La metáfora de educar José Luis Vega 1 La dignidad del claustro universitario ha sabido en ocasiones consumir su esmero en relevar la seriedad en el conocimiento profesional como la substancia misma de su compromiso académico peculiar ante la pregunta por la verdad. Como un cirio que arde alimentándose en los brillos de los logros más conspicuos del saber de todas las épocas, la Universidad se ha presentado ante el mundo, y se ha justificado, como así también promovido abiertamente a sí misma, como el ámbito cuya misión es conservar y multiplicar aquellos logros como la herencia imperecedera que la inteligencia humana conquistó para todos los hombres, de modo que el hombre se mirara en ellos cada vez que se preguntara quién es y para qué es quien es. Este énfasis académico legítimo ha exacerbado muchas veces su significado, hasta desplazar hacia un lugar menor la vocación de servicio que sostiene la tarea de enseñar, concretada en la relación con el alumno, más allá de los distintos niveles de exigencia en donde se realice dicha tarea según fines específicos. Por su parte, se ha dado el caso de que durante mucho tiempo el hombre vivió y se educó al abrigo de la atenta conciencia de que sin un horizonte de sentido que lo abarcara completamente en sus diferencias epocales y culturales, el 1 Licenciatura en Matemática y Licenciatura en Filosofía, UBA, Doctorando en Filosofía, Profesor de Matemática del CBC de la Universidad de Buenos Aires desde 1987, ininterrumpidamente desde entonces; investigador y escritor. Entre sus obras, destacan Ser en la Palabra, Argenta, Buenos Aires, 2000; Piedras Angulares, Ed. Patria Grande, 2004; La Sombra y la Brújula, Ed. Educando, 2009, con el auspicio de la Dirección General del CBC, obra de teatro presentada el 20 de Noviembre de 2009 en el Centro Cultural San Martín, y material de lectura obligatoria en cátedras de Biología del CBC; Tierra Sagrada, Ed. Vinciguerra, 2010, El Último Acto. Ed. Educando, 2011. El Último Acto, Ed. Educando, 2011. conocimiento pierde la potestad de alumbrar definitivamente la existencia, pues sin ese sentido universal - que siempre se realiza en la carne histórica anhelante y sufriente, dichosamente esperanzada, y capaz de ser fiel a lo que ama, o de traicionarse eternamente a sí misma, tal el misterio del drama humano- no hay donde destinarse luminosamente. No hay posibilidad alguna de hacer de la vida un proyecto de trascendencia, que triunfe sobre sentencia inhóspita y sartriana que reduce al hombre a una pasión inútil la 2 En nuestra época actual, esta convicción ha devenido decepción ante los poderes de la racionalidad, juzgada de complicidad con las ideologías que produjeron los desastres inhumanos de las dos grandes guerras del siglo precedente, entre otras. En realidad, este presunto veredicto posmoderno contra la razón, por un lado, para ser dichosamente razonable, nunca ha podido desconocer, para su cometido, las propias categorías que la razón construyó a lo largo de la historia para captar lo real. Categorías por cierto siempre parciales, pero a su vez de un valor eurístico –cuando no un preciso hallazgo de valor imperecedero- imprescindible para progresar en los alcances de la comprensión de la realidad. De este modo, las conquistas que la razón ha sabido arrogarse (y la razón no es únicamente la razón ilustrada!) en el humilde denuedo de sus fecundísimas capacidades pertenecen al saber universal o al hondo itinerario que espera allegarse hasta un saber así imaginado, siempre anhelado y necesario. Dicho itinerario debe ser abonado con otros dominios de la captación de la realidad, a 2 J.P. Sastre, La Edad de la razón. saber, el sentimiento estético, por el que la belleza y lo sublime penetran allende todos los progresos tecnocientíficos, y gracias a lo cual el hombre accede a una dimensión honda del bien, sin la cual el hombre no puede humanizarse plenamente. En efecto: si hay algo más que la razón científica, esto pertenece al mismo misterio de la existencia, a ese desbordante excedente de sentido y que hace de la realidad una metáfora siempre