Nacido a finales del siglo XII en el seno de una familia polaca —los

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Nacido a finales del siglo XII en el seno de una familia polaca —los condes de
Konskie—, es educado cristianamente. En 1220, ya sacerdote, acompaña a su tío,
obispo de Cracovia, a Roma, de donde volverá fraile de la naciente Orden de Sto.
Domingo. Después de casi cuarenta años de trabajos apostólicos acompañados de
milagros, muere en 1257. — Fiesta: 17 de agosto.
San Jacinto, Patrono nacional de Polonia, la nación mártir, es uno de esos santos
que no todos pueden comprender, porque su vida está envuelta en el hálito del milagro.
Cierto que la Iglesia no canoniza a ningún santo que no haya obrado al menos dos
milagros reales y comprobados. Pero muchas veces Dios realiza tales prodigios a través
de sus santos, cuando éstos ya están en la gloria. No es así el caso del nuestro, cuya
existencia
terrena
es
una
cadena
ininterrumpida
de
hechos
maravillosos.
Los
testimonios históricos que tenemos acerca de él, no permiten atribuir las noticias de su
poder taumatúrgico a la leyenda medieval, sino que nos obliga a admitirlas
plenamente...
Hijo de los condes de Konskie, Jacinto pasa su infancia entre los esplendores de la
vida cortesana, hasta que comienza su vida de estudio en los grandes centros culturales
de entonces: Praga, Bolonia y París son, respectivamente, el teatro de su carrera de
artes, derecho y teología. Vuelto a Polonia, abraza el estado eclesiástico, siendo
nombrado canónigo de Cracovia por su tío, a la sazón obispo de aquella diócesis.
En 1220 acompaña a su tío a Roma, coincidiendo allí con la resurrección del joven
sobrino del cardenal Esteban, realizada por Domingo de Guzmán. El hecho se va
conociendo por toda la ciudad y conmueve profundamente al joven canónigo, que desde
aquel momento se une a la naciente Orden de Predicadores, la cual, bajo la dirección de
Santo Domingo, se dedicaba a alabar a Dios y predicar la verdad cristiana.
Después de unos meses de formación al lado del santo fundador de los dominicos,
que le transmitió su espíritu y sus deseos, Jacinto vuelve a Polonia para predicar y
fundar nuevos conventos. El camino lo hace a pie junto con otros compañeros y va
esparciendo la buena semilla por todos los poblados por donde pasa. Sus palabras
convierten, y sus milagros confirman el favor de Dios sobre él. Como la gente no quiere
dejar que se marchen, suele quedarse alguno del grupo al que se unen nuevas
vocaciones, formándose nuevos conventos. Los restantes prosiguen su camino, y por
este sistema, sólo Jacinto llega a Cracovia, donde habiéndole precedido su fama de
taumaturgo, es recibido solemnemente.
Funda allí un hermoso convento que será la cuna de los predicadores del norte de
Europa, y predica la vieja y siempre nueva palabra del Señor, que renueva la faz de
aquella diócesis, haciendo revivir en toda ella el espíritu de amor. Ello no basta a
Jacinto, que no conoce fronteras para su celo evangelizador. Y se lanza a predicar a
Prusia, todavía idolátrica, y de allí pasa a Rusia llegando hasta Kiev. Dios mismo le abre
camino en aquel pueblo evangelizado antes por misioneros cismáticos, al devolver
milagrosamente la vista a la hija del gran príncipe Wladimiro, ciega de nacimiento. Es
también en Kiev, donde al invadir los tártaros la ciudad, Jacinto se lleva en su huida al
Santísimo Sacramento, para que no sea profanado en saqueo. Pero antes de salir del
templo, la imagen de la Virgen se queja de que la deje abandonada. El humilde fraile se
excusa, porque no puede con un peso tan grande, pero ante el requerimiento de la
Madre la toma de la mano, y huye atravesando a pie enjuto el caudaloso río, seguido de
sus frailes.
No son éstos los únicos prodigios realizados por San Jacinto, durante los años de su
trabajo apostólico, sino que con otros muchos el Señor fecundó su labor. La bula de
canonización, dada por Clemente VIII, en el año 1594, tras casi un siglo de serias
investigaciones en Polonia, cuenta cómo resucitó al hijo de una viuda, ahogado en el río
hacía 24 horas. También, en la misma bula, vemos cómo un joven que había gastado
todos sus recursos para devolver la salud a su madre paralítica sin conseguirlo, acude a
la intercesión del santo, y obtiene la tan deseada curación. Otro día será el llanto de los
labradores ante la destrucción de las mieses que estaban a punto para la siega, lo que
le mueve a conseguir del cielo que las mieses sean repuestas... Se haría demasiado
extenso este relato si continuásemos narrando los que en vida realizó el que ha podido
ser llamado el más grande taumaturgo de su
siglo.
