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Después de pasar cinco años en una prisión de
los Estados Unidos, el ex estafador Christophe Rocancourt ha vuelto a usar el nombre que le pusieron al nacer. Ahora está sentado a una mesa del
restaurante del Museo del Hombre, en París, la
ciudad donde comenzó su trayectoria de impostor
a mediados de los años ochenta. A primera vista, es
difícil creer que se trate del mismo joven huérfano
y pobre que, gracias a su talento para el engaño,
llegó a vivir en mansiones y hoteles de lujo de los
Estados Unidos. Con sus interpretaciones de personajes imposibles, Rocancourt «hechizó» al menos a cien personas (muchas de ellas verdaderas
celebridades), a quienes robó unos treinta y cinco
millones de dólares, lo mismo que puede reunir alguien que roba diez mil dólares cada día durante
diez años. Y él pagó por eso.
Ahora Rocancourt tiene el aspecto reposado de
un hombre de cuarenta años y viste zapatillas, blue
jeans y una camiseta de color verde olivo debajo de la
cual asoma el tatuaje de un águila. Luce ligeramente desgarbado, tiene el cabello rubio y cortado casi
al ras, y sus facciones son duras: pómulos salientes,
nariz algo empinada. Hoy es un mediodía soleado de
junio, pero los ojos de Rocancourt aún están hinchados debido al sueño interrumpido. Sus dos teléfonos
celulares reposan junto a la taza de café que beberá a
lo largo de esta conversación, y cada tanto él echa un
vistazo a su reloj, un Cartier de colección con correa
de cuero de cocodrilo, que podría costar lo mismo
que un Audi convertible.
–No tiene precio –dice con una sonrisa
mordaz.
Quizá el reloj sí tenga un valor simbólico: el recuerdo de una estafa pasada. El día anterior el pintor
español Ginés Serrán-Pagán, con quien conversé a
través del teléfono, me pidió desde su país que trasladara sus saludos a Roncancourt. Él parece sorprendido por la felicitación de aquel viejo conocido, pero
no pierde el aplomo. Dice que son buenos amigos y
que hace un año cenaron juntos en el restaurante del
célebre Hotel Ritz de París. Fue una comida sin contratiempos, recuerda, diferente a la insólita cena que
los reunió el 29 de julio del 2000 en el estudio que
el pintor tiene en Nueva York. Entonces, Rocancourt
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no era Rocancourt, sino que se hacía pasar por uno de los acaudalados miembros de la familia Rockefeller.
Entre los invitados a aquella cena estaban las hijas de un rico
magnate griego, un sofisticado coleccionista de arte y la hija del presidente de la Sony International de Tokio. El convidado de honor
llegó a bordo de un Mazda 626 y vestía jeans y un suéter beige. Era
un hermoso joven de treinta y dos años. Lo acompañaban su secretario personal y una mujer muy bella. Serrán-Pagán, el anfitrión,
había previsto un menú veraniego a base de ensalada, sopa y pastas.
Pero salvo la comida, todo era una farsa encubierta con cuidado. El
coleccionista de arte era en realidad un técnico electricista; las hijas
del millonario griego eran una abogada de la Marina de los Estados
Unidos y una periodista de la revista People; la supuesta heredera
de la Sony era una fotorreportera disfrazada. Serrán-Pagán había
organizado la velada porque quería observar a esa enigmática celebridad que se hacía llamar Christopher Rockefeller, quien –según
él ya había advertido– era el estafador más fascinante que habría de
conocer en su vida.
«Era un verdadero artista», me dijo el pintor cuando lo llamé
por teléfono a principios del 2007 a la ciudad española de Málaga,
donde estaba pasando una temporada.
Sus sospechas sobre la falsa identidad de ese invitado –me
contó– habían comenzado desde su primer encuentro, cuando
«Rockefeller» se presentó en su casa-taller acompañado por una
amiga en común. Quería comprar algunos cuadros por el valor de
medio millón de dólares. El artista le convidó un poco de vino, pero
sólo le quedaba un tinto barato que utilizaba para preparar sangría.
Serrán-Pagán temía que el acaudalado cliente notara la mala calidad del licor. Para su sorpresa, el magnate exclamó: «Delicioso. Es
francés, ¿verdad?». Rockefeller le confesó poco después que había
cenado tres veces con el entonces presidente de Estados Unidos,
Bill Clinton; y cierta vez recibió una supuesta llamada del mandatario, con quien dijo que se vería muy pronto. Rockefeller frecuentó
el estudio del artista, en el barrio de East Hampton, Nueva York,
durante unas semanas antes de la fatídica cena. Un día el pintor le
comentó que al intendente de su localidad le disgustaba que él criara animales de granja en plena ciudad. Rockefeller le prometió que
hablaría con el gobernador de Nueva York para que éste interviniese en el asunto. A Serrán-Pagán esa actitud le pareció inverosímil.
Entonces decidió convidarlo a una cena.
«La idea no era ridiculizarlo –me dijo el anfitrión ocho años
después, al teléfono–. Quería vivir la misma fantasía de Chris».
