17 DE FEBRERO

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Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo Primado de México en la
entrega de la Mayordomía de Agentes de Pastoral Indígena.
17 de Febrero de 2005
En este Año de la Eucaristía proclamado por el papa Juan Pablo II, dentro de este tiempo de
gracia de la Cuaresma y, precisamente en el XV Aniversario del enlace de Agentes de Pastoral
Indígena, ha querido la Providencia que celebremos la entrega de la Mayordomía a nuestros
hermanos de Ciudad Valles, S.L.P.
En el Evangelio de este día se plasma un encuentro en donde la humildad es la virtud central.
Isabel la prima de María, la Madre de Dios, llena del Espíritu Santo exclama: “¡Bendita tú entre las
mujeres y bendito el fruto de tu vientre!”. “¿Quién soy yo para que la Madre de mi Señor venga a
verme?”. Esta exclamación sin rastros de celos ni envidias; sino pleno de humildad y sencillez
manifiesta la alabanza y la alegría del encuentro con la Madre de Dios.
Este hermoso y jubiloso saludo es también exaltado, con la misma humildad, sencillez y
ternura, por Juan el Bautista, que desde el seno de su madre da, igualmente, la gozosa bienvenida a
la Madre de su Señor. Isabel lo confirma diciendo: “Apenas llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó
de gozo en mi seno”.
La Madre de Dios, la Santísima Virgen María, en su bendito vientre porta consigo a su amado
Hijo, el Hijo de Dios. Seguramente cansada pero satisfecha después de realizar un viaje tan largo,
entre las montañas de Judea, con gran humildad y una bellísima sencillez responde a su prima: “Mi
alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios, mi Salvador, porque puso sus ojos en la
humildad de su esclava”. Nadie como ella, la humildad hecha alegría de amor.
Esta mujer llena de la vida de Dios va al encuentro de su prima para ayudarla, servirla,
amarla; y así pueda dar la vida. Ella es modelo de seguimiento del Señor en el servicio y el amor.
Este encuentro festivo, lleno de alegría, de júbilo y de sincera humildad es la disposición
máxima para recibir en cada corazón a Jesucristo Nuestro Señor, que desde el vientre virginal de
María se entrega plenamente. María es el Sagrario donde se encuentra Cristo vivo.
Este encuentro de maravillosa e incomparable belleza, se manifestó de igual forma entre
Santa María de Guadalupe y el humilde indio san Juan Diego, fue un encuentro también pleno de
humildad desde el saludo de Santa María de Guadalupe llamando a Juan Diego con respeto y amor
por su propio nombre: “Juan Diego, Juan Dieguito”. La Madre de Dios, una mujer vestida de sol con la
luna bajo sus pies, envuelta por un cielo tachonado de estrellas y en su vientre la presencia viva de
Jesucristo Nuestro Señor.
María Santísima de Guadalupe es clara en la encomienda que le da a su humilde mensajero,
quiere que se le construya un Templo donde poder ofrecer su amor que es precisamente su propio
Hijo. Y este Templo tiene que ser aprobado por la cabeza de la Iglesia, que en aquel entonces era
Fray Juan de Zumárraga. La humilde Sierva de Dios se aboca a la aprobación del humilde franciscano
y esto por medio del también humilde y sencillo indio Juan Diego, nuevamente tenemos aquí un
encuentro en donde la virtud más importante es la humildad. Tenemos aquí nuevamente un encuentro
maravilloso en la virtud de la humildad, y sólo con esta virtud, el ser humano se puede encontrar con
ese Dios Omnipotente, que es el Humilde entre los humildes, que se hace hombre para habitar entre
los hombres, que se somete a la ley para liberarnos, como escuchamos a san Pablo en la segunda
lectura: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su hijo nacido de una mujer, nacido bajo la
ley, para rescatar a los que estábamos bajo la ley, a fin de hacernos hijos suyos”.
Es por esto que Santa María de Guadalupe pide un Templo donde ofrecer a su Hijo, un
Templo que entre los indígenas es apreciado también como el fundamento de un nuevo pueblo. Un
Templo sencillo pero maravilloso, un Templo que hace presente el pesebre de Belén, un Templo en
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donde Ella pueda dar todo su amor, para entregarnos a nuestro Dios y Señor como dice el profeta
Isaías: “He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel que
quiere decir Dios-con-nosotros”. Esta es la señal que ofrece el mismo Dios; es en este Templo en
donde Nuestro Señor Jesucristo se parte y comparte en su cuerpo y en su sangre en la Eucaristía.
