SER SACERDOTES EN EL NUEVO MILENIO

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SER SACERDOTES EN EL NUEVO MILENIO
-IEL ENCUENTRO CON CRISTO
1. INTRODUCCIÓN Y SALUDO
¡Queridos Amigos, Hermanos muy queridos en la gracia del bautismo, del sacerdocio y
del episcopado!
Ante todo quiero decirles por qué estoy con Ustedes, aquí en México. La respuesta es
simple: hace tres años, en la Plaza de Toros de Ciudad de México, he hablado a más de cincuenta
mil jóvenes. Ha sido una experiencia inolvidable para mí: no podré olvidar jamás lo que me han
dicho aquellos jóvenes: “¡Obispo Francisco, ya eres mexicano!” Desde entonces puedo decirles
que hay un lugar particular en mi corazón para México y para toda América Latina.
¿Con qué fin he venido hasta aquí, en estos días? También aquí la respuesta es simple: he
venido por nuestra santificación, que es la cosa más urgente que el Señor quiere de nosotros
sacerdotes para el nuevo milenio: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1Ts 4, 3).
Como bien saben, la carta de la que está tomada esta frase, dirigida a los cristianos de
Tesalónica, es el escrito cristiano más antiguo. El apóstol Pablo desde el inicio ha querido decir
la cosa más importante y necesaria, y hoy nos la sigue repitiendo.
¿Cómo articularé éste encuentro con Ustedes? Recorreré cuatro etapas, como cuatro arcos
de un puente entre el pensamiento y la vida vivida. La primera etapa trata del encuentro con
Cristo: del encuentro con Él nace la conversión para ser padres y pastores. Esta es la segunda
etapa. La tercera se refiere a la comunión eclesial, de la que brota la nueva evangelización o la
misión. Esta será la última etapa. Mi itinerario con Ustedes va por tanto “del encuentro con
Cristo a la solidaridad con todos”, como se titula precisamente la bella “Carta pastoral” de los
Obispos mexicanos, en la que quisiera inspirarme.
2. EL ENCUENTRO CON CRISTO EN MI VIDA
El primer punto de mi primera etapa parte de un texto de Mateo: “Si quieres ser perfecto,
ve, vende tus bienes y sígueme” (Mt. 19,21). Es el mensaje de Juan Pablo II a los jóvenes de Tor
Vergata: “No tengan miedo de ser los santos del nuevo milenio” (18 de agosto de 2000). A
Ustedes sacerdotes aquí reunidos quiero decirles análogamente: ¡no tengan miedo de ser los
sacerdotes santos del nuevo milenio!
a.
Quisiera iniciar esta reflexión sobre la llamada a la santidad con un examen de
conciencia muy personal: en mi vida, y también ahora como cardenal, he tenido y
tengo miedo de las exigencias del Evangelio, tengo miedo de la santidad, de ser santo.
Me gustan las medias medidas (“medias tintas”); por el contrario Cristo me pide a cada
minuto amar a Dios con todo mi corazón, con toda mi alma, con todas mis fuerzas, con
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todo mi ser. Cada día he vivido momentos como aquellos del joven en el Evangelio
que se va triste porque tiene muchos bienes.
b.
En mi vida he predicado mucho, a todas las categorías de personas, pero a veces no he
osado pedir la santidad. He hablado del gozo, de la esperanza, del compromiso, pero he
tenido miedo de hablar de la santidad, como si fuese algo que la gente no puede
comprender o aceptar como posible. He subestimado la buena voluntad de la gente y la
fuerza de la gracia del Señor.
c.
Yo he estado en prisión más de trece años: he tenido momentos duros, en ocasiones
muy duros. Tantas veces no he osado pensar en la santidad: he querido ser fiel a la
Iglesia, no renegar nunca y en nada de mi elección. Pero no he pensado
suficientemente en ser santo, mientras que Cristo en verdad ha dicho: “Sed perfectos
como vuestro Padre es perfecto” (Mt. 5,18).
d.
Este año me operaron para extirparme -al menos parcialmente- un tumor. Me han
quitado dos kilos y medio del tumor; quedaron en mi vientre cuatro kilos y medio, que
no pueden ser extirpados. Y yo he tenido miedo de ser santo con todo esto: esto ha sido
mi sufrimiento. Sin embargo, eso ha durado sólo hasta el momento en que he visto la
voluntad de Dios en todo lo que me sucedía y he aceptado llevar este peso hasta la
muerte, y en consecuencia no poder dormir más que una hora y media cada noche.
Aceptando esto ahora estoy en paz: ¡en su voluntad está mi paz! Hasta cuando Dios lo
quiera, quiero ser como Él quiera de mí y para mí.
3. ¿QUIÉN ES CRISTO QUE VIENE A MI ENCUENTRO?
En la Sagrada Escritura frecuentemente oramos con el Salmista: “Oh Dios que brille Tu
rostro” (Sal. 80,4) o “Busco Tu rostro” (Sal. 27,8). Y esto sin fin, hasta el día en el cual
podremos ver a Cristo cara a cara.
Un día los carceleros me preguntaron ¿quién es Cristo Jesús? ¿Por qué tú sufres por Él?
También los jóvenes me han preguntado con frecuencia: ¿quién es Jesucristo para Usted y cómo
es posible que Usted haya dejado todo por Él? Usted podía tener casa, familia, bienes, un buen
porvenir y ha dejado todo por seguir a Jesús: ¿quién es entonces Jesús en su vida? Es difícil decir
las cualidades de Dios: son trascendentes. Él es omnipotente, omnisciente, omnipresente… Me
parece más fácil decir los defectos de Jesús: algunos de ustedes quizá han oído hablar de los
cinco defectos de Jesús, de los cuales he tratado en los ejercicios espirituales a la Curia romana.
Algunos Cardenales y Obispos después de esta meditación me han preguntado dónde estarían los
otros defectos. Hoy, si quieren, les digo también los otros.
Los cinco defectos de los que hablé a la Curia son: Jesús no tiene buena memoria, porque
en la Cruz el buen ladrón le pide acordarse de él en el Paraíso y Jesús no responde como habría
respondido yo “haz primero veinte años en el purgatorio”, sino que al momento le dice que sí:
“Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23, 43). Con la Magdalena hace lo mismo, e
igualmente con Zaqueo, con Mateo, etc: “Hoy ha entrado la Salvación a ésta casa”, dice a
Zaqueo (Lc. 19, 9). Jesús perdona y no recuerda qué ha perdonado. Este es el primer defecto.
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El segundo defecto es que Jesús no conoce las matemáticas: un pastor tiene cien ovejas.
Una se ha perdido: deja las noventa y nueve para ir a buscar la que se le perdió y cuando la
encuentra la lleva sobre sus espaldas para regresarla al redil. Si Jesús se presenta al examen de
matemáticas seguramente lo reprueban porque para Él uno es igual a noventa y nueve.
El tercer defecto de Jesús es que Él no conoce la lógica: una mujer ha perdido una
dracma. Enciende la luz para buscar en toda la casa la moneda perdida y cuando la encuentra va
a despertar a las amigas para invitarlas a festejar con ella. Se ve que es verdaderamente ilógico
su comportamiento, porque sabiendo que la dracma de cualquier forma estaba en la casa, habría
podido esperar a la mañana siguiente y dormir. En vez de esto, busca rápidamente, sin perder
tiempo, de noche. Por otra parte, despertar a las amigas no es menos ilógico: y también la causa
por la que festeja -el haber encontrado una dracma- no es tan lógica. En fin, para festejar una
dracma encontrada deberá gastar más de diez dracmas… Jesús hace lo mismo: en el cielo el
Padre, los ángeles y los santos tienen más gozo por un pecador que se convierte, que por noventa
y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia.
El cuarto defecto es que Jesús parece ser un aventurero: habitualmente un político para
las elecciones hace propaganda y promesas: que la gasolina costará menos, las pensiones y los
salarios serán más altos, habrá trabajo para todos, no habrá más inflación… Jesús, por el
contrario, llamando a los apóstoles, dice: “Quien quiera venir detrás de mí, deje todo, tome su
cruz y sígame” (Mt. 16,24). Seguirlo, sí, ¿para ir a dónde? Los pájaros tienen un nido, las zorras
una madriguera, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza… Seguir a Jesús es
una aventura: hasta la extremidad de la tierra, sin coche, sin caballo, sin oro, sin medios, sin
bastón, únicamente con la fe en Él. ¿No les parece que sea un auténtico aventurero? Y todavía,
desde hace veinte siglos, somos muchos para entrar en la asociación de sus aventureros, como
Él, con Él.
