CALDERA, Rafael Tomás. La persona humana y su dignidad

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CALDERA, Rafael Tomás. La persona humana y su dignidad
Me han invitado a hablar sobre la persona humana, su dignidad y el sentido de su realización. Ante todo,
me parece muy importante recordar unas frases de Juan Pablo II en su Carta Encíclica en el
Centenario de la Rerum Novarum, porque nos dan un punto de referencia muy claro, que se
cumple en el caso de nuestro tema. Dice: “Hay que observar que si no existe una verdad última,
la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser
instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con
facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Centesimus annus,
n. 46).
Si no hay una verdad última, las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas
para fines de poder. Eso suena bastante claro en el mundo contemporáneo. Hoy se quiere
emparentar a la democracia con el relativismo y con la negación de toda verdad. Por eso hace
falta que nos recuerden que si no hay una verdad última, algo que ancle la conducta humana,
seremos todos víctimas de las manipulaciones del poder. Y el poder no es algo abstracto; el
poder es algo que ejercen hombres sobre otros hombres.
Me parece, entonces, muy importante el tema asignado: hablar de la persona humana, porque
ésa es una verdad última; un punto de referencia fijo que nos permite darle consistencia a la
acción política. Parte de lo que me toca desarrollar esta noche se inscribe dentro de ese
programa. Y entiendo que podríamos enmarcar el tema –así como subrayar su importancia–
con la siguiente afirmación de la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II en su
punto veinticinco: “La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona
humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. Porque –ésta
es la frase que más nos interesa– el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser
la persona humana, la cual por su misma naturaleza tiene absoluta necesidad de la vida social”. En
cierta manera, se podría decir que nuestra tarea se reduce a intentar comprender mejor esa
afirmación: cómo la persona humana es principio, sujeto y fin de todas las instituciones sociales.
Desde luego, tendríamos con ello base suficiente para una discusión provechosa.
Intentemos considerarlo en tres etapas. Primero, por qué se habla de dignidad de la persona
humana, para ver enseguida –al menos en esquema– en qué consiste el desarrollo o la
realización de la persona y, por último, cómo está vinculado ese desarrollo de la persona con las
instituciones sociales o con la vida social.
En primer término pues, la dignidad de la persona humana. Ustedes habrán oído, incluso
repetido muchas veces, que la persona humana tiene dignidad, y quizá no han tenido la
curiosidad de preguntarse qué significa en ese caso el término ‘dignidad’, de dónde viene, qué
supuestos le dan sentido. Si uno consulta la Roma Antigua encuentra que de allí viene la
palabra. Dignitas es una palabra latina, que tiene origen en la vida de Roma. Es un término que
encierra una comparación; apunta a una cualidad absoluta pero supone una comparación y es la
siguiente: todo ciudadano romano en la República tenía libertad; precisamente eso distingue al
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ciudadano de alguien que es peregrino en Roma o de un esclavo. Ciudadanos son aquellos que
participan de la cosa pública. República es la res publica, la cosa de todos. Pero algunos
ciudadanos habían prestado servicios eminentes a la República, grandes generales como
Escipión, grandes conductores de tropas, u hombres que habían enriquecido a la ciudad con
monumentos o con su gobierno. Ésos, además de tener libertad tenían dignidad, dignitas. La
dignidad indicaba entonces la cualidad excelente de un ciudadano, reconocida y apreciada por
los demás.
¿Qué se quiere decir, pues, cuando se habla de la dignidad de la persona humana? Se está
diciendo, de alguna manera, que la persona humana es el mejor de los seres del universo visible.
Entonces la pregunta será: ¿en qué consiste, o en qué se basa, esta dignidad de la persona? Si
tenía dignidad aquel ciudadano romano que había prestado servicios eminentes a la República,
¿por qué se dice que una persona humana, por el mero hecho de serlo, tiene dignidad?
Un ser humano es un ser compuesto. Visto desde fuera, es un animal que respira, con
sensibilidad; y tiene la característica de ser un animal erecto, que anda en dos pies, que
rompe de esa manera la fuerza de la gravedad. Decía Antonio Machado, con mucha gracia, que
todo niño sabía eso y los adultos lo habían olvidado: cómo es mucho más fácil caer en cuatro
patas que andar en dos. En efecto, cualquier cosa que nos ocurra caemos en cuatro patas,
perdemos el equilibrio. Andar erectos es ya un signo de que hay en ese animal, que somos
nosotros, algo que no es meramente animal. Pero se podría decir que algunos otros animales,
los primates, también lo hacen aunque no de la misma manera. Si nos quedáramos en ello, no
habría por qué afirmar del ser humano alguna dignidad especial.
