El enigma de la Santa Espina Fernando de Artacho el enigma de la santa espina La novela El enigma de la Santa Espina, de Fernando de Artacho, resultó finalista del XXXVII Premio de Novela Ateneo de Sevilla. © Fernando de Artacho, 2006 © Algaida Editores, 2006, 2009 Avda. San Francisco Javier 22 41018 Sevilla Teléfono 95 465 23 11. Telefax 95 465 62 54 e-mail: [email protected] Composición: Grupo Anaya ISBN: 978-84-9877-184-8 Depósito legal: NA-27-2009 Impresión: Rodesa, S. A. (Rotativas de Estella, S. A.) 31200 Estella (Navarra) Impreso en España-Printed in Spain Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización. Índice Primera parte.............................................................. I....................................................................... II....................................................................... III....................................................................... IV....................................................................... 11 13 18 26 37 Segunda parte . ........................................................... V....................................................................... VI....................................................................... VII....................................................................... VIII....................................................................... IX....................................................................... X....................................................................... XI....................................................................... 47 49 52 62 66 72 78 88 Tercera parte.............................................................. XII....................................................................... XIII....................................................................... XIV....................................................................... XV....................................................................... XVI....................................................................... XVII....................................................................... XVIII....................................................................... XIX....................................................................... 93 95 98 107 112 117 122 127 133 Cuarta parte . ............................................................. XX....................................................................... XXI....................................................................... XXII....................................................................... XXIII....................................................................... 143 145 155 168 186 XXIV....................................................................... 191 XXV....................................................................... 201 XXVI....................................................................... 205 XXVII....................................................................... 212 Quinta parte................................................................ XXVIII....................................................................... XXIX....................................................................... XXX....................................................................... XXXI....................................................................... XXXII....................................................................... XXXIII....................................................................... XXXIV....................................................................... XXXV....................................................................... XXXVI....................................................................... XXXVII....................................................................... XXXVIII....................................................................... XXXIX....................................................................... 223 225 233 242 252 264 266 274 282 286 297 312 330 Sexta parte.................................................................. XL....................................................................... XLI....................................................................... XLII....................................................................... XLIII....................................................................... XLIV....................................................................... XLV....................................................................... XLVI....................................................................... XLVII....................................................................... 345 347 358 376 387 389 405 434 456 Séptima parte............................................................... 477 XLVIII....................................................................... 479 XLIX....................................................................... 504 Octava parte................................................................ 523 L....................................................................... 525 LI....................................................................... 554 A Teresa Pérez de Salamanca y Martínez de Tejada Primera parte I L a escalera estaba alumbrada por servidores de libreas negras que portaban candelabros en sus manos. Algunas antorchas encendidas era toda la luz que el car­denal había encontrado antes de llegar a la gran portada del colegio mayor. Allí fue recibido por el secretario personal del rec­tor, quien besó la mano del príncipe de la Iglesia, y sin decir palabra par­ tieron con rapidez hacia el piso superior. El lujo de la escalera de mármol rosa de Carrara contrastaba con la sobriedad de los oscuros artesona­ dos mudéjares de madera. Se notaba que aquellas de­ pendencias habían cambiado su estilo cuando entró el nuevo rector, hacía ya más de treinta años. El roce del tafetán de seda púrpura del manteo del cardenal, y las ligeras pisadas sobre los peldaños de la escalera, eran todo el ruido que se