17 de agosto
SAN JACINTO DE
POLONIA
(† 1257)
Un aire nuevo venteaba Europa. Los hombres,
como viejos amigos, sentían el deseo de agruparse y
de conocerse. Los reyes alcanzaban su apogeo
destruyendo las fortalezas de los señores rebeldes.
Pero no todo era fácil. La situación general era
extremadamente grave. El interior de Europa chirriaba
con las luchas mutuas de los reyes y numerosos
herejes pululaban en Francia e Italia.
A la vez, Europa era cercada por enemigos
comunes. Los árabes presionaban en España. los
turcos llegaban hasta Hungría, los mongoles y tártaros
amenazaban las fronteras del Norte y del Este.
Eran los tiempos en que San Francisco
predicaba a los pájaros y el alba sorprendía a Santo
Domingo convirtiendo herejes.
La Iglesia vivía todavía en formas feudales.
Obispos y abades eran grandes señores, pero la gente
buscaba la realización del Evangelio en formas
sencillas. A veces surgían Ordenes mendicantes y a
veces grupos de reformadores que terminaban en la
herejía.
Roma era fuerte, pero cada vez escapaban más
cosas a su control. Sin embargo, ella debía arreglarlo
todo y confiaba a espíritus gigantes la solución de cada
cosa. Estos gigantes existían; a veces se les veía por
los caminos, de dos en dos, con hábito blanco y negro.
Un día, bajo la hermosa luz de Roma, cabalgaba
por la Ciudad Eterna un grupo de prelados. Yvon
Odrowaz, obispo de Cracovia, venía a postrarse ante el
Papa. Le acompañaban sus sobrinos Jacinto y Ceslao, y
sus amigos Enrique y Hermann, los cuatro jóvenes y
con brillante situación.
Jacinto, hijo de los condes de Konskie, había
nacido en el castillo de Lanka, fortaleza que domina la
villa polaca de Gross-Stein.
Durante su infancia conoció todos los encantos
de la vida cortesana: los juegos florales, los grandes
torneos, la caza, y, a veces, vio a su padre volver de la
guerra cargado de glorias y heridas.
Más tarde acudió a los grandes centros
culturales. Estudió artes en Praga, derecho en Bolonia
y teología en París. En seguida fue nombrado canónigo
de Cracovia.
Así las cosas, llegó a Roma en 1220,
acompañando a su tío el obispo. Se hospedaron en el
palacio del cardenal Hugolino.
Por aquellos días estaba también en Roma un
castellano famoso: Domingo de Guzmán. El papa
Honorio III le había encomendado la reforma de las
monjas de la ciudad.
Hugolino debía asistir a la ceremonia de
unificación de las mismas en el convento de San Sixto,
e invitó a sus huéspedes a acompañarle.
Durante la ceremonia un mensajero anunció que
el sobrino del cardenal Esteban, allí presente, se había
matado al caerse de un caballo.
Santo Domingo acudió donde se hallaba el
desgraciado joven. Celebró la misa y luego,
componiendo los miembros del cadáver, le ordenó:
—Joven, en el
Jesucristo, levántate.
nombre
de
Nuestro
Señor
Y al punto, levantándose, se dirigió a Santo
Domingo diciéndole:
—Padre, dame de comer.
El milagro corrió por toda Roma. Lo habían
presenciado multitud de testigos.
Jacinto quedó profundamente impresionado de
aquel fraile, que tenía el poder de resucitar muertos.
El obispo Yvon estaba admirado. El era un buen
obispo, celoso en la reforma de su diócesis, piadoso y
amante de los pobres. Pensó que Domingo podría
ayudarle muy eficazmente en la predicación de la
verdad cristiana y que con un hombre así muy pronto
podría hacer que el nivel religioso de sus fieles
alcanzase un alto grado. Acercándose, pues, a Santo
Domingo, le pidió que tuviera a bien acompañarle a
predicar en su diócesis, o que, al menos, enviase allí a
alguno de sus frailes.
Por entonces no había dominicos que hablaran
polaco, pero muy pronto hubo cuatro: precisamente los
dos sobrinos del cardenal y sus jóvenes amigos.
Domingo certeramente predijo:
—Dejádmelos y yo os los devolveré apóstoles.
Un diálogo de miradas había sido suficiente para
entenderse, y los cuatro jóvenes, postrados ante Santo
Domingo, recibieron el hábito de su nueva Orden.
Santo Domingo reclutaba así sus primeros
frailes. Con toda sencillez y con perfecta conciencia de
lo que hacía. Lo mismo que Jesús cuando decía a
algunos: "Tú, sígueme".