Sería uno más en la naturaleza. De hecho, hay gente que piensa así: el hombre sería acaso un
mono desnudo, un producto más de la evolución. No entremos en cuestión acerca de ello y en
cambio retengamos que debe de haber algo particular y diferencial en el ser humano para que
pueda ser considerado por encima del resto de la creación. Así, con una gradación tradicional,
podríamos decir: hay seres que simplemente son, hay otros seres con vida, y por encima de los
seres que son y tienen vida, está el ser que piensa, dotado de conciencia.
Eso es lo propio del ser humano. Por eso en la definición clásica no se dice simplemente
que es un animal bípedo, por ejemplo, sino un animal racional. Un animal dotado de palabra. Y
dirá Aristóteles: no simplemente voz. Los animales tienen voz para significar cambios
pasionales, por ejemplo, un dolor, un miedo; el hombre tiene la palabra para hablar de lo bueno
y de lo malo, de lo justo y de lo injusto, es decir, para comunicar sus pensamientos a sus
semejantes. Por eso el hombre puede fundar una verdadera comunidad, que difiere
esencialmente del tipo de sociedad de los animales gregarios.
Se dice entonces que el hombre tiene dignidad porque está dotado de mente, porque tiene la
capacidad de entender y de querer. La Gaudium et spes –que he citado antes– lo resume (en el
número 14) de una manera muy clara y sencilla: “No se equivoca el hombre al afirmar su
superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como partícula de la naturaleza o
como elemento anónimo de la ciudad humana”. No se equivoca al afirmar su superioridad
sobre el universo material. Eso es compatible con la ecología, es compatible con el respeto de la
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naturaleza. Es más, estamos obligados a respetar la naturaleza por nuestra misma superioridad.
Se da una confusión peligrosa cuando por defender la tortuga verde o cualquiera de la especies
en peligro de extinción, se nos plantea la comprensión del hombre como si éste fuera uno más,
“una especie frente a otra especie”, como se afirmaba en aquel film de Cousteau donde se veía a
su hijo fotografiado cara a cara con un pingu!ino.
Un comentario así es verdadero, pero al mismo tiempo falso. Falso porque cuando se dice eso
se está ocultando lo específico de esa relación. “No se equivoca el hombre al afirmar su
superioridad sobre el universo material y al considerarse no ya como una partícula de la
naturaleza o como un elemento anónimo de la ciudad humana”. No somos una partícula más
de la naturaleza, no somos tampoco un elemento anónimo en la sociedad humana.
Pero ello se descompone –como vemos– en dos afirmaciones principales, que hemos de
analizar. Primero, la superioridad, que el mismo documento justifica en el punto siguiente:
“Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que por
virtud de su inteligencia es superior al universo material”.
Pascal, un hombre genial, como ustedes saben (a los doce años ya había descubierto, por su
cuenta, no sé cuántas de las proposiciones de Euclides), dejó escrito en sus Pensamientos : el
hombre es una caña, un junco que piensa. Somos algo sumamente frágil, una caña que se rompe
con el menor esfuerzo; pero somos un junco que piensa, que por su pensamiento se extiende al
Universo entero. Es lo propio de la inteligencia del hombre. Es eso lo que le ha permitido
fundar la civilización tecnológica con la cual, de modo cada vez más claro y en cierta manera
avasallador, humaniza la naturaleza. Somete la naturaleza, la utiliza y la ordena a propósitos de la
vida humana.
Segunda afirmación del punto catorce citado: la superioridad del hombre por su inteligencia lo
saca de una posible condición de partícula de la naturaleza. Los animales tienen un medio
ambiente propio. Ustedes ponen a un animal fuera de su nicho ecológico y difícilmente subsiste.
Ese es uno de los modos en que la naturaleza controla las poblaciones animales, en las cuales se
ve por cierto de manera muy clara el carácter temporal de la existencia animal, que también nos
afecta. Para que haya animales nuevos, tienen que morir los viejos. Si se mantuviera
indefinidamente la población, el medio ambiente no podría sustentarla y morirían todos, no tan
solo los viejos. Tienen pues que ir desapareciendo los viejos para que vayan llegando los nuevos.
En ese sentido se puede decir que el animal es una partícula de la naturaleza, es naturaleza. El
hombre no; el hombre vive en cualquier región del planeta. Por eso es característica suya –lo
que se plantea a veces de manera excesiva– la cultura, como contrapuesta a la naturaleza.