El quinto defecto de Jesús es que no conoce de economía y finanzas, porque va a buscar a
aquellos que trabajan a las tres y a las seis y a las nueve y paga a los últimos igual que a los
primeros. Si Jesús fuera ecónomo de una comunidad o director de un banco, quebraría, porque
paga lo mismo al que trabaja menos y al que ha hecho todo el trabajo.
A estos cinco defectos, quisiera añadir todavía otros nueve. El sexto es que Jesús es
amigo de publicanos y de pecadores: como ustedes ven, ¡frecuenta las malas compañías! El
séptimo es que le agrada comer y beber: lo acusan de ser un glotón y un bebedor. Después, y es
el octavo defecto, parece un demente: los parientes mismos piensan así de Él y ante Pilato le
echan encima una túnica blanca para decir que está demente. El soldado romano le dice: “Tú has
salvado a los otros, si eres Dios baja de la cruz, sálvate a ti mismo” (cf. Mt. 27. 40. 42). Aquel
loco que es Jesús no lo hace.
El noveno defecto es que Jesús llama a los pequeños singularmente, mientras que la gente
ama la masa, la gran multitud: va en busca de la Magdalena, de la Samaritana, de la Adúltera…
La “carta magna” de Jesús -las bienaventuranzas- aparece como un fiasco: felices los pobres, los
oprimidos, los afligidos, los perseguidos, etc. Jesús ama todo esto: ¡quien lo sigue debe ser loco
como Él!
El décimo defecto es el fracaso continuo: su vida está llena de fracasos: echado de su
pueblo es derrotado, perseguido, rechazado, condenado a muerte… Más aún, y es el undécimo
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defecto, es que Jesús es un profesor que ha revelado el tema del examen: ¡si fuera un maestro
pronto lo hubieran despedido! El tema del examen y su desarrollo es descrito con precisión por
Él: vendrán los ángeles, convocarán a los buenos a la derecha, los malos a la izquierda, y todos
serán juzgados sobre el amor (cf. Mt. 25. 31). ¡Conociendo esto, todos podrían ser aprobados! El
duodécimo defecto es que Jesús es un Maestro que tiene demasiada confianza en los otros.
Llama a los apóstoles casi todos iletrados, y ellos lo renegarán. En el tiempo continuará a llamar
gente como nosotros, pecadores. El camino de Dios pasa por los limites humanos: llama a
Abraham, que no tiene hijos y es un viejo; llama a Moisés, que no sabe hablar bien; llama a doce
hombres mediocres e ignorantes, y de ellos uno lo entregará; y para llamar a los paganos elige a
un violento y un perseguidor, Saulo; y en la Iglesia continúa a actuar así… Jesús es un temerario
incorregible: por eso me ha elegido a mí, por eso los ha elegido a ustedes, a nosotros pobres
pecadores. ¡Jesús es un verdadero incorregible!
El decimotercer defecto es que Jesús es muy imprudente: se dice que para ser un líder es
necesario prever. Jesús no prevé: sobre todo no prevé la muerte de sus discípulos. Reclama de
ellos la fidelidad hasta la muerte: pero no parece ocuparse de lo que viene después… Jesús
trasciende la sabiduría humana: ¿qué sucederá, cuando todos estén muertos, a ellos y a aquellos
que vendrán después de ellos? El decimocuarto defecto es la pobreza: de ella el mundo tiene
mucho miedo. Hoy se habla tanto de lucha contra la pobreza: Jesús ha vivido sin casa, sin
seguro, sin depósitos, sin tumba, sin herencia, humana y materialmente sin seguridad alguna.
Estos catorce defectos pueden ser objeto de un verdadero y propio vía crucis, con sus
catorce estaciones para meditar. En el mundo no existe una calle con el nombre de Jesús; existe
la Plaza Pío XII, Plaza Cardenal fulano, pero no existe una Plaza o calle Jesús de Nazaret. Su
calle es este camino de la Cruz, cargado de sus defectos, que estamos llamados a hacer
nuestros…
4. Y NOSOTROS HEMOS CREÍDO EN SU AMOR
Me preguntaran: ¿por qué Jesús tiene estos defectos? Respondo: ¡Porque es Amor! Y el
amor auténtico no razona, no pone limites, no calcula, no recuerda el bien que ha hecho y las
ofensas que ha recibido, jamás pone condiciones. Si hay condiciones, no hay amor. Cuando
medito sobre este amor de Jesús, me acuerdo de la historia de un científico, que se llama Frank
Denton: es el ingeniero que hizo el proyecto de la primera nave espacial enviada a la luna. En
esta nave había dos cápsulas, y para moverse en ellas había dos tubos de oxígeno. En cada uno
de estos dos tubos estaba escrito: J3, 16 y J3, 17, respectivamente. Los colegas le preguntaron:
¿qué significaban estos escritos en códice? Él respondió que no era importante. Los otros
insistieron. Al final Denton dijo: no es ningún secreto. Yo soy católico y en mi vida hay dos
frases del Evangelio que me han orientado más que todas. Juan capítulo 3, versículo 16, y Juan
capítulo 3, versículo 17: “Dios ha amado tanto el mundo que ha enviado a su unigénito para
salvarlo” y “Dios no ha enviado a su Hijo para condenar al mundo, sino para salvarlo”. Yo
pienso que este testimonio dice con gran simplicidad qué significa el encuentro con Jesús, que
puede ser todo para nosotros, la verdadera llave de nuestra vida, el oxígeno que nos hace
respirar, para la vida del tiempo y de la eternidad. También para nosotros sacerdotes y obispos.
El sacerdote de este nuevo milenio es aquel que ha encontrado a Jesús y en el que el
pueblo puede encontrar a Jesús. Cuando medito sobre esto, siento mi corazón lleno de felicidad,
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de gozo y de paz. Espero que al final de mi vida -cuando seré juzgado sobre el amor- Jesús me
reciba como al último trabajador de su viña, al que da la misma recompensa del primero,
diciéndome como al ladrón arrepentido: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”. Yo con
Zaqueo, con la Samaritana, con la Magdalena, con Agustín y todos los otros cantaré la
misericordia por toda la eternidad, admirando eternamente las maravillas que Dios reserva a sus
elegidos. Me alegro por tanto de ver a Jesús con sus defectos que son, gracias a Dios,
incorregibles y que son el gran motivo de mi esperanza.
¡Muy queridos hermanos en Cristo! No me gusta mucho el Cristo Rey en su Majestad,
sino que prefiero al Jesús de Pedro sobre la barca, al Jesús que llama a la Magdalena por su
nombre: ¡María!, Y que a la adúltera le dice “Tampoco yo te condeno”, el Cristo de los
pequeños, de los simples, de los pobres, tan cercano a nosotros sacerdotes, que a todos nosotros
nos dice: “Vengan a mi todos los que están fatigados y cansados, y yo los aliviaré”, y que me
dice: “¡Francisco, todo lo mío, es tuyo!” Deseo que ninguno me eche, alejándome de Ti. Quiero
poder verte de cerca, beber tu cáliz, reposar la cabeza sobre tu pecho, escucharte decir:
“Francisco, quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn. 14,9)
¡Queridísimos hermanos, Jesús no nos llama a ser todos doctores, profetas, o a hablar las
lenguas, sino que nos dona la gracia de ser santos, ¡también si yo soy pecador! ¡No tengan
miedo! ¡Porque donde abunda el pecado, allí sobreabunda la gracia! Les suplico: No tengan
miedo de ser santos, los sacerdotes santos del nuevo milenio. Y para serlo se necesita sólo una
cosa: ¡el amor!
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- IICONVERSIÓN A CRISTO PARA SER CON EL PADRES Y PASTORES
1.
En el diálogo reportado en el capitulo conclusivo del Evangelio de Juan, Jesús interroga a
Pedro acerca del amor: Y es con relación a la triple confesión de amor que le confía Su grey:
“¿Me amas? –¿me amas más que estos?- Apacienta a mis corderos – Apacienta mis ovejas” (cf.
