2da. Mención

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L
2da. Mención:
Mi hada perdida • Australopitecus
legué para dar mi clase de
piano. Como de costumbre
Sara, mi profesora, se ocupaba de mis dedos de niño de casi
siete años, mientras yo miraba a
Susana, su hermana. El hada buena de uno de mis libros infantiles era como ella, hermosa y muy
blanca. Me detenía más en esa figura que en el cuento, que lo sabía
de memoria. También en Susana.
Cuando estaba cerca desviaba la
vista del pentagrama para mirarla
y recibía una palmada de Sara. El
hada y Susana, Susana y el hada
se me confundían.
Llegaron los días de carnaval que
esperaba ansioso y los juegos con
agua. Cuando el bombazo
del mortero anunciaba la
hora, salíamos corriendo a
perseguir a las chicas, con
baldes y globos bien llenos.
Ellas se defendían con las
mismas armas. Regresaba
cansado y empapado.
A la noche, frente al club,
tenía lugar el tradicional
corso. Me atraían la música y los ruidos que percibía desde mi cama. También los
carruajes y las máscaras que veía
preparar para el desfile. Pedí permiso para ir, aunque sea un ratito, prometiendo volver temprano,
pero me lo negaron. Yo era un niño
obediente. Fui a mi habitación secándome las lágrimas. Pero era
tan intenso mi deseo, que decidí
escaparme. Esperé los suaves ronquidos de mis padres en la habitación contigua. Me vestí y saltando
el alambrado del terreno corrí hasta el corso. Eran dos cuadras con
luces muy brillantes, con halos de
polvo y humo Contrastaban con la
mortecina iluminación de las calles de mi pequeño pueblo.
Andaba como aturdido con ese
A ME JU
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2da. MENCIÓN: Mi hada perdida
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olor que aún percibo: una mezcla
de perfumes y del polvo de la calle
de tierra. Unos disfrazados y otros
de paisanos, pero todos estaban
como enloquecidos. No alcanzaban las dos cuadras para contener
a tantos. El suelo estaba cubierto
de serpentinas y papel picado.
Sentí la necesidad de apartarme de
ese batifondo, aturdido también
por los ruidos de matracas, cornetas, bocinas, las voces y los gritos
de esos cientos de personas.
Para alejarme llegué al patio trasero del club, apenas alumbrado,
en el que había parejas caminando
o conversando. De la parte más lejana del tapial me llegaron ruidos
extraños. Curioso cómo era, me
acerqué para mirar. Cuando me
aproximé, algo se movía y, esos
ruidos, que eran voces y raros quejidos cesaron al aproximarme. De
pronto, iluminada por la luna, vi
al hada apoyada en la pared y la
espalda de un hombre. Unas manos le levantaban el vestido y me
asombraron los altos muslos, más
blancos que los brazos y el rostro.
No entendía muy bien qué estaban
haciendo, pero algo sabía. El rostro
enojado de Susana me gritaba:
—¡Salí de acá, mocoso de mierda!
Me alejé corriendo y no me detuve
hasta saltar de nuevo el alambrado y meterme en mi cama con la
sábana tapando mi cabeza. Fue mi
primera desobediencia y mi primer
desencanto.
Durante dos semanas me negué
a seguir con las clases de piano.
Regresé a ellas después de mucho hacerme rogar. Quedó sola, la
imagen de mi libro. No miré más
a Susana.
Asociación de Médicos Jubilados de la Provincia de Buenos Aires
Australopitecus
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