Rebeca estaba un poco incómoda con las llamadas que recibía de un admirador cuyo nombre nunca salía a la luz de forma continua. Su voz era fuerte, agradable, se notaba que ese hombre tenía una gran personalidad. «Vas a ser mía», le aseguraba, «no hay nadie en el mundo que te quiera y te desee tanto como yo». Por eso ella, en el fondo, tenía miedo de salir sola a cualquier lado. Era el punto de mira de un psicópata y ello la inquietaba. Desde luego, no podía ser por ir provocando; nunca llevaba grandes escotes ni faldas demasiado cortas. Era más bien discreta, y sin embargo ese loco se desvivía por ella. «Será que le recuerdo a algún amor frustrado», pensó. «Espero que no me haga pagar a mí su fracaso… ¡faltaría más!». Era sábado y había quedado con los amigos de la pandilla. Ainhoa, que era divertida y dinámica; Garbiñe, que era intuitiva; Jonathan, el temerario; Álex, el comprensivo; y César, travieso. Escogió para esa noche una de sus prendas favoritas: un vestido negro mini con escote palabra de honor. Le quedaba como un guante. Su figura nada tenía que envidiar a las de las modelos de pasarela. Sus ojos eran grandes. Su sonrisa, abierta y franca, y su don de gentes era superior al de la media. Sus amigos eran igual de francos y sinceros. Formaban un grupo especial, y tenían miedo de echarse parejas, por si se rompía aquella magia de buena camaradería. Así que de momento solo pensaban en divertirse sin comprometerse con nadie. Esa noche iban a ir a las minidiscotecas del puerto. Allí había música para todos los [7] MARÍA TERESA ACHA gustos, con un ambiente muy agradable, por lo que la diversión estaba asegurada. Era verano, y aquello estaba lleno de turistas por todas partes. Los unos y los otros se esforzaban por entenderse a su manera. Aquello le venía bien a Rebeca, porque siempre aprendía frases nuevas. Como había muchas cosas que hacer antes de salir, comenzó a rizarse el pelo con el moldeador. Se miró al espejo y quedó complacida con sus bucles. Le quedaron unos rizos perfectos. Se echó laca para hacerlos durar y luego se roció con su perfume favorito: Tresor Lancôme. Acto seguido, se pintó las uñas de blanco, su color favorito. En ese momento llamaron a la puerta… Fue a abrir a sus amigas Ainhoa y Garbiñe. —¡Hola, Rebeca! —dijo Ainhoa—. Aquí nos tienes a las dos, y hemos decidido que queremos llevar el pelo como tú. ¿Nos dejas el rizador? —¡Claro que sí! —dijo ella—, aquí lo tenéis, pero ¿sabrás manejarlo? Mira, será mejor que te lo rice yo, y a ti también, Garbiñe. Vamos a salir de aquí como pinceles. ¿Lo quieres llevar suelto o en una coleta? —Mejor recogido —apuntó Ainhoa—, como lo llevas tú. Garbiñe dijo: —Yo también lo quiero llevar igual que vosotras. —¡Vamos a parecer fotocopias! —comentó Rebeca. —¡Sí! —dijo Garbiñe—, pero con la diferencia de que mi pelo es rubio. —Esa es la suerte que tú tienes —le dijo Rebeca. En ese momento llamaron al timbre desde abajo. Eran los chicos, que estaban impacientes por verlas aparecer. Ellas no les hicieron esperar y se reunieron con ellos en pocos minutos. Jonathan dijo: [8] LLAMADAS ANÓNIMAS —Estáis las tres muy guapas. Parecéis chicas de anuncio. Hoy lo vamos a tener crudo para defenderos. —Pero si nosotras no vamos comprometiendo a nadie… —dijo Ainhoa—, ni despreciando tampoco. Somos muy correctas. —¡Sí! —respondió Álex—, pero algo hacéis con la mirada, que todo el mundo se vuelve para contemplaros. —¡Bah! —dijo Garbiñe—, no digas tonterías, y vamos de marcha ya. Se repartieron en dos grupos, se subieron a los coches y salieron rumbo al puerto. A esas horas de la noche había mucho tráfico. Todo el mundo parecía salir a la vez, así que se lo tomaron con calma y aminoraron la marcha. Garbiñe bajó el cristal de la ventanilla para ventilarse y comprobó la larga cola de vehículos que les seguían. En ese momento, inesperadamente, apareció una moto que rozó el coche y a ponto estuvo de lesionarla. —¡Tío loco! —le dijo—. Ojalá te retiren el carnet. César dijo: —Seguro que es el Duque. Él y sus amigos siempre van a sus anchas, haciendo lo que les da la gana, como si fueran los dueños de todo. —Pero a ellos también los sancionarán, ¿no? —preguntó Garbiñe. —Nadie se atreve a plantarles cara —dijo César—. Se hacen los ciegos y pasan de todo. Al poco rato aparecieron otras doce motos a toda velocidad. No tenían paciencia; querían ser los primeros en todo. Había gente que aprovechaba el parón de los vehículos para vender agua, tabaco, pañuelos… hacer una limpieza [9] MARÍA TERESA ACHA de cristales, incluso una gitana vidente que iba leyendo el futuro en las palmas de las manos. Esta se acercó al coche donde iba Rebeca y dijo: —Morena, guapa, deja que te lea el futuro; dame tu mano derecha. Rebeca le tendió la mano, que la gitana observó detenidamente. —Veo que eres la obsesión de un hombre muy malo que pierde la cabeza por ti; ese hombre está allí donde tú vas. —¿Corre mi vida peligro? —preguntó Rebeca asustada. —Mientras vayas acompañada, irás segura —dijo la gitana—, pero