María Santísima de Guadalupe es quien quiere entregarnos el alimento eterno. Por ello, su
misma imagen que dejó plasmada en la tilma del indio Juan Diego, es Cristocéntrica, es en esta
imagen en donde se manifiesta la hermosura de una Virgen Madre; María Santísima es el Sagrario
bendito de Dios; porta en ella, en su vientre virginal, a Jesucristo Nuestro Señor vivo; por ello al
escuchar su saludo saltamos de gozo por la inmensa alegría de este encuentro salvífico.
Y ahora, estamos aquí precisamente en este Templo que ha sido construido según su
voluntad en esta bendita tierra del Tepeyac, es aquí en donde Ella nos da a su Hijo en la Eucaristía,
nos da el alimento que nos hace plenos y con el cual podemos y debemos afrontar, como verdaderos
hijos de Dios y de Santa María de Guadalupe, los males que aquejan a este mundo. Estos males que
salen del interior del hombre, como son los odios, los celos, las envidias, las deshonestidades, las
violencias, las injusticias. El ser humano es capaz de llegar a destruir, consumando una verdadera
barbarie, a su propio hermano; es capaz de destruirse así mismo consumido en el odio más siniestro,
es capaz de pretender el destruir al mismo Dios, que se ha entregado a él, precisamente a él, por su
infinito amor.
Necesitamos más que nunca de este alimento divino, necesitamos saciarnos de Dios, de su
amor, recuperar nuestra propia dignidad, ser capaces de encontrarnos con la virtud de la humildad con
nuestros hermanos. No podemos dejar de reconocer que el Amor divino nos dio la vida a través de su
Madre Santísima; que nuestra misma existencia de nación mestiza proclama que es posible ese
imposible de que los humanos no nos despedacemos, antes nos aceptemos y complementemos. Es
María Santísima de Guadalupe quien nos sigue alimentando de Dios.
Haciéndonos partícipes de las mismas palabras de Isabel, podemos decir: ¿Quiénes somos
nosotros para que la Madre de Nuestro Señor venga a vernos? ¿Quiénes somos nosotros para que la
Madre de Nuestro Señor venga a alimentarnos de su Hijo amado? ¿Quiénes somos nosotros para que
María nuestra Madre haya tomado lo más profundo de nuestro ser y lo haya hecho parte de su imagen
y de su identidad, en su piel morena, en su mirada noble, respetuosa y suave? ¿Quiénes somos
nosotros para que ella nos hablara con infinito amor en sus palabras plasmadas en su túnica y en el
aliento del humilde san Juan Diego? ¿Quiénes somos nosotros para que María, la Madre de Dios,
venga a alimentarnos con su propio Hijo Jesucristo en la Eucaristía?
Debemos tomar conciencia que de parte de Dios y de Santa María de Guadalupe lo tenemos
todo, absolutamente todo; nos toca a nosotros, para que, con la fuerza del Espíritu Santo, seamos
mejores; somos nosotros los que tenemos que disponer toda nuestra voluntad y libertad para hacer
realidad en mandamiento del amor; ahora es el momento que seamos nosotros los que nos
esforcemos por ser responsables, honestos, verdaderos hijos de Dios; somos nosotros los que
debemos ser luz del mundo; es también nuestra responsabilidad para dar testimonio de que
solamente teniendo a Dios como centro de nuestra vida podremos lograr ser verdaderos hijos de Él y
hermanos entre sí, ser templos del Espíritu Santo, verdaderos templos del Dios por quien se vive,
templos que se construyan en la justicia, en la paz y en el amor.
Esto es lo que pide la Virgen de Guadalupe, edificar ese Templo en cada uno de nuestros
corazones y en el corazón de la Iglesia, elevar esta construcción de la dignidad de nuestra alma,
elevar este Templo de encuentro en la humildad, de dignificar este Templo que nos hace comunidad,
de ser el Templo en donde podamos clamar a Dios “¡Abba!”, ¡Padre mío! ¡Padre nuestro!. Ser ese
Templo donde se celebre la Eucaristía, donde se ofrece el máximo de los sacrificios, que nos libera y
que nos da la promesa de resucitar. Ser ese Templo donde se celebre la verdadera y definitiva
Pascua del Señor: Su Muerte y su Resurrección
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