Ahora Chris es Christophe Rocancourt, ciudadano francés y padre
de tres hijos. El último de ellos es un bebé de siete meses, y su nueva pareja es la actriz y ex Miss Francia Sonia Rolland. Rocancourt
Christophe Rocancourt tiene cuarenta años, viste zapatillas, blue jeans y una camiseta
debajo de la cual asoma el tatuaje de un águila. Es difícil creer que se trata del mismo joven
huérfano y pobre que, gracias a su talento para el engaño, llegó a vivir en mansiones y
hoteles de lujo. Con sus interpretaciones de personajes imposibles, Rocancourt «hechizó»
al menos a cien personas, a quienes robó unos treinta y cinco millones de dólares, lo mismo
que puede reunir alguien que roba diez mil dólares cada día durante diez años
bebe con calma un poco de café. La vista de la Torre
Eiffel es magnífica desde este restaurante. Él vive
muy cerca, en un departamento de ciento cincuenta
metros cuadrados, en una zona de la ciudad donde
el metro cuadrado cuesta diez mil euros. Es un signo
de su actual riqueza.
–Yo sabía que esa cena era una broma –dice
con cierto aire de suficiencia–. Pero lo pasé bien. Me
sentía admirado ante la creatividad de Ginés.
María Eftimiades es la periodista de la revista
People que acudió (disfrazada) a aquella velada. Ella
cree que Rocancourt es una persona muy orgullosa
y que nunca se dio cuenta de nada. Esa noche él le
contó que iba a comprarse un yate de más de treinta
millones de dólares, que tenía un departamento en
la Quinta Avenida y otra casa en la calle más onerosa de East Hampton. Trataba de transmitir una
imagen estereotipada del lujo, me dijo Eftimiades a
través del teléfono. ¿Cómo era su casa?, le preguntó. «Es presuntuosa», respondió él. «Le dije que
nunca había oído a nadie referirse a su casa como
presuntuosa –recuerda–. En ese instante Ginés me
golpeó debajo de la mesa para que dejara de interrogarlo». Le sorprendió que el supuesto magnate
no se interesara en saber nada sobre los otros invitados. Hablaba sin parar y siempre sobre sí mismo.
No mencionaba a sus amistades. Tampoco exhibía
muy buenos modales. Bebía la sopa ruidosamente.
Y cuando a medianoche todos estaban cansados,
él parecía dispuesto a prolongar la velada durante
horas. Según Eftimiades, era difícil creer que se tratara de un miembro de aquella dinastía. De pronto
el ambiente se puso tenso cuando una de las invitadas trató de fotografiar al ilustre visitante. Entonces
su secretario personal comenzó a vociferar y hasta
ofreció diez mil dólares a cambio del rollo de película. Serrán-Pagán,
desde Málaga, recordaría que entonces debió excusarse con el magnate alegando que las turistas sólo querían llevarse una imagen suya,
pues eran admiradoras de su ilustre familia. Rockefeller estaba muy
nervioso. Días después, el pintor supo que al supuesto Rockefeller lo
buscaba el FBI.
La puesta en escena siguió su curso aquella vez y, a la medianoche, todos se despidieron como súbditos reales ante su emperador.
Al día siguiente, Rockefeller llamó a su anfitrión para agradecerle
por la cena. También le pidió su número de cuenta bancaria: quería
depositar el dinero por las cinco pinturas que le había comprado.
Serrán-Pagán se excusó. Prefería que le pagara en efectivo. Se había
lanzado a conocer a ese personaje sin imaginar que se trataba de uno
de los delincuentes más sofisticados de los Estados Unidos. Ignoraba
que cierta vez un grupo de árabes lo había amenazado de muerte en
una discoteca y perseguido cinematográficamente en un automóvil.
Desconocía que Rocancourt había participado en un asalto con rehenes en una joyería de Ginebra. Tampoco sabía que la Policía había
encontrado armas de fuego en su suite y también en el departamento de su esposa, una antigua modelo de Playboy. Durante las dos
décadas que vivió como estafador profesional, desde 1985, Christophe Rocancourt se llamó sucesivamente Príncipe Galitzine Christo,
Christopher De Laurentiis, Christopher de la Renta, Fabian Ortuno,
Christopher Reyes, Christopher Rockefeller y Michael Van Hoven.
Fue sucesivamente boxeador, productor de cine, empresario, financista y corredor de Fórmula 1. Convivió con la estrella de Hollywood
Mickey Rourke, y hasta prometió financiarle una película a JeanClaude Van Damme, ese tótem de las cintas de acción. También se
codeó con la escritora francesa Françoise Sagan, fue amigo de Michael Jackson e intentó comprar la casa del magnate Dodi Al Fayed,
en Malibú. Ahora habla de todas sus víctimas con desdén.
–Ellos fueron responsables de su propia codicia. Tuvieron lo
que se merecían.
Así que después de pasar cinco años en prisión acusado de defraudación, posesión de armas, estafa, manejo de documentos falsos,
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robo y manifestación de falsa personalidad, Rocancourt recuperó su libertad en octubre del 2005, y no
ha vuelto a cometer delitos desde entonces. Este mediodía del verano de París la tibieza del sol ilumina
su rostro mientras él sorbe su café con los ojos cerrados. «Ningún actor del mundo sería capaz de hacer
lo que hizo Rocancourt», dijo el célebre Al Pacino,
reconociendo quizá el talento histriónico de este
personaje. Era una admiración profesional.
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C hristophe Rocancourt tiene la voz grave y puede
hablar con solvencia sobre Nietzsche y luego confesar su angustia porque «no habrá en esta tierra
nadie que continúe lo que [yo] pueda crear». Es un
estafador, pero sobre todo es un intérprete. ¿Acaso
el estafador, como el mago, es capaz de causar admiración por las razones equivocadas?
