico y técnico. Pero, para poder
conseguirlo, era necesario que sus «potencialidades» de desarrollo fueran liberadas y que le diesen los medios para realizarlas. Y, en particular, el med'Io más importante de todos:
.
el medio financiero.
Es un hecho evidente que, durante el siglo xIX, todos los
Estados capitalistas de la Europa occidental «decidieron» explícitamente proporcionar esos medios a la agricultura de tipo individual: la creación en los diferentes países de un sistema específico de crédito agrario permite, de algún modo, «fechar» esta decisión (Nallet, Servolin, 1978, p. 52 s.).
Y es que, en efecto, el desarrollo industrial imponía en todos los países la necesidad de un abastecimiento alimenticio
a bajo precio. Esta necesidad inspiró todas las soluciones históricas que los diferentes países industriales pusieron en práctica para alimentar a la población obrera durante el proceso
de acumulación de capital (Coulomb et Nallet, 1980, p. 7 ss.,
para todo este pasaje). Hemos visto más arriba que Gran Bretaña, tras haber alcanzado este objetivo por medio del High
Farming, no dudó en sacrificarlo cuando soluciones más ventajosas hicieron su aparición, lo que equivalía a rechazar que
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la producción alimenticia continuara siendo una fuente de enriquecimiento privado.
De acuerdo con ese objetivo general y prioritario, era conveniente que la producción de alimentos dejase de constituir
una actividad propicia para la rentabilización del capital. Más
aún, había que evitar que una clase improductiva de terratenientes desviara una parte importante de la renta nacional en
forma de renta de la tierra; en detrimento de la acumulación
de capital. Las forxnas sociales destinadas a asegurar el declive relativo de la renta de la tierra (en tanto que beneficio de
una clase social) fueron diversas, pero condujeron, en los países industriales capitalistas, a la consolidación de un campesinado de tipo familiar y al fortalecimiento de sus derechos sobre el uso de la tierra, ya fuese por extensión de la propiedad
directa o por la instauración de un estatuto de arrendamiento
(Coulomb, 1973).
La explotación agraria familiar, al no exigir entonces para reproducirse ni renta del suelo ni beneficio capitalista, sino
tan sólo unos ingresos capaces de cubrir los gastos de producción y las necesidades de la familia, se impuso progresivamente como la forma de producción más adaptada a las exigencias de la sociedad industrial capitalista con respecto al sector
de la producción de alimentos. Y todo ello, con tanta mayor
facilidad cuanto que la naturaleza misma de la producción
agraria no exigía la «escala industrial» para que el progreso
técnico se pudiese poner en práctica (Servolin, 1972, a).
Así, contrariamente a la mayor parte de las ideas preconcebidas sobre el desarrollo de la agricultura, esta forma de producción no era una forma precapitalista o arcaica cuya presencia frenaba, a partir del siglo xlx, el surgimiento, esperado por muchos, de grandes explotaciones capitalistas, industriales y rentables. Ella aseguró la aplicación de la ciencia y
de la técnica a la producción agrícola en las condiciones más
ventajosas para las sociedades capitalistas, intensificando constantemente el uso de la tierra y el trabajo de los campesinos.
Esta forma de producción permitió un crecimiento continuo
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de las cantidades producidas y de la productividad, acomodándose, en deiinitiva, a una caída relativa del precio de sus
productos.
Pero esta forma de producción, ventajosa para la sociedad
industrial, exigía para reproducirse una gestión social especíiica. La generalización de la pequeña producción exigía, en
efecto, medidas tendentes a facilitar la apropiación del suelo
por unos y la expropiación de otros, y a administrar el éxodo
rural. Debido a que la formación de un beneiicio, en sentido
capitalista, no puede asegurarse a través del sistema de precios agrarios, y a que la explotación familiar es incapaz de acumular capital de forma autónoma, resulta que el desarrollo
de este tipo de agricultura ha necesitado para reproducirse ayudas públicas de muy diversas modalidades (Servolin, 1972, b).
Por ello, desde hace un siglo, en todos los países capitalistas
donde predomina esta forma de producción agrícola, un conjunto de instituciones, cuyas formas son específicas al sector
agrario (cooperación, mutualismo, sindicalismo, administración pública), se ha ido constituyendo progresivamente. Este
aparato de encuadramiento técnico, social y económico ha venido administrando las complejas relaciones entre la sociedad
industrial y la sociedad agraria, y asegurando la reproducción
de la pequeña producción, siendo, por tanto, coherente con
las formas específicas de ésta.
B)
El Estado moderno y la explotación familiar
agraria: ^una genealogía comúnp
Se ha pretendido mostrar, en las páginas anteriores, que
la formación de los Estados premodernos estuvo estrechamente ligada a la gestión de los problemas alimenticios de la población, de modo que puede aceptarse legítimamente la idea
de una relación privilegiada en sus orfgenes, entre el Estado
y la agTicultura así como afirmarse, además, que ambos pertenecen al mismo proceso genético, a la misma «genealogía».