nueva de sí misma, pero que sólo es develada, liberada y puesta a la luz por la palabra humana capaz de ser fiel a esta trascendencia inmanente del ser, y a su vez comprometida amorosamente con aquélla. El excedente de sentido que configura la belleza, que conmueve y rebasa toda palabra, no obstante siempre inspira gestar la mejor palabra posible para dar cuenta de este milagro. Es la bella y cuarta forma de locura, que Platón consigna en su Fedro, aquel excelso rapto, ese enthousiazo, esto es, ese entusiasmo, que no es una emoción, sino un estado, y, precisamente, el estado de estar en lo divino 3. Precisamente, estar en el misterio, en términos de Gabriel Marcel4, aquel desbordamiento de sentido irreductible a la coceptualización abstracta y a la explicación deductiva, que sólo se corporiza en el símbolo artístico o en la actitud existencial y religiosa. Pero que se aclara y embellece cuando la razón hace el inmenso intento de comprenderlo, sin sofocarlo, ni deformarlo bajo sus categorías propias. En definitiva, en el diálogo platónico citado, la pregunta principal se refiere a que es un discurso bello. Y la respuesta es dada por 3 4 Platón, Fedro, 249 c - 250 a. G. Marcel, Aproximaciones al misterio del ser. Sócrates: el discurso bello es el del maestro. Y es bello porque descubre en el corazón del discípulo la verdad personal e intransferible de este último. Hoy no irrumpe este entusiasmo. Por su parte, los claustros universitarios han degenerado muchas veces en un academicismo jactancioso, que ha convertido al saber en un arma de dominación. Los profesores se deformaron en especialistas cuyo pregón y letanía repican en la exigencia de “excelencia”, y ante quienes los alumnos sólo son el pretexto secundario para autoglorificarse en su saber y poder. Precisamente ha sido el Ciclo Básico Común el lugar especial donde personalmente pude encontrar el espíritu y los recursos aptos para descubrir y hacer crecer en mí la tarea de enseñar desde estos presupuestos recientemente compartidos que hacen del alumno la instancia decisiva de todos mis esfuerzos y expectativas no solamente académicas, sino vocacionales, con lo que ello implica en la realización de un sentido verdadero en la propia vida. Enseñar la matemática en diferentes sedes, y a destinatarios de carreras embanderadas en intereses heterogéneos -algunos más próximos a los que guiaron mi elección de la Licenciatura en Matemática, otros mucho más alejados, como mis actuales alumnos de la carrera de psicología- me posibilitó proteger el detalle que siempre me ha conmovido como estudiante de matemática, y no menos luego de filosofía, y que además constituyó la verdadera constancia de que ambas disciplinas me llamaban directamente por mi nombre, respondiendo a mi estilo y apetencias intelectuales, las cuales han excedido –y no forzada ni antinaturalmente- los propios campos de la matemática pura y la filosofía propiamente dicha. Los intereses que me condujeron a la matemática no convienen con las aplicaciones prácticas que la matemática acarrea en una inercia conocidamente espontánea e incontable. Tampoco, con cierto espíritu actual de difusión –en ciertos casos, televisiva- de la matemática, que prefiere sustentarse enarbolando la estrategia de despertar la curiosidad del espectador, bajo el supuesto de convertir los resultados matemáticos examinados como objetos de curiosidad en sí mismos. Una estilo del que no juzgo el amor genuino por la matemática que lo secunda. Pero que roza los peligros de una ambigüedad comercial de montaje para vender una vocación científica que halla sus raíces y su savia en tierras esencialmente distintas. La curiosidad en sí misma no da la talla necesaria para constituirse en merecedora de real admiración. Pues la admiración, ese asombro inocente y radical ante el ser que se revela, se abre, muestra sus innumerables virajes dramáticos llenos de color y de riqueza, es nuevamente una nueva manera de apreciar lo trascendente de lo real, que en palabras de Aristóteles 5equivaldría a nombrar una vez más lo sagrado, lo misterioso y sagrado de lo