Jn. 21, 15-19). El “buen Pastor” (Jn. 10,11), que da la vida por las ovejas, hace de Pedro el
Pastor, llamado a ser tal por la fuerza del amor con el cual se dona a cuantos le son confiados. La
espiritualidad del obispo y del presbítero –que puede ser reconocida en la identidad del Pescador
de Galilea que se volvió el príncipe de los Apóstoles– es de ser Pastores, con las características
de amor que Cristo ha vivido y ha donado a cuantos ha llamado a guiar y apacentar a su grey. El
diálogo entre Jesús y su apóstol se revive en el acto de la ordenación, cuando el obispo, signo de
Cristo Pastor, pregunta a los ordenandos: “¿Quieren ejercitar por toda la vida el ministerio
sacerdotal en el grado de presbíteros, colaborando con el obispo en el servicio del pueblo santo
de Dios bajo la guía del Espíritu Santo?” A la respuesta afirmativa añade otras preguntas
relacionadas al fiel seguimiento de Jesús en la vida de oración y santificación del pueblo de Dios,
al ministerio de la Palabra, a la unión enamorada con Cristo y a la plena comunión con la Iglesia.
Del sí a estas preguntas nace la identidad existencial del ministro ordenado, marcada por las
características que brotan de la unión con Cristo Sacerdote.
La primera de estas características es la intimidad, la relación de amor y ternura
profundamente sincera: como el Buen Pastor conoce a sus ovejas y estas lo conocen a Él, así el
Pastor está llamado a vivir la escucha y la comprensión profunda de aquellos que le son
confiados para que ellos, a su vez, se pongan en escucha de amor hacia él. Una relación
semejante exige la atención a cada una de las ovejas de la grey, hecha de búsqueda, de acogida y
de perdón: el gran Pastor está, por lo tanto, inseparablemente unido al “Buen Pastor”, como el
término griego “kalos” nos hace entender con sus dos significados: “Ubi amor, ibi oculus” donde
hay amor de Pastor, allí está la mirada capaz de reconocer, llamar, acoger, regenerar.
La fuente profunda de este estilo pastoral reside en la elección de dar la vida por las
propias ovejas: como Jesús se ha entregado a sí mismo a la muerte por nosotros pecadores, así el
obispo o el presbítero que se esfuerce por ser buen Pastor está llamado a gastarse sin reservas,
generosamente, en un éxodo de sí sin retorno, que es la verdadera esencia de su caridad pastoral.
No importa que en este movimiento de amor se dé reciprocidad, lo que cuenta es el don total, la
entrega generosa, que irradia la gratuidad del Dios vivo, el cual “no nos ama porque seamos
buenos y bellos, sino que nos hace buenos y bellos porque nos ama” (San Bernardo). Un amor
semejante impulsa a la evangelización de todo el hombre y de todos los hombres: ese amor vive
de un impulso de generosidad tal, que no puede detenerse frente al rechazo, a la indiferencia o a
la lejanía, sino que quiere alcanzar a todos y a cada uno, especialmente a las ovejas que no están
todavía en el redil, para estrechar también con ellas la relación del amor que hace nuevo el
corazón y la vida. La meta de este impulso es la misma unidad trinitaria: “Como tú, Padre, estás
en mí y yo en ti, que ellos también sean una sola cosa, para que el mundo crea que Tú me has
enviado” (Jn. 17, 21). El buen Pastor tiene en los ojos y en el corazón la belleza de Dios Trinidad
santa y a ella conduce a sus ovejas, sobre ella plasma su grey y hacia ella tiende todo el
compromiso de la inteligencia, del corazón, de la vida.
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2.Esta belleza ha aparecido en la historia en Jesús, el “Pastor bello”, que ha dicho de sí
mismo: “Quien me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado” (Jn. 12, 45). Es Él la imagen radiante
del Padre: y en Él el obispo y el presbítero pastor participa a la misma fuente de la vida, la
paternidad de Dios. A este propósito el Concilio Vaticano II ha afirmado: “los fieles deben
adherirse al obispo como la Iglesia a Jesucristo y como Jesucristo al Padre, a fin que todas las
cosas sean acordes en la unidad, y crezcan para la gloria de Dios” (Lumen Gentium, 27). “El
obispo, mandado por el Padre de familia a gobernar su familia, tenga ante sus ojos el ejemplo
del buen Pastor, que ha venido no para ser servido sino a servir” (cf. Mt. 20, 28; Mc. 10, 45) y a
“dar la vida por las ovejas” (cf. Jn. 10, 11)” (ib.). “Ejercitando la función de Cristo cabeza y
pastor en la parte de autoridad que les corresponde, los presbíteros, en nombre del obispo,
reúnen a la familia de Dios como fraternidad animada en la unidad, y la conducen al Padre por
medio de Cristo en el Espíritu Santo” (Presbyterorum Ordinis, 6). “Los fieles, por su parte,
tengan conciencia de la deuda que tienen en la relación con los presbíteros, y por lo tanto,
trátenlos con amor filial, como sus pastores y padres, y además, compartiendo con ellos sus
preocupaciones, esfuércense, en cuanto es posible, por ser de ayuda a sus presbíteros con la
oración y con la acción, en modo que ellos puedan superar más fácilmente las eventuales
dificultades y realizar con mayor eficacia sus propios compromisos” (ib. 9).
En Cristo Jesús, enviado del Padre, tanto el obispo como el presbítero, son llamados a
reconocer en el Padre la fuente de su identidad y misión y a presentarse a los suyos como el
padre de familia, el icono viviente de Aquel que es la fuente eterna e inagotable del amor, Dios
Padre que “ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Hijo unigénito” (Jn. 3,16). Deseo
recordar a propósito un pequeño episodio del que me he dado cuenta. Un día dos jóvenes
sacerdotes franceses pasaban por la Plaza San Pedro para ir a la audiencia privada con el Santo
Padre. Un vagabundo (barbone) los detiene y les pregunta: “¿Adónde van?”. A la respuesta que
le dieron “Con el Santo Padre” él añade: “¿Puedo mandar un mensaje al Papa?” Díganle que
aquí está un sacerdote renegado”. Los dos jóvenes así lo hicieron, y rápidamente el Papa les
pidió que le llevaran a aquel vagabundo. Ellos lo buscaron y cuando finalmente lo encontraron se
presentaron con la Guardia suiza para ir con el Papa. Naturalmente, a falta de un pase de
autorización, los gendarmes les pusieron dificultades hasta que una llamada telefónica de la
secretaria del Santo Padre autorizó la visita. Apenas Juan Pablo II vio al vagabundo que los dos
jóvenes sacerdotes le presentaron como un sacerdote, se arrodilló y le dijo: “Padre, Tú tienes las
facultades, deseo confesarme”. Emocionados, los dos jóvenes salieron y sólo Dios conoce el
diálogo que se desarrolló entre el Papa y el sacerdote vagabundo. ¡Así actúa un padre!
Es justo que el pueblo de Dios espere tanto del obispo, como del presbítero, que sea un
verdadero Padre, transparencia del único Padre celestial revelado por el gran Pastor Jesús: al
obispo, como al presbítero, los hombres le piden como le han pedido a Jesús: “muéstranos al
Padre y eso nos basta” (Jn. 14,8). A ellos el Pastor debe poder responder con temor y temblor,
pero también con mucha fe, lo que respondió Jesús a Felipe: “¿Hace tanto tiempo que estoy con
ustedes y todavía no me conocen, Felipe? Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo
puedes decir: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre esta en mí?
Las palabras que yo les digo, no se las digo por mi cuenta, es el Padre que está en mí que cumple
sus obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí; al menos, créanlo por las obras
mismas” (Jn. 14, 9-11). La paternidad del obispo, como la del presbítero, en lo cotidiano de su
estilo de vida, de sus palabras y de sus gestos debe ser la revelación del amor del Padre celestial,
que Jesús nos ha hecho accesible y que ha querido ofrecer por medio de sus discípulos a toda
criatura.
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Para que esto sea posible, el ministro debe reconocer y hacer reconocer siempre su
verdadera riqueza y su verdadera pobreza: si Dios es Su riqueza, ningún bien de este mundo debe
interponerse para oscurecer este tesoro, aunque este sea llevado en vasijas de barro. La pobreza
es el estilo de vida de quien quiere ser rico sólo de Dios: el gran Pastor es pobre de todo, para ser
transparencia de la perla preciosa, del tesoro escondido, que vale más que todo y viene amado
por encima de todo. Y es en esta pobreza que el obispo, y el presbítero, se ofrece como
verdadero Padre, totalmente donado a su pueblo, disponible en todo, para todos, hasta el
sacrificio de la vida misma, en una radicalidad que puede hasta asustar. ¿Quién podrá ser padre
así? ¿Quién podrá dar todo, verdaderamente todo? Nos conforta la seguridad que nos da Jesús y
su promesa: “el Padre mismo los ama” (Jn. 16, 27). Si es Él quien nos ama, que ama a todos,
que hace posible un amor que de otra manera seria imposible, entonces cada ministro ordenado
sabe de poder ser padre con el corazón de Dios, de poder amar en Aquel que ama a todos, que no
excluye a ninguno.
