Parròquia de Sant Vicenç - Bisbat de Sant Feliu de Llobregat

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El Bisbe de Sant Feliu de Llobregat
CARTA PASTORAL A LOS SACERDOTES
EN EL AÑO SACERDOTAL
Muy querido hermano:
Recibe mi más cordial y sincero saludo en ocasión de la celebración de la Misa
Crismal y del Año Sacerdotal. Hoy, en el momento que estamos llamados a vivir una
profunda renovación, quisiera situarme muy cerca de ti y pedirte un tiempo de
atención, como continuando una conversación de hermano a hermano. Compartimos
el deseo de trabajar el objetivo que nos ha propuesto el papa Benedicto XVI:
“Alentar el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para
que su testimonio evangélico sea más intenso e incisivo en nuestro mundo;
favorecer la tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la que
depende ante todo la eficacia de su ministerio; para lograr que se constate cada
vez más la importancia del papel y la misión del sacerdote en la Iglesia y en la
sociedad contemporánea.”
1. Acción de gracias
Este año, en efecto he podido hablar personalmente con cada uno de vosotros. Ha
sido una verdadera experiencia del Espíritu, de la que doy gracias a Dios. Una acción
de gracias, entre otros motivos, porque he podido verificar la sospecha de que las
opiniones sobre los sacerdotes, hoy tan presentes en el mundo mediático y en
estudios sociológicos, tienen poco que ver con la realidad. El encuentro personal nos
ha permitido captar esta realidad, ya que en nuestra relación personal y directa pasa
todo lo contrario de lo que dicen que se debe hacer cuando contemplamos una
pintura o una obra de arte: nos aconsejan mantener una cierta distancia para captar
el conjunto y no ver los trazos del pincel o del cincel. En cambio, la mirada cercana
entre nosotros nos ha permitido descubrir, junto a las limitaciones, destellos de luz y
señales de verdad, bondad y belleza, que no se constatan en las estadísticas, las
generalidades o los análisis “de despacho”.
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Por esto, la experiencia vivida se abre a la alabanza a Dios por la obra del Espíritu en
vosotros. Así, alabamos a Dios, porque muchos presbíteros de nuestra diócesis han
recibido de algunos sacerdotes mayores, un testimonio sacerdotal muy valioso: han
encontrado en ellos referentes próximos de espíritu evangélico y buen hacer pastoral.
Por otra parte, alabamos a Dios pues no he encontrado ninguno de vosotros que, a
pesar de las dificultades propias del trabajo pastoral, no esté identificado plenamente
con el ministerio. Las pocas críticas o quejas que he podido escuchar se deben a la
tensión lógica entre lo que debería ser y la realidad; y, en todo caso, nacen en el fondo
del afecto sincero. Los presbíteros más jóvenes en esto aportan su “carisma” de
juventud, y su voz nos cuestiona y anima a superar la tentación de instalarnos y creer
que ya nada nuevo es posible.
2. La historia personal
En cada uno de los encuentros, la historia personal ha tenido un marcado
protagonismo. Ciertamente, ha salido a la luz la obra del Espíritu en la biografía de
cada uno; podemos decir, la historia del propio sacerdocio. Ha sido posible seguir el
camino que se ha ido abriendo al carisma apostólico en la propia vida, entre sombras
y claridades, búsquedas y encuentros luminosos. Igual que la historia de nuestra
Iglesia a lo largo de los últimos sesenta años.
Permíteme hacer un par de observaciones referentes a esta mirada a la historia del
propio sacerdocio, que considero importante. Necesitamos, no sólo la mirada
meramente narrativa de la historia personal, sino también la interpretación que de
ella hacemos. Es la mirada de unos ojos capaces de rastrear la obra del Espíritu en el
pasado y en el presente del propio ministerio.
Éste es un deber nuestro y un ejercicio muy sano para nuestra vida espiritual. De
alguna forma lo hemos hecho en nuestra conversación personal. Ya que, según cómo,
tanto los jóvenes como los más maduros, tenemos la tentación de despreciar el
pasado sobrevalorando el presente, o de devaluar el presente añorando el pasado
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(como también podemos huir del presente y sus dificultades, mitificando el futuro).
Pero sin lugar a dudas el Espíritu nunca ha estado ausente de nuestra historia, ni lo
está de nuestro presente ministerial. Es necesario reconciliarnos con nuestra historia
sacerdotal, ya que el Espíritu no está fuera de ella, al contrario, nos esperaba y nos
espera en su interior. Una mirada crítica, si proviene del Espíritu, al descubrir los
puntos obscuros, también descubrirá las realidades de luz: por aquellos pediremos
perdón y por estos alabaremos a Dios, pero nunca, perderemos la paz.