¿Somos parte de la naturaleza? Sí, pero ésa no es toda nuestra verdad. Sólo en parte somos parte
de la naturaleza. Porque nosotros trascendemos la naturaleza y podemos modificarla. Ello
significa que el hombre, por su inteligencia, tiene dominio sobre sus acciones. Por eso no es
tampoco un elemento anónimo dentro de la ciudad humana. Dice entonces la Gaudium et spes en
el punto diecisiete: “La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su
conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no
bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa”.
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Somos dueños de nuestras acciones porque, dotados de inteligencia, tenemos la capacidad de
elegir el contenido de la acción. Pero eso quiere decir que actuamos según conciencia y libre
elección. Por convicción interna personal, no por un ciego impulso interior o por coacción
externa. Si se ve en la práctica lo que significan estas dos cosas resulta muy sencillo de captar.
Por ejemplo, cuando una persona no puede dejar la copa, o dejar el cigarrillo o el chocolate o
cualquiera de esas cosas que conocemos, cuando actúa, actúa movida por un ciego impulso
interior. Quino, en Mafalda, lo expresó de manera sumamente elocuente por boca de Felipito,
uno de sus personajes. Porque Felipe a veces no puede resistir sus impulsos, de diversa
naturaleza. En el caso de esa secuencia de dibujos, su tentación era patear una lata que se
encontró por la calle. Así, después de patearla, a pesar de una voz que intenta reprimirlo, se dice
a sí mismo: “hasta mis debilidades son más fuertes que yo”. Pero cada vez que nuestras
debilidades son más fuertes que nosotros, no estamos actuando libremente, porque no estamos
actuando por convicción íntima personal,
según conciencia, sino por un impulso.
La diferencia se ve muy clara cuando –ocurre a menudo–, por ejemplo, llega la hora del
mediodía, y quizás algunos estén en clase. Hay cursos que padecen esa desafortunada condición.
En alguna época me tocó dar clase en la universidad al mediodía y en un edificio situado al lado
de un comedor, con lo cual la cosa era peor todavía, porque el olor de la comida antes de comer
es sumamente apetitoso. Cuando ese olor entraba por las ventanas del aula, parece que el
ambiente para la Filosofía disminuía. Y se comprende porque el atractivo sensible despierta el
impulso, que se hace presente en nosotros y nos dice: “comida aquí, ya”. Si le diéramos voz al
impulso, es eso lo que diría. Aquí ahora, ya, comer es lo bueno. Supongamos sin embargo que la
persona asediada o presionada por esa fuerza interna se dice: no, yo me voy a quedar en la clase
de Filosofía –después consideraremos por qué–, la pregunta que se nos plantea es cómo logra
dominar lo que siente. Un perro con hambre que percibe el olor de la comida, no resiste, se va
hacia la meta. Resistirá si algo o alguien lo detiene, es decir, por una coacción externa. Si nada lo
detiene, el perro va directo a comer. ¿Por qué entonces el estudiante (o el profesor) en el aula se
retiene? ¿Cómo lo logra. No bastaría con responder “es que se reprime”; sí, desde luego, pero
cómo, cuál es la dinámica de esta supuesta represión. En realidad lo que ocurre es más sencillo:
la persona tiene la capacidad de quitarle el carácter de absoluto al impulso sentido.
¿Qué quiere decir carácter absoluto? Cuando el apetito se hace presente parece que ocupa toda
nuestra conciencia; pero no es así. Podemos sacar la cabeza, ponernos por encima y comparar.
Nos decimos: yo podría irme a comer pero también puedo no irme ahora; estoy muy interesado
en lo que estoy haciendo y prefiero comer más tarde. Pues bien, esa capacidad de relativizar el
impulso dentro de nosotros mismos la tenemos precisamente por la inteligencia. Cuando la
Gaudium et spes nos dice que vamos a actuar según conciencia y libre elección, quiere decir no
una cosa extrañísima, no que tengamos que consultar un código remoto y antiguo o no sé qué
leyes para poder actuar según conciencia, sino que nosotros disminuimos la presión sentida al
preguntarnos qué es lo mejor. Cuando nos hacemos esa pregunta, y para responderla, entra en
juego nuestra inteligencia. En el caso, juzgamos acerca de la verdad del bien. Para el animal no
hay distinción entre lo que aparece en su imaginación como atractivo y lo verdaderamente
bueno. Por eso, cuando al animal se le daña el sistema de signos o la estimativa no sobrevive: un
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animal que se enferma no puede distinguir correctamente lo que corresponde a su naturaleza. El
hombre sí: enferma y no le apetece comer, pero llega el médico y le dice: tiene que comer, tiene
que alimentarse aunque no le atraiga. Y uno comprende que sí, comprende el sentido de esa
necesidad, el porqué eso sería bueno; y se esfuerza y come. Está actuando según la verdad del
bien, no por un ciego impulso interior.