3.
El obispo, grande y buen Pastor, es por tanto el padre de su pueblo: el signo de Cristo
Pastor es también imagen viviente del Padre de Jesús. Esto vale análogamente también para el
presbítero. Para vivir hasta el fondo este misterio de amor, el Señor ha querido darnos una
Madre, que con su fe es para nosotros modelo e invitación y con su mediación materna nos
ayuda. Todo discípulo se reconoce en el discípulo amado a los pies de la Cruz, y en modo
particular allí se reconoce el ministro ordenado, Pastor y Padre: a él llegan las palabras de Jesús,
que “viendo a la madre y a su lado el discípulo que Él amaba, le dice a la madre: ¡Mujer, he ahí
a tu hijo! Y al discípulo, ¡he ahí a tu madre!” (Jn. 19,26s). A María el obispo, como el
presbítero, se encomienda como hijo humilde y confiado, poniéndola al corazón de su corazón y
al corazón de la Iglesia: y María a su vez lo acoge, uniéndolo en su corazón al Hijo divino, para
que el obispo o el sacerdote sean una imagen transparente y fiel de Él. En los brazos de la Madre
el Pastor bello (sublime) hace bellos (sublimes) a sus Pastores, y Aquel que es la imagen del
Padre los hace luminosas imágenes vivientes de la caridad inagotable de su Padre celestial.
Puedo decir con un testimonio muy personal que en prisión he vivido un momento en el que ya
no sabía orar a causa de las enfermedades, de la debilidad y del sistema nervioso destrozado. En
aquellos tiempos he dicho sólo “Ave María” cientos de veces al día, sin poder recitar el resto,
para expresar mi amor a la Madre de Jesús y pedirle a Ella que distribuyera estas invocaciones
por todos aquellos que tuviesen necesidad en la Iglesia y en el mundo. Fui arrestado el día de la
Asunción de María en 1975 y siempre oré en los años de prisión diciendo: “Madre, si Tú ves que
todavía puedo servir a la Iglesia, dame un signo: el de salir de la cárcel en un día que sea una de
tus fiestas”. Fui liberado el 21 de noviembre de 1988, fiesta de la presentación que la Madre hace
de Jesús al templo, ¡la respuesta había llegado! Es así como María actúa siempre, con todos
aquellos que la invocan con confianza. Por lo tanto digamos a la Madre: “¡Ayúdanos, María,
Madre del amor hermoso, a amar como Tú has amado. Y guárdanos en Tu amor materno,
ayúdanos a ser Pastores según el corazón de Dios, verdaderos Padres del pueblo que nos ha
confiado, en la caridad generosa, en la fe viva, en la ardiente esperanza que vence el dolor y la
muerte. Ora por nosotros, Santa Madre del buen Pastor. ¡Amen¡”
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- III LA COMUNIÓN CON CRISTO EN LA IGLESIA
Queridos hermanos, en esta tercera etapa de nuestro itinerario de reflexión y de oración
hablaremos de la comunión a la que estamos llamados a vivir con Cristo en la Iglesia.
1.
SACERDOTES PARA LA COMUNIÓN
Si nuestro sacerdocio es impensable sin el Señor Jesús, no es menos impensable si viniese
separado del misterio de la Iglesia. La Iglesia nos ha engendrado a la fe y a la gracia del
bautismo y del sacerdocio. Es por la Iglesia que hemos sido constituidos pastores: Y es en ella
que nosotros nos acercamos todos los días a las fuentes de la gracia, al agua de la vida de la que
tenemos necesidad para vivir y que estamos llamados a donar a nuestros hermanos y hermanas.
Durante los años en la cárcel pensé tantas veces en aquella frase de los Hechos de los Apóstoles
donde se nos dice que: “mientras Pedro estaba en prisión, una oración de la Iglesia subía
incesantemente a Dios por él” (Hech. 12, 25): Jamás me he sentido abandonado o separado de la
Iglesia, y con la ayuda de Dios he buscado ofrecer todos mis sufrimientos por la Iglesia, aún
cuando por causas de fuerza mayor era forzado a ser -al menos aparentemente- un católico “no
practicante”. Digo aparentemente, porque el Señor me regaló el don de poder continuar
celebrando clandestinamente la Santa Misa por mi pueblo, con tres gotas de vino y una de agua
contenidas en la palma de la mano y cualquier migaja de pan. Allí encontré la fuerza para
sobrevivir, para continuar amando siempre a mis perseguidores y para ofrecer la vida por el
pueblo que Dios me había confiado. Por tanto, cuando digo que nuestro sacerdocio no puede ser
pensado sin la Iglesia, hablo a partir de la experiencia vivida directamente, sobre todo en los
años de forzada separación de la comunidad, en las pruebas de la dura cárcel, que sin razón ni
juicio jurídico, he tenido que sufrir.
Por lo tanto, de la Iglesia les hablo con el amor de un hijo que habla de su madre, de un
esposo que habla de su amada, de un padre que habla de sus hijos. Por esto cuando leí en la Novo
millennio ineunte el n. 43 que trata de la espiritualidad de la comunión, me pareció encontrar en
él el sentido profundo de lo que he experimentado en toda mi vida de cristiano y de pastor.
Verdaderamente la Iglesia es “la casa y la escuela de la comunión”, donde nacemos al amor y
aprendemos a amar con el corazón de Dios. Espiritualidad de la comunión es “capacidad de ver
ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorizarlo como don de Dios: un don
para mí, además que para quien lo ha recibido directamente. Espiritualidad de la comunión es
saber hacer espacio al hermano, llevando ‘los pesos los unos de los otros’ (Gal. 6,2), y
rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos acechan y generan competencias,
carrerismos, desconfianza, celos” (n. 43). Sin esta espiritualidad de comunión no podremos vivir
nuestra vida de pastores, llamados a edificar y sostener la unidad del Cuerpo de Cristo, que es la
Iglesia que amamos.
2.
LAS DIFICULTADES EN EL CAMINO DE LA COMUNIÓN
En la “Carta pastoral” de los Obispos mexicanos, titulada “Del encuentro con Jesucristo a
la solidaridad con todos”, se delinean de manera muy concreta las dificultades o las resistencias
que es posible encontrar en el camino de la comunión. La primera dificultad es aquella
constituida por la inercia: esta nace de la frustración de no ver con frecuencia los resultados de
nuestro trabajo y de un cierto sentimiento de soledad y de fatiga que nos hace preferir la
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repetición mecánica al coraje y a la creatividad pastoral. También para mí, en los años de cárcel,
se presentó algunas veces la tentación del desánimo: en aquellos momentos podía parecerme
preferible la búsqueda de algún compromiso, que consintiese un “statu quo” tranquilo con los
poderosos que me tenían en prisión. He rechazado siempre esta tentación pensando en el futuro
que Dios preparaba para mi pueblo y para mí como su pastor, y confiándome a la fidelidad de
Dios, que se demuestra sobre todo en los momentos oscuros de la prueba. De este modo, he
podido comprender cuanto es sutil y peligrosa la tentación de hacer comparaciones entre
aquellos que buscan los caminos del compromiso con los hombres y a los que parece que les va
bien, y quien por el contrario elige el camino difícil de la fidelidad a la voluntad de Dios
obedecida y aceptada en la propia conciencia. La espiritualidad de la comunión ayuda a superar
la inercia, porque nos recuerda que nosotros sacerdotes debemos amar sobre todo a la Iglesia que
Dios nos ha confiado y la verdad que la hace libre.
Una segunda dificultad en el camino de la comunión está constituida por la falta de
formación, sea de base o permanente, de nosotros presbíteros: esta refleja a veces una mayor
falta de atención a la identidad y a la misión de los sacerdotes de parte de la comunidad. Sobre la
base de mi experiencia puedo afirmar que la formación teológica y espiritual es fundamental
para vivir en el tiempo la fidelidad al don que se nos ha confiado: en los años en que estuve
privado de todo, hasta de la posibilidad de leer cualquier cosa, me volvían continuamente a la
mente y al corazón los fundamentos de mi formación de cristiano, de sacerdote y de obispo. Sin
la asimilación profunda de aquellos valores, el primero de todos el amor a la verdad y la
exigencia de obedecer a Dios y de agradarle en todo, quizá no habría sobrevivido. Muchos de
mis compañeros de cárcel, incapaces de perdonar a quien nos hacía el mal, murieron también
después de su liberación por las consecuencias de la ira acumulada y por los traumas sufridos.