3. Los cambios vividos: abiertos al Espíritu
Es evidente que la historia de muchos de nosotros, que fuimos ordenados en los años
del Concilio Vaticano II, ha estado ciertamente marcada por cambios. Nadie, joven o
mayor, que lo ignore, podrá entender a los sacerdotes de hoy. Teniendo
presente nuestras biografías sacerdotales, todos somos conscientes de los numerosos
y profundos cambios vividos. Ha habido cambios en la sociedad y en la Iglesia. Han
sido tan profundos y numerosos, que a menudo han causado en la Iglesia
desconciertos, tanteos, avances, retrocesos y tensiones de toda clase; al mismo tiempo
han sido motivo de grandes descubrimientos, de profundización en lo esencial, de
renovación evangélica, creatividad pastoral…
Pero lo más importante ahora es el efecto personal que estos cambios han producido
en nosotros, y cómo nos condicionan en el momento de hacer frente al presente y al
futuro. En algunos casos ha significado romper con el pasado, incertidumbre, en otros
cansancio, otros han cultivado una especie de relativismo desapasionado… También
en otros ha significado una sana flexibilidad, una mayor seguridad en lo realmente
evangélico, un estímulo para el estudio y búsqueda espiritual, un verdadero
crecimiento evolutivo en perfección y santidad…
Posiblemente el cambio más radical ha sido el paradigma o modelo de vivir y estar en
el mundo. Ya fue un cambio profundo el paradigma que vino propuesto por el
Concilio Vaticano II. Y, de hecho, la gran mayoría hemos vivido el post-concilio,
asumiendo y entregándonos de todo corazón a este modelo: concretamente, sirviendo
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a todo tipo de causas humanas, integradas, por decirlo así, en la causa evangélica.
Pusimos todas nuestras energías, coincidiendo con el momento de máximo
rendimiento en nuestras vidas. Frutos de esta entrega y beneficios para el mundo se
pueden constatar por doquier, aunque no sean reconocidos. La Iglesia, por su parte,
dio un testimonio de servicio impagable. Pero, hoy, parece que las transformaciones
de la sociedad hacia una secularización radical piden otro paradigma… ¿Cómo
interpretar e integrar este nuevo cambio? ¿Qué pide a nuestra vida de presbítero y a
nuestro ministerio?
Lo que tenemos bien claro es que toda novedad, todo cambio, o es novedad y cambio
del Espíritu o no es verdadero crecimiento. Por eso hoy es indispensable que todos,
jóvenes y mayores, estemos abiertos al Espíritu y caminemos juntos, buscando qué
quiere de nosotros y hacia dónde nos conduce. Sabemos que el Espíritu, además de
actuar arraigado en la historia, como ya hemos dicho, tiene sus leyes: es Espíritu “de
Jesucristo” (no hace nada que no pueda ser de Jesucristo), hace evolucionar
homogéneamente, integrando lo bueno y mejor del pasado (verdadera Tradición),
mostrando nuevas luces y nuevos caminos, en fidelidad y creatividad (entre la
memoria y la profecía), provocando en nosotros el ejercicio de un buen
discernimiento,
purificando,
perfeccionando
y
transformando
todo
aquello
verdaderamente humano, creando una nueva realidad… Y todo esto vivido, no como
una idea o pensamiento teológico, o como un sentimiento más o menos agradable, o
como un programa y un esfuerzo voluntarista, sino como una experiencia que abarca
y compromete a toda la persona.
Un reto, por tanto, que tenemos ante nosotros hoy, es el de verificar estas “leyes” en el
ámbito de la experiencia ministerial, en el contexto de todos los cambios y en todas
las propuestas de futuro que hacemos o que nos vienen dadas.
4. Lo más necesario
Pero lo realmente esencial e indispensable en todas las “leyes” del Espíritu es que
únicamente se comunica mediante el encuentro personal con Jesucristo vivo.
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Nuestras preocupaciones más frecuentes e inmediatas se refieren a cómo hacer mejor
las cosas y encontrar la forma de ser más eficaces. Pero antes de plantearnos esta
cuestión, debemos vivir el encuentro con Jesucristo. Este encuentro indispensable se
corresponde con el momento en el que Jesucristo llama a los Doce para que “estén
con Él”. Según, Mc. 3,14, Jesús miraba la gente necesitada y entonces llamó a los que
Él quiso, para que estuviesen con Él, y “los constituyó Apóstoles” para enviarlos a
predicar. En otra ocasión, Jesús invitó a los que había enviado a predicar a descansar
junto a Él, en un lugar apartado (cf. Mc. 6,31). San Juan nos dice que Jesús, ante la
pregunta de dos discípulos de dónde vive, respondió que lo acompañasen y, añade el
evangelista, que se quedaron con Él todo el día.