–Resulta difícil pensar que hice todo eso. Hoy
no tendría la energía para volver a empezar –dice
consultando su reloj y esto no es una metáfora de
nada, es pura sincronía involuntaria–. Mi experiencia fue muy rica humanamente, muy dura también.
Logré romper muchas barreras y puse en evidencia
la avaricia y la vanidad de la gente. Partí de la nada y
llegué a lo inaccesible.
Ahora saluda con familiaridad a los empleados
del restaurante. Parece orgulloso de haber llegado
hasta aquí, de vivir en uno de los barrios más espléndidos de París, lleno de postales «vivientes» como
la plaza del Trocadero, la lejana Torre Eiffel, el parque «Bois de Boulogne» y los magníficos edificios de
piedra tallada. Pero a mitad de los años ochenta el
joven Rocancourt se divertía haciéndose pasar por
un estudiante de la prestigiosa Escuela Nacional de
Administración, donde aún acude la alta clase media local. Paseaba por ese edificio y aprendía los códigos de la sociedad a la que él quería pertenecer.
La opulencia de esas personas revelaba ante sus ojos
un mundo maravilloso. Si para formar parte de él
debía tener otro nombre, traicionar, mentir y simular, no sería nada demasiado grave. Eso pensaba por
entonces.
–No quería volver al estado de pobreza y miseria de mi niñez. Por desgracia, la libertad cuesta
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muy cara: el dinero es la gasolina de la libertad. Si usted tiene dinero,
tiene derecho a la salud, a un espacio más grande, a comer variado.
La pobreza le quita a uno todas esas posibilidades.
El niño Christophe Rocancourt vivió en un orfanato de Saint
Germain Village, un pueblo en el norte de Francia. La actual directora de ese local se llama Martine Thorel. Nunca conoció en
persona a Rocancourt, pero aceptó leerme parte de su expediente:
ingresó a la edad de nueve años. Célula familiar muy inestable. Un
padre alcohólico, obrero, pintor de casas. Una madre joven, prostituta. Una hermana dos años menor que él. Vivían en una caravana
de Conteville, un pueblo de mil cuatrocientos habitantes. Según
los informes del orfanato, llevaban una existencia miserable. Los
exámenes psicológicos dicen que el niño quería reencontrarse con
su padre y vivir con él. Eso nunca ocurrió. Daniel Rocancourt murió en 1991, borracho, en el banco de una plaza. En el orfanato,
su hijo era un niño brillante, tímido, observador y tenía una gran
facilidad de palabra. Le preocupaba cuándo y cómo se haría grande. A los doce años lo adoptó una familia de la región. Un tío suyo
me cuenta desde Conteville, el pueblo donde vive, que Christophe
había tratado de huir de ese nuevo hogar dos o tres veces antes de
irse para siempre en 1985: «Sólo me dijo: “Tío, ya oirás hablar de
mí”». Tenía diecisiete años. Ahora los jóvenes de la región consideran a Christophe Rocancourt como un ídolo, un héroe, acaso
un ejemplo de éxito, me había contado Charles, otro tío de Rocancourt. «Mucha gente está de acuerdo con lo que hizo». Para la
directora del orfanato, el modo en que él sobrevivió expresa una
forma de inteligencia.
Rocancourt puede fascinar incluso en ámbitos inesperados.
Cuando llamé por teléfono a la Prefectura de Policía de París para
conversar con alguien que lo hubiera conocido, una agente de la
sección Fraudes contestó: «Ustedes, los periodistas, sí que tienen
suerte. Pueden hablar con gente tan interesante –dijo la mujer sin
poder contener su emoción–. Leí su autobiografía y lo vi en la televisión. Me cae muy bien». El criminólogo español Vicente Garrido,
autor del libro El psicópata, dice: «Estos personajes son admirados
porque encarnan la quintaesencia del modelo hedonista: Rocancourt vive como sólo lo pueden hacer los triunfadores, sin acordarse
de lo que ha dejado en el camino. Al hacer uso de la avaricia ajena,
se le perdonan sus delitos, aunque con ello olvidemos a sus innumerables víctimas». Si algo está claro es que para ser un gran estafador hay que tener un carácter glacial, ser calculador, mentiroso y
también histriónico. Si esta conducta produce admiración, no es un
problema del delincuente sino de los admiradores.
–¿Ha pensado en dedicarse a la actuación? –le pregunto a Rocancourt.
Él me clava la mirada como si la respuesta fuera de una obviedad insoportable.
–Fui un actor y el mundo fue mi escenario.
¿No es esto extraordinario?
Si la vida real es una función continuada, parece que los estafadores siempre llevasen la parte
más divertida en el reparto de papeles. ¿Es posible contener la admiración ante alguien capaz de
vender la Torre Eiffel, como lo hizo el checoslovaco Victor Lustig en 1925? ¿Qué sentir ante Frank
Abagnale, un casi adolescente que se hizo pasar por
médico, piloto de avión y abogado sin despertar la
más mínima sospecha? El público –de los noticie-
leznable y no toda víctima fuera inocente. Pero a Rocancourt todo
esta palabrería de especialistas le importa un comino.
–La gente es muy idiota.
Y ésta parece ser la única conclusión sobre su propia vida.