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El problema se plantea cuando se pasa a analizar las relaciones entre el Estado y la agricultura en las sociedades capitalistas desarrolladas. ^Se puede continuar concediendo un carácter de especificidad a semejante relación, a la vista de la
forma que adopta hoy la política agraria moderna? tContinúa existiendo en la actualidad una relación específica y privilegiada entre el Estado moderno y la agricultura de esos países, cuando el sector agrario se encuentra ya plenamente integrado en el sistema económico? Esta es la cuestión que queremos abordar en este apartado.
Lo poco que hemos dicho hasta ahora sobre este particular muestra ya que la política agraria moderna, a diferencia
de otras políticas estatales, no puede ser reducida a un simple
dirigismo ni a una mera cuestión de coyuntura económica o
política que pueda reducirse o aumentarse según las circunstancias o la ideología de la coalición en el poder. La política
agraria moderna en los países occidentales es el resultado de
un largo proceso histórico, cuya adecuada comprensión no es
tarea fácil para los investigadores. Prueba de ello es la insatisfacción que producen los análisis que sobre este tema hacen
las tres principales corrientes de pensamiento actualmente en
disputa en el campo de la ciencia política. Aunque pueda resultar aparentemente fácil explicar la política agraria moderna y las relaciones entre el Estado y la agricultura desde cada
una de estas tres corrientes -la del determinismo económico,
la de la autonomía de la política y la que atribuye al Estado
una función reguladora-, la realidad es más compleja.
Así, en lo que respecta al «determinismo económico», los
autores de esta corriente suelen afirmar que la emergencia de
la pequeña producción agraria estuvo «determinada en última instancia» por las propias necesidades de la producción,
de donde concluyen que la política agraria y las instituciones
que le corresponden no son más que «reflejos de la superestructura». Sin necesidad de que tengamos que reproducir aquí
la crítica del determinismo económico en lo que tiene de simplista y unívoco, se puede refutar su tesis sobre la política agra41
ria recordando simplemente las infinitas variaciones que pueden encontrarse de los métodos y medios utilizados por los poderes públicos para gestionar la agricultura en los países occidentales.
La emergencia progresiva de la pequeña producción agraria
a lo largo del proceso de acumulación del capitalismo industrial, no puede, en mi opinión, ser explicada como simple producto, ineluctable y socialmente inconsciente, del juego de las
estructuras económicas, ya que puede perfectamente admitirse
que haya sido también el resultado de conflictos de intereses
(entre burguesía industrial y burguesía rentista, entre otros),
de medidas de política agraria a veces contradictorias y de debates ideológicos sobre la representación que la sociedad se hace
de sus relaciones con la agricultura en las diferentes fases de
su desarrollo. Para decirlo con otras palabras, la emergencia
de la pequeña producción agraria fue, en muchos casos, motivo de luchas sociales intensas que no tenían por tema explícito los problemas agrícolas y alimenticios. Así, en lo que se
reiiere al caso francés, no resulta difícil situarla, por ejemplo,
en el trasfondo de las intensas luchas religiosas del siglo pasado, aunque, como se extraña S. Berger, existiesen campesinos
de características muy semejantes en los campos opuestos.
Este ejemplo nos permite abordar el tratamiento que hace
la segunda de las corrientes mencionadas, la de la «autonomíá de lo político». Suele ser habitual en esta corriente afirmar que la forma moderna de la pequeña producción agraria
fue elegida por los Estados como forma dominante, y que no
habría podido desarrollarse sin esta elección. Sin embargo, el
ejemplo anterior excluye la idea de una política agraria entendida como puro efecto autónomo de «lo político». Las luchas de las que se acaba de hablar y las opciones políticas que
de ellas derivaron reflejan, en definitiva, lo que los economistas llaman en ocasiones una «preferencia estructural» expresada en una alianza de clase política. En otro lugar (Nallet
y Servolin, 1978), hemos intentado mostrar cómo, en el caso
francés, la legitimación económica de la pequeña producción
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agraria fue, en suma, la contrapartida del acceso de sus representantes a la coalición en el poder. Acceso que fue un fenómeno general en Europa, si bien bajo formas y en épocas
diversas.
Lo importante es señalar (ibíd. p. 40 s.) que esa legitimación de la pequeña producción agraria no hizo en absoluto que
desapareciera su apariencia de «exterioridad» con respecto al
desarrollo del capital, sino que la conservación de dicha exterioridad -de la que deriva la especificidad de la política agraria moderna- ha sido necesaria, de algún modo, para la buena
integración de la pequeña producción en el desarrollo económico general. El carácter no capitalista de esta forma de producción ha obligado que su gestión por parte del Estado haya
sido siempre una gestión específica y particular, diferente a
la de otras áreas de actividad, manteniéndose, por tanto, su
aspecto de exterioridad o, dicho con otras palabras, su carácter de «anormalidad».