Cierto que todo es desconcertante. Podría
atribuirse a leyendas del Medievo, pero cuando la
historia lo confirma, como en este caso, nos vemos
obligados a admitir simplemente que los santos tienen
en todos los tiempos cosas desconcertantes; pero, a fin
de cuentas, son ellos los que llevan la razón.
Los cuatro novicios eran ya sacerdotes; por eso
su noviciado fue bien corto. Bastaron unos meses para
que el maestro de la Orden les enseñara cuanto
precisaban. El les transmitió su espíritu y sus deseos,
y, en seguida, los envió otra vez a sus tierras "a
predicar y hacer conventos".
Las normas eran muy sencillas. Se trataba sólo
de alabar a Dios, de repartir sus bendiciones entre los
hombres y de predicarles la verdad cristiana. ¡Ah! Y si
fuera necesario, debían estar dispuestos a rubricar la
doctrina con su propia sangre.
Podríamos seguir su marcha sin dejar de oír el
eco del rezo coral de los conventos que van fundando.
En su marcha, cada vez que llegan a una
ciudad, predican. Frecuentemente Dios confirma su
palabra con algunos milagros. La reacción espontánea
de la gente es invitarles a quedarse con ellos; pero no
pueden detenerse, el mundo es bastante grande y hay
mucho por andar. Sin embargo, suele quedarse uno del
grupo en la ciudad evangelizada; a él acuden nuevas
vocaciones de seglares y sacerdotes, fascinados por
este nuevo método de vida apostólica; así se forma un
convento. Los restantes del grupo continúan, para
hacer lo mismo en otra ciudad.
Así el pequeño grupo salido de Roma se va
esparciendo, como la semilla en tiempo de siembra. De
todos ellos sólo Jacinto llegará a Cracovia.
La ciudad se extiende en una vasta planicie
ondulada, bañada por el Vístula y cercada por grandes
bosques de pinos. Como toda ciudad medieval, está
defendida por fuertes murallas.
La vuelta de Jacinto a la capital del reino había
sido anunciada por los heraldos. Su fama de
taumaturgo le había precedido y la ciudad se
preparaba a recibirle con todos los honores. Pero el día
de su entrada una fuerte tormenta sobre la ciudad
deslució todos los preparativos. Cuando el Santo llegó,
sólo encontró en la puerta de la muralla un grupo de
artesanos que le recibieron. La leyenda dice que el
Santo les prometió:
—Vuestra congregación me será fiel.
Y desde entonces los artesanos polacos son muy
amigos de San Jacinto y forman una famosa cofradía
que lleva su nombre.
Era el día de Todos los Santos de 1222.
Cuando llegó a palacio la corte le hizo un gran
recibimiento y hasta el rey se postró de rodillas ante él,
pidiéndole su bendición.
Esto parecía demasiado a Jacinto:
—Yo soy un pobre fraile y no merezco estos
honores.
—No es a ti a quien los doy —contestó el rey—,
sino a María, la Reina del cielo, a quien veo cubriéndote
con su protección.
Aquello era sólo el comienzo. Jacinto fundó un
hermoso convento en una pobre casa de madera; pero
muy pronto el rey y el obispo le hicieron grandes
donaciones y un año más tarde tomaba posesión en la
ciudad de una gran iglesia con un espléndido claustro.
Este convento sería la cuna de los predicadores del
norte de Europa.
La predicación en Polonia se hacía como en
España. Evangelizada ya en el siglo X por los alemanes
San Adalberto y San Bruno, constituía la defensa del
catolicismo en la frontera oriental.
Pero Jacinto tenía una misión más amplia. Los
santos no conocen fronteras.
Prusia era todavía tierra idólatra y sus gentes
formaban las hordas terribles que de vez en cuando
asolaban las regiones del norte europeo. Raza
secularmente guerrera, no había entrado nunca en las
corrientes civilizadoras. Ni la Orden Teutónica, fundada
en Alemania para la defensa de los territorios
cristianos, ni el ejército polaco eran capaces de
contenerlos.
El único capaz de contenerlos y ennoblecerlos
fue este fraile, Jacinto, que pasó entre ellos dejando
una constelación de milagros.
Nadie puede contar cuántas veces su capa le
sirvió de nave ni cuántos muertos volvieron a la vida
para dar fe de su palabra, ni cuántos ídolos destruyó su
celo o el fervor de los nuevos convertidos. Cuando un
día contemos las estrellas entonces contaremos sus
milagros.
Su predicación quedó asegurada fundando
varios conventos sobre la tierra prusiana. Luego se
dirigió hacia Rusia.
Su figura se pierde en la imponente estepa
helada y desierta; paso a paso, con frío y fatiga, hasta
llegar a Kiev.