Rocancourt vivió siete años en París y ese periodo le sirvió de en-
trenamiento. En su autobiografía Mes Vies [Mis vidas], cuenta que
al llegar a esa ciudad él empezó durmiendo en la banqueta de una
estación de metro y fue protegido por prostitutas caritativas. Un día
conoció a un joven millonario de veinticuatro años llamado Gilles,
quien lo invitó a vivir en su casa. Fue su ingreso al jet set parisino.
Meses después, cuando aprendió cómo debía vestirse, cuáles eran los
Durante las dos décadas que vivió como estafador profesional, Christophe Rocancourt
se llamó Príncipe Galatzine Christo, Christopher De Laurentiis, Christopher de la Renta,
Christopher Rockefeller, Michael Van Hoven. Fue boxeador, productor de cine, financista y
corredor de Fórmula 1. Convivió con estrellas de Hollywood y fue amigo de Michael Jackson.
Ahora habla de todas sus víctimas con desdén: «Fueron responsables de su propia codicia.
Tuvieron lo que se merecían»
ros, del cine– suele simpatizar más con ciertos delincuentes que con sus víctimas. Y los convierte en
antihéroes encantadores, que es como Hollywood
ha retratado, por ejemplo, al estafador Abagnale
en la película Atrápame si puedes. «Todos hemos
deseado cometer algún delito –escribe el penalista
Luis Rodríguez Manzanera–: Robar algo, lesionar
al enemigo, poseer a la mujer del prójimo, evadir
los impuestos. Existe una identificación (consciente o inconsciente) con el criminal, con aquel que se
atreve a ejecutar lo que no osamos realizar». ¿Esta
identificación explicaría el éxito de la novela negra,
de la noticia roja, de las películas de gángsteres o
de las series policiales? El criminólogo alemán
Hans Von Hentig dice que hay víctimas casuales a
las que sólo el azar pone en contacto con el autor.
En los delitos contra la honestidad, como ocurre
con la estafa, casi siempre hay alguna relación entre ambas partes. Como si no toda estafa fuera de-
temas de conversación de los jóvenes burgueses y cuáles los lugares
que debía frecuentar, emprendió vuelo solitario y compró un título
nobiliario con el que se convirtió en un magnate de Rusia: Prince de
Galitzine. Otras veces se exhibía como Christophe de Rocancourt,
miembro de la aristocracia francesa, y daba marcha a una vida que
terminaría siendo más verdadera que la real. Tenía diecinueve años.
Cometió su primera estafa en el mismo barrio donde hoy vive como
un ciudadano honesto que paga sus impuestos. La víctima fue una
comerciante adinerada y madre de una de sus enamoradas. La mujer
le entregó esa vez una suma equivalente a ciento cincuenta mil euros
para que él los invirtiera en el mercado financiero. Como garantía,
Rocancourt le dio la escritura de una propiedad que él mismo había fabricado. El dinero se esfumó pronto. Durante ese «periodo de
aprendizaje», Rocancourt pasó cinco veces por la cárcel, donde pagó
por los delitos de falsificación, robo y contrabando. Era un delincuente entrenado, guapo, joven y con toda una vida por delante.
Con esa abultada hoja de vida viajó a los Estados Unidos en
1991, a los veinticuatro años, y allí comenzó su verdadera aventura. Se hizo amigo de algunos expatriados franceses que vivían
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en Los Ángeles. Uno de sus primeros contactos
fue un vendedor de vinos llamado Charles Glenn,
quien decía haber sido un gran diseñador de modas. Glenn estaba sentado en el café Maurice –escribe Rocancourt en su autobiografía–, un lugar de
encuentro de la comunidad franco-americana. Se
presentó como Christophe Rocancourt, un boxeador que debía librar una pelea esa misma noche.
Había practicado boxeo amateur muchos años antes, y también lo hacía en el patio del motel donde
se alojaba en Los Ángeles. Al verlo entrenar todas
las mañanas, el gerente creía que en verdad se trataba de un boxeador profesional. Así que esa tarde,
Rocancourt le pidió a Glenn que lo llevara hasta
la falsa pelea. Un rato después, parecía confuso:
no encontraba la dirección. Se detuvieron en una
cabina telefónica desde donde él llamó a su supuesto mánager. Cuando regresó al automóvil de
Glenn, le entregó quinientos dólares con los cuales
compró su fidelidad: «Cuando vuelvas al café –le
dijo–, di que gané por nocaut en el primer round».
Fue su primer éxito de público.
–¿Sabes? Sólo hay que dejar correr el rumor,
la gente es muy estúpida –me dice quince años después de esa escena, mientras cruza las piernas en
este bar de París–. Basta con darles algunas escenas
de gloria y dinero para que te crean. Sobre todo en
Los Ángeles, el reino de las apariencias. Nadie fue
obligado a creer en los personajes que yo inventé.
Rocancourt se habituó muy rápido a su nueva vida. Charles Glenn le presentó a un decorador
francés llamado Pierre Lange, quien estaba remodelando una casa en Bel Air, barrio donde suelen
vivir las estrellas de Hollywood. Rocancourt quería comprar la propiedad. Lange no se sorprendió:
si el cliente era una estrella de box, bien podía tener el dinero necesario. Mientras hacía los trámites bancarios para la compra, Rocancourt se mudó
allí para entrenar. Luego vinieron las promesas de
pago. Lange viajó durante seis semanas a Ginebra
y allí esperó en vano la llegada del dinero. Mientras que en Hollywood ya todos pensaban que un
campeón de box era el nuevo propietario de esa
espléndida mansión de estilo toscano, cinco habitaciones, cinco baños, casa de huéspedes, piscina y
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un gran parque. A Rocancourt la seducción le deparaba más éxitos
que los deportes de combate.