si vas sola, puede cogerte en cualquier esquina. —¿Me está diciendo que me está acechando? —preguntó Rebeca. —Así es —respondió la gitana—. No te dejes llevar por nuevas amistades, pues él aparecerá entre ellas. ¡Anda con ojo! Ese hombre es poderoso y hará lo que sea por conseguirte. —¿Cómo podré librarme de él? —preguntó Rebeca. —Si consigues ver su cara, lo mejor es denunciarlo a la policía. Pero también te vaticino éxito en tu vida laboral… ¡y amigos sinceros! Ellos serán tu talismán. —¡Ya lo creo que sí! —dijo Rebeca—. Ellos son mi segunda familia. Acto seguido, la gitana le pidió la voluntad: —Dame una ayudita… —le dijo—. Tengo tres churumbeles que debo sacar adelante. Rebeca le dio veinte euros y se despidió de la mujer. Fue cuando Jonathan le dijo: [10] LLAMADAS ANÓNIMAS —Esa gitana te ha metido más miedo en el cuerpo del que ya tenías. —Sí —dijo ella—, pero lo que me asombra es que ha acertado en todo. —Ya es casualidad —dijo Ainhoa— que con leerte las líneas de las manos sepan tanto de la vida ajena. —Eso es más que intuición —dijo Álex—, es videncia. Son cosas que no se pueden explicar. De todos modos, ya lo has oído, ¡no vayas sola a ninguna parte! Rebeca respondió: —Bueno, me ha quitado las ganas de divertirme. Me voy a pasar la noche pendiente de no hacer amistad con nadie, ¡por si las moscas! Ainhoa le aconsejó: —Es mejor que no te obsesiones. Ve con cautela pero sin miedo. En ese momento llegó a su altura un coche repleto de jóvenes con mucha marcha. Llevaban la música a tope. El copiloto se asomó por la ventanilla y preguntó a Ainhoa: —¿Estudias o trabajas, Morena? A lo que ella contestó: —Sí, estudio la forma que quitarme de en medio a ligones como tú. —Uy, uy, uy… —dijo él—, qué chica más antipática. ¿Eres así de borde con todos o solo con los que te gustan? —Con los que me gustan —dijo ella— soy como una gatita. —¿Ah, sí? Pues muéstrame cómo maúllas. A ver cómo abres la boquita. Jonathan iba conduciendo, aquella cola era interminable y además, aquel payaso metiéndose donde no [11] MARÍA TERESA ACHA le llamaban. Se puso de los nervios, por lo que contestó al joven: —La boquita te la voy a abrir yo si no la cierra tú, ¡borrico! Solo sabes decir sandeces. ¡Deja ya de meterte con nosotros! —Escucha —respondió el otro—, que se nos pone chulo el macarra. Todo su grupo comenzó a reírse y a repetirle «macarra». —Me parece que voy a descargar mis nervios con esos —dijo Jonathan. —No vayamos a meternos en líos —le aconsejó Álex—. Estamos en desventaja con ellos. Otro de los chicos del grupo se asomó por la ventanilla y les dijo a Rebeca y Ainhoa: —Enseñadnos las bragas. ¿De qué color las lleváis hoy? Ese comentario fue la gota que colmó el vaso. Jonathan y Álex salieron del coche y se lanzaron hacia los ocupantes vecinos. Abrieron las puertas del coche contrario, agarraron por la solapa a los ocupantes más cercanos y les obligaron a salir del vehículo, golpeándolos con fuerza. Los otros tres salieron en defensa de sus amigos y aquello se convirtió en una batalla. Los demás ocupantes de los vehículos retenidos salieron de sus coches para ver de cerca la pelea. Nadie intentó separar a nadie. Era la forma de pasar el rato viendo una pelea gratis. César, que iba detrás del coche de Jonathan, salió a defender a sus amigos. Todos los presentes estaban jaleando. Aquello era un circo. En un momento de respiro, el chico del coche enemigo se asomó a la ventanilla de Ainhoa y le dijo: [12] LLAMADAS ANÓNIMAS —¿De verdad que no me vas a decir de qué color llevas las bragas? La respuesta se la dio enseguida tomando un frasco de perfume de su bolso y rociándole los ojos. Él empezó a gritar como un loco: —¡Me ha dejado ciego! —¿Se acabó el mirar! —le dijo Ainhoa—. Ahora, ¿qué más te da el color de las bragas de nadie? ¡Idiota! Ponte a vender La Farola. Para ti las mujeres somos objetos y aquí tienes tu escarmiento. Mientras los demás seguían dándose golpes, Rebeca no aguantó más y llamó a la policía para que alguien parara aquello. Los espectadores estaban haciendo apuestas por su grupo favorito y aquello tenía toda la pinta de ir a convertirse en una carnicería. Ellas no podían meterse en la pelea, así que esperaron la llegada de los agentes. Cuando a lo lejos se empezó a escuchar la sirena, todo el mundo dejó la agresividad y se fueron metiendo en los coches, no sin antes haber peinado y limpiado algún resto de sangre surgido por la pelea. Al poco llegó la policía al lugar de los hechos. Los agentes hicieron el recorrido por el pasillo que quedaba entre los coches y empezaron a echar un vistazo a vehículos y personas. Todos estaban haciéndose los indiferentes, disimulando como podían, pero quedaban en el suelo restos de sangre de la pelea. Un policía se fió en las marcas, se agachó, tocó con un dedo la sangre y dijo a su compañero: —La pelea ha sido aquí y los protagonistas tienen que estar muy cerca. Un agente por el lado derecho y otro por el izquierdo comenzaron a investigar haciendo que los presentes [13]