Desasosiego y extensión del nuevo campo poético chileno

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Desasosiego y extensión del nuevo campo poético chileno / Marcelo Guajardo Thomas
Articulaciones, continuidades y surgimientos en este mimbre de escrituras
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1. Embalsamar y fracturar
AsÃ- como la mayorÃ-a de las actividades del ser humano, la poesÃ-a tiene su jerga coloquial propia. Los cultores de
este arte pasamos largas jornadas discutiendo y divagando en torno a esto y aquello, mediciones y prejuicios,
descubrimientos y asombro, nombres propios, poemas sueltos, tallados.
    Hay algo de cierto en estas afirmaciones, o al menos algo de certeza al expresar una inquietud, un dilema que nos
atañe. Sin embargo, no hay rigor allÃ-, no hay ciencia, ni método, su valor está en señalar ese lugar que nos preocupa,
que nos concierne como poetas. Pero sólo lo señala, porque de allÃ- en adelante es un camino distinto, un camino
solitario, lejos de la seguridad del lugar común. Abandonar este albergue es tarea difÃ-cil y, lo que es peor, es tarea
peligrosa. Nadie está dispuesto a la mecánica de suelos que significa cavar en la propia grava que le sostiene. Nadie
está dispuesto a husmear allÃ- donde el almizcle se ha acumulado, luego de años de que el ciervo marcase el mismo
lugar. Nadie está dispuesto a seguir hasta el origen los surcos de una voz continua, que con los años diverge y
converge, se multiplica, adquiere intensidad.
    Una de estas afirmaciones que con mayor fuerza han cruzado a mi generación es la mentada lÃ-nea divisoria que
separa los poetas que escriben desde la década de los noventa y aquellos que comenzamos a publicar después de
2000. La extensión de esta burda separación de aguas, originada por el interés de algunos por instalar artificialmente
una ruptura más bien publicitaria con los poetas precedentes, ha permitido que se divulgue la igualmente falaz idea de
que no hay deudas, arterias ni afluentes entre escrituras que, a mi juicio, conforman un mismo caudal. No existe tal
frontera. No existe una poesÃ-a completamente nueva luego de 2000.
    El arte de la poesÃ-a consiste en embalsamar y fracturar. Como en la mesa del taxidermista, recibimos una criatura
abatida por perdigones. Con aserrÃ-n, alambre y lana la reconstruimos lo mejor que podemos, imitando, si es posible, el
destello que tuvo en vida. La reconstruimos, para que sea fracturada y reconstruida nuevamente.
2. Mimbre de escrituras
El mimbre es un arte muy extendido en la zona central de Chile. Consiste en tomar fibras de la planta palustre Salix
viminalis, conocida popularmente como mimbrera blanca, y trenzarlas hasta hacer diversas formas y objetos. Particular
belleza tienen aquellos tejidos circulares usados para cestos y canastos, que van ampliando gradualmente su diámetro
y luego se cierran sobre sÃ- mismos dejando la abertura deseada del recipiente. Pues bien, pienso en los últimos
veinticinco años de poesÃ-a en Chile como el trenzado del mimbre. Con una estructura que soporta el artilugio, un
objeto que crece con la intensidad de la búsqueda de nuevos campos poéticos, escrituras trenzadas, unas vaciándose
en otras, derivas, cruces de caminos, nudos, tejidos concéntricos, vecindades. Una cesta que se ha ido tejiendo con
desasosiego los últimos años. Con el afán de ampliar el registro de escrituras poéticas, envalentonados por la llegada
de la democracia, recuperando hebras inconclusas, inaugurando otras nuevas. Saldando la gran deuda. En eso
estamos y en este tejido resaltan, a mi juicio, ocho hebras de trabajo.
3. Ocho hebras de trabajo
Soltura y vértigo. Como desprendidos de un corsé agobiante, tuvimos que esperar algunos años de la década de los
noventa para que los primeros acordes de una música más suelta y desprejuiciada comenzaran a tomar forma.