En el plano de la conciencia política, esta exterioridad se
ha traducido en el fuerte sentimiento «anticapitalista» que ha
venido caracterizando a los agricultores, y que tuvo su expresión tanto en el catolicismo social como en la izquierda (por
ejemplo, el radicalismo en Francia o, como veremos más adelante, la «Vernstre» en Dinamarca). Asimismo, también ha generado en los pequeños productores, y en los campesinos en
particular, ese comportamiento tan típico de la exaltación de
la libertad y la independencia del productor individual -único
«trabajador» auténtico-, desarrollando un discurso anarquizante y antiestatal; todo ello combinado sin dificultad con una
concepción del Estado como potencia tutelar y como magistratura suprema, con vocación de proteger al pequeño, al débil, contra las usurpaciones «injustas» de los poderosos.
Un reflejo de todo ello es el hecho de que, en los países
occidentales, la proliferación de organizaciones profesionales
producida por la política agraria es siempre presentada por
determinados círculos de opinión como un puro efecto de la
espontaneidad de los agricultores, que se autoorganizan y dis-
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ciplinan a sí mismos en perfecta libertad y autonomía. Este
planteamiento conduce a veces a la afirmación de que el desarrollo de las organizaciones profesionales significa una reducción de la intervención del Estado, una inhibición de sus
funciones, que lo limitaría a jugar un papel de árbritro y regulador.
Esta tesis, ampliamente extendida, conecta directamente
con la tercera corriente de pensamiento ya citada, la que
ve la política agraria como un aspecto completamente trivial
de la «función reguladora» que tiene atribuida el Estado.
Semejante concepción del Estado -como regulador general
cuya acción consistiría en integrar lo sectorial en lo global
(Nizard, 1975, p. 633 s., y para la agricultura, Muller, 1980,
p. 120 s.)-, nos parece, de entrada, particularmente pobre
y reductora. Aunque este enfoque teórico se considere a sí mismo como una ruptura con lás teorías «instrumentales» del Estado, el término «regulación» no es neutro, ni tiene un sentido
absoluto y objetivo. Una regulación no tiene significado si no
es en la idea que podamos hacernos de un orden a establecer
y conservar, de un orden en relación al cual el funcionamiento de la sociedad sea reconocido como satisfactorio, como regular, como regulado. De acuerdo con esta lógica, ^no deberíamos admitir, pues, que exista un algo, un alguien, que defina este orden y que encomiende al Estado y a su aparato la
función de hacerlo respetar por los agentes sociales? Hay que
reconocer, por tanto, que esta corriente de pensamiento no
se encuentra muy alejada de las concepciones del funcionalismo más anodino o del marxismo «ortodoxo» más rudimentario.
Todo lo que sabemos de la génesis del Estado y de su desarrollo, y particularmente de sus relaciones con la política agraria, desmiente esta imagen de un aparato estático, establecido a priori y asegurando mecánicamente un conjunto de misiones de las que no se dice claramente quién se las ha confiado.
En resumen, la polftica agraria moderna es el resultado de
un largo y complejo proceso histórico cuya lógica no puede
ser explicada por ninguna de las tres corrientes de pensamiento
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que se disputan hoy en día la hegemonía en la ciencia política. Su adecuada comprensión exige un análisis más detenido
y pormenorizado, que es lo que pretendemos realizar a continuación.
4.
La «invención» de la política agraria moderna:
Dinamarca
Como lo hemos recordado más arriba, Marx anunciaba ya
a mediados del siglo pasado la «agonía de la parcela» (Marx,
1969, p. 134) y el triunfo próximo de la gran producción agrícola capitalista «a la inglesa». Sin embargo, en esa misma época
estaban ya planteadas en Dinamarca las premisas del modelo
de política agraria que iba a ser adoptado progresivamente por
los demás países europeos.
El caso de Dinamarca presenta, en nuestra opinión, un excepcional interés, porque nos permite ver cómo se desarrolló,
partiendo de una situación inicial sumamente desfavorable,
una política que parece, a posteriori, inspirada por una milagrosa lucidez, tanto por parte de los individuos como por las
diferentes clases y categorías sociales que fueron sus protagonistas. En un período histórico sorprendentemente corto, puede
afirmarse que cada cual supo intuir las posibilidades de éxito
de la pequeña producción agrícola intensiva, identificar los
obstáculos que se oponían a su desarrollo y definir los medios
de todo tipo capaces de superarlos. Por ello, nos parece que
esta historia merece ser contada con algún detalle.
A)
Génesis de la política agraria moderna
A mediados del siglo xvIII, Dinamarca, a pesar de su posición geográfica, representaba el tipo perfecto de un país comprometido en la ya citada vía «este-europea». Mientras que en
la Edad Media el campesinado danés había conocido un régi- .
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