LA BIBLIA COMO LITERATURA

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Título: La Biblia como literatura. La palabra en la tradición judeo-cristiana
Resumen: Es un hecho que durante siglos la Biblia permaneció excluida del mundo
de la literatura. O más bien, se hicieron esfuerzos para impedir que fuera
considerada como “obra literaria”. Se expondrán brevemente algunos ejemplos
extraídos del Antiguo y Nuevo Testamento, con el fin de ilustrar la presencia de
auténticas obras literarias dentro de la Biblia. Hoy se sabe que en la interpretación
de la Sagrada Escritura es imposible desprender el mensaje de su forma literaria. El
autor adopta una forma literaria para exponer su pensamiento, pero la forma también
tiene su parte en la transmisión, ya que tiene en cuenta la impresión que su modo de
expresarse produce en el receptor. Esta exposición tiene como finalidad exponer,
principalmente ante los que cultivan las letras, uno de los aspectos de la tarea en la
que se debe ejercitar quien su ocupa de las Sagradas Escrituras. Se ha intentado
mostrar que hay una zona fronteriza en la cual es necesario entablar un diálogo
entre exégetas y literatos, del cual no se puede seguir sino un beneficio inmenso
para el Pueblo de Dios.
Datos del Autor
Nombre y Apellido: Luis Heriberto Rivas
Título académico: Licenciado en Teología – Licenciado en Sagradas Escrituras
Lugar de Trabajo: Profesor Titular de Sagradas Escrituras en la Facultad de
Teología de la Universidad Católica Argentina. Concordia 4422 – C1419AOH Capital
Federal – Tel/fax: (011) 4501 6428/6748. E-mail: [email protected]
Ponencia:
EL PROBLEMA
Es un hecho que durante siglos la Biblia permaneció excluida del mundo de la
literatura. O más bien, se hicieron esfuerzos para impedir que fuera considerada
como “obra literaria”. Sucedió con ella algo semejante al conflicto que produjeron los
iconoclastas en los siglos VIII-IX, cuando quisieron impedir que se hicieran imágenes
o pinturas del Señor. Ellos decían que éstas negaban la naturaleza divina de Cristo
desde el momento que representaban sólo su naturaleza humana.1
A muchos les parecía que considerar la Biblia como obra literaria implicaba
negar su santidad y su origen divino. Todas las narraciones del Antiguo y del Nuevo
Testamento eran consideradas estrictamente históricas. No faltaban razones para
justificar esta actitud de rechazo ante el análisis literario. En los comienzos de la
investigación científica sobre la Sagrada Escritura, salvo muy pocas excepciones, se
destacaron aquellos investigadores que prescindían de la fe y a veces se oponían a
ella. En el caso particular del análisis literario, estudiaban la Biblia comparándola con
otras obras de la literatura de la antigüedad, para concluir que la Biblia no era más
que un libro entre otros, con las mismas virtudes y los mismos defectos que los
demás.
Dentro de la Iglesia Católica no se presentaban obstáculos para reconocer
que dentro de la Biblia existían textos poéticos, y esto era aceptado prácticamente
desde la época de los Padres. Sin dificultad se hablaba de la poesía de los Salmos o
del Cantar de los Cantares. Los problemas surgieron cuando algunos insinuaron que
1
HANS-GEORG BECK, La Iglesia Griega en el período del Iconoclasmo. Manual de Historia de la
Iglesia (H. Jedin, dir.), Tomo III. Herder – Barcelona – 1970; 88-123
en otros libros había textos podían responder a “convenciones literarias”. Las
dificultades más serias se suscitaron con los libros llamados “históricos”, cuando
entre los investigadores se comenzó a hablar de “géneros literarios”, de libros
“aparentemente históricos” o de “narraciones didácticas”. Rápidas intervenciones de
la autoridad eclesiástica bloquearon todo intento de continuar por estos caminos,
afirmando que todos esos libros debían ser tomados como “históricos”, entendiendo
por ésto que eran como ventanas que permitían ver los hechos tal como sucedieron.
Aun las primeras páginas del libro del Génesis debían ser leídas de esta forma.