Desprendidos del mejor momento de Rodrigo Lira, el primer improvisador, aquel nuevo cualquerismo, el surfeo, tomó
fuerza a la manera de rebelión a cierta monocorde zalagarda. A la orden de la fragmentada realidad, bajo el inclemente
sol de las tres de la tarde, las cosas nos revelan toda su amenaza. Tomados de la primera impresión, a trazos gruesos,
atentos a la luz, al callejeo, aparecen en 1998 Metales pesados, de Yanko González (Kultrun) y La insidia del sol sobre
las cosas, de Germán Carrasco (JC Sáez Editor). Algo de ellos se encuentra años después, en el adagio confesional
de VÃ-ctor López en Los surfistas (Vox, 2006). El mismo Carrasco nos entrega a comienzos de siglo la manifestación
en estado puro de este nuevo vértigo: su Calas (Dolmen, 2001).
MetafÃ-sica de las estructuras. Previendo una época de búsqueda, la lengua poética se volcó hacia la estructura del
lenguaje. Hay un tipo de poesÃ-a que surge de la exploración de un gabinete engañosamente real, un baile de
máscaras que ocurre en la mente del autor, donde toda palabra es alegorÃ-a y referencia, abanico y puñal.
Cinematográficamente exploratorias, al extremo de la mueca, estas escrituras tienden a la parodia, a la saturación de la
palabra por la palabra, al laberinto. Libro clave en este relato es Adorno en los espacios vacÃ-os, de Gustavo Barrera (El
Mercurio / Aguilar, 2004), quien coloca la realidad en una casa de espejos: el lector esta allÃ-, en esta celda montada
para él, y en los espejos se refleja su imagen hasta el infinito. La hondura de este texto es su intrincado juego de llenado
y vaciado de sentido. Un lenguaje transparente listo para ser agujereado. Comparte hebra con Carlos Cociña y su
antiquÃ-simo y novÃ-simo Aguas servidas (Granizo, 1981). Ambos comparten el troquelado de la lengua, diluida en un
relato al modo del genetista o el etnógrafo. Desde allÃ-, como en los ojos de los insectos, la realidad se presenta
facetada.
Õmpetu, caudal y textura. Con fuerza, y a riesgo de prevalecer sobre otras hebras por su caudaloso entusiasmo,
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aparecen —o reaparecen, dependiendo de la generosidad del observador— estas escrituras cuyo leitmotiv es el caudal y la
textura de sus poéticas. Como aquellos torrentosos rÃ-os chilenos que aumentan su caudal de un momento a otro, y que
de pequeños arroyuelos calmos pasan a ser enormes devoradores de campos y ciudades, las escrituras de Javier Bello
y Antonio Silva, primero, y Héctor Hernández, Paula Ilabaca y Rodrigo Gómez después, corresponden al viejo anhelo
poético de marcar el pulso de un momento personal e histórico. Con sus particularidades, estos poetas y otros de
reciente aparición promueven un continuo orgánico y avasallador, de un personalÃ-simo patrón cromático, a la orden
de la música del verso, su marcha, su desborde. El resultado es un telar kilométrico de lenguaje y fuerza expresiva,
dado a la labor, como ya dije, de sensibilidades personales, y desde allÃ- son testimonios de la temperatura de una
sociedad en transformación.
Martilleo y albañilerÃ-a del lenguaje. La contraparte de la poesÃ-a caudalosa y desbordada es el trabajo precavido y
metódico de la escritura de Héctor Figueroa, durante la década de los noventa, y de Ernesto González a principios de
siglo. Para ellos la lengua poética revela una amenaza continua, no puede ni debe anteponerse a la realidad, ni menos
imponer su pulso; al contrario, con la dignidad y diligencia de la servidumbre, el poema da luz sobre la potencia del
fenómeno. El poeta es, en estas escrituras, el escudero del suceso. Nada de embustes, retruécanos, brillo inútil. En
Figueroa la poesÃ-a es matizada con algo de cadencia prosaica. En González el trabajo se torna martillado, incansable;
en este poeta la lengua alcanza su máxima tensión, como vigas maestras sosteniendo su morada, el lugar donde
habita en el mundo.
