Domingo 6 de noviembre

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Homilía del 6 de noviembre de 2011 – Domingo XXXII durante el Año –
En la ordenación diaconal de Miguel Martínez Hobbas. Parroquia Santa Rosa de Lima (Ciudad de Santa
Rosa).
1. Sea alabado y bendito Jesucristo – Sea por siempre benidito y alabado, Él que es la resurrección y la vida,
Jesucristo nuestra esperanza, la luz que ilumina el camino, la antorcha de la Jerusalén celestial que
esperamos nos ilumine por toda la eternidad.
Él por el designio amoroso del Padre congrega a su Iglesia, su pueblo, su Esposa, para continuamente darle
vida, para iluminarla en el camino. A ella le concede el Espíritu Santo para que la mantenga sabia, prudente,
vigilante ante su venida, preparada para el cortejo nupcial de su esposo.
2. Hoy el Espíritu Santo por las Sagradas Escrituras que acaban de ser proclamadas orienta el corazón del
Pueblo de Dios, su mente y sus energías hacia la plenitud de la esperanza: hacia la segunda venida de Cristo,
el encuentro con él, la plenitud de vida con él.
San Pablo – en la segunda lectura – nos lo anuncia: “El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un
arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer
lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos,
al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor (1 Tes.4,16-17).
Nuestra fe es sobre la realidad, no sobre la ilusión o lo que imaginamos, sino que creemos lo que el Señor ha
revelado, lo que ha hecho y lo que prometido que hará. Por eso decimos en el Credo: “y de nuevo vendrá
con gloria, para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin”. Y también: “espero la resurrección de
los muertos y la vida del mundo futuro”.
En mi primera carta pastoral, lo recordé : El Evangelio, que nos trasmitieron los Apóstoles nos proclama a
Jesucristo, esperanza de la gloria, que Dios quiso darnos a conocer en su Iglesia (cf. Col. 1,27). Por eso,
antes que nada aguardamos, como un hecho, la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran
Dios y Salvador nuestro Jesucristo (cf. Tit.2,13). Este retorno de Jesucristo, en gloria y majestad, traerá
consigo la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro, la instalación definitiva del Reino de
Dios. Entonces no habrá pecado, ni muerte, ni llanto, ni dolor, sino que veremos cara a cara al Padre y al
Hijo y al Espíritu Santo y la unión entre nosotros será plena en la caridad (Carta Pastoral de Adviento de
Mons. Alberto Sanguinetti Montero, del 28 de noviembre de 2010, 2,b).
Por lo tanto, mis hermanos, antes que nada reavivemos la fe, la certeza, el asentimiento de todo
nuestra mente y nuestro corazón a la realidad que da sentido a toda la existencia: Cristo viene y viene
para hacernos partícipes de su resurrección y de la inmortalidad en la comunión con el Padre y el
Espíritu Santo, junto con los ángeles, Santa María y todos los santos.
Es el deseo que cantaba el salmista, y que el Espíritu Santo ha puesto en nuestros corazones: “Mi
alma está sedienta de ti, Señor Dios”, porque ‘tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios’
(Sal.62).
2. Muchas son las luces que brotan de la esperanza verdadera. San Pablo con el anuncio de la segunda
venida de Cristo quería consolar a los Tesalonicenses ante la muerte. Nos dice en su carta: “consuélese,
pues, mutuamente con estas palabras”. Sí es el consuelo ante la muerte, ante la nada. No un consuelo como
para los tontos o locos, sino para los sabios: éste es el sentido de esta vida., que supera la muerte, la
separación y el fracaso.
3. El Evangelio de Jesucristo, como lo proclama San Mateo, según lo inspiró el Espíritu Santo, insiste
enormemente en considerar la gloriosa venida de Cristo y en vivir orientados por ella.
En los capítulos 24 y 25, bastante largos se siguen las advertencias y llamados para que la comunidad
cristiana – y en ella cada uno de nosotros – reafirmemos nuestra fe y nuestra esperanza, orientemos nuestro
actuar, nos renovemos en la fidelidad, mirando a Cristo que viene en gloria y majestad.