Kiev, capital del Imperio ruso, era una gran
ciudad, émula de Constantinopla. Cuatrocientas iglesias
reflejaban sus cúpulas en las aguas del Dnieper.
Pero Rusia había sido evangelizada por
misioneros cismáticos, que conservaban la hegemonía
religiosa y rechazaban tenazmente a Roma.
Un día llegó a la ciudad nuestro Santo; pero un
embajador de Roma, por muy santo que fuese, no
tenía nada que hacer allí.
No obstante, Dios sabe cómo abrirse caminos.
Jacinto visita al gran príncipe Wladimiro y devuelve la
vista a su hija, ciega de nacimiento.
Este milagro abrió los ojos de toda la corte a la
verdadera fe; le piden que se quede con ellos y el
Santo accede, fundando, con ayuda del soberano, un
gran convento cerca de la ciudad.
Jacinto y sus compañeros son los primeros
frailes occidentales que fundan un convento en Rusia.
La primera batalla estaba ganada, pero el
horizonte histórico era muy obscuro.
Por el otoño de 1240 marcha hacia Europa el
imponente ejército tártaro de Batou, hijo de GengisKan, el gran conquistador de China y Asia Central.
Acampan frente a Kiev, al otro lado del río, esperando
a que el invierno haga del mismo río un gran puente de
hielo.
Desde el convento se oye el piafar de los
caballos y el tumulto de la horda.
Los frailes juzgan prudente abandonar su
convento, uniéndose a las caravanas que huyen hacia
Occidente.
Jacinto toma consigo el copón con el Santísimo,
para evitar que sea profanado en el saqueo. Al salir,
oye que alguien le llama:
—Jacinto, ¿te vas y me dejas?
Las voces de la Madre no pueden resistirse
nunca y el Santo, cogiendo la imagen suplicante de la
Virgen, huye, atravesando a pie enjuto el inmenso río,
seguido de sus frailes.
En el proceso de canonización muchos testigos
declararon haber visto sobre el río un sendero de
pasos, que los paisanos llaman "camino de San
Jacinto".
Poco después Kiev fue asaltada e incendiada y
sus habitantes cruelmente torturados. La puerta hacia
Occidente estaba abierta.
Sobre la llanura europea se lanza un ejército
innumerable, procedente de las estepas asiáticas.
Los tártaros son de tipo pequeño, pómulos
salientes y ojos hundidos y vivarachos. Su arma más
terrible es la caballería ligera, de agilidad desconocida
para los pesados ejércitos medievales. Combaten
divididos por grupos de diez y de cien hombres. Si uno
del grupo huye en la lucha el resto del grupo es
condenado a muerte, y si huyen los diez es
exterminada toda la centuria. La misma pena se
impone al grupo que no rescate a su compañero que
haya caído prisionero.
En su invasión arrasan a sangre y fuego toda la
tierra que pisan.
Con técnica de guerra relámpago invaden Rusia,
Hungría, Polonia y llegan hasta las fronteras de Austria.
El rey San Luis de Francia escribe a Doña Blanca
de Castilla:
"Querida madre, bien querría alentaros con un
consuelo celeste, pues si los tártaros llegan hasta aquí,
o seremos todos deportados a sus estepas de las que
ellos proceden, o seremos todos enviados al cielo."
De repente, ante la Europa atónita y
aterrorizada, la muerte de su emperador les hace
retirarse con la misma velocidad con que hicieran la
invasión, replegándose otra vez hacia el interior de
Asia.
Jacinto debía recomenzar la siembra, pero esta
vez los cimientos de sus conventos estaban ya regados
con sangre de mártires.
Y aquel fraile volvió a recorrer lentamente todos
los caminos, sin prisa y sin pausa, visitando otra vez a
sus hijos.
La leyenda hace al Santo fundador de conventos
en Noruega, Suecia, Finlandia, Escocia, Islandia,
Bulgaria, Hungría... No tenemos suficientes datos
históricos para seguir las grandes correrías del Santo;
pero donde él no llegó llegaron siempre sus hijos.
Vuelto a Cracovia, Dios quiso que el primer
convento de su patria fuese también el último que
viera. Murió allí, el 15 de agosto de 1257, en la fiesta
de la Asunción de Nuestra Señora, a quien tanto había
amado. Murió al amanecer, antes de celebrar la misa,
porque aquella vez celebraría la fiesta en el cielo.
Dejaba en Polonia 30 conventos con cerca de
400 frailes y media Europa sembrada de nuevas
fundaciones.
San Jacinto es el Patrón nacional de Polonia, la
nación mártir, escudo constante de la cristiandad en la
frontera de Oriente; la que tantas veces, hasta
nuestros días, está dando testimonio de su fe.
LUIS PÉREZ ARRUGA, O. P.
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