No faltaban quienes tenían clara conciencia de que para una mejor
comprensión de los textos bíblicos se podía recurrir a los métodos científicos
utilizados en este análisis, sin comprometerse con los presupuestos filosóficos y
teológicos de los investigadores racionalistas. Cabe mencionar en este lugar al R.P.
M.-J. Lagrange O.P. Él mismo, y quienes pensaban como él, debieron padecer
muchas incomprensiones y censuras hasta que esta distinción fue asumida por la
autoridad eclesiástica.
EL PAPA PÍO XII Y EL CONCILIO VATICANO II
El Sumo Pontífice Pío XII, en su Encíclica Divino Afflante Spiritu (30-9-1943),
quitó los impedimentos para que los exégetas católicos recurrieran al método
histórico crítico en el estudio de las Escrituras, y con respecto al aspecto literario
dijo: “... es absolutamente necesario que el intérprete se traslade mentalmente a
aquellos remotos siglos del oriente, para que, ayudado convenientemente con los
recursos de la historia, arqueología, etnología y de otras disciplinas, discierna y vea
con distinción qué géneros literarios, como dicen, quisieron emplear y de hecho
emplearon los escritores de aquella edad vetusta...” (II, § 3). “... ninguna de aquellas
maneras de hablar, de que entre los antiguos solía servirse el humano lenguaje para
expresar sus ideas, particularmente entre los orientales, es ajena de los libros
sagrados, con esta condición, empero, que el género de decir empleado en ninguna
manera repugne a la santidad y verdad de Dios...” (Ibid.). “... el exégeta católico ...
válgase también prudentemente de este medio, indagando qué es lo que la forma de
decir o el género literario, empleado por el hagiógrafo contribuye para la verdadera y
genuina interpretación; y se persuada que esta parte de su oficio no puede
descuidarse sin gran detrimento de la exégesis católica” (Ibid.).
Estas palabras del Papa abrieron el camino para que los estudiosos de las
Sagradas Escrituras se dedicaran a investigar la literatura de la antigüedad y
aplicaran su conocimiento para una mejor intelección del texto sagrado. A partir de
ese momento se desarrolló en la Iglesia Católica un proceso que habiendo
comenzado por el estudio de las formas literarias de la Mesopotamia, Egipto y
Canaán, llevó luego a prestar especial atención al fenómeno total que representa la
literatura, y finalmente se ha ocupado con particular dedicación de los más
modernos planteos del análisis literario.
Como algunos se resistían a asumir estas enseñanzas del Papa Pío XII, el
Concilio Vaticano II destacó todavía más estas exigencias de investigar los géneros
literarios para comprender los textos bíblicos: “... se deben tener en cuenta, entre
otras cosas, los «géneros literarios»... Conviene que el intérprete investigue lo que el
hagiógrafo intenta decir y dice, según su tiempo y cultura por medio de los géneros
literarios que se utilizaban en esa época” (Constitución Dogmática “Dei Verbum” III,
12). Es interesante señalar que para decir esto último, el Concilio se remite a la
autoridad de san Agustín en su obra De Doctrina Christiana, III, 18, 26.
La Pontificia Comisión Bíblica, en un documento de 1993 que trata sobre la
interpretación de la Sagrada Escritura, vuelve sobre el mismo tema e introduce la
exigencia del trabajo interdisciplinar entre literatos y teólogos: “... la búsqueda del
sentido literal de la Escritura, sobre el cual se insiste tanto hoy, requiere los
esfuerzos conjugados de aquellos que tienen competencias en lenguas antiguas, en
historia y cultura, crítica textual y análisis de fomas literarias, y que saben utilizar los
métodos de la crítica científica... “2
CONTACTOS LITERARIOS
En el primer momento de la investigación se constataron numerosos puntos
comunes entre la literatura del oriente medio y la bíblica. Se estudió en cada caso si
se trataba de tradiciones difundidas en el área geográfica, o del recurso a
convenciones comunes en esas culturas, o si finalmente se debía aceptar que ha
existido alguna influencia de una literatura sobre otra. Actualmente es
universalmente reconocido que existen sorprendentes paralelos entre los relatos de
la primera parte del libro del Génesis y los poemas mesopotámicos y egipcios que
tratan de los orígenes del mundo y de la humanidad. La alianza del Sinaí se ha
estudiado a la luz de los pactos de vasallaje que existen entre los hititas, y no sólo
en el aspecto histórico y sociológico, sino también en el literario. El decálogo se ha
comparado con la confesión de los muertos de Egipto y con algunos textos
babilónicos.