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Para ello, el Evangelista, según su modo de redactar junta muchos textos, que conviene alguna vez leer uno
tras otro.
Comienza con una advertencia: Que si no estamos advertidos sucederá como cuando el diluvio que
arrasó con los que no escucharon el anuncio, o la imagen del ladrón que aparece de noche cuando no se le
espera. Estamos advertidos, para que vigilemos, estemos atentos.
A esta advertencia siguen 3 parábolas de la espera: la del siervo a quien el Señor le encomienda que
cuide de toda su familia y sus servidores; la de las vírgenes que esperan al Señor que viene a la boda, la de
los talentos que el Señor da a sus siervos para que produzcan fruto. Por último, culminan esos capítuilos ,
con la proclamación de la venida del Rey como juez de todos.
Nosotros escuchamos parte de esto en tres domingos seguidos: hoy la parábola de las doncellas del
cortejo del esposo, el domingo que viene escucharemos el de los talentos: la moneda que el Señor nos deja
para que esperemos trabajando y, el otro domingo que sigue – Cristo Rey del Universo – escucharemos la
venida del Rey y Juez universal.
Es un cuadro grandioso, que quiere impedirnos toda distracción – no miremos para otro lado,
no nos preocupemos de lo que no importa – que quiere volvernos atentos al Señor que viene y, al
mismo tiempo, busca que vivamos en una espera que sea ocuparnos de lo que el Señor quiere.
4. Ahora detengamos con la mente y el corazón en la palabra del Señor que se nos proclamó.
La parábola mira la segunda venida de Cristo entendida como celebración de las bodas de Cristo con
su Iglesia: esa es la vida del mundo futuro. Y proclama: ¡Viene el Esposo!
Ahora bien la parábola se centra en cómo vivir el presente, de acuerdo con esa realidad esperada y lo
describe con arte en las disposiciones de las muchachas, las doncellas del cortejo. Al dividirlas en dos
grupos nos pone ante nuestros ojos la opción, la elección.
Unas son llamadas ‘prudentes’, ‘sabias’, preparadas para cuando venga el Esposo. Las otras son
necias, fatuas, tontas, impreparadas.
Las sabias tienen la sabiduría de la que habla la primera lectura: es la sabiduría para vivir, para saber
conducirse, para enfrentar las situaciones, para no perderse en la noche, para no perder el rumbo y terminar
donde uno no quería: para que la vida tenga sentido y cada cosa tenga su sentido. Para ello hay que tener la
recta escala de valores. Más aún no hay que perder de vista el fin último: la unión con Cristo que viene.
Todo debe ser ordenado y preparado según ello.
No basta con saber que va a venir el Esposo, no basta con querer entrar a la fiesta y formar parte del
cortejo. No. Hay que ser ‘sabias’, es decir, estar en la adecuada preparación, espera, atención.
De aquí el llamado ¡Salgan a recibirlo!. Y la consideración de cómo se sale al encuentro.
Con el ejemplo de las doncellas sensatas, prudentas, sabias, se nos dice: VIGILEN. Vigilen. Es decir, estén
vigilantes, atentos, no se les vaya la atención para otro lado. No se distraigan. No vivan con una mente
superficial. Esten ATENTOS.
Atento tiene que estar el dueño de casa ante el ladrón. Atentos tienen que estar los deportistas, ante el
juego, la pelota, las acciones. Vigilante tiene que estar el que trabaja en la máquina. Atento, vigilante, tiene
que estar el cristiano, no dejando que se le vaya la cabeza y que viva, como si Cristo no viniera, como si su
esperanza no fuera el banquete de bodas del Cordero.
Por eso dice también: ‘Estén PREPARADOS’. Como el que espera el pase en el fútbol, como el que
debe recibir la presea en una carrera de postas, como el que está de guardia.
Esa sabiduría de vida es la que vemos en los santos. Se ocuparon de las cosas de esta vida,
desarrollaron sus aptitudes, pero siempre buscando antes que nada el Reino de Dios y su justicia y todo lo
demás como añadidura.