Una noche de enero de 1992 conoció a una mujer joven y rubia
que trabajaba en el guardarropa de un bar. Su nombre era Grynet
Park, y él le envió un mensaje: «Estaba leyendo la Biblia. Amo al Señor». Sabía que ella formaba parte de una Iglesia cristiana.
Esa vez se presentó ante ella como Christopher de Laurentiis, un
sobrino del productor de cine Dino de Laurentiis. Rocancourt siempre ha sido una persona creyente. Dice que lo primero que hizo al
llegar a los Estados Unidos fue comprarse una Biblia bilingüe para
aprender el inglés. Todavía se preocupa de llevar siempre una consigo cuando viaja. «Dios es el único ante quien yo me puedo arrodillar.
¡Dios tiene un sentido del humor extraordinario! Yo no tenía ni un
par de zapatos cuando era un niño, y terminé entrando hasta a una
ceremonia de los Oscar», le dijo a un periodista de Francia. Quizá por
esa cercanía religiosa, Grynet Park, la empleada del bar, fue la única
persona a la que él se pudo confiar por entonces. Con ella pudo llorar
y también le contó que había robado, que solía mentir y que quería
detenerse.
Ahora el camarero del restaurante acude al llamado de Rocancourt y sirve dos nuevas tazas de café. El veterano estafador arruga
la frente y mira cómo el empleado desarrolla su oficio, quizá el mismo que tendrá en diez o quince años más. Parece conmovido por la
manera en que algunos llevan su destino. Hasta parece un hombre
triste, alguien que podría reclamar protección. Pero luego sonríe tratando de ser encantador y vuelve a mostrarse interesante, marcando
las distancias como para que no se lo confunda con un delincuente de
poca monta. Sin embargo, para Grynet Park, su esposa desde 1992, él
nunca dejó de ser un criminal, y lo denunció ante el FBI. Rocancourt
fue arrestado a la salida de un casino en Las Vegas y extraditado a
Ginebra, donde lo reclamaban por el robo de unas joyas y el secuestro
de sus propietarios. Tras ocho meses de prisión en Suiza, pasó a una
cárcel de Francia, donde se le acusaba por la falsificación del título de
propiedad de un departamento que había vendido siete años antes.
Rocancourt no le guarda rencor a su ex esposa. Dice que le escribía cartas desde la prisión y hasta le prometió que cambiaría. Cumplió de cierta manera. En 1996, al recuperar su libertad, regresó a los
Estados Unidos y cambió de mujer: una conejita de Playboy llamada
Pía Reyes.
Cuando Christophe se va de viaje, jamás lleva ropa. Se compra
todo en el lugar. Cada dos o tres meses se aloja unas noches en los
hoteles Ritz o Bristol, en París. Lo he aceptado. Sólo le pido que me
avise cuándo volverá.
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Rocancourt fascina en ámbitos inesperados. «Ustedes, los periodistas, pueden hablar con
gente tan interesante –dijo una agente de la Prefectura de París–. Leí su autobiografía y
lo vi en la televisión. Me cae muy bien». El criminólogo Vicente Garrido dice: «Rocancourt
vive como sólo lo pueden hacer los triunfadores, sin acordarse de los que ha dejado en el
camino. Al hacer uso de la avaricia ajena, se le perdonan sus delitos». Si esta conducta
produce admiración, no es un problema del delincuente, sino de los admiradores
Sonia Rolland es la pareja actual de Rocancourt. Durante una larga conversación telefónica,
me dijo que él aún siente la necesidad de pasar unos
días en algún hotel caro, de esos que cuestan un
promedio de mil euros la noche. Durante años, él
ocupó la suite 1090 del Regent Beverly Wilshire, en
California, el mismo hotel donde se había filmado
la exitosa película Pretty Woman, y donde un agente
del FBI lo observaría por primera vez en mayo de
1997. Por entonces, nadie parecía conocer la verdadera identidad del acaudalado huésped. «Se hacía pasar por un hombre de negocios. Era bastante
vulgar, gritón y muy arrogante. Pero, eso sí, estaba
siempre rodeado de bellas mujeres», me dijo el inspector George Mueller cuando lo llamé por teléfono
a Nueva York.
Después de los años en prisión, Rocancourt no
ha dejado de ser una presa de su exhibicionismo.
Hoy se desplaza en una camioneta Range Rover 4x4
con chofer. Odia conducir en la ciudad y ésta quizá
sea una reciente sofisticación de sus gustos. En 1997
se paseaba por Beverly Hills a bordo de un Ferrari
(su mujer tenía un Jaguar) y lucía ropa costosa, recuerda ese agente. En la historia profesional de Rocancourt, el inspector George Mueller es lo mismo
que el agente del FBI Joseph Shea solía ser para el
impostor Frank Abagnale: una suerte de perseguidor fascinado por su presa. La gran diferencia entre
ambas parejas es que, mientras Abagnale y Shea se
hicieron amigos y llegaron a trabajar juntos para el
Estado, el policía Mueller y el estafador Rocancourt
se detestan.
–Yo puse en evidencia a Mueller –dice Rocancourt–. Él me buscaba historias, pero nunca obtuvo
pruebas. Es un pobre hombre y mi peor enemigo.
