“Y EL VERBO SE HIZO CARNE…”

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“Y EL VERBO SE HIZO CARNE…”
Por Dra. Elina Paganotto
En una sociedad cada vez más secularizada, en un ambiente en el que los medios de
comunicación con lamentable frecuencia presentan a la persona humana cada vez más
empobrecida en su dignidad y casi privada de valor, reducida muchas veces a objeto de
apetencias varias, resiste la celebración de la Navidad, al menos como “fiesta de la
familia”, si bien casi sepultada bajo las exigencias de un voraz consumismo.
Cabe, entonces, preguntarse: ¿Cuántos cristianos tienen conciencia del real
significado de la Navidad y en qué sentido y hasta qué punto “toca” a cada persona
humana?
Posiblemente nadie ignore que se celebra “el nacimiento de Jesús” Pero, ¿cuántos
saben o son conscientes de que en el núcleo de la fiesta está la celebración – en el
sentido más profundo del término – de la encarnación del Hijo de Dios, evento – misterio
que proyecta una clara luz sobre el misterio del hombre, fundamento de la antropología
cristiana y signo distintivo del cristianismo?
Misterio grande y luminoso que debería suscitar profundo estupor, porque en él la
humanidad contempla el rostro de Dios que, “para encontrarse a mitad de camino” con el
hombre se ha humanizado, llegando a ser históricamente uno de nosotros. Por eso, si
escuchamos con atención las palabras del autor de las Odas de Salomón: “Su amor por
mí ha humillado su grandeza. Se ha hecho semejante a mí para que yo lo reciba; se ha
hecho semejante a mí para que de Él yo me revista”1, causa maravilla este hecho que
parece una locura del amor divino, casi un vaciamiento de la divinidad para asumir la
pequeñez de su criatura, y en el que la naturaleza de Dios se revela, como lo es, amor;
como abismo de amor que supera toda fantasía, en el cual el Infinito se hace un ser
humano finito.
En Cristo, dice San Gregorio de Nissa, “el Dios que no puede ser poseído, ni
comprendido por la razón y para el cual no existen palabras que puedan describirlo ya
que trasciende toda definición y todo límite, viene a mezclarse con el ropaje mezquino y
vulgar de la naturaleza humana”2. Y el cardenal J. Ratzinger subraya que “en Él la tierra y
el cielo se tocan y así, también, en Él Dios puede ser tocado por nosotros”3.
En efecto, Jesucristo es la revelación de Dios al hombre (Jn 1,18; 8,19; 12,45; 14,6) y
es la revelación del hombre a sí mismo4, de manera que en Él puede contemplar el
ejemplar del cual es imagen5. Pero, además, las consecuencias antropológicas de este
misterio son muy concretas y comprometedoras, porque no sólo el Verbo de Dios
encarnado nos revela al Padre, sino que nos muestra el camino a través del cual
podemos llegar a Él. Y esto es posible porque el hombre – Jesús es personalmente el
Hijo de Dios, y el Hijo eterno es personalmente hombre: hombre divino y hombre
perfectamente humano. En Él se han unido lo divino y lo humano, de manera que a la luz
de esta realidad que toca profundamente a la persona humana, estas dos dimensiones
no pueden ser separadas sin dividir al mismo hombre.
De ahí que en el vivir el mensaje evangélico en la vida cotidiana no se puede sustraer
la dimensión humana, horizontal, reduciéndolo a un hecho puramente espiritual. Por el
contrario, la encarnación valoriza cada aspecto de la vida cotidiana de la persona y,
entonces, el cristiano que ha comprendido esto no “deserta” de lo humano, no huye del
mundo y de la vida, no pretende vivir como ángel. Como dice un autor contemporáneo:
1
Odas de Salomón, 7.
GREGORIO DE NISSA, Grande Catechesi, 14-15.
3
J. RATZINGER, Immagini di speranza, Milano 2005, p. 25.
4
GS 22. Es recomendable leer atentamente este espléndido texto.
5
Cf. SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses, V 16, 2.
2
“El hombre va a Dios como hombre; el ángel va a Dios como ángel. Agregar a lo humano
lo divino es cosa santa; pero sustraer lo humano a la humanidad para ascender a Dios es
deshumano y, por lo tanto, extraño al plan de Dios”6.
En consecuencia, separando estas dos dimensiones existe siempre la tentación de
reducir el cristianismo a la sola fe o las solas obras que, en cambio, deben ir siempre
unidas. Separándolas se corre el riego de descuidar los aspectos de la vida espiritual o
de la vida “material” del ser humano, lacerando su indivisible unidad. Reduciendo el
evangelio a una experiencia puramente espiritual se corre el riego – más frecuente de lo
imaginado – de olvidar en la vida concreta que “el ciudadano es un hijo de Dios que
cumple el plan del Eterno en el tiempo: es Cristo que trabaja, que paga los impuestos,
que desarrolla tareas sociales, etc.”7.
