Centenario de Luis Cernuda (1902-1963)

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Centenario de Luis Cernuda (1902-1963):
Centenario de un poeta: Luis Cernuda el extranjero
María de los Ángeles González
Nacido en Sevilla hace un siglo, Luis Cernuda pertenece a la generación
española de 1927. Son muchos los puntos de contacto que lo unen a sus
coetáneos Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre o Pedro
Salinas. La poesía de todos ellos surge a la luz de las primeras vanguardias, con
su preeminencia de la imagen y su rechazo de lo anecdótico y lo confesional,
aunque también veneran la tradición literaria hispánica y recuperan a Góngora,
Garcilaso y Bécquer. Luego tendrán un pasaje deslumbrado por el surrealismo,
que al coincidir con crisis personales de los poetas produce obras que están
entre las mejores del siglo en España (Poeta en Nueva York, de Lorca, Sobre
los ángeles, de Alberti, Espadas como labios, de Aleixandre, Un río, un amor,
de Cernuda).
Como tantos otros, Cernuda acompañará los compromisos históricos
frente al advenimiento de la República Española. Funda con Alberti la revista
Hora de España y se pone, a su modo, al servicio de la Revolución: “Ninguna
otra vez en mi vida he sentido como entonces el deseo de ser útil, de servir”, dirá en
Historial de un libro. Entonces se afilió al Partido Comunista y marchó como
voluntario de las milicias populares. “Con un fusil y un tomo de Hölderlin debajo
del brazo” llegó a la sierra de Guadarrama. Pero su poesía, nada ortodoxa, no
convenció a la dirigencia del Partido y pronto el escritor, desengañado,
abandonó el comunismo aunque se mantendría para siempre fiel a la República.
Sobre el final de la guerra deberá exiliarse en Inglaterra. La experiencia
del contacto con el idioma y la poesía de ese país marca para siempre su obra.
Es cierto que también pesan en él lecturas muy dispares de otras lenguas:
Mallarmé, Rimbaud, Hölderlin, Coleridge. Estas influencias se avienen a su
temperamento de romántico a destiempo y alimentan su cultivo de la “rareza”
como sello propio, dos características que se combinan con la asimilación de la
tradición literaria castellana, todo lo cual da como resultado una singularidad
nada típica en su lengua. De estos cruces, tanto como de su desconcierto, su
incomodidad existencial, resulta también la extrañeza de una poesía despojada
de mayores apoyos musicales o rítmicos, que rehuye la rima y la facilidad.
DESEO Y REALIDAD. Los temas más reiterados en el universo poético de
Cernuda, desde Los placeres prohibidos (1931), serán la entrega amorosa y el
anhelo de juventud, lo que conlleva la angustia temporal y la exaltación del
cuerpo. La mirada puede volverse hacia el pasado idealizado y entonces el
recuerdo de breves momentos de dicha sostiene una ilusión. O bien los versos
se inclinan hacia el escepticismo, entonces el dolor puede llegar al sarcasmo. En
todo caso, lo mejor de la vida –lo que se ha tenido o lo que se espera– siempre
corresponde a la plenitud del deseo y del gozo.
“Apenas concibo un tipo de hermosura donde no entre la desdicha”, dice
Baudelaire, y Cernuda hace suya la frase en Poesía y literatura (1960). La base
del dolor es la atracción que ejerce sobre él la belleza del mundo, tanto como la
imposibilidad de aprehenderla. Para dar oxígeno a ese mundo tormentoso en
que se debate, en conflicto permanente con los otros, la mirada se vuelve al
pasado o se funda la esperanza en el futuro, ambos filtrados de fugaz idealismo.
Pero Cernuda siempre logra un equilibrio entre lo emotivo y lo intelectual,
condición que salva a sus versos del sentimentalismo. Ese apoyo racional le
dicta la desconfianza en el recuerdo, puesto que es un espejismo o, en el mejor
de los casos, el pasado feliz desenmascara un presente mezquino: “Goce o pena
es igual/ Todo es triste al volver”. Sólo queda “un instante feliz entre tormentos”, y lo
mejor parece el olvido de esas mentiras: “morir aún más/ Arrancar una sombra/
Olvidar un olvido”. Quizá la raíz de esta insatisfacción deba hallarse en esa
infancia de Sevilla –melancólico paraíso perdido, fuente de toda frustración y
de toda culpa–, que recrea en el volumen de poemas en prosa Ocnos (1942). En
esos pequeños relatos de sabor arcaico puede advertirse la opresión que
produjo en su ánimo hipersensible la estricta educación católica de su familia,
así como la tendencia precoz al refugio en la introspección y el ensueño.Una
herida nunca cerrada proviene de la nostalgia de la fe: el cristianismo, vivido en
la niñez de un modo absoluto y consolador, dejará su huella en el adulto que
reniega de esa doctrina. Esta se traduce en permanente frustración, porque
nunca el hombre se repone de la pérdida de la trascendencia: “Pero a ti, Dios,
¿con qué te aplacaremos?/ Mi sed eras tú, tú fuiste mi amor perdido,/ Mi casa rota, mi
vida trabajada, y la casa y la/ vida”.
En los comienzos Cernuda está más cerca de Jorge Guillén y de Salinas,
por una cierta comunidad de lenguaje y de elecciones temáticas. Los puntos de
contacto con Salinas –quien fuera su profesor de literatura–, vienen por el lado
del escepticismo vital. En Salinas hay desconfianza en los datos de los sentidos,
pero su mundo lírico –cuyo pilar es el amor– se sostiene en un idealismo último
aunque carente de trascendencia. En Cernuda –