¿Se puede despedir bien?

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Condiciones para la moralidad de los despidos
¿Se puede despedir bien?
Para conocer la moralidad de un despido se deberían analizar cuatro condiciones: que las relaciones
entre empresa y trabajador se sustenten en la veracidad y el realismo, que la dirección gestione la
crisis con profesionalidad, que la empresa haya velado por la empleabilidad de su plantilla y,
Llama la atención, especialmente en tiempos de desarrollo y
prosperidad económica, que tantas empresas abandonen los
compromisos de mantenimiento y protección del empleo de sus
trabajadores. La lógica del crecimiento continuado de los beneficios parece arrasar con cualquier “obstáculo” que se le ponga
por delante. Y si el obstáculo son los empleados de la empresa,
o una parte de ellos, se les despide masivamente y a otra cosa.
En este artículo me gustaría considerar la valoración ética de
situaciones donde una empresa se plantea despidos masivos de
sus empleados, sin que esos despidos constituyan en sí mismos
un requisito imprescindible para la subsistencia misma de la
empresa.
razón sería inmoral). Naturalmente, no es que merezca la pena
cumplir con esas condiciones simplemente para gozar así del
“privilegio” de despedir “porque sí” a los empleados. Tal actitud
sería indicativa de una clara patología mental. En cambio, lo que
sí interesa, para poder seguir mirándonos en el espejo el día después, es estar seguros de que, si llega el triste momento en que
tenemos que despedir a alguien, habremos cumplido previamente con las obligaciones morales que el despido reclamaría.
En mi opinión, hay cuatro condiciones que deben darse para que
los despidos masivos sean éticamente intachables, incluso cuando la empresa no se encuentra en crisis económica.
Veracidad y realismo
En términos generales, para que una acción como esta, con
efectos buenos y malos, no sea inmoral, se exige que la acción
misma no sea intrínsecamente mala (concluir un contrato no
tiene por qué serlo), que el fin perseguido sea positivo (mejorar
la rentabilidad lo es), que los efectos positivos que se persigan
no deriven de los efectos negativos que también puedan derivarse de la acción, y que los efectos negativos que puedan derivarse
guarden proporción con los positivos que se pretenden (y este es
el punto más delicado de todo el análisis). ¿Cómo podría traducirse esto, en términos concretos, a la problemática de despidos
masivos? Dicho de otro modo, ¿sería posible definir unas circunstancias bajo las cuales los despidos masivos fueran moralmente justificables, incluso cuando los realiza una empresa
pujante, sin agobios financieros? Si podemos responder a esta
pregunta satisfactoriamente, habremos fijado las condiciones
más extremas de lo moralmente posible en este campo, las condiciones que en cierto modo nos habilitarían para, permítase el
absurdo, poder despedir sin razón alguna (y es un absurdo porque truncar la carrera profesional de alguien sin una buena
La primera condición se refiere a la veracidad y el realismo en las
relaciones laborales. Durante los años sesenta y setenta muchas
empresas, incluso de gran reputación internacional, hicieron promesas explícitas a sus empleados de que, a cambio de la lealtad
que mostraran con la empresa, esta se comprometía a asegurarles la continuidad en sus puestos de trabajo. Los ochenta y los
noventa, sin embargo, fueron testigos de las continuadas rupturas de esos compromisos. Empresas de todos conocidas, y que
incluso figuraron como modelos de responsabilidad social durante aquellos años, acabaron cediendo a la presión de sucesivas
crisis económicas que hicieron insostenible el cumplimiento de
sus compromisos de empleo. Esto produjo consecuencias muy
negativas para los afectados por los despidos en primer lugar,
pero también para la concepción de los términos en que debería
enmarcarse la lealtad mutua que empleados y empleadores se
debían. Como los pactos hay que respetarlos, ambas partes
deben serse recíprocamente veraces y realistas. ¿Es realista prometer empleo vitalicio? Como no hay que engañarse los unos a
los otros, esas promesas, incluso tácitas, sólo se deben hacer
cuando se está realmente “dispuesto a sacrificarlo todo” por
cumplirlas.