Perdonando a todos, siempre, buscando amar a todos, y así poner en práctica la vida para la que
fui formado, no sólo he sobrevivido, sino que he permanecido en la paz y en el gozo. He aquí por
qué me parece que debemos cuidar siempre nuestra formación y la de los jóvenes que se
preparan al sacerdocio: si los fundamentos son buenos, la casa resistirá a todos los golpes de la
vida, y si el mantenimiento es previsto ésta permanecerá siempre bella y capaz de acoger y dar la
vida.
Una tercera dificultad que encontramos para construir la comunión es la falta de unidad
en los criterios pastorales, a lo que se añade un cierto espíritu de autosuficiencia de algunos
grupos o movimientos, una escasa integración a veces de la presencia de los religiosos y una
insuficiente articulación de la vida eclesial con relación a los desafíos pastorales articulados y
diversos con los cuales debemos enfrentarnos: como han escrito los Obispos mexicanos a
propósito del don del Espíritu constituido por los nuevos movimientos eclesiales: “debe evitarse
el riesgo de que vivan aislados y al margen de la vida eclesial y de los planes diocesanos, o que
lleguen incluso a despreciar otras formas de vida cristiana y hasta la misma autoridad del párroco
y del obispo” (n. 162). Y más en general, a propósito de la convergencia de los esfuerzos
pastorales los mismos Obispos escriben: “El riesgo de los caminos paralelos o dispares entre los
agentes activos en la evangelización, es muy delicado y exige humildad y un gran esfuerzo de
renovación y corrección” (n. 163). Cuando se ha vivido una experiencia de Iglesia perseguida se
comprende cuanto sea importante la unidad en la fe: hace más daño a la Iglesia la división
interna entre los bautizados, que la misma persecución por parte de sus enemigos. La falta de
unidad en la fe genera sufrimientos y compromisos muy dolorosos para todos. Cuando la Iglesia
está en paz no debería olvidar jamás esta enseñanza que le viene de los tiempos de persecución.
Debemos respetar la diversidad sin sacrificar jamás la comunión. A partir del único Evangelio
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debemos saber dar respuestas diversas a desafíos diferentes, en profunda sintonía con todas las
fuerzas que operan en la Iglesia al servicio de la evangelización. Les suplico, en nombre de Dios,
busquen siempre la unidad, aun a costa de sacrificar el propio yo: el individuo pasa, la Iglesia
permanece. Nosotros podemos y debemos morir a nosotros mismos, la Iglesia debe vivir para
llevar a todos la luz de las gentes, en el esplendor de su comunión.
Una cuarta dificultad en el camino de la comunión está constituida por el clericalismo y
por la carencia de conciencia en los laicos de su identidad y misión. Afirma la “Carta pastoral”
ya citada: “Existe todavía un fuerte clericalismo celoso de compartir responsabilidades con el
laicado, e incluso, rasgos de una cultura machista que discrimina de diversas formas el ejercicio
de la vocación que asiste por derecho propio a las mujeres en la comunidad eclesial” (n. 159).
Porque por muchos años he sido privado del ejercicio visible de mi ministerio, puedo decir que
comprendo desde dentro la situación de aquellos que -sacerdotes o laicos- no pueden expresar
plenamente la riqueza de su vocación. A todos les digo que valoren el ofrecimiento continuo a
Dios de lo que son y hacen o pueden hacer: a la Iglesia entera le pido estar atenta en valorar la
aportación de cada uno en su especificidad. La diversidad de los dones no es una amenaza, sino
una riqueza para la comunión. He aquí por qué los laicos no deben tener miedo de discernir y
vivir en pleno cuanto el Espíritu les ha donado: y nosotros pastores debemos educarnos en la
escucha y en el discernimiento de los carismas, para integrarlos en la plenitud del diálogo
eclesial y de la acción común al servicio del Evangelio. También el reconocimiento y la
promoción de la mujer en los procesos decisorios de la comunidad es un valor al que debemos
educarnos, a ejemplo de Jesús, que ha tenido una relación de gran libertad y verdad con las
mujeres.
La última dificultad me parece está constituida por el debilitamiento del sentido de la
comunión y de la consecuente falta de pasión misionera: donde el gozo de ser uno en Cristo no
es advertido y cultivado, también la motivación para anunciar a los otros la belleza del Señor va
desapareciendo. Donde este gozo es advertido también la pasión misionera se intensifica.
Recuerdo un día, cuando estaba en la cárcel, la mujer que nos llevaba de comer me llevó un
pequeño pescado envuelto en una hoja de periódico, era del Osservatore Romano, evidentemente
confiscado en algún ambiente eclesial. Lavé aquella hoja, la puse a secar al sol y la custodié
como una reliquia, porque apareció un mensaje que me decía que la Iglesia me amaba, que no
estaba solo, que la comunión universal me sostenía: y esto me dio una carga y un impulso para
dar testimonio de mi fe, que permitió a tantos, también entre mis carceleros, comenzar a entender
y quizá a amar a Cristo y a la Iglesia. Sentido de comunión y espíritu misionero van por tanto
unidos, el uno sosteniendo y alimentando al otro. No lo olvidemos jamás en el cultivo de nuestra
espiritualidad de comunión y en nuestro compromiso en la misión, ¡sobre todo nosotros,
sacerdotes y obispos! Nos recuerda la exhortación postsinodal Ecclesia in America: “Como
miembro de una Iglesia particular, todo sacerdote debe ser signo de comunión con el Obispo en
cuanto es su inmediato colaborador, unido a sus hermanos en el presbiterio. Ejerce su ministerio
con caridad pastoral, principalmente en la comunidad que le ha sido confiada, y la conduce al
encuentro con Jesucristo Buen Pastor. Su vocación exige que sea signo de unidad” (n. 39).
3.
APRENDER A VIVIR LA COMUNIÓN
El gran camino para superar las dificultades indicadas y aprender a vivir la espiritualidad
de la comunión es el camino de la oración y de la unión con Dios: es el Espíritu que infunde en
nuestros corazones la caridad del Padre (cf. Rom. 5, 5); Y es Él el agente y el que suscita
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continuamente la “koinonia” de la que habla el Nuevo Testamento. Existe una imagen patrística
muy bella que describe a la Iglesia como la luna. En la noche del mundo ella brilla no con luz
propia, sino que con luz reflejada, aquella del único Sol que es Cristo. Cuanto más se deja besar
por sus rayos, tanto más se ilumina la noche del corazón humano y de la historia. La oración,
especialmente en su culmen y en su fuente que es la liturgia, pero también en su preparación y
dilatación, que es la oración personal, es el lugar en el que nos dejamos inundar de la luz del sol
Cristo, para volvernos capaces de vivir la comunión y anunciar el Evangelio de la comunión.
Deseo leerles una oración que escribí cuando estaba en la cárcel: “La comunión es un combate
de todo momento. La negligencia de un solo instante puede pulverizarla; basta una nimiedad; un
solo pensamiento sin caridad, un juicio conservado obstinadamente, un apego sentimental, una
orientación equivocada, una ambición o un interés personal, una acción realizada por uno mismo
y no por el Señor. ... Ayúdame, Señor, a examinarme así: ¿cuál es el centro de mi vida: tú o yo?
Si eres Tú, nos reunirás en la unidad. Pero si veo que a mi alrededor poco a poco todos se alejan
y se dispersan, es signo de que me he puesto a mí mismo en el centro”. La oración, por tanto, nos
ayuda a convertirnos a Cristo, fuente verdadera de nuestra comunión.