profano y secular. Puesto que la matemática es, principalmente, orden y construcción deductiva, demostración que obra evidencias de una síntesis simbólica y de una interrelación significativa y lógica que excede lo redundante y puramente analítico y tautológico. Puesto que en esa riqueza simbólica que se presupone en sus elementos constitutivos y que sólo en sus relaciones semánticas y 5 Aristóteles, Metafísica, I. lógicas corroboran que comprender implica necesariamente un momento creador e interpretante que colabora con la verdad real, y que no degrada al conocimiento en un mero perspectivismo subjetivista, y, de este modo, relativizable. Por todo esto, en esta riqueza de contenido, la matemática es belleza. Por esto mismo, también el bruñido espejo singular donde el pensamiento experimenta la belleza de sí mismo, que es justamente la belleza de su poder de asir la realidad inteligiblemente, recreándola al comprenderla, haciéndola nacer en la luz del concepto, de la implicación necesaria, de la comprensión formal Y que en el arte sobreabunda en la originalidad sublime del gran creador que abre un mundo nuevo en donde vuelve a comprenderse que la realidad es una milagrosa metáfora de sí misma. Por ello, educar es la metáfora de este alumbramiento de lo real que se da en el seno de la relación maestro-discípulo. Así, la realidad queda elevada al ser transparentada en su esencia fundamental e inteligible que es fundamento de su riqueza de sentido, y la inteligencia queda, consecuentemente, plenamente consumada. Pero esto demanda la disciplina de todo verdadero crecimiento. Tal vez por ello la matemática no goza de la adhesión y del interés que la hubo consagrado en otros siglos. Pues nuestra época sólo concede renuncias y sacrificios ante el rédito asegurado. Pero el saber no se capitaliza primeramente así. El saber eleva y humaniza. Es el fruto de una ofrenda, y no la ganancia de una inversión. Certeramente, el CBC tiene en sus objetivos fundamentales, esta misión imprescindible. En las clases del CBC, lo primero es introducir al alumno en la disciplina específica. Pero este trabajo de adentrarlo en la misma, debe hacerse con el espíritu del maestro, primeramente, antes que con el del experto. Pues la heterogeneidad de los alumnos, y la introducción misma, deben servir al fin superior de situar a la propia disciplina como medio para que el alumno aprecie la dignidad del saber en general, y del pensamiento que lo engendra, a partir de lo cual debe apreciar y desarrollar toda su sensibilidad al servicio de la humanización de sí mismo y de la vida humana. Incorporando al otro. Asumiéndolo verdaderamente. Sin este horizonte, el conocimiento es sólo materia prima para un negocio ideológico esclavizante. Y la verdad y lo humano resisten los dogmatismos de toda índole. También, los ideológicos. El maestro hace del saber un posicionamiento ante la realidad. Y, en este posicionamiento hondo y adecuado, el alumno aprende que el pensamiento es aquello que lo humaniza, siempre que por el pensamiento pueda entender que la realidad que aquél traduce en sus categorías intelectuales necesita a su vez ser dignificada con la sensibilidad y los valores espirituales capaces de descubrirla y defenderla como misterio y razón, como trascendencia y valor, como bien y belleza, como drama y vocación de sentido. De este modo, corroboro con enorme gratificación y agradecimiento, desde mi concurso como profesor del CBC, que éste, por su plasticidad intrínseca a su papel mediador y servicial, ha sido un medio eficaz para tal mediación que acerca al alumno a la rigurosidad académica puramente universitaria. No sólo cumple la nivelación y el adiestramiento necesarios. Esto es, por cierto, imprescindible para el estudio superior sea accesible a todos quienes quieran entregar de sí todo lo necesario, pero de modo de no ser traicionados en ese sacrificio generoso y desinteresado. UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES 1821 – 2011 190 Años CBC - 1985 - 2010 25 AÑOS - AÑO DEL BICENTENARIO DE LA REVOLUCIÓN DE MAYO. PROFESOR: JOSÉ LUIS VEGA