Los libros del Antiguo Testamento llamados “históricos”, en la Biblia hebrea
son catalogados como “Profetas anteriores”, indicando con esto que pertenecen a un
género que no es estrictamente histórico, sino predicación profética. Una historia en
el actual sentido de la palabra no existe en los escritos bíblicos antes de la época
helenística. La única obra de la Biblia que está redactada con un método que se
asimila al de los autores griegos de la antigüedad es 2Mac, un libro que no se
encuentra entre los libros hebreos de la Biblia sino entre los griegos. Fuera de la
Sagrada Escritura, los libros de historia del autor judío Flavio Josefo tienen
características semejantes.
Las convenciones de los libros de sabiduría de la mesopotamia están
ampliamente representadas en la parte sapiencial del Antiguo Testamento. Se han
hallado sorprendentes paralelismos entre una parte de la tercera colección del libro
de los Proverbios (22, 17 - 23, 11) con el libro egipcio de la “Sabiduría de
Amenemope”. En este caso se puede hablar de influencias de un libro sobre otro, o
de una dependencia de ambos con respecto a una fuente anterior, aunque no es
unánime el parecer de los especialistas en lo referente a la datación de cada uno de
estas obras.
El libro de los Salmos se ha prestado para numerosas comparaciones con
obras semejantes de la mesopotamia, Egipto y – sobre todo – con Ugarit. El recurso
a convenciones comunes es frecuente, y en algunos casos se ha podido suponer
con bastante fundamento que existe también la influencia de tradiciones comunes.
Sirva como ejemplo el caso del Salmo 29, que muestra paralelos muy sugestivos
con himnos a Baal de origen cananeo y ugarítico, y el Salmo 104, con elementos
que se encuentran también en el “Himno al Sol” del Faraón Amenofis IV
(Akhenaton).
2
La Interpretación de la Biblia en la Iglesia, Documento de la Pontificia Comisión Bíblica, 154-1993; III, B, 3.
El “Cantar de los Cantares” retoma elementos pertenecientes al género
literario de los dramas amorosos y cantos nupciales difundidos sobre todo en Egipto
y mesopotamia. “Los paralelos más convincentes provienen de Egipto, en los que
los amantes se llaman “mi hermano” y “mi hermana”, y se comparan con caballos,
yeguas y gacelas. Se encuentra la misma tendencia a disfrutar de la belleza de la
naturaleza y se manifiesta el gusto por los perfumes. En Egipto, sin embargo, falta la
descripción del cuerpo humano y aparecen los rasgos mágicos y politeístas. La
moderna poesía árabe otorga un lugar más amplio a las referencias al cuerpo”.3
“La literatura profética bíblica participa de convenciones y tradiciones
extendidas por todo el oriente antiguo, pero en sus orígenes ofrece puntos de
contacto con Mari y Canaán. Es dudoso, sin embargo, que se pueda hablar de
influencia, aunque no se puede excluir, al menos al inicio”.4 Dentro de la gran
distancia que existe entre el profetismo de Israel y el de las naciones vecinas, los
grandes profetas de la Biblia, cuando transmiten sus mensajes, no dudan en recurrir
a las convenciones comunes en esos pueblos.
El género literario “novela”, muy extendido en los ambientes influidos por la
cultura griega a partir de las conquistas de Alejandro, puede haber influido en la
composición de obras como Rut, Ester, Tobías, Judit, Susana y la historia de José
en el libro del Génesis.5
En el Nuevo Testamento se recurre frecuentemente a las formas literarias del
helenismo y del mundo rabínico para explicar numerosas perícopas de los
Evangelios, aunque no se ha encontrado algo semejante al género literario
“Evangelio”. Las cartas de san Pablo toman su forma de las existentes en el
ambiente helenista. El Apóstol, en su forma de argumentar, recurre con frecuencia a
la retórica común en ese mismo ámbito. El libro de los Hechos de los Apóstoles ha
sido relacionado con el género “monografía histórica helenística”, que integra textos
históricos con otros de origen mítico y folklórico. Algunos comentaristas descubren
influencias del género “novela” en ciertos fragmentos del libro, como sería – por
ejemplo – el relato del naufragio. El Apocalipsis pertenece al género apocalíptico, de
amplia difusión en el mundo judío de la época intertestamentaria.