Una segunda ayuda para vivir la unidad es la relación fraterna: con frecuencia, a nosotros
sacerdotes y obispos nos cuesta tener amigos. Estamos habituados a relaciones verticales, con el
superior o con aquellos que miramos como grey a nosotros sometida, y no a una relación
horizontal de sincera y simple fraternidad. Aprender a cultivar la amistad es una verdadera
escuela de comunión. Cuando fui nombrado obispo un amigo mío me escribió de Francia estas
palabras: “Ahora que serás obispo no tendrás más amigos, no conocerás más la verdad, pero
tendrás siempre buenos banquetes”. Debo decir que gracias a Dios los eventos de la vida me han
quitado muchos buenos banquetes, pero me han dado tantos amigos, que me han dicho la verdad:
la cárcel, donde verdaderamente se pasaba hambre, ha sido una escuela de amistad y de
fraternidad con las personas más diversas. No lo olviden: ¡por el puente de la amistad pasa
Cristo! Busquen tener amigos verdaderos, de ser amigos: ¡sobre todo entre ustedes sacerdotes y
obispos! ¡Le vendrá muy bien a su vida y a su misión!
Y, en fin, amen mucho a los pobres, a aquellos que ninguno ama: es el tercer camino para
educarnos en la comunión. Quien ama verdaderamente al pobre, no lo ama por la gratificación
que recibe, sino porque reconoce en él la dignidad del hermano por el que Cristo murió. Los
pobres son nuestros maestros en el camino del Evangelio, y saben dar mucho más de lo que se
pueda pensar. Como dice el “Instrumentum laboris” para este último sínodo de los Obispos,
dedicado a la figura del “Obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del
mundo”, “el mismo san Pablo tenía como punto firme de su apostolado el cuidado de los pobres,
que permanece para nosotros el signo fundamental de la comunión entre los cristianos” (n. 123).
Amar a los pobres es amar a Cristo, que en ellos se presenta a nuestro corazón (cf. Mt. 25,31ss).
Y quien ama a Cristo, se deja amar por Él y aprende a vivir el amor, no obstante todo, hasta
contra toda dificultad y resistencia. Como ya les he dicho, Cristo me dio la gracia de no faltar
jamás a la caridad hacia mis carceleros y hacia los responsables de mi injusta prisión: y esto me
ha hecho crecer en la comunión y me ha dado mucha paz.
Especialmente para nosotros Obispos esta llamada a la espiritualidad de comunión se
vuelve una invitación urgente para el ejercicio de la colegialidad, en la que hemos sido
insertados por la gracia de nuestra ordenación: como nos ha enseñado el Vaticano II, insertados
en la sucesión del colegio apostólico los Obispos forman parte del colegio episcopal en torno al
Sucesor de Pedro, que es la Cabeza universal. La colegialidad –en el espíritu del Concilio- no es
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sólo una realidad jurídica, sino una verdadera forma de espiritualidad, que exige prontitud para la
escucha recíproca, sinceridad de relaciones, solicitud de cada uno y de todos por el bien de todas
las Iglesias. Sin esta comunión colegial los años de prisión habrían sido para mí una experiencia
trágica de abandono de mi grey: sabiendo, por el contrario, que los otros Pastores eran solidarios
conmigo, me sentí también más seguro de que mis ovejas no serían dejadas solas. Así, creo, debe
ser siempre, en los tiempos de paz y en los de prueba: ¡la comunión colegial entre los Obispos
ayuda a la Iglesia a ser sobre la tierra la imagen viviente del amor trinitario! Lo experimentamos
en modo particular cuando tenemos la gracia de vivir la concelebración eucarística: es entonces
cuando advertimos cómo Cristo es el Pastor que nos une y nos envía juntos a ser sus testigos
hasta los confines de la tierra. La celebración de cada día se vuelve así la cita en la que se
aprende siempre de nuevo a vivir en la comunión y a crecer en la comunión.
Un día el Pastor Roger Schutz me dijo que cuando visitó al Patriarca Athenagoras éste le
habló de la comunión y acompañándolo a la puerta, antes de despedirlo, hace el gesto de la
elevación del cáliz, para decir que es allí donde se logra la comunión y la unidad. ¡No lo
olvidemos jamás, mis queridos hermanos! El Señor nos conceda entender el sentido de aquel
gesto y de hacer nuestra la oración del mismo Athenagoras, con la que me gusta concluir: “¡Hay
que conseguir el desarme. Yo he hecho esta guerra. Durante años y años. Ha sido terrible. Pero
ahora estoy desarmado. Ya no le tengo miedo a nada, porque el amor ahuyenta el miedo. Estoy
desarmado de la voluntad de prevalecer, de justificarme a expensas de los demás. Ya no estoy
alerta, celosamente aferrado a mis riquezas. Acojo y comparto. No me importan especialmente
mis ideas, mis proyectos. Si me proponen otros mejores, los acepto de buen grado. Es decir: no
mejores, sino buenos. Los sabéis, he renunciado al comparativo... Lo que es bueno, verdadero,
real, esté donde esté, es lo mejor para mí. Por eso ya no tengo miedo. Cuando ya no se posee
nada, ya no se tiene miedo. “¿Quién nos separara del amor de Cristo?” Pero si nos desarmamos,
si nos despojamos, si nos abrimos al Dios–hombre que hace nuevas todas las cosas, entonces es
Él quien borra el pasado malo y nos devuelve un tiempo nuevo donde todo es posible. ¡Amen!”
LA NUEVA EVANGELIZACIÓN: DESAFIOS, DIFICULTADES, PROMESAS
4.
A PARTIR DE LO ESENCIAL
Cuando estaba en la cárcel viví algunas veces momentos de desesperación y de rebelión:
¿por qué Dios me deja en estas condiciones? ¿Por qué me ha abandonado, si todo lo que he
hecho en mi vida ha sido para su servicio, para construir Iglesias, escuelas, estructuras
pastorales, guiar vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, seguir movimientos y
experiencias espirituales, desarrollar el diálogo con las otras religiones, ayudar a la
reconstrucción de mí país después de la guerra, según la particular recomendación que me hizo
Pablo VI? ¿Por qué Dios se ha olvidado de mí? ¿Por qué ha abandonado a su Iglesia y todas
estas obras emprendidas en su nombre? Muchas veces no lograba dormir y me invadía una gran
angustia pensando en todo esto: pero una noche sentí como una voz dentro de mí que me decía:
“Todas estas cosas son obras de Dios, pero no son Dios. Tú debes elegir a Dios y no a sus obras.
Si Dios lo quiere, podrás reemprender estas obras, pero debes dejar a Él la elección: Él lo hará
ciertamente mejor que tú”. A partir de aquel momento sentí una paz profunda en mi corazón y no
obstante todas las pruebas me he repetido continuamente esas palabras: “Dios y no las obras de
Dios”. Lo que cuenta es vivir según el Evangelio, únicamente de esto y para esto, como ha dicho
13
San Pablo: “¡Todo lo hago por el Evangelio!” (1Cor. 10,23). Es necesario vivir de lo esencial y,
en todas las cosas, pero sobre todo en el impulso misionero de nuestra vida de pastores, partir de
lo esencial.
De vez en cuando me alegro al pensar en las palabras de un sabio de la antigua historia
china, que todos los días iba al mercado y miraba todo, pero nunca compraba nada. La gente
sintió curiosidad por su modo de actuar y comenzó a preguntarle por qué actuaba así. El sabio
respondió: “Voy a ver todas aquellas cosas para sentir la felicidad de no tener necesidad de
ninguna de ellas. ¡Tengo lo esencial en mí corazón!”. Cuando se tiene lo esencial dentro de
nosotros, no hay necesidad de nada más. También en nuestra vida sacerdotal lo que cuenta es
tener lo esencial en el corazón. ¿Qué cosa es lo esencial? Dios y su voluntad: si tienes a Dios, lo
tienes todo. Si no tienes a Dios en tu corazón, te falta todo. Por esto, cuando estaba en la cárcel
todos los días antes de celebrar la Santa Misa pensaba en las promesas que había hecho el día de
mi ordenación episcopal: en ellas me había comprometido a hacer todo para tener a Dios, para
custodiar lo esencial en mi vida, es decir, a Él y a su Santa voluntad. Este es el verdadero sentido
de la respuesta a las nueve preguntas que vienen hechas al nuevo obispo en el acto de su
ordenación. Las recuerdo con Ustedes: “Querido hermano, ¿quieres fielmente y hasta la muerte
cumplir esta tarea que los apóstoles nos han confiado y que nosotros estamos por transmitirte con
la imposición de las manos por la gracia del Espíritu Santo? ¿Quieres predicar el Evangelio de
Cristo fielmente y sin interrupción? ¿Quieres custodiar íntegro y puro el depósito de la fe según
la tradición recibida de los apóstoles, la que ha sido custodiada siempre y en todas partes en la
Iglesia? ¿Quieres edificar el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y vivir en la unidad con el colegio
de los obispos, bajo la autoridad del Sucesor de Pedro? ¿Quieres obedecer fielmente al Sucesor
de Pedro? ¿Quieres como verdadero padre, asociando a tu ministerio a los sacerdotes y diáconos,
tomar el cuidado del pueblo de Dios y conducirlo por los senderos de la salvación? ¿Quieres por
amor al Señor mostrarte comprensivo y misericordioso hacia los pobres y los extranjeros que se
encuentren en necesidad? ¿Quieres imitar al Buen Pastor que busca la oveja perdida y la regresa
al redil de su Maestro? ¿Quieres orar sin interrupción por el pueblo de Dios y cumplir la tarea
episcopal de un modo irreprensible?”