Esta sabiduría
Esta sabiduría viene de lo alto: la da enseña Cristo de palabra y de vida, y la pone dentro de nosotros
el Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el que nos hace creer y entender, es el Espíritu Santo el que nos
recuerda el pasado: Cristo murió por ti. El que nos da el sentido del presente: únete a Jesús, y nos pone
dentro los pensamiento e ideas de Cristo. Es el Espíritu Santo el que nos hace ‘estar vigilantes’, atentos a
Cristo que viene definitivamente – no nos perdamos en el instante – y a Cristo que viene en cada momento:
no dejemos de oír su voz y seguirlo. Es el Espíritu Santo el que pone la sabiduría en nuestro corazón.
> Con esta certeza estamos llamados a modelar nuestro corazón, nuestras opciones, el sentido de la vida.
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La Iglesia vive de esta esperanza, nos alimentamos de esa esperanza. Esta esperanza en Cristo, en su Venida
gloriosa y su acción presente, nos purifica de nuestras falsas ilusiones, de nuestra voluntad de poder, de
nuestra soberbia, y nos lleva por el camino de la humildad y de la verdad.: “Todo el que tiene esta
esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro” (1 Jn.3,3)(ibid.d). Nuestra Iglesia canaria en su año
jubilar quiere purificarse desde la esperanza de Cristo. Despertémonos para estar vigilantes. Estemos
preparados porque el Señor está a la puerta. Purifiquemos todo lo que no corresponde a esa esperanza, todo
lo que nos ata o distrae. No seamos tontos, necios, fatuos, por un lado sabiendo y esperando que venga
Cristo y por el otro no manteniendo la lámpara encendida, no purificando nuestro corazón por la humildad,
por la escucha de la Palabra, por la por la obediencia a la Iglesia, por la conversión permanente. Que la
advertencia del Señor, retratada en las doncellas necias, nos mueva a buscar la sabiburía divina, que viene de
lo alto y que es pura y nos purifica, para obrar de tal manera que entremos en el cortejo del Esposo.
5. En esta Eucaristía participamos de una ordenación diaconal.
De modo que junto con el candidato a entrar en el orden los diáconos, hemos de mirar con los ojos de
la fe el ministerio instituido por Cristo en su Iglesia.
Lo hacemos en primer lugar a la luz de lo que venimos contemplando. El ministerio en la Iglesia
existe para proclamar constantemente la muerte y resurrección de Cristo, su gloriosa ascensión a los cielos y
para renovar en la esperanza de su venida gloriosa.
El servicio de los ministros de la Iglesia es ejercicio del poder salvador de Cristo glorificado, para
hacer partícipe de su victoria y para mantener en la esperanza. El Evangelio según San Mateo, a la luz de
Cristo que viene como rey salvador y como juez univesal, a quien esperamos como esposo, nos enseña la
misión de los apóstoles: Vayan al mundo entero y prediquen el Evangelio. Enseñen a cumplir todo lo que les
he mandado, bauticen. Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt. 28).
La conducta de los enviados está totalmente modelada por la espera del Señor que viene. Por eso,
antes de la parábola que nos fue proclamada, en el cap.24, se nos presenta otra directamente dirigida al
mayordomo de la casa – el obispo – y a los demás servidores. A todos se les llama ‘siervos’, es decir que no
sólo deben ejercer alguna tarea de servicio, sino que pertenecen al Señor. Somos siervos, esclavos: el
sacramento del orden es un modo especial de pasar a la pertenencia de Cristo, y por Él al Padre. Ya somos
suyos – como todos los cristianos - por el bautismo y la confirmación, porque nos rescató con su sangre y
nos selló con el Espíritu. Pero la imposición de manos es un gesto de comunicación del Espíritu y, al mismo
tiempo, un gesto de toma de posesión. Somos siervos, esclavos, propiedad del Señor.
El texto evangélico cualifica al buen siervo con dos términos: que sea fiel, es decir de fiar, que Dios
pueda fiarse de él, porque cumple lo que se le ha encomendado. No estamos para inventar la Iglesia, sino
para ser fieles. Lo segundo que se dice es que sea prudente, sabio, el mismo término que el usado para las
doncellas. Es decir que tenga la sabiduría del evangelio.
Esa sabiduría consiste en esperar al Señor que viene, cumpliendo su encargo: cuidar de su familia
para dar la comida, el alimento a su tiempo.