Consideremos ahora el otro aspecto, la coacción externa. En el mismo ejemplo anterior, la
persona podría quedarse en clase porque se dice: en realidad yo quisiera irme a comer, primero
porque esta clase está muy aburrida; segundo porque tengo hambre, no desayuné y la cosa ya se
deja sentir; además, la comida huele bien. Claro, estoy atrapado porque no somos tantos los
alumnos en esta clase y el profesor se sabe los nombres de todos, entonces mejor me quedo.
¿Se queda según conciencia y libre elección? No, sigue en el aula por coacción externa. Teme
una sanción. Cuando alguien actúa así, no actúa de verdad libremente. Es muy interesante
considerar el punto y en el ámbito de la educación universitaria porque –ustedes me
perdonarán– muchísimas veces actúan por coacción externa, con lo cual en lugar de crecer en
libertad, se hacen cobardes, precisamente donde deberían estarse haciendo cada vez más
humanos. No ese me voy a cuidar, no el no digo lo que pienso porque si lo digo se molesta el
profesor y me pone mala nota… Ah, ¿no se podrá entonces decir lo que se piensa ni siquiera en
la comunidad académica, donde nos congrega el afán de buscar la verdad? ¿Qué tipo de
ciudadano se estaría formando allí, qué tipo de persona? No, eso no es actuar con conciencia y
libertad interior, según libre decisión, con esa libertad que aparece “como un signo eminente de
la imagen divina en el hombre” (Gaudium et spes, n. 17).
La libertad, fundamento de la afirmación de su dignidad, aparece pues como un programa que
nos corresponde realizar. Es la antigua invocación del poeta griego: “llega a ser lo que tú eres”.
O, con una expresión frecuente de Juan Pablo II, es un don y una tarea. Somos humanos, eso es
un don, no lo escogimos; pero es, al mismo tiempo, una tarea. Tenemos que humanizarnos, y
humanizarnos significa en este caso conquistar la propia libertad.
Ahora bien, esa libertad que pretendemos lograr y que es lo más característico de cada persona
es una autodeterminación responsable. Responsable, porque uno se determina no en el vacío, sino
ante la llamada de los valores. Lo veíamos en la situación de la persona que está por decidir si se
va a almorzar o si se queda en clase: cuando sale de esa condición en la cual su consciencia está
ocupada por el impulso, entonces se pregunta qué es lo mejor y es allí donde entra el valor. Su
decisión podrá ser conforme con el valor. Por ejemplo cuando dice: “sí, preferiría irme a comer,
me apetece más; pero por cortesía con esta persona a quien estoy haciendo compañía o con
quien estoy hablando voy a esperar hasta que termine”. Es algo muy distinto a la coacción
externa. Lo que la persona ha decidido, en una ocasión tan sencilla, es que le parece un valor
más alto atender a la persona que a la propia comida. Si aplicáramos a diario ese valor, nuestra
convivencia familiar sería mejor, porque el problema no sería pásame la salsa de tomate y
pásame el hielo y pásame la bandeja y no te sirvas tanto, que yo quiero más, en las distintas
modalidades en que eso se presente, sino qué piensas, qué quieres, qué has hecho, qué estás
haciendo. Los temas de conversación serían más propios de la persona y menos del animal que
se está alimentando. Y nos ocurrirá que, sin perder el gusto por la comida, porque no se pierde,
no seremos capaces de recordar, después de haber almorzado, lo que comimos ese día. No me
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acuerdo porque en verdad atendía al tema de nuestra conversación. ¿Por qué fracasa a veces el
amor en las familias? Porque en esa multitud de decisiones concretas de la convivencia familiar,
no se decide según el valor sino que cada uno se inclina, por debilidad muchas veces, por miedo
otras o por ignorancia, hacia lo más inmediato, lo que nos cierra en nosotros mismos. ¿En
qué sentido nos cierra? No olvidemos que el pan que yo me como es el que tú no te comes.
A veces se habla mucho de compartir el pan, y nada mejor; pero, para poder compartir el pan
tiene que haber suficiente. Oía decir una vez a un politólogo norteamericano –me pareció muy
lúcida su observación– que al disponer un banquete debe prepararse muchísima comida. Y
explicaba: para que el banquete sea una fiesta, todo el mundo tiene que poder encontrar
satisfacción y como la comida que yo me como es la que no se come el otro, entonces debe
haber más comida de lo habitual y más variada para que todo el mundo pueda comer lo que
quiera. Pues bien, cuando en la convivencia familiar nos dejamos llevar por los impulsos que
atienden a lo más inmediato, a las necesidades de nuestro cuerpo y no atendemos a esa
posibilidad de relación personal con los demás que tenemos, triunfa lo que llamamos egoísmo y
fracasa el amor.