Estas promesas –hechas una vez y para toda la vida- no han sido hechas, sin embargo,
como si no hubiese necesidad de renovarlas continuamente: estas nos interpelan todos los días y
nos demandan una fidelidad que no es una simple repetición del pasado, sino la novedad siempre
nueva del don de nuestro corazón a Dios y a la Iglesia y de la acogida de la gracia de su Espíritu,
que hace rejuvenecer en nosotros el compromiso y nos vuelve testigos de una experiencia nueva
cada día del amor del Señor. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de la exigencia de partir
siempre de lo esencial: todo es relativo, “todo pasa”, como he querido escribir en mi anillo
episcopal. ¡Sólo Dios permanece y sólo Él basta! No lo olvidemos jamás: lo esencial no se puede
perder sino con el pecado. Si nos esforzamos por ser fieles, lo custodiaremos en el corazón y esto
nos dará el gozo de comenzar cada día desde el principio con nuevo empuje y entusiasmo.
5.
LEER LOS SIGNOS DE LOS TIEMPOS: LA NUEVA EVANGELIZACIÓN.
El Papa Juan XXIII ha vuelto a descubrir la importancia de los “signos de los tiempos” y
nos ha invitado a interpretarlos. Él amaba repetir: “Si la Iglesia no va al mundo, el mundo no
vendrá a la Iglesia”. Lo que el Papa bueno quería significar es que con frecuencia la situación del
mundo sin el Evangelio no es sino la consecuencia del anuncio de un Evangelio sin mundo. Sólo
quien habla el lenguaje del tiempo puede ser comprendido por la gente a la que se dirige: y
14
aprender este lenguaje no significa traicionar el Evangelio, sino interpretarlo para que su anuncio
alcance efectivamente a las mujeres y a los hombres a los cuales hemos sido enviados, con toda
la fidelidad requerida por el depósito de la fe, pero también con toda la relevancia que sólo un
lenguaje comprensible puede dar a nuestro anuncio. Como Presidente del Pontificio Consejo de
“Justicia y Paz” y miembro de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Obispo de
un país del así llamado tercer mundo, con problemas muy cercanos a los de ustedes, he recorrido
el planeta al servicio del Evangelio y he podido entender cómo el encuentro con Cristo apremia
dentro y nos impulsa a evangelizar a todas las gentes. Dice el texto de la Exhortación possinodal Ecclesia in America: “Cristo resucitado, antes de su ascensión al cielo, envió a los
Apóstoles a anunciar el Evangelio al mundo entero (cf. Mc. 16,15), confiriéndoles los poderes
necesarios para realizar esta misión. Es significativo que, antes de darles el último mandato
misionero, Jesús se refería al poder universal recibido del Padre (cf. Mt. 28, 18). En efecto,
Cristo transmitió a los Apóstoles la misión recibida del Padre (cf. Jn. 20,21), haciéndolos así
partícipes de sus poderes” (n. 66). En cuanto sucesores de los apóstoles, investidos de la misión
apostólica, nosotros, obispos y sacerdotes, somos verdaderamente todos enviados y nuestra
identidad más profunda es inseparable de nuestro compromiso misionero, que va ejercitado a
tiempo y a destiempo, en todos los contextos y de frente a los desafíos más diversos. Me limitaré
a dar sólo algún ejemplo de este destino universal de nuestra vocación apostólica, leyendo
algunos de los signos de nuestro tiempo.
El primer desafío misionero que quisiera señalar es el de la evangelización de la cultura:
La importancia de este ámbito está expresada por la famosa frase de Pablo VI en la Evangelii
nuntiandi, donde se dice: “La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de
nuestro tiempo” (n.19). Los Padres del Sínodo para América han por tanto afirmado que: “la
nueva evangelización pide un esfuerzo lúcido, serio y ordenado para evangelizar la cultura”
(Ecclesia in America 70). Se trata de realizar la ley de la encarnación, por la cual el Hijo asume
la naturaleza humana para salvar a los hombres: por tanto, “es necesario inculturar la
predicación, de modo que el Evangelio sea anunciado en el lenguaje y la cultura de aquellos que
lo oyen” (ib). Precisamente aquí en México una extraordinaria invitación celeste ha sido dada a
la Iglesia para evangelizar la cultura: “El rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe fue ya desde
el inicio en el Continente un símbolo de la inculturación de la evangelización, de la cual ha sido
la estrella y guía” (ib). La evangelización de la cultura pasa ante todo a través de la
evangelización de los centros educativos: “El mundo de la educación es un campo privilegiado
para promover la inculturación del Evangelio” (n.71). En cuanto pastores debemos tener una
atención privilegiada a todo el campo de la educación, porque es donde se preparan y se forman
los jóvenes, es donde se prepara también el futuro de la historia: Sin ahorro de energías, estamos
llamados a hacer llegar el Evangelio a las nuevas generaciones especialmente a través del canal
de las escuelas y de las universidades. Igualmente de gran importancia para la evangelización de
la cultura son los medios de comunicación social, que si por una parte unifican el planeta en la
llamada “aldea global”, por la otra pueden ser utilizados para la transmisión de todo tipo de
mensaje, también el más negativo: por tanto, sólo “con el uso correcto y competente de dichos
medios se puede llevar a cabo una verdadera inculturación del Evangelio. Por otra parte, los
mismos medios contribuyen a modelar la cultura y mentalidad de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo, razón por la cual quienes trabajan en el campo de los medios de comunicación
social han de ser destinatarios de una especial acción pastoral” (n. 72).
Un segundo ejemplo al cual quisiera referirme es el constituido por el desafío de las
sectas: sin duda alguna, “la acción proselitista, que las sectas y nuevos grupos religiosos
15
desarrollan en no pocas partes de América, es un grave obstáculo para el esfuerzo evangelizador”
(n. 73). La verdadera respuesta a este desafío está en el renovado impulso de la evangelización
en el estilo auténtico del Evangelio, que “respeta el santuario de la conciencia de cada individuo,
en el que se desarrolla el diálogo decisivo, absolutamente personal, entre la gracia y la libertad
del hombre” (ib.). Para realizar este tipo de evangelización es necesario por parte de todos los
bautizados y especialmente de los pastores el testimonio creíble de la vida y dedicación completa
para hacer llegar la palabra del Evangelio en manera directa y personalizada a cada uno: lo cual
exige una constante unión de acción y contemplación, de modo que las palabras transmitan la
experiencia del don recibido, y que la gracia de la conversión del corazón se irradie a través de
gestos de caridad y de justicia comprensibles para todos. También el desafío de las sectas lleva
así a redescubrir la calidad de la tensión misionera de la vida eclesial: la misión “ad gentes” no
es una actividad marginal, añadida a las otras, sino que es la expresión concreta de una pasión
por el Evangelio que arde hasta el punto de provocar elecciones radicales de vida y de donación
de sí mismo. Lo han afirmado con claridad los Obispos americanos y el Santo padre lo ha
confirmado: “El programa de una nueva evangelización en el Continente, objetivo de muchos
proyectos pastorales, no puede limitarse a revitalizar la fe de los creyentes rutinarios, sino que ha
de buscar también anunciar a Cristo en los ambientes donde es desconocido. Además, las
Iglesias particulares de América están llamadas a extender su impulso evangelizador más allá de
sus fronteras continentales” (n.74). Se trata, entonces, de unir el anuncio “extra muros” a la
predicación y a las catequesis ordinarias: estas son, sin duda, necesarias y deben ser renovadas en
el lenguaje, en los medios, en los métodos, en los protagonistas de modo que la palabra de la fe
alcance en profundidad el corazón de los creyentes y el Evangelio fructifique a partir de la nueva
evangelización de todos los bautizados. Es necesario, sin embargo, extender el radio de nuestra
acción misionera al mundo entero. ¡Ningún obispo, ningún sacerdote debería jamás limitar el
horizonte de su dedicación a la causa del Evangelio! Así también, debemos demostrar creer en la
“imposible posibilidad” de Dios, de la cual hablaba el teólogo evangélico Karl Barth.