La encarnación establece una solidaridad ontológica – no sólo moral – entre Cristo y la
humanidad, generando importantísimas consecuencias para la vida individual y social de
cada ser humano. Por esta íntima unión la persona humana participa de la vida de Dios,
realidad que los santos Padres de la Iglesia no han dudado en llamar “divinización del
hombre”, que responde a la “humanización de Dios”, de las cuales es principio activo el
Espíritu Santo.
En expresiones que podrían parecer audaces, pero que responden a la más verdadera
realidad del amoroso designio de Dios sobre el hombre, los Padres afirman que “Dios se
ha hecho hombre para hacer al hombre Dios”8, porque – dice San Gregorio Nacianceno –
“así como el Verbo es hombre por causa nuestra, así tu llegas a ser Dios por causa de
Él”9. Por lo tanto, la divinización del hombre es realizada a través de su inserción en
Cristo, que es expresada en el Nuevo Testamento con las fórmulas “ser en Cristo”, “estar
en Cristo”, “estar revestidos de Cristo” (Rm 6,11; 13,14; Gal 3,27, etc.). En efecto, el
hombre es divinizado porque es cristificado, es verdaderamente hecho hijo de Dios en el
Hijo eterno y en Él y por Él participa – por gracia – de todo lo que Cristo es por
naturaleza.
Éste es el designio de Dios para cada ser humano de manera que, con los Padres de
la Iglesia, es posible decir que lo divino es la más verdadera y plena dimensión del
hombre. Concebida de esta manera, en la realidad concreta de cada día, la vida humana
se transforma en un crecimiento hacia Dios, su fuente y su plenitud. Todo se transforma;
la vida misma se convierte en liturgia y la relación con las criaturas es un intercambio con
el Creador. El hombre se convierte en templo del Espíritu Santo y “sacraliza” todo lo que
hace. Se diviniza cristificándose, de modo que puede verdaderamente decir: “En la
medida en que Cristo crece en mí, disminuye mi yo. Creciendo Él, crece el amor;
disminuyendo yo, disminuye el egoísmo. No se anula, así, mi personalidad. Al contrario,
se cristifica. Crece hasta deificarse, identificándose con Él”10.
A este destino – ideal por excelencia del hombre – que se nos ofrece por medio del
bautismo, está llamado todo ser humano, hijo de Dios por creación porque, como dice el
Concilio, por su encarnación “el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo
hombre” y “la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina”
(GS 22).
Ideal, sí, arduo de realizar en lo que concierne a la respuesta del hombre a la gracia
amorosa de Dios. Pero, en virtud de ese mismo don, posible y plenificante. Ideal que se
construye día a día en medio de las alegrías, dificultades y dolores, en comunión con los
demás hombres. En el hogar, en el trabajo, en la escuela; en la política y en la economía;
en la Iglesia y en el Parlamento; en el estudio y en la diversión. En cada ámbito de la
I. GIORDANI, Diario di fuoco, 6 ed. Roma 1990, p. 147. Dice textualmente: “un descenso a lo satánico”.
Id., Laicato e sacerdocio, Roma 1964, p. 256.
8
SAN ATANASIO, Contra los gentiles, 2,70.
9
S. GREGORIO NACIANCENO, Discurso 40, Sobre el bautismo, PG 36, 424 B.
10
I. GIORDANI, Diario…, cit., p. 65. Gal 2,20.
6
7
vida humana, en cada momento de la existencia. En actitudes concretas de respeto por el
otro, de solidaridad, de fraternidad; de rechazo a todo tipo de violencia o discriminación;
de respeto a la inviolable dignidad de todo ser humano y de toda vida humana, etc. En la
capacidad de descubrir la presencia de Jesús en el otro, no siempre fácil, pero posible,
de lo cual nos dan ejemplo y nos animan experiencias como la de Pablo VI, que a los
presos de la cárcel de Roma saludó diciendo: “Los amo, no por un sentimiento romántico,
no por un movimiento de compasión humanitaria: los amo verdaderamente porque
descubro en ustedes la imagen de Dios, la semejanza de Cristo. El Señor Jesús nos ha
enseñado que justamente vuestra desventura, vuestra herida, esta vuestra humanidad
lacerada y débil constituye el título para que yo venga a ustedes, a amarlos, a asistirlos, a
consolarlos y a decirles que ustedes son la imagen de Cristo, que ustedes reproducen
ante mí a este Crucificado. Por esto yo he venido; para caer de rodillas ante ustedes”11.
En efecto, las consecuencias antropológicas de la encarnación del Verbo son
innumerables, inmensas y a la vez concretas, inagotables en posibilidades y en efectos.
Conscientemente asumidas y vividas tienen la fuerza de transformar la vida de cada
individuo y de cada sociedad y, por lo tanto, confieren la cierta esperanza de la
transformación de la humanidad.
11
PABLO VI, Insegnamenti, II, Poliglotta Vaticana, 1965, p. 110.
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