“Estar con Jesucristo” es algo absolutamente necesario para el apóstol, aunque
parezca que el apóstol está para la gente, ya que la llamada de Jesús es tan sólo un
momento de la acción que Él hace a favor de su pueblo. Nosotros, efectivamente,
estamos para la gente, “expropiados” para ellos, pero reproduciendo y actualizando,
no cualquier “expropiación”, sino precisamente la de Jesucristo. Por esto, antes
hemos sido expropiados por Jesucristo, y nos es indispensable estar con Él, como lo
fue para todos los apóstoles, san Juan, san Pedro…Fue también necesario estar con
Dios para todos sus grandes amigos, desde Abraham, Moisés, David, o los profetas,
como Amós… Ya que la forma de “estar con Él” es la que corresponde a la relación
entre amigos (cf. Jn 15,15): Él nos capacita para representarlo, comunicándonos
(transmitiéndonos) pensamientos, sabiduría, afecto, sentimientos, voluntad, formas
de mirar a la gente y el mundo, su amor pastoral; en definitiva, su Espíritu.
5. Asumiendo las propias limitaciones
Esta forma de permanecer con Jesucristo sugiere trato, diálogo, presencia y
compañía: expresa la unión propia del amor. Pero en el lenguaje de san Pablo se
expresa con una fórmula aun más fuerte: “vivir en Jesucristo”; y en san Juan: “estar
en Él”.
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Hoy los presbíteros debemos afrontar un reto, que también ha estado muy presente
en nuestras conversaciones: integrar las limitaciones, tanto propias como eclesiales
de todo tipo. Constatamos limitaciones físicas, morales, sociales psicológicas,
humanas y espirituales… La edad y las enfermedades, los recursos materiales y
humanos, los propios errores y pecados (tan aireados hoy día en los medios de
comunicación y la opinión pública), el contexto político, social y eclesial; todo aquello,
en definitiva, que constituye un pesado obstáculo para el ejercicio del ministerio.
Pero aquí debemos recordar la experiencia de San Pablo, reflejada de forma magistral
en el famoso texto de II Cor 12,1.10, que hoy debemos meditar profundamente. Todas
las limitaciones son para San Pablo una verdadera espina, y aun más, una “bofetada”,
un aguijón clavado en la carne, que impide la evangelización. Por ser una
contradicción inexplicable con la misión apostólica recibida, es motivo de una
oración, en forma de lamentación y queja, dirigida al Señor, para que le libere de
estos impedimentos: pero la respuesta del Señor es: “Te basta con mi gracia. En tu
debilidad actúa mi poder”. Es como si dijese: “Es suficiente que yo te ame, que esté a
tu lado, que vivas en mí y yo en ti”.
Esta es la Ley fundamental del apostolado, según un gran especialista en San Pablo.
Pues ser presbítero apóstol, no es otra cosa que dejar espacio a Jesucristo y su poder.
Vivir teniendo suficiente con su gracia, nos libera y cura de toda prepotencia y
orgullo (la gran tentación) y nos capacita al propio tiempo, como dice el mismo San
Pablo utilizando el verbo de la encarnación en el prólogo de San Juan, “repose” (v. 9),
habite activamente, el poder de Cristo en nosotros.
La consecuencia es que “nos gloriamos únicamente de nuestras debilidades”
Naturalmente no nos podemos gloriar de nuestros pecados y errores, que hoy son un
alud de críticas y denuncias a la Iglesia. Pero, más allá de si es o no cierto todo lo que
nos dicen, y las intenciones de estos ataques, no debemos tener miedo a la verdad y a
reconocer que también hemos pecado. Ya que el Señor donde no puede habitar es en
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la mentira o el disimulo, pero sí que reposa con su poder en el humilde que reconoce
su debilidad e intenta convertirse.
En todo caso, no podemos dudar que hay muchos más motivos, concretos y ciertos,
para alabar a Dios y gloriarnos de su gracia, en la vida de los sacerdotes y de su
Iglesia, que para avergonzarnos y pedir perdón. Tan sólo debemos escuchar a San
Pablo cuando recomienda a su discípulo Timoteo “reavivar el don de Dios” que
hemos recibido por la imposición de las manos, porque Dios no nos ha dado un
espíritu de cobardía, sino de fortaleza, amor y juicio (II Tm 1,6-7). Y este “reavivar” es
un soplo que da vida al rescoldo de las brasas, que cubiertas de ceniza, parecían
apagadas. Es el viento del Espíritu, que es preciso pedir y recibir en el trato directo e
íntimo con Jesucristo.