Autodeterminación responsable ante los valores y por eso autodeterminación responsable. Soy
responsable de lo que he hecho, no lo hizo el medio ambiente en mí. Si hice bien o hice mal, lo
hice yo. Mío es el mérito, mía la culpa. A cualquiera de nosotros le resulta muy fácil aceptar el
mérito; casi nadie reconoce la culpa. Se pregunta: ¿Por qué tenemos ciertos problemas en la
Venezuela contemporánea? Y se responde sin duda: por los que vinieron antes. Seguramente, ¿y
los que vinieron antes? Por los que vinieron antes, claro. Les debo hacer notar –aunque quizá ya
lo han notado– que la llamada “Cuarta República”, en la interpretación del ciudadano que ha
divulgado esa interpretación desde que tomó el poder, se extiende desde Páez hasta el
ciudadano en el poder. Eso es, según él, la Cuarta República; en otras palabras, toda la historia
republicana de Venezuela. De acuerdo con semejante interpretación, toda la historia republicana
de Venezuela sería un fracaso. Y ustedes oyen decir eso tan tranquilos, porque se refiere al
pasado, cuando en verdad les están diciendo que ¡son hijos de nadie!; que no pertenecen a una
verdadera comunidad histórica, que no hay valor alguno en la historia del país; que el país
donde nacieron no vale nada. Y lo aceptan, y lo repiten. Y es mentira.
Cada uno es responsable de sí mismo. Así conquista su libertad. La conquista de la libertad
supone que cada uno de nosotros tenga un mayor dominio de la propia acción. Lo
consideramos ahora en términos personales, no de vida social. En la vida social significa desde
luego cosas muy concretas: ya mencionamos del dominio sobre el medio que nos otorga la
técnica; habría que considerar también la libertad social, la libertad económica, la libertad
política. No me toca extenderme en ello hoy, pero resulta muy claro. Libertad social: si en una
sociedad hay esclavos, hay gente que no es tratada como persona; son tratados como menos
que personas. Si no hay libertad económica, por otra parte; si yo no tengo ninguna posibilidad
de ejercer mi propia iniciativa, de ver cómo me gano el sustento, cómo desarrollo mis
cualidades, me han quitado una posibilidad real de mi naturaleza. Y si no tengo libertad política
igual, porque no podría participar en las decisiones sobre la cosa pública.
Pero primero y como en la raíz de todo ello se halla la libertad personal y ésta significa –en su
crecimiento y para su mayor dominio– querer todo lo que hacemos. Parece un programa sencillo. A
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veces comienzo el curso preguntando al nuevo grupo de estudiantes por qué han venido a clase.
¿Creerán si les digo que en la mayor parte de los casos lo hacen por inercia? Por pura inercia,
donde inercia denota que quizás algún día quisieron algo definido pero ya ni se acuerdan. El
programa es más bien querer todo lo que hacemos. En la práctica, ello se traduce en actuar por
amor. Llegamos entonces a esta verdad tan sencilla y tan profunda sobre el ser humano: que en
la base de la dignidad de la persona, en el núcleo de la persona, el programa trazado por el
Creador para la conquista de nuestra libertad, para ser plenamente, es actuar por amor. ¡Qué cosa
tan sencilla y tan profunda a la vez! Oímos a la Gaudium et spes plantearnos una verdad clave,
cuando dice (n. 24): “El hombre, única criatura en la Tierra a la que Dios ha amado por sí
mismo, no puede encontrar su propia plenitud sino es en la entrega sincera de sí mismo a los
demás”.
¿Por qué es la entrega sincera de sí mismo a los demás el camino de la realización personal?
Llegar a ser plenamente quiere decir alcanzar el pleno ejercicio de nuestra actividad más propia.
A través de la actividad desarrollamos nuestro ser y es a través de la actividad propia como
podemos crecer en lo que somos. Pero decíamos que en la raíz de esa actividad está el querer;
por el querer nos apropiamos de cualquier otra actividad nuestra. Así nos apropiamos también
de las cosas, y eso nos puede ayudar a ver el punto con claridad. Que yo tenga un automóvil,
por ejemplo, quiere decir que ese automóvil está bajo mi dominio; pero cuando digo que está
bajo mi dominio quiero decir que, de alguna manera, obedece a mi voluntad. Después estará la
cuestión del derecho de propiedad en la vida de la sociedad, que significa que los demás
reconocen que esa cosa determinada se encuentra bajo mi dominio y no bajo el dominio de
otro; pero de la propiedad hablaremos en otro momento. Es pues a través del querer como mi
actividad, justamente, se hace mía. Y la plenitud del querer, su motor más íntimo, es el amor.