Carlos Sánchez-Runde
Profesor Agregado, IESE, Departamento
de Dirección de Personas en las
Organizaciones
[email protected]
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www.ee-iese.com/91/afondo5.pdf
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La segunda condición se refiere a este estar “dispuesto a sacrificarlo todo” por evitar los despidos. Lógicamente, llegados al
extremo, habrá bienes que no deba convenir sacrificar, también
moralmente, a costa de mantener los niveles de empleo. Lo que
pasa es que “el extremo” es un lugar al que realmente cuesta
muchísimo llegar de modo inevitable. La medida de esta inevitabilidad de acabar despidiendo personal viene dada, en buena
IESE SEPTIMEBRE 2003 / Revista de Antiguos Alumnos
Esa profesionalidad incluye, tras la
veracidad y el realismo, la capacidad para
salir del blanco y el negro de los aparentes
dilemas ante los que tantas veces no pone
la situación de la empresa, como cuando las
cosas se plantean en términos de “o nos
mantenemos en rentabilidad o despedimos
al personal”
a fondo / reflexión
medida, por el nivel de profesionalidad de los directivos que tienen que tomar la decisión de despedir. Esa profesionalidad incluye, tras la veracidad y el realismo, la capacidad para salir del
blanco y el negro de los aparentes dilemas ante los que tantas
veces no pone la situación de la empresa, como cuando las cosas
se plantean en términos de “o nos mantenemos en rentabilidad
o despedimos personal”. Bueno, la profesionalidad aquí consiste,
precisamente, en no ponerse nunca ante situaciones extremas de
blanco o negro. Lo que no es moral es asumir una responsabilidad de dirección careciendo de los mínimos de esta profesionalidad que nos permite no tener que caer en estos terribles
dilemas.
De nuevo, no se pretende que mientras se cumplan estas cuatro
condiciones uno pueda despedir sin más, a pleno arbitrio, sin
conflicto moral alguno (por cierto, otros aspectos del problema,
como el jurídico, o el de la motivación de las personas, habría
también que considerarlos en esta reflexión). Estamos fijando un
extremo hipotético que, por su condición extrema, fija las pautas
de lo que idealmente desearíamos que fuera aplicable al resto de
casos. Luego, cada caso puede presentar particularidades que
eximan de la necesidad de que estas cuatro condiciones se cumplan tan a rajatabla, pero lo que sí es seguro es que, cumpliendo
con estas condiciones, uno podrá quedarse tranquilo en el sentido de saber que hace lo que un criterio moral estricto exigiría.
¿Qué sucede cuando, incluso habiendo tratado de ser lo más
veraz/realista y lo más profesional posible nos vemos pese a todo
ante la conveniencia de despedir personal? Aquí entraría la tercera condición a que nos referíamos: las personas en la empresa
deben mantener, e incluso aumentar, los niveles de empleabilidad con que contaban en el momento en que fueron contratadas. De este modo, si el despido fuera necesario, la persona
estaría en iguales o mejores condiciones de encontrar un trabajo
alternativo equivalente. Esto contando, naturalmente, con la
influencia de factores como la edad de la persona.
Cuando el empleado es el que rompe el contrato
Tenemos entonces el siguiente marco conceptual: «si nunca te
engañé haciéndote creer que podrías trabajar aquí indefinidamente; si a esta situación de despido llegamos tras haber mostrado la debida profesionalidad, en el sentido de no habernos
visto “forzados” por circunstancias que entran dentro de lo
humanamente controlable; y si ahora te encuentras en una situación de empleabilidad igual o mejor de la que tenías al entrar en
esta empresa; si todas estas circunstancias se cumplen, podrá
decirse que hemos hecho todo lo moralmente exigible ante la
decisión de tener que despedirte».
Finalmente, todo esto debe poder realizarse en un marco que
respeta la libertad del empleado. Es decir, este marco supone
unas reglas del juego claras y conocidas que debe poder ser asumido por quien vaya a entrar en la empresa, con plena conciencia y libertad. En la medida en que esa libertad no se diera, la
validez de este marco perdería vigencia. Esto se daría, por ejemplo, ante casos como el de quien, prefiriendo otras normas del
juego, no puede encontrar otro trabajo y se ve forzado, por
tanto, a aceptar estas normas.
IESE SEPTIEMBRE 2003 / Revista de Antiguos Alumnos
También conviene destacar que la finalización de la relación laboral tiene lugar entre dos partes, la empresa y el empleado. Esto
quiere decir que aunque al hablar de despidos nos refiramos normalmente al despido del trabajador por la dirección, la lógica
que aquí defendemos se aplicaría también a la situación inversa,
cuando el empleado “despide” a la empresa y deja de trabajar
en ella. Aunque es lógico que de esto se hable menos, por tener
una relevancia social y mediática menor que la de los despidos
masivos, los condicionantes morales son paralelos a los definidos. Así, la moralidad de la decisión hipotéticamente extrema de
abandonar una empresa “porque sí” requeriría, también de veracidad/realismo y profesionalidad por parte del empleado. Además, el empleado debería dejar a la empresa, en lo que le fuera
atribuible, en situación de competitividad igual o mejor que la
que tenía la empresa cuando empezó a trabajar en ella. Y la
empresa no debería estar en situación tal de falta de libertad que
difícilmente pudiera obtener una alternativa viable para cubrir las
funciones que desarrollaba la persona que se marcha. Es verdad
que estas condiciones, cuando se aplican al empleado y no a la
empresa, pierden algo de su exigibilidad. Al fin y al cabo, los
fuertes son los que, en principio, deben asumir las mayores cargas, y las empresas suelen ser más fuertes que sus empleados.
Pero esto no obsta a que también pensemos, de vez en cuando,
en nuestras responsabilidades individuales ante la empresa
donde trabajamos.
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