6. Renovación
La vida y la historia nos han demostrado que de esta experiencia de encuentro y
morada con Cristo nace toda renovación y crecimiento personal y eclesial. Podríamos
decir que salimos renovados en el corazón, pues lo que se logra con esta experiencia
es, en definitiva, desvelar el amor pastoral. Pero el corazón dirige la mirada y ambos,
la mirada y el corazón, determinan las actitudes y las acciones.
De esta forma, vemos y tratamos la Iglesia con una mirada nueva. La Iglesia en su
nivel más inmediato, que es nuestra diócesis (con su obispo). Una mirada realista,
que no esconde sus carencias, pero que sabe descubrir los dones del Espíritu y, por
tanto, amarla sinceramente. Una mirada que hace soñar con la comunión efectiva que
Jesucristo nos pide, que conoce realmente el camino que aún queda por recorrer, y
nos empuja a hacerlo con ánimo renovado.
Vemos y tratamos nuestros hermanos de presbiterio. Cada uno como un verdadero
don, por obra del Espíritu en él, y al mismo tiempo como un reto, una interpelación a
nuestra capacidad de acogida y estima más allá de cualquier limitación. Y también
como un hermano, que nos ilumina con su gran sabiduría (por ejemplo los
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sacerdotes de más edad), y un hermano con quien se hace camino, (como en grupo de
revisión de vida sacerdotal, que tanto bien ha hecho y hace entre nosotros).
Así mismo, vemos y tratamos las comunidades, la parroquia y el pueblo fiel, como
aquellos por los que hemos sido expropiados, a quienes amamos sinceramente y de
quienes nos sentimos muy cercanos, valoramos en cada uno las realidades del
Espíritu, y les animamos a caminar hacia la vida evangélica cada vez más elevada.
Y también vemos y tratamos nuestro mundo, amándolo tal y como es y tal como
desearíamos que sea, según la plenitud de Jesucristo. Y valoramos y apoyamos sus
conquistas humanas, y ante él nos sentimos también profetas de la verdad y del amor
de Dios, ayudándole en su transformación.
Finalmente, la renovación en el Espíritu nos permitirá a los presbíteros y pastores de
la Iglesia cumplir con una responsabilidad que hoy, en un entorno de acentuado
pluralismo y de rápidos cambios, es particularmente urgente: el discernimiento
pastoral.
Como nos dejó bien expresado San Gregorio Magno, es una responsabilidad propia de
pastores, aunque compartida con todos los creyentes que poseen el Espíritu Santo.
Mediante el discernimiento pastoral podemos descubrir lo que es del Espíritu y lo que
no lo es y, consecuentemente, tomar las decisiones acertadas.
Debemos saber aplicar el discernimiento del Espíritu a toda clase de realidades, de
dentro y de fuera, de la Iglesia y del mundo: las teologías, las corrientes de opinión y
los estilos, los grupos, las conductas, los movimientos interiores y la cultura.
Conscientes de que ninguna obra o idea nuestra encarna, aquí en el mundo, la
perfección y la totalidad del Evangelio, fuera de la humanidad de Jesucristo; y que, si
podemos afirmar que todo lo verdaderamente humano es de Dios, también lo es que
nada que no sea de Dios no es verdaderamente humano.
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Conclusión
Estos días tenemos ante nosotros la imagen, ofrecida por el Evangelio de San Juan, de
Jesús crucificado, acompañado en sus últimos momentos por María y el Apóstol, los
únicos capaces de soportar el dolor del amado, precisamente porque le aman de
verdad. Es ya una imagen pascual porque, en el Cuarto Evangelio, la Cruz es un paso
de la resurrección y la exaltación. Es un momento fecundo, del que surge la vida del
Espíritu, para la Iglesia y para el mundo. Nosotros y la Iglesia también estamos, en la
persona del Apóstol y de María respectivamente. Con uno de sus gestos fecundos,
Jesús entrega el uno al otro en calidad de hijo y de madre. Dice el Evangelio que
“desde este momento el discípulo la recibió en su casa”.
Cerca de Jesucristo, cerca de su cruz, es posible que encontremos el lugar más
adecuado para nuestra renovación. Él se ha hecho amigo y hermano nuestro, nos da
la Iglesia, de la que hemos nacido como discípulos, y al mismo tiempo nos da la
misión de acogerla y cuidarla como apóstoles… Miramos a nuestro lado, muy cerca,
María, la Virgen de Montserrat, y le pedimos que su compañía nos confirme en la
esperanza y nos haga más sacerdotes y más apóstoles de su Hijo.
Que Él nos conceda experimentar profundamente la Resurrección.
Con afecto fraternal.
Sant Feliu de Llobregat, 31 de marzo de 2010
+ Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat
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