En el otro lado del cuadrilátero del orgullo, Mueller está seguro de que el viejo estafador pronto va a reincidir. «Sólo hay que esperar un tiempo: en cinco años volverá a las andadas –me advirtió
desde Nueva York–. Usted misma debería cuidarse: es un criminal.
Nada de lo que dice es verdad».
¿Es posible desconfiar tanto de un estafador y ser inmune a
sus encantos? Mueller es el hombre que conoce a Rocancourt mejor que nadie en el mundo, y no soporta que éste le haya ganado al
sistema ni que, a pesar de sus años en prisión, haya podido reconstruir su vida y siga establecido –aunque de manera menos ostentosa– en el lujo y la opulencia. Mayland McKimm, el abogado de
Rocancourt, dice que «Mueller no apreciaba para nada a Chris. Es
una persona encantadora, y mucho más inteligente que él».
En California, Christophe Rocancourt se había rodeado de un
grupo de adictos a su personalidad. Eran sus seguidores, sus escudos, su coartada. Por su suite transitaban la asistente de Jermaine
Jackson, hermana de Michael; un ex guardaespaldas de la playmate Anna Nicole Smith. También lo rodeaban viejas estrellas de
Hollywood como Mickey Rourke y JeanClaude Van Damme. Rocancourt y Rourke se conocieron en un bar de Sunset Boulevard.
Pronto se hicieron amigos y el estafador se mudó a casa del actor.
Rourke había vivido sus años de gloria durante los ochenta, sobre
todo cuando protagonizó la película Nueve semanas y media, pero
entonces era un sex symbol en decadencia, su rostro plagado de cirugías, y él relegado a proyectos de bajo presupuesto y sin trascendencia. En internet circulan imágenes en las que ambos se besan
en la boca. Rocancourt dice que «Mickey adoraba la provocación.
Nos divertíamos juntos, pero nada más. Hemos hecho cosas mucho
peores, pero siempre con mujeres». Un día su amistad estalló y
nunca más volvieron a verse. «Yo nunca lo estafé», dice el acusado
en su defensa. Había prometido financiarle una película a Rourke,
quien debía escribir el guión. «El proyecto naufragó por el mal carácter del actor», dice en su autobiografía. Pero se trata de un testimonio de parte. Rourke nunca ha querido hablar del tema. Quizá
sienta vergüenza.
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Rocancourt se hacía pasar por un inversionista
que trataba de unir negocios, y luego se quedaba con
el dinero que le adelantaban sus clientes. Él dice que
se trataba de dinero sucio, no declarado.
–¿Quién era el delincuente? –se pregunta con
sorna.
Cuando ya la Policía lo buscaba por andar con
un pasaporte falso y por posesión ilegal de armas,
en el 2001, él explicó su filosofía desde la clandestinidad. Fue durante un programa de la cadena CBS:
«Nunca robé. Es como si yo le pidiera a usted que me
preste su corbata. Usted está de acuerdo y me la da.
Pero luego yo no se la devuelvo. Se puede decir que
rompí una promesa, ¿verdad? ¿Pero es que eso hace
de mí un ladrón?».
–Nunca hice negocios en Hollywood. Hice negocios con hombres de negocios que no eran muy
brillantes –dice ahora, en París–. No estafé, ni robé.
Reconozco que mentí.
–Usted aprovechaba la situación.
–Digamos que al principio yo era el tonto. Luego entendían que los tontos eran ellos.
Algo parecido me había dicho el pintor Ginés Serrán-Pagán: «Los tontos, los estúpidos, son aquellos
que le dieron dinero y no Chris. Tuvo una vida muy
dura, y ya no tenía nada que perder. Podría haber sido
un delincuente. Pero fue un aventurero que ganó dinero con su imaginación». Imaginación. El inspector
George Mueller me había dicho que Rocancourt era
capaz de despilfarrar tres mil dólares en una noche y
que gastaba hasta setecientos mil dólares cada mes.
Alguna vez fue capaz de comprarse doscientos pares
de zapatos en un solo día. Se paseaba en un Ferrari
y hacia shopping de una manera compulsiva. «¿De
dónde salía todo ese dinero?», se pregunta el policía.
–Me sentía como un niño en una juguetería.
Imagínese que yo iba descalzo a la escuela –se excusa ahora Rocancourt–. Vivo en este barrio de París,
pero antes estaba en una celda. Conozco ambos lados
de la moneda. Todo el mundo sueña con tener más
dinero. Pero no todos son capaces de hacerlo.
–Usted no hizo dinero trabajando –le digo.
–Pagué por lo que hice, y hasta dejé propina.
Rocancourt es un poco hosco y a veces se alborota tanto que casi echa la taza de café. Dice que aho-
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ra posee una casa de fin de semana en Normandía, un departamento
en París y vive como una estrella del espectáculo: auto con chofer,
estadías en hoteles de cinco estrellas, cenas en restaurantes costosos
y una marcada educación en el consumo y el lujo. Sólo han pasado
dos años desde que salió de la prisión. ¿Cómo hizo tanto dinero en
tan poco tiempo? ¿Su opulencia será producto de sus ahorros, de sus
viejas estafas? Es un misterio. Él asegura que las únicas fuentes de
su actual riqueza son las ventas de sus libros y los derechos para una
película sobre su vida que se rodará en Hollywood.