Explicaba Tomás de Aquino que podemos adherirnos a algo por amor o por temor. El temor,
sin embargo, supone el deseo de evitar algún mal y no habría tal deseo si no hay un bien que
subyace, al cual se adhiere nuestro amor. En tal sentido, el amor es la raíz y el principio de
nuestro querer. Pero el amor es siempre un don.
Queremos el bien de las personas, de la persona que somos nosotros y de todas las otras
personas. Queremos bien a las personas: no las instrumentalizamos. Volvemos así a la verdad
de nuestro punto de partida: si se tiene clara la dignidad de la persona humana, el valor de la
persona humana y cómo no puede ser instrumento, tenemos entonces una referencia definitiva
para la política. Veremos con claridad cómo no se puede hacer determinado tipo de
propaganda, no se puede mentir; cómo no se puede propiciar una situación económica en la
cual se prive de libertad a la gente; o fomentar condiciones sociales en las cuales haya gente
limitada de por vida a estar en condición de inferioridad.
No se puede. Éstas son situaciones reales y tendremos que buscar el modo de remediarlas; pero
no podemos engendrarlas, si nuestra guía clara es la verdad de la persona humana. De allí que
comprender lo que significa la persona humana y hablar de la persona humana sea tan
importante en la sociedad actual. Una de las crisis tremendas del Occidente contemporáneo es
negar tantas veces el valor de la persona afirmado en la declaración de los derechos humanos.
En verdad la manera y el grado en que se niega hoy el derecho a la vida en los países más
desarrollados hace temer no el desintegrarse de la civilización sino que las consecuencias de ese
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proceso sean de mucha violencia.
Al considerar nuestra enfermedad actual, pensemos sin embargo en el programa para desarrollar
la propia libertad, ese querer todo lo que hacemos que he mencionado. Porque hoy por hoy el querer
se ve sustituido por la veleidad o el capricho. Cuando construimos la sociedad como una
sociedad de consumo, donde se estimula a las personas desde la infancia hasta la vejez para que
acudan a buscar y a satisfacer del modo más inmediato sus deseos, estamos privando de
libertad, estamos masificando a la gente. Ello puede resultar muy rentable pero no tiene sentido
desde el punto de vista humano y del desarrollo social.
Mas no lo planteemos como una crítica de la sociedad; veámoslo como crítica a nosotros
mismos: si nuestra vida está construida sobre la veleidad y el capricho, no estamos creciendo en
libertad. El amor se halla reemplazado por el deseo; pero el deseo va a lo que a mí me satisface,
el amor va al bien de la persona que amo. Estamos inmersos de continuo en discursos –que no
son sólo discursos sino imágenes televisivas, canciones, poemas, actividades– en los cuales se
nos dice que el amor no es sino la satisfacción del deseo. Y la libertad se presenta reducida a un
tener más. Desde luego, las posesiones, las riquezas, aumentan las posibilidades de acción. Sin
duda, al igual que la fuerza física o la superioridad intelectual; pero todo eso está en la línea del
poder y sólo hace más libre a la persona libre que utiliza esa riqueza, esa fuerza, esa inteligencia
libremente. De otro modo, la hace tan solo más poderosa. Será entonces un caprichoso con
mucho poder, un alienado con mucho poder; pero sobran ejemplos y no necesitamos
detenernos en ellos.
Ahora bien, si uno considera que el hombre no alcanza su realización de manera aislada, porque
en la esencia de su libertad está el amor y el amor lo pone en relación con los otros seres
humanos y con el resto de la naturaleza, resulta patente la relación de cada persona con la vida
social. Podríamos examinar esta relación desde otro punto de vista, desde el punto de vista del
conocimiento, pero no nos alcanzaría el tiempo de ninguna manera y como podemos limitarnos
a este aspecto de la libertad, quedémonos con él. Las personas están llamadas a convivir. La
sociedad es una unión de personas, una unión no física sino moral, una unidad de orden. Un
equipo supone la acción conjuntada de los distintos jugadores para un propósito común. Los
jugadores no son como células de un cuerpo, sino personas que se unen en la comprensión del
juego y en la armonía de una estrategia para ganarlo. Así es la sociedad. La sociedad es una
unidad de orden, una unidad moral. No una unidad física. En un momento dado, el
totalitarismo pudo afirmar que se trataba de una unidad como la física. En un caso semejante,
parece que se puede suprimir a algunas personas al modo como suprimimos sin remordimiento
cualquier cosa que sobre en un cuerpo. Cada persona sin embargo es un universo y tiene un
destino propio. Un destino que va a realizar por la convivencia con los demás y en el seno de la
sociedad. No hay pues sociedad si no hay un mundo compartido, una realidad compartida.