En este contexto no se debe pasar por alto el hecho sorprendente de que en
el Nuevo Testamento se ha recurrido a la forma literaria de la poesía para proponer
las enseñanzas más elevadas de la teología cristiana. Los textos que se pueden
considerar como teológicamente “más densos” son, precisamente, poéticos: el
prólogo de san Juan, y los himnos de las cartas a los Filipenses, a los Efesios y a los
Colosenses.
ALGUNOS EJEMPLOS
Se expondrán brevemente algunos ejemplos extraídos del Antiguo y Nuevo
Testamento, con el fin de ilustrar la presencia de auténticas obras literarias dentro de
la Biblia.
Un Salmo
El recurso a las convenciones poéticas es frecuente en la Biblia, desde
el momento que abundan los textos pertenecientes a este género. El Salmo 29, por
N.K. GOTTWALD, Song of the Songs, en: The Interpreter’s Dictionary of the Bible (G.A. Buttrick, edit.),
Abingdon Press – Nashville – 1996; IV – 424.
4 JOSÉ PEDRO TOSAUS ABADÍA, La Biblia como literatura, Verbo Divino – Estella (Navarra) – 1996;
100.
5 L.C.A. ALEXANDER, Novels, Greek and Latin, en: The Anchor Bible Dictionary (D.N. Freedman,
Editor); Doubleday – New York – 1992; IV-1137-1139,
3
ejemplo, aclama la grandeza de Yahveh sobre la tempestad. Para esto toma el tema
del trueno y lo expresa, como es común en la poesía, mediante una metáfora, que
en este caso es “la voz de Yahveh”, repetida siete veces. Este poeta bíblico recurre
a las repeticiones (¡18 veces el nombre de Yahveh!) y utiliza metáforas. Supone un
universo donde hay un océano sobre el firmamento, por encima del cual está la
habitación el Señor, donde Él está sentado “sobre el diluvio”. Describe el retumbar
del trueno comenzando por lo más alto: la habitación de Yahveh por encima de las
aguas. Desde allí desciende a los cedros que están sobre el monte Líbano. A
continuación se ocupa del mismo Monte Líbano, y finaliza con el efecto de la
tempestad en el desierto y en las selvas. El Salmo concluye con una aclamación
gloriosa de los fieles en el Templo, y la bendición de la paz con la que el Señor
enriquece a su pueblo: “¡La voz del Señor sobre las aguas! El Dios de la gloria hace
oír su trueno: el Señor está sobre las aguas torrenciales. ¡La voz del Señor es
potente, la voz del Señor es majestuosa! La voz del Señor parte los cedros, el Señor
parte los cedros del Líbano; hace saltar al Líbano como a un novillo y al Sirión como
a un toro salvaje. La voz del Señor lanza llamas de fuego; la voz del Señor hace
temblar el desierto, el Señor hace temblar el desierto de Cades. La voz del Señor
retuerce las encinas, el Señor arrasa las selvas. En su Templo, todos dicen: ¡Gloria!
El Señor tiene su trono sobe las aguas celestiales, el Señor se sienta en su trono de
Rey eterno. El Señor fortalece a su Pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la
paz”.
Los mismos artificios literarios se reconocen en un poema babilónico que
canta al trueno como palabra de Enlil. En esta obra se repite nueve veces “La
Palabra”: “La palabra que en lo alto hace que tiemblen los cielos; la palabra que
hace estremecer la tierra aquí abajo. La palabra aniquila a los Anunaki. Su palabra
estremece los cielos y hace temblar la tierra. La palabra del Señor inunda con la
tormenta y ensombrece el rostro. La palabra de Marduk produce la inundación, su
palabra arrastra los árboles. Su palabra es la tempestad. La palabra de Enlil viene
como un huracán sin que nadie la pueda ver”.