Si el siervo se desubica, se olvida que es esclavo y pretende ser dueño, y se distrae porque el Señor
tarda se pone a obrar a su antojo, y destruye a la familia de Dios. Por el contrario, si es fiel y sabio y
cumplidor, de él dice Jesús: Bienaventurado aquel siervo a quien el Señor encuentre así: amén les digo que
le encomendará.
6. Este ministerio en la Iglesia, esta servidumbre y esclavitud, esta pertenencia al único Señor, Es presencia
del único ministerio del Hijo de Dios, quien siendo de condición divina, tomó la condición de esclavo, de
siervo y,obediente hasta la muerte de cruz, fue exaltado por el Padre. La unidad del ministerio de Cristo en
la Iglesia, la significa el obispo. Pero, a su vez, es un ministerio articulado. El obispo lleva adelante su
servicio con la colaboración de todo el presbiterio, del cuerpo sacerdotal de la diócesis. A ellos se agrega un
tercer orden: el de los diáconos: servidores. Son ordenados no para el sacerdocio sinio al servicio del obispo
y, participativamente, del presbiterio.
El diácono debe tener particularmente la conciencia de que esta esclavitud, esta servidumbre, es para servir
como Cristo servidor.
Ese servicio que se expresa en su esplendor en la Santa Misa. El diácono asiste en todo al obispo, pero
singularmente le compete proclamar el Evangelio, que hace presente a Cristo mismo en la asamblea de la
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Iglesia. En la liturgia eucarística todo el servicio del altar es dirigido por el diácono. Y su asistencia al cáliz
de la preciosa sangre de Cristo muestra el lugar propio del diácono en la vida de la Iglesia.
Hoy nos acercaremos a la sagrada comunión, cantando el salmo 22, que la Iglesia propone para este
domingo: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar”. El Señor sigue cuidando y alimentando a su
pueblo, le prepara una mesa, con el esquistito manjar de su propio cuerpo, y le da una copa – un cáliz –
rebosante, de vida, dador del Espíritu, su propia sangre. Así nos renovamos en la esperanza: viviré en la casa
del Señor, por años sin término”. En todo esto el diácono es ministro, servidor, de Jesús el Buen Pastor,
especialmente de su palabra, de su mesa y de su cáliz.
Quisiera recordar hoy, especialmente a ti, querido Miguel, algunos santos diáconos.
Ellos fueron colaboradores de los apóstoles y sus sucesores.
Ellos son testigos de la esperanza de la gloria, que estamos meditando. Tan profundamente testigos que
murieron por la fe: San Esteban, protodiácono y protomártir, colaborador de Pedro y los apóstoles en
Jerusalén, San Eulogio y San Augurio, diáconos del Obispo de Tarragona, San Fructuoso y mártires con él.
San Lorenzo, que murió mártir pocos días después de su obispo el Papa San Sixto II.
Ellos sirvieron en la Santa Liturgia, acompañando el servicio del obispo. A ellos quiero unir a San
Efrén, diácono, doctor de la Iglesia, que escribió maravillosos himnos,.
San Lorenzo te recuerda también el particuilar servicio a los pobres, que les es encomendado a los
diáconos, como parte de la predilección de la Iglesia por ellos.
Querido Miguel. Te has ido preparando largo tiempo. El Espíritu Santo te consagrará para
configurarte a Cristo servidor y formar parte del orden de los diáconos, en esta Iglesia de Canelones. Tu
ministerio toma toda la persona y, al mismo tiempo, es participación de una realidad más grande de todo el
ministerio eclesiástico, presidido por el obispo.
Al mismo tiempo no tenemos razón en nosotros mismos. Por un lado somos de Cristo y de su Esposa
la Iglesia, en la esperanza de Jesús. Por el otro, estamos al servicio de los hermanos y de la proclamación del
Evangelio a toda creatura. En todo sea glorificado Jesús, Hijo de Dios, Siervo de Dios, Ministro de la
Alianza Eterna, Esposo de la Iglesia, quien te conceda ser siervo fiel y sabio, para alabanza de su gloria, por
los siglos de lo ssiglos amén.
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