Quisiera confirmar esta última consideración con una experiencia de mi vida de pastor.
Cuando estaba en el barco, en cadenas, para ser transportado junto con otros mil quinientos
detenidos del Sur al Norte de Vietnam, a 1700 Kms de mi Diócesis, un día, el 1 de diciembre de
1976, tuve como una pesadilla: en ella vi. alejarse la luz de mi Diócesis, que estaba dejando, y
me encontré en la oscuridad total, física y mental, al fondo de la nave, con mis compañeros de
tragedia, tristes hasta la muerte, sin saber cuál sería nuestro destino. A la mañana siguiente, a la
luz del día, mucha gente comenzó a reconocerme: la mayor parte no eran católicos, pero sabían
que era un Obispo, y me dijeron que tenían confianza en la presencia de un Obispo y vinieron a
hacerme muchas preguntas. En aquel momento comencé a sentir en mi corazón que estaba
sucediendo un cambio en el camino de mi vida: como san Pablo en cadenas sobre el barco que lo
llevaba a Roma, capital del Imperio, yo iba sobre un barco prisionero hacia la capital de
Vietnam, Hanoi. Como él comprendió que el Señor le confiaba una nueva misión, la de alcanzar
el centro del Imperio para cambiarlo desde dentro, así yo entendí que estaba llamado a llevar el
Evangelio a un nuevo campo. Comencé a considerar aquel barco y luego la prisión como mí más
bella catedral, donde debía anunciar el Evangelio con la palabra y con la vida. Todos los
prisioneros, budistas, confucionistas, católicos, protestantes, eran el nuevo pueblo que Dios me
confiaba, y no sólo ellos, sino también los carceleros comunistas. Entonces se me abrió una
nueva perspectiva y yo dije a Jesús: “Heme aquí, Señor, estoy listo para ir por Ti fuera de los
muros, como Tú has muerto por mí fuera de los muros de Jerusalén, para que el Evangelio
alcanzara a toda criatura”. Esta misión, especialmente dirigida a los pequeños, a los pobres, a los
paganos, desde entonces continúo a vivirla no en una sola diócesis, sino en el mundo entero. Así,
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quisiera pedir y augurar a cada uno de ustedes, queridos hermanos obispos y sacerdotes, una
pasión por el Evangelio que trascienda todos límites y todos los confines, y partiendo de lo
esencial se irradie a todos los campos de la misión que Dios confía a cada uno de ustedes, sin
excluir ninguna nueva posibilidad.
6.
DONDE DIOS LLORA
La situación de nuestro mundo está caracterizada por la llamada “globalización”, una
realidad que no podemos desconocer, desarrollando los aspectos negativos y vigilando sobre
aquellos negativos para evitarlos y corregirlos. Quisiera aquí señalar algunos de estos aspectos
negativos, en los cuales es posible reconocer la presencia de Cristo crucificado y sufriente. Parto
de una reciente lectura, hecha en un avión entre Roma y Washington: un artículo de periódico
hablaba de la “nueva Trinidad”. El Padre sería la Casa Blanca, de donde vienen las directrices y
los impulsos para actuar. El Hijo seria la CNN, la red televisiva global, que es la palabra del
Padre, difundida en el universo, y el consumismo sería el Espíritu Santo, que hace desear lo que
quieren el Padre y el Hijo. Esta imagen puede parecer blasfema, pero retrata muchos aspectos de
la situación actual en el mundo, donde por ello Dios llora. Tal situación es confirmada por un
libro que compré en París, y que se titula Le trois superpuissances: Pensaba que trataba de los
Estados Unidos, de Rusia y de China, ¡pero en vez de eso habla del dólar, del marco alemán y
del yen! Para el mundo actual, al final de cuentas, es la economía la que lo domina todo.
Podemos entonces preguntarnos: Si las cosas están así, ¿adónde va el mundo? Un autor francés
responde a esta pregunta en un libro titulado L’horreur économique, que distingue tres etapas del
proceso en acto en el ámbito mundial: La primera etapa es la explotación de los pobres. Se ha
pasado de la esclavitud y de la colonización a las nuevas formas de esclavitud y de
neocolonialismo. La segunda etapa es la exclusión: todo está en las manos de pocos, los del G8.
El resto de los países esta excluido, no puede decidir nada. La tercera etapa es la eliminación:
algunos pueblos son considerados superfluos, al punto de retener que sería mejor eliminarlos o
facilitar su extinción mediante la guerra, la pobreza, el hambre, el SIDA, las enfermedades,
etcétera. En todos y cada uno de estos tres procesos podemos decir verdaderamente que Cristo es
nuevamente crucificado: en ellos Dios llora. Podríamos sintetizar estas interpretaciones con las
palabras del testamento de Pablo VI, que no podía no añadir la visión de la esperanza cristiana:
“Cierro los ojos a esta tierra dolorosa, dramática y magnífica, invocando una vez más sobre ella
la divina bondad”. Recogeré ahora mis pensamientos finales en torno a estas tres calificaciones
de la escena del mundo que pasa: tierra dolorosa, dramática y magnífica.
Una tierra dolorosa:
Una tierra dramática:
Una tierra magnífica:
(Testigos de esperanza, 47-49)
(Testigos de esperanza, 49-51)
(Testigos de esperanza, 45-47)
El cuadro trazado no debe inducirnos al pesimismo, sino impulsarnos a mirar aún más
con ojos de confianza al Dios de la vida y de la historia, que a través de su Hijo Jesús continúa
diciéndonos: “Rema mar adentro” – “Duc in altum”. Es la invitación que el Santo Padre ha
querido hacer resonar para todos nosotros en la Novo millennio ineunte, texto inspirador de los
pasos de la Iglesia al inicio de este tiempo nuevo. Hago mía esta invitación soñando con ustedes
a ojos abiertos: ¡Sueño con una Iglesia que es Palabra, que muestra el Libro del Evangelio a los
cuatro puntos cardinales de la tierra, en un gesto de anuncio, de sumisión a la Palabra de Dios,
como promesa de la Alianza eterna! ¡Sueño con una Iglesia que es pan, Eucaristía, que se deja
comer por todos para que el mundo tenga vida en abundancia! ¡Sueño con una Iglesia que está
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apasionada por la unidad que quiso Jesús! ¡Sueño con una Iglesia que está en camino, pueblo de
Dios que lleva la cruz y, orando y cantando, va al encuentro de Cristo Resucitado, esperanza
única! ¡Sueño con una Iglesia que lleva en su corazón el fuego del Espíritu Santo, y donde está el
Espíritu hay libertad, diálogo sincero con el mundo y especialmente con los jóvenes, con los
pobres y con los marginados! ¡Sueño con una Iglesia que es testigo de esperanza y de amor, con
hechos concretos, que abrazan a todos en la gracia de Jesucristo, en el amor del Padre y en la
comunión del Espíritu, vividos en la oración y en la unidad! ¡Sueño también en un mundo sin
corrupción, sin deuda externa, sin drogas, sin carrera armamentista, sin racismo, sin guerras ni
violencias, el cual sólo Dios podrá edificar con nuestro sí! (cf. Ecclesia in America, nn. 60-75)
¡Sueño con una humanidad en la que la doctrina social de la Iglesia realice plenamente su tarea
de instrumento al servicio del crecimiento de la vida y de la calidad de la vida de todo hombre y
de toda mujer, para la gloria de Dios! (ib., n. 54).
María, estrella de la nueva evangelización, invocada aquí como nuestra Señora de
Guadalupe, Patrona de América, nos invita a cantar con Ella su Magnificat, y nos sostiene en la
certeza de que la última palabra de la vida y de la historia no podrá ser del mal que triunfa, sino
del amor que salva. A Ella confiamos nuestro ministerio de obispos y sacerdotes al servicio de la
nueva evangelización. Con ella proclamamos las maravillas del Altísimo, que han guiado los
pasos de la Iglesia en el tiempo y de nuestra vida, y nos conduce en el gozo al puerto de su casa,
la Jerusalén celeste, cuando Dios será todo en todos y el mundo entero será la patria de Dios.
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