Aun teniendo los mismos elementos literarios, el enfoque de los dos textos
exhibe una diferencia fundamental: El texto babilónico coloca en el centro de
atención del lector la fuerza destructora de “la palabra de Enlil”, mientras que en el
Salmo bíblico “la voz de Yahveh” se hace oír para destacar el señorío de Yahveh
sobre el universo, y finaliza con la aclamación: “¡El Señor bendice a su pueblo con la
paz!”.
Es importante destacar que una lectura “fundamentalista” del Salmo tomaría
cada una de sus afirmaciones al estilo de una definición dogmática, entendiendo
literalmente las convenciones literarias y los recursos poéticos. Ya se conocen los
extremos a que se llega cuando se leen las Sagradas Escrituras con estos criterios,
y se toma como revelada hasta la misma concepción del universo que tenía el autor
sagrado.6
Algo muy distinto sucede si se encara el Salmo como una “obra literaria”,
perteneciente a un determinado género que, en este caso, es el poético. Ahí cabe
aplicar la enseñanza del Concilio Vaticano II, que tratando sobre la interpretación de
las Sagradas Escrituras, dice que el intérprete investigue lo que el escritor sagrado
Por “lectura fundamentalista de la Biblia” se entiende “una interpretación primaria, literalista, es
decir, que excluye todo esfuerzo de comprensión de la Biblia que tenga en cuenta su crecimiento
histórico y su desarrollo. Se opone, pues, al empleo del método histórico-crítico así como de todo otro
método científico para la interpretación de la Escritura” (La Interpretación de la Biblia en la Iglesia,
Documento de la Pontificia Comisión Bíblica, 15-4-1993; I, F).
6
intenta decir y dice, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios
que se utilizaban en esa época (Dei Verbum, III, 12). Tratándose de la poesía en la
Sagrada Escritura, habrá que interrogar a un poeta o a un experto en literatura para
que explique qué intenta decir el poeta que compuso el texto que se quiere analizar.
Ya se ha indicado que la Pontificia Comisión Bíblica recomienda el trabajo
interdisciplinar como un camino para llegar a comprender mejor el mensaje del texto
inspirado.
Novela (1) El libro de Judit se presenta como un relato histórico que provoca un
sobresalto del lector en sus primeras palabras: “Era el año duodécimo del reinado de
Nabucodonosor, que gobernó a los asirios en la gran ciudad de Nínive...” (Jud 1, 1).
Todos los judíos saben muy bien quien era Nabucodonosor porque fue quien
destruyó Jerusalén y llevó cautiva a Babilonia a la población de Judá. Este
emperador no reinó sobre los asirios, sino sobre los babilonios cuando el imperio
asirio ya había caído. En el año duodécimo de Nabucodonosor (año 593 a.C.)
habían transcurrido aproximadamente veinte años desde que Nínive había caído
(año 612 a.C.). Estos datos puestos enfáticamente en el encabezamiento del libro no
pueden atribuirse a un descuido o a ignorancia del autor, sino que han sido
intencionalmente colocados en ese lugar.
Otros detalles de la narración contribuyen para confundir más al lector que
cree estar leyendo un relato histórico: en esos días del reinado de Nabucodonosor
los judíos ya han regresado de la cautividad y han reconstruído el Templo de
Jerusalén (5, 19; 16, 20), sucesos que tuvieron lugar mucho después de la muerte
de ese Rey, cuando ya no reinaban los babilonios sino los persas. El itinerario que
sigue Holofernes durante sus campañas no permite la más mínima reconstrucción
(2, 21-28).
Los personajes del relato son delineados con rasgos intencionalmente
contradictorios: Judit, una mujer viuda, derrota a todos los enemigos de Israel sin
contar con ningún ejército; el rey más poderoso de la tierra cae vencido ante la
belleza de una mujer; un pagano, Ajior, tiene más fe que los israelitas (5, 5-21),
mientras que éstos, temerosos y desalentados, están dispuestos a rendirse ante los
enemigos (7, 26-27).