PolÃ-tica y referencialidad. De lo meramente expresivo saltamos a la fuerza de la afirmación. Lo dicho y el fondo como
eje de la escritura, la forma al servicio de la afirmación. De esto saben mucho Carlos Henrickson, Carlos Cardani y
Pablo Paredes, rodando la hebra de Bruno Vidal y José Õngel Cuevas desde los noventa al principio de siglo. Henrickson
con un poco más de arrimo y estimación a su baterÃ-a retórica, su cajita de acuarelas y pinceles. Para los demás no
hay música sola, sino sola sentencia y declaración, principios. Hebra de trabajo que deja una poesÃ-a clara como el
agua, aquÃ- no hay mimetismo ni desaparición, el relato es el centro y su difusión sin variaciones el fin. Lo poético está
pensado para dar fuerza a la afirmación, dejar al verso reverberando en el oÃ-do como un diapasón sobre el agua.
Riesgo, tradición y desafÃ-o. Rafael Rubio y Juan Cristóbal Romero abandonan de buena gana el verso libre para
medir a vara y escuadra una escritura que, a punta de claroscuro, debe de ser de lo más interesante de la última
década. De antecedentes desconocidos más allá de la obligada referencia al Siglo de Oro español, camuflan lo
moderno con el fraseo medido, la canción y sus reglas. Hay aquÃ- declaración y riesgo, literatura sobre literatura,
frontera y distancia, trinchera. Sus resultados son fantásticos, las aves más coloridas del jardÃ-n. Ver, entre otros, Luz
rabiosa, de Rafael Rubio (Camino del Ciego, 2007) y Rodas, de Juan Cristóbal Romero (Ediciones Tácitas, 2008).
Amalgamadas a esta hebra, pero menos ortodoxas, surgen las poesÃ-as de Adán Méndez y Leonardo Sanhueza.
Sabuesos del relato, de la oralidad convertida, del trino en el caso de Sanhueza, son la variante moderada de la hebra
anterior. Equilibrados entre el fogón y las últimas noticias de la tribu.
Narrativa confesional. Muy extendida hebra en el mimbre de escrituras. Se recupera el tono natural, la cadencia de un
relato de experiencia. Con intensidades diversas, brillo y oropel en dosis pequeñas, retórica muy controlada, lo justo y
necesario. Emparentada con la hebra polÃ-tica y referencial, confundiéndose, amalgamándose. La narrativa confesional
es de un horizonte menos ambicioso, con lo que hay en el jardÃ-n basta. Vuelve sobre lo ocurrido al sitio del suceso,
explora sus causas y consecuencias. Tratados domésticos, escenas de vida diaria, tienen su antecedente en alguna
parte de la obra de Gonzalo Millán. AllÃ- están, en diferentes vecindades, los trabajos de Enrique Winter, Gladys
González, Raúl Hernández, Andrés Florit y VÃ-ctor López.
UtopÃ-a, AlegorÃ-a y Épica. A comienzos de los noventa nos despertamos violentamente de la siesta con tres libros que
forman una trÃ-ada fundamental de enorme influencia en la poesÃ-a de años posteriores: Los Sea Harrier, de Diego
Maquieira (Universitaria, 1993), Cipango, de Tomás Harris (Documentas / Cordillera, 1992) y La vida nueva, de Raúl
Zurita (Universitaria, 1994). Estos libros, por intensidad, potencia y relato, inauguran cada uno una hebra distinta que
cruza muchas escrituras posteriores. Encarnan la fuerza referencial de la poesÃ-a, su transfiguración en una realidad
conceptual, alegórica, que hace arder los sucesos. Gestados durante la dictadura, pero impresos en democracia, estos
libros son rutas distintas de un mismo episodio. Mimetizados en el gran baile posmoderno, enmascarados los dos
primeros, derramado el tercero, constituyen la refundación alegórica de Chile luego del oscuro trance de la República.
Del Yugo Bar al Cielo de los Aviones Barrocos, de Las Playas a las Inmensas Cordilleras de Chile.
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