En una mesa cercana, dos rubias de peluquería almuerzan un
poco de pollo con almendras. El aroma dulzón se extiende sobre las
suaves maneras de Rocancourt mientras nuestra conversación atraviesa un clímax filosófico-político.
–Los proletarios de las minas del norte de Francia dan sus mejores años en la mina –dice–. ¿Es que son libres? No lo creo, son esclavos. Esclavos de tiempos modernos. Yo sí fui una persona libre, como
pocos hombres lo son en toda su vida. Era libre porque no había ley
que me guiara. Hacía lo que yo quería. Ésa es la verdadera libertad.
–¿Pero a usted le atrae esta vida, el lujo, el confort?
–A uno lo atrae lo que no tuvo, pero una vez que uno frecuenta
este ambiente, después ya no siente tanta atracción. Ahora miro todo
esto de lejos, no me atraen las veladas parisinas a las que me invitan.
Prefiero estar en casa y mirar una película, sentir esas emociones.
¿Será sincera su ambivalencia frente al lujo? Sonia Rolland, su
pareja, me contó que a veces pelean debido al consumo compulsivo
de Rocancourt. «Puede venir un día y regalarme un zafiro que le costó
miles de euros –me dijo–. Le encanta regalarme joyas, ropa, comer en
grandes restaurantes. A mí me incomoda. Para él es una necesidad.
Por suerte tenemos una empleada y una niñera. Está acostumbrado
al lujo».
El dinero es el motor que lo aleja para siempre de su infancia
pobre, del orfanato y de su familia miserable. Rocancourt comprende
su propia vida desde esa simplicidad psicológica. Lo complejo, para
él, siempre han sido la moral y la ley. «Tenemos cuentas separadas y
soy yo la que lleva adelante la administración de los gastos cotidianos
–me dijo su mujer–. Le digo cuánto necesito y él me lo deposita en mi
cuenta. Es como un niño».
¿Alguna vez temió que Rocancourt la estafara? Ella lo niega.
«Pero, de todos modos –dice–, no estamos casados y mi mamá siempre me dice que me cuide, que no me deje encandilar».
A hora hablamos de las mujeres. Rocancourt siempre fue un mujeriego. ¿Habrá cambiado? Su respuesta es lacónica:
–Sí.
El dinero es el motor que aleja a Rocancourt de su infancia en el orfanato y de su familia
miserable. Él comprende su propia vida desde esa simplicidad psicológica. Lo complejo,
para él, siempre han sido la moral y la ley. «Tenemos cuentas separadas y soy yo la que lleva
la administración de los gastos», me dijo su mujer, Sonia Rolland. ¿Alguna vez temió que
Rocancourt la estafara? Ella lo niega. «Pero, de todos modos –dice–, no estamos casados
y mi mamá siempre me dice que me cuide, que no me deje encandilar»
Poco después de salir de prisión, él conoció
a Sonia Rolland en un hotel de París donde ambos
presentaban sus libros autobiográficos. Rolland es
una mestiza nacida en Ruanda, de veintiséis años,
rostro redondo, juvenil y voz acogedora. Se diría que
es comprensiva. Para seducirla, Rocancourt actuó
con inteligencia y calculada generosidad. Le dijo que
colaboraría con una asociación que ella había creado
para ayudar a los niños huérfanos de su país. Pero
mucho antes de aplacar a su Don Juan interior, Rocancourt llevaba una vida lujuriosa y casi siempre
andaba de la mano de starlettes de tetas gigantescas.
A fines de los noventa estaba casado con Pía Reyes,
una mujer de la «realeza» de Hollywood, mientras
que la playmate Rhonda Rydell era su amante.
–Yo era un gran infiel –dice tratando de que
sea notoria la marca del tiempo pasado–. Era.
Intenté hacer las cosas de la manera más limpia
posible. Sin sangre, sin drogas. Todo tenía que ser
cerebral.
Rocancourt habla como un verdadero cirujano del delito y se describe como una especie de
Robin Hood egoísta, sofisticado, pero sobre todo
sano. Entonces, ¿por qué un grupo de árabes lo
había amenazado de muerte? ¿Por qué al día siguiente los mismos personajes trataron de cumplir
a balazos?
–Era la envidia por mi éxito –responde.
–También encontraron armas en su suite de
Los Ángeles.
–Pertenecían a un amigo policía que tenía niños pequeños. Él no quería que estuvieran al alcance de ellos.
–Su guardaespaldas encontró casi trescientos mil dólares en
ropa en el departamento de su mujer, Pía Reyes.
–Fue él quien robó esa mercadería –contesta con evasivas,
como si repasara el guión de una película remota y ajena.
Pero esos momentos también forman parte de su vida. Quizá
son los capítulos más oscuros, aquellos que él mismo ha tratado de
obviar en su autobiografía y sobre los que responde con evasivas.
Rocancourt fue detenido el mismo día del tiroteo –14 de marzo de
1998– porque portaba un pasaporte falso y estaba acusado de poseer armas de fuego. Su esposa pagó ciento setenta y cinco mil dólares de fianza bajo la promesa de que no se moverían de California. Poco después se instalaron en Nueva York con su familia y un
nuevo asistente. Por entonces él comenzó a llamarse Christopher
Rockefeller. En uno de esos gimnasios para ricos y famosos, había
escuchado decir a un agente inmobiliario que todos sus clientes se
creían Rockefeller. Con ese nombre él engañó a la masajista Corine Eeltink, quien le entregó catorce mil dólares para que fueran
invertidos en el mercado financiero. Ella lo llevó donde el pintor
Ginés Serrán-Pagán, el de la cena falsa. Días después el novio de
Eeltink denunciaría a Roncancourt ante la Policía. Había seguido
al estafador durante algún tiempo y descubierto que el Mazda lujoso que solía conducir era un coche alquilado. También averiguó
que debía dieciséis mil dólares en un hotel.
¿A quién habían arrestado cuando arrestaron a Rocancourt?
Su pasaporte lo identificaba como Fabien Ortuno. Su abogado
pagó una nueva fianza de cuarenta y cinco mil dólares y él salió antes de que pudieran verificar sus huellas digitales. Cuando la Policía comprobó el engaño y descubrió que se trataba de Christophe
Rocancourt, el mismo que se hacía pasar por un miembro de la
familia Rockefeller y que había prometido financiarle una película
a Mickey Rourke, entonces comenzó la persecución. Los medios
de comunicación contaron su historia en minuciosos reportajes.
Charles Glenn, el camarada que lo había ayudado a disfrazarse de
boxeador, vendió fotografías y videos sobre Rocancourt por cerca
de cien mil dólares. Prófugo de la justicia, Rocancourt declaró en
52_ BONUS TRACK
Cuando la Policía comprobó que Christophe Rocancourt era el mismo que se hacía pasar por
un miembro de la familia Rockefeller y que había prometido financiarle una película a Mickey
Rourke, entonces comenzó la persecución. Los medios de comunicación contaron su historia
en minuciosos reportajes. Prófugo de la justicia, Rocancourt declaró en The New York Times:
«si tomar cosas es ser un ladrón, un criminal, entonces soy un criminal. Si me atrapan, lo
aceptaré». Sobre las víctimas fue muy escueto: «Me da lástima su avidez»
The New York Times: «No me considero un criminal. Robaba con mi mente. Si tomar cosas es ser un
ladrón, un criminal, entonces soy un criminal. Si me
atrapan, lo aceptaré». Sobre las víctimas fue muy escueto: «Me da lástima su avidez».
etiqueta negra
S E T I E M B R E
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C hristophe Rocancourt vivió escondido en Cana-
dá hasta abril del 2001, cuando la Policía de ese país
lo arrestó cerca de Vancouver, en el hotel de una
estación de esquí donde él se hacía llamar Michael
Van Hoven, un inexistente campeón de Fórmula 1.
Entre sus pertenencias encontraron tres Biblias.
¿Sintió alivio cuando lo detuvieron?
–Es inmoral pensar algo así cuando lo que
vino después fueron cinco años de mi vida en prisión –dice desviando los ojos hacia un gran ventanal que mira hacia la Torre Eiffel.
En la cárcel se juró a sí mismo que cambiaría
de vida. Y ahora, dos años después de salir libre,
Rocancourt, el mismo que ha engañado y estafado
a decenas de personas, vive tratando de cumplir esa
promesa. Tiene una nueva pareja. Algunas revistas
estiman que la venta de sus libros y los derechos
para el cine le han deparado entre uno y cuatro millones de dólares. Sus dos autobiografías han vendido más de doscientos mil ejemplares. Ha publicado
la novela Arnaques [Estafas] y ahora piensa escribir
otra. Debutará como actor protagónico junto a la
top model Naomi Campbell en una película de Catherine Breillat, la misma que pudo convertir a la
estrella del porno Rocco Siffredi en un actor dramático. Y pronto
comenzará el rodaje de una película autobiográfica, que será dirigida por Florent Emilio Siri, un director que antes ha trabajado
con celebridades como Edward Norton y Bruce Willis. Por ahora
Rocancourt sólo espera que la película cuente «la historia tal como
la viví, sin cambios». Dice que supervisará cada etapa. Cuando esté
lista, entonces quizá tenga la oportunidad de volver a California por
la puerta grande. Si las estrellas de cine detestan a los estafadores
porque suelen ser sus víctimas, Hollywood los adora y los endiosa.
Para la industria del entretenimiento, el delito es, antes que nada,
un buen argumento.
–¿Alguna vez lo estafaron?
–Jamás –responde Rocancourt.
–¿Podría suceder?
–Sólo si yo lo quiero. Pero eso no sería una estafa. Sería la
compasión –dice complacido por su propio sarcasmo.
Son las tres de la tarde. Rocancourt dice que tiene una reunión
urgente con su relacionista público y debe marcharse. Se pone de
pie y paga los cafés. Al verlo sacar el dinero de su cartera y entregarlo con tanta tranquilidad, sin remordimientos, me pregunto si
es posible que alguien que ha conocido la vida agitada del dinero
rápido, del lujo y de la celebridad, puede regresar tan fácilmente
al aburrido mundo de la legalidad. ¿Puede un estafador –o cualquier otro «artista»– dejar de ser lo que es de la noche a la mañana? ¿Será esta nueva faceta de ciudadano común y corriente y
esposo ejemplar otro de los fraudes de Rocancourt? ¿El último?
¿El mejor?
–Llámeme cuando quiera –me dice antes de marcharse–. Ya
vio que no tengo nada que ocultar.
Ahora lo veo alejarse con un andar distinguido e inofensivo y
me digo que quizá sea cierto. Puede haber cambiado. Quién sabe.
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