El desarrollo del drama está muy bien marcado: un momento en el que se
plantea el problema, aparentemente insoluble. Viene luego la intervención de la
protagonista, que actúa con lentitud, de manera que crea la ansiedad y el suspenso
del lector. Finalmente viene el desenlace feliz con una celebración al estilo griego
(15, 12-13) y un himno final de acción de gracias (16, 1-17).
Los comentarisas, por lo general, coinciden en catalogar este libro como
“novela religiosa”, aunque no se muestran concordes en el momento de dar mayores
precisiones.
También aquí habría que decir que si este relato se cataloga como “histórico”,
es “una historia que debe ser creída porque está relatada”, a pesar de las
dificultades que encuentra el lector ante los datos históricos y geográficos tal como
están presentados. Cuando el lector presta atención a los indicios que el autor
coloca intencionalmente en el primer versículo, debe optar por otra forma de leer la
obra. Con el aporte de los expertos en literatura se podría analizar el texto desde el
punto de vista de la narrativa novelística, y esto ayudaría a captar aspectos del
sentido literal de la obra que pueden pasar desapercibidos para quien es solamente
teólogo.
En el caso citado se trata de una novela en la que el trasfondo histórico es
puesto en cuestión por los datos aportados por el mismo autor. La novela histórica,
sin embargo, por sí misma no prejuzga sobre la historicidad. Se puede escribir una
novela histórica que tenga como argumento un hecho histórico.
Novela (2) El relato de la muerte de san Juan Bautista (Mt 14, 3-13; Mc 6, 17-29)
ofrece un ejemplo de novela que tiene como trasfondo un hecho histórico, en este
caso en el Nuevo Testamento. Esta narración se diferencia de los relatos de martirio
en que en éstos se coloca al mártir en primer plano y se describen sus diálogos con
los jueces y los tomentos a los que es sometido. En el relato de la muerte del
Bautista, éste queda en un segundo plano y no interviene directamente en la acción.
Aparecen en primer plano, en cambio, el rey débil y la mujer vengativa. Como
escenario está el banquete en el cual tienen lugar el baile de una joven y el
juramento irreflexivo del rey, detalles frecuentes en la novelística. El desarrollo va
creando el interés y el suspenso del lector. Finalmente el rey débil se convierte en
homicida y el hombre justo es martirizado.
LA OBRA LITERARIA
Se dice que una obra literaria se caracteriza por ser una obra de naturaleza
estética, destinada a perdurar y “desinteresada”, es decir que no tiene finalidad
práctica y está hecha solamente para proporcionar un placer de tipo espiritual.7 “Es
toda para la contemplación, y no para la acción”.8 Una obra es “literaria” por su
forma: sus estructuras, sus palabras, el modo en que se distribuye su materia, el uso
del lenguaje, etc.
La Biblia es una obra literaria que tiene ciertas características peculiares. Ante
todo no es “desinteresada”, sino que está destinada a suscitar y mantener la fe de
los lectores. El autor se siente depositario de un mensaje y quiere que este mensaje
llegue a los demás y sea aceptado. Pertenece al género de “literatura
comprometida”.9
Lo que para los expertos en literatura es algo adquirido e indiscutible, para los
especialistas en la Biblia requirió su tiempo. Cuando se admitió que en la Biblia
había “formas y géneros literarios”, en el primer momento se pensó que éstos eran
como “envases” dentro de los cuales se depositaban las verdades que había que
exponer. Bastaba con romper el envase para que apareciera la verdad en toda su
pureza. Aunque se admitía la presencia de lo “literario”, se lo consideraba de menor
interés y valor. Se valoraba únicamente el aspecto un presunto “mensaje” que no
tenía nada que ver con la forma con la que llegaba al destinatario.
Hoy se sabe que en la interpretación de la Sagrada Escritura es imposible
desprender el mensaje de su forma literaria. El autor adopta una forma literaria para
exponer su pensamiento, pero la forma también tiene su parte en la transmisión, ya
que tiene en cuenta la impresión que su modo de expresarse produce en el receptor.
“El autor sagrado expresa el sentido por medio del género; los géneros son
significativos, no puramente formales”.10 Se podría decir que no es lo mismo decir
que Dios es misericordioso, que narrar la parábola del hijo pródigo, aunque esta
Cf. J.P. TOSAUS ABADÍA, La Biblia como literatura, Verbo Divino – Estella (Navarra) – 1996; 132.