dejaba sentir en la bó­ veda que cubría la escalera. Al llegar al piso superior se hallaban unas galerías que rodeaban el patio principal. En ellas una muche­ dumbre de personas, casi en silencio, fue inclinando la cabeza al paso del cardenal. Él conocía a la mayoría de aquellos rostros. Autoridades civiles, militares, aca­ démicas y religiosas. Solo se paró a cumplimentar al asistente, que se encontraba a la puerta de los aposen­ 13 tos del maese Alonso de Sepúlveda, rector del Cole­gio Mayor Universitario de Sevilla. Fueron unos instan­ tes, los necesarios para cumplir el protocolo. El asunto no podía esperar, era de gravedad. En la habitación un número generoso de doctores, colegiales y sacerdotes rodeaba la cama del moribun­ do rector. En la esquina de la habitación, un grupo de dominicos rezaba unas cansinas oraciones, que eran acompañadas por las contestaciones de los presentes. Dos turiferarios, con incensarios de labrada plata en sus manos, perfumaban la estancia. Así se impedía que el olor de aquella aglomeración humana viciara el ambiente. La entrada del cardenal hizo que aquel corrillo que rodeaba a maese Alonso de Sepúlveda se abriese para dejarle paso. Su Eminencia buscó el rostro del doctor Torres, el más prestigioso médico de la ciudad, que junto a un grupo de galenos atendía al enfermo. La ca­ beza del médico hizo un gesto negativo, apuntándole que nada más se podía hacer por aquel hombre. El cardenal se acercó a la cabecera de la cama. Cuando lo hubo reconocido Sepúlveda, con gran es­ fuerzo tomó su mano y la besó. El enfermo era un hombre que sobrepasaría en pocos años los sesenta. Sin embargo, su aspecto era ya el de un anciano venerable. Tenía tez blanca, nariz recta y profundos ojos negros hundidos en las cuen­ cas del cráneo. Se dejaban ver, bien señaladas, azules venas sobre sus sienes. El cabello había desaparecido casi por completo, solo una melena blanca arrancaba detrás de su nuca hasta posarse sobre sus escuetos hombros. La barba también era blanca y poco pobla­ 14 da. Un perlado de gotas de sudor salpicaba su amplia y febril frente. —Os ruego confesión, Eminencia… —dijo con ahogo el moribundo—. Solamente a vos puedo dar cuentas de mi vida en estos momentos… Hay un gran peligro para la Iglesia, yo… yo no puedo llevarme este horrible secreto al otro mundo. El cardenal miró a su familiar secretario. Este captó la intención de su señor. Con delicadeza pidió a los presentes que abandonasen la estancia. El moribundo iba a ser confesado por última vez. Acercaron al ordi­ nario un sillón para que pudiera permanecer sentado junto al rector. De esta forma le sería más fácil oírlo, sin tener que hacer el esfuerzo de inclinarse sobre la cama del moribundo. Maese Alonso de Sepúlveda hizo una confesión general de los pecados que había cometido a lo largo de su vida. Pero quedaba lo peor, descubrir un peli­ groso entramado del que formó parte en su juventud. El cardenal, con un lienzo blanco, secaba el sudor de aquel hombre mientras le escuchaba atentamente en confesión. —Después de mis pecados he de haceros saber una historia de la que fui partícipe en mi juventud… —dijo maese Alon­so—. Siempre ha pervivido sobre mi con­ ciencia… y al final de mi vida me pasa la factura que he de pagar por aquel atrevimiento… Pero, Eminen­ cia, ya no tengo tiempo, me faltan las fuerzas y Nues­ tro Señor ya me llama para rendirle cuentas… Se detuvo unos instantes para recobrar fuerzas. El príncipe de la Iglesia indicó a su doméstico, que espe­ raba en el dintel de la puerta, que le acercara un vaso 15 de agua. Con él mo­jó los labios de aquel anciano: era un intento para que bebiera algo y así refrescar su aga­ rrotada garganta. —Mi muerte, Eminencia… Mi muerte no se debe a causa natural… He sido envenenado… Os lo asegu­ ro. Hace días, repentinamente empecé a encontrarme mal tras recibir una misteriosa visita… Antes de ayer se agravó mi estado por momentos y solicité confe­ sión urgente. Fui atendido por un desconocido sacer­ dote… No podía perder tiempo, mi salvación estaba en juego… —hizo otra parada en su discurso. Su voz era cada vez más tenue—. Le conté en confesión todo lo que debéis conocer vos ahora… Pero… pero aquel sacerdote me resultó extraño, parecía que no supiera confesar… Entonces lo relacioné con la vista de días antes. Mi sospecha me hizo ponerle a prueba. Le ha­ blé en latín y no supo contestarme… Luego le rogué que me acompañara con el rezo del padrenuestro en el mismo idioma. Tampoco pudo. Era un impostor, un farsante… Empecé a gritar pidiendo ayuda a mi secre­ tario, y el taimado sacrílego huyó por la ventana con gran rapidez... Lo demás ya lo sabéis, solicité con la máxima urgencia vuestra presencia. Gracias a Dios me habéis atendido. —Don Alonso, ya conocéis el aprecio que os profe­ so. Siempre os he tenido por un fiel servidor de la Igle­ sia. No debéis temer nada, Dios es misericordioso y os perdonará de todos vuestros pecados. Ahora os ruego que prosigáis con el relato de ese grave suceso. —Eminencia, las fuerzas ya me han abandonado… No puedo seguir hablando. Nuestro Señor ya no me da más tiempo en esta vida. Pero… pero después del 16 suceso del sacrílego confesor, saqué fuerzas de flaque­ za. Pedí recado de escribir… He escrito unos pliegos donde os cuento todo lo que corroe mi alma. Es algo de suma gravedad que debéis entrar a entender… Hay mucho en juego… Con gran esfuerzo el rector metió su mano bajo la almohada y sacó unos pliegos de papel arrugados. In­ corporando su cuerpo, con un esfuerzo estentóreo, asió al cardenal por el hombro. —Tomad, todo está escrito aquí… Os toca a vos in­ tentar solucionar este asunto tan amenazador. Ahora os suplico la absolución y que me deis a tomar el Cuerpo de Cristo por última vez. Dicho esto se dejó caer bruscamente sobre la almo­ hada y respiró profundamente. El ordinario le dio la absolución y luego la comunión, que con dificultad pudo tragar. Le ayudó un poco de agua. Una profun­ da espiración le transportó al mundo de lo inconscien­ te. Su pecho latía fuertemente cuando Su Eminencia hizo la cruz sobre él con los santos óleos. Después se le dilató la pupila, nublándole la vista, y su voz quedó sellada para siempre. 17