Entendemos todos básicamente lo mismo, como Heráclito lo pudo decir hace muchos siglos:
“cuando los hombre duermen, cada uno está como en un mundo privado; cuando despiertan
tienen un mundo común”. Ese tener un mundo común es lo que permite que haya sociedad.
Mas no sólo un mundo común, también un fin común. Un determinado grupo de personas que
se hallan unidas, diría Platón, en una misma comprensión de lo bueno y de lo malo.
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Podríamos glosar extensamente ahora lo mencionado antes: nuestra pertenencia a esa
comunidad en la cual vinimos al mundo, en la cual nos encontramos viviendo, que se traduce en
un modo de entender la vida y llega hasta cosas tan materiales, tan ocasionales, como preferir
las hallacas en diciembre, a diferencia de otras costumbres en otros países.
Es un mundo compartido, tenemos un fin común. La sociedad se fundamenta en la persona.
Por eso las personas son su principio. Además, las personas son sus sujetos. La sociedad no
actúa sino por las personas. Por eso cuando le dicen a uno “el gobierno decidió”, hay que
detenerse y preguntar: ¿el gobierno decidió? ¿Quién decidió? El parlamento, la banca, no son
instancias anónimas. Hay, es cierto, inercia en los procesos sociales. Una inercia que condiciona
la capacidad de decisión. Pero siempre deciden personas. Y porque son las personas las que
deciden la historia no está predeterminada. Cuando se comienza a hablar en términos de
decisiones estructurales o de organismos (decide el gobierno, decide el parlamento, decide la
banca, deciden las clases, deciden los intelectuales) parece que la historia esté predeterminada.
Es decir, que no vale la pena vivir porque todo está escrito antes de que nosotros hayamos
aparecido en escena. Y no es así. La historia no está predeterminada. La Segunda Guerra
Mundial podría no haber ocurrido. Igual que la guerra que se acaba de dar en Irak podría no
haber ocurrido.
La sociedad actúa en y por personas concretas. Por eso las personas no son sólo el principio de
la sociedad sino también sus sujetos. Y por último, son su fin. Las instituciones sociales existen
para la realización de las personas. ¿Eso quiere decir que las sociedades existen para el bien
privado? No. Hay un bien común de la sociedad. Pero ese bien común está medido
precisamente por el bien de la persona, por lo que se entiende como realidad de la persona. Así,
el bien común abarca todo el conjunto de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el
desarrollo expedito y pleno de su propia perfección (cf. Mater et magistra, n. 65). Por eso
preferimos el bien común al bien privado. No el bien personal. El bien personal es en parte
común y en parte privado. Pero si yo tengo que sacrificar algo del bien privado, lógicamente, lo
sacrifico y lo oriento al bien común. La convivencia social supone esa verdad sobre la persona
humana que le da su fundamento y su medida. Y ello conduce a la justicia, el respeto de los
derechos y el cumplimiento de las obligaciones.
Por eso pudo escribir Juan XXIII en la Pacem in Terris (n. 60): “En la época actual se considera
que el bien común consiste, principalmente, en la defensa de los derechos y los deberes de la
persona humana”. Y Juan Pablo II añadirá que la prueba del respeto a los derechos de la
persona humana está en el respeto de su libertad religiosa. Podemos anticipar que algunos, al
escuchar esa afirmación, pensarán que se trata de la defensa de un principio de grupo. No. La
cosa es más simple y más profunda. La libertad religiosa corresponde a la conciencia del
hombre. El punto más hondo de la conciencia del hombre es aquel en el cual el hombre toma
una decisión frente a Dios. Cuando no se respeta la libertad religiosa precisamente se está
afectando al hombre en lo más profundo. Sócrates está ante la Asamblea de Ciudadanos de
Atenas juzgado por una acusación calumniosa. Ha razonado y ha mostrado, para todo el que
pueda oír y entender un razonamiento, que la acusación es calumniosa. Le proponen un trato:
Sócrates, deja esos discursos y esa filosofía y te dejamos en paz. Y su respuesta que parece altiva
no es sino la afirmación de un hombre comprometido con el valor de su existencia: mucho los
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respeto atenienses, pero tengo que obedecer a Dios antes que a ustedes. En ese momento, en
Atenas, donde el horizonte de la vida era la polis, donde parece que el hombre no tiene otro
destino que ser ciudadano, Sócrates está diciendo: hay una verdad superior a la decisión de los
ciudadanos y esa verdad, que está en la conciencia de cada uno, mide la decisión de los
ciudadanos. Es la garantía de la libertad. Así, mucho los respeto pero tengo que obedecer a mi
conciencia antes que a ustedes.
Ayer oía a un diputado del gobierno entrevistado por la radio. Muy respetuosamente le
preguntaban por qué le querían revocar el mandato a unos determinados diputados, electos en
las listas de los partidos del gobierno y ahora en la oposición. Sus argumentos parecían muy
razonables. Decía el señor diputado: ellos fueron elegidos conforme a un programa.
Según la constitución de la República Bolivariana, todo cargo electivo supone un programa, un
compromiso de trabajo. La soberanía reside en el pueblo. El pueblo ha dado mandato a ese
diputado para que cumpla ese programa. Y tiene derecho a controlar el cumplimiento de ese
programa. Si se separa de ese programa, le revoca el mandato. Suena razonable. ¿No está
escamoteando nada? ¿Un diputado, una persona, un mandatario en derecho, cumple un
mandato sin consultar su conciencia? Los soldados del Reich, los ejecutores de tantos millones
de personas en los campos de concentración, ¿podían invocar el que estaban cumpliendo
órdenes? ¿Que la soberanía residía en el pueblo? ¿Que el pueblo alemán había votado por el
canciller del Reich? ¿Que el canciller había ordenado la extinción del pueblo judío? ¿Lo podían
invocar? No amigo diputado, no. Todo hombre obedece un mandato conforme a su conciencia.
Y si se separa de su conciencia, ¡ay de él como hombre! Por eso cuando André Frossard le
pregunta a Juan Pablo II cuál es la política del Evangelio, el Papa le responde: Jesucristo,
interrogado por Pilatos acerca de si él era Rey, dijo: “Yo para esto he nacido y para eso vine al
mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Porque la verdad trasciende a la sociedad
humana y salva al hombre. Es la conciencia lo que nos permite salvarnos de la opresión del
poder. La periodista no opuso nada, acaso no supo qué responder, y la opinión del señor
diputado quedó como muy razonable: estamos en un juego democrático. ¡No, no estamos en un
juego democrático! Donde un diputado, o un funcionario, no puede consultar su conciencia, no
hay democracia. Importa poco que se invoquen los derechos del pueblo; el pueblo no es
soberano por encima de la conciencia de los hombres, porque entonces el soberano, es decir, la
mayoría, la que sea en el momento, tendría derecho a disponer sobre la vida y la muerte de los
demás. Y eso no es así, ésos no son los derechos humanos. No hablamos palabras en el aire. La
noción de persona humana es una verdad que mide las decisiones, las propias de cada uno, las
de la sociedad, las de los grupos, políticos o económicos. Tiene que medirlas. La conquista de la
libertad, el que nosotros seamos responsables en nuestras acciones, el que hagamos las cosas
porque queremos hacerlas y que, para eso, consultemos una y otra vez nuestra conciencia y nos
enfrentemos con los valores, es lo que permite construir una sociedad más humana. Estas
verdades no son palabras en el aire. Se trata del destino mismo de toda política y de toda
civilización.
La sociedad en su conjunto, al igual que cada uno de los seres humanos, se confronta en
definitiva con el enigma de la muerte. Una civilización materialista, donde se deja de lado la
noción de la persona, con la espiritualidad que garantiza su dignidad, vive hacia la muerte. Por
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eso la gente se convierte a la diversión: hay que volcarse hacia fuera, hay que entretenerse para
soportar la angustia –demasiado grande– de pasar por esta tierra como nube de humo. La
esperanza, que sostiene la propia acción en la historia, en el tiempo, exige tener una respuesta al
enigma de la muerte. Al final, eso es el humanismo cristiano, precisamente la convicción de que
Dios salva al hombre. Nos dice de nuevo –y con ello termino– la Gaudium et spes (n. 19): “La raíz
más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde
su mismo nacimiento el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por
el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva. Y sólo se puede decir que
vive en la plenitud de la verdad, cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a
su Creador”. Ésa es la raíz de nuestra dignidad, ése es también el secreto de la esperanza.
Fundados en esto, podremos cambiar la civilización.
Muchas gracias.
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