L. ALONSO SCHÖKEL, La Palabra inspirada, Herder – Barcelona – 1966; 222.
9 L. ALONSO SCHÖKEL, o.c., Ibid.
10 L. ALONSO SCHÖKEL, Interpretación de la Sagrada Escritura, en: Comentarios a la constitución “Dei
Verbum” (L.Alonso Schökel, dir.), BAC – Madrid – 1969; 443
7
8
última esté destinada a mostrar plásticamente lo primero. Se podrá disertar sobre el
drama del amor entre Dios y su pueblo, pero es diferente recitar el Cantar de los
Cantares. Lo intelectual, lo imaginativo y lo emotivo actúan para provocar la reacción
del lector. Todo esto es querido por el Autor primero de la Escritura que es Dios, y
por eso mismo se encuentra bajo el influjo de la inspiración. En una exposición del
mensaje bíblico no se puede prescindir de ninguno de estas funciones del lenguaje.
Si en un primer momento se presentó como un objetivo el conocimiento de la
intención del autor, hoy se tiene clara conciencia de que la obra literaria es mucho
más que la expresión de la intención de un autor. Se considera la obra como un
sistema de palabras, como una estructura que precede y supera al autor, y que hay
que desentrañar. Esto hace más urgente la necesidad de contar con expertos en
literatura para una correcta interpretación de la Escritura.
En el caso particular de la Palabra contenida en la Sagrada Escritura es
necesario remontarse a la concepción judeo-cristiana de “Palabra”. El dabar del
Antiguo Testamento hebreo, así como el lógos de los textos griegos, es la palabra
que tiene la fuerza creadora, que explicita la voluntad de Dios en la Ley y revela al
mismo Dios en el discurso de los profetas o en la reflexión de los sabios. La
“Palabra” se identifica también con los hechos y con las cosas, es la misma historia y
es la fuerza de Dios que conduce esa historia. En el Nuevo Testamento tiene un
desarrollo inesperado cuando esa “Palabra” se encarna en Jesucristo. De ahí que
exija ser leída e interpretada desde muchos ángulos, no solamente como “palabra”
que tiene como única función la “información”. Uno de los aspectos de la “Palabra
bíblica”, señalado especialmente por el Concilio Vaticano II, es su fuerza: “Es tan
grande la fuerza y el poder que hay en la Palabra de Dios, que es sustento y vigor
de la Iglesia, firmeza de la fe para los hijos de la Iglesia, alimento del alma, fuente
pura y permanente de vida espiritual...”.11
Las reticencias a reconocer la Sagrada Escritura como “literatura” ha partido
del supuesto de que los textos bíblicos sólo tenían como única función la
información. Cuando en la acutalidad se reconoce que en la Biblia está “la Palabra”
cumpliendo todas sus funciones, el literato que lee la Escritura está capacitado para
captar nuevas resonancias de esa “Palabra” y tiene mucho que decir al teólogo y al
Pueblo de Dios.
CONCLUSIÓN
Esta breve exposición ha tenido como finalidad exponer, principalmente ante
los que cultivan las letras, uno de los aspectos de la tarea en la que se debe ejercitar
quien su ocupa de las Sagradas Escrituras. Se ha intentado mostrar que hay una
zona fronteriza en la cual es necesario entablar un diálogo entre exégetas y literatos,
del cual no se puede seguir sino un beneficio inmenso para el Pueblo de Dios. La
exégesis es “una disciplina teológica que tiene como finalidad principal la
profundización de la fe. Esto no significa un menor compromiso en la más rigurosa
investigación científica, ni la manipulación de los métodos por preocupaciones
apologéticas. Cada sector de la investigación (crítica textual, estudios lingüísticos,
análisis literarios, etc.) tiene sus reglas propias, que es necesario seguir con toda
autonomía...”12 Los que se ocupan de la literatura pueden hacer un valioso aporte
para que la Palabra de Dios llegue con mayor nitidez a su Pueblo.
11
12
CONCILIO VATICANO II, Dei Verbum, VI, 21.
PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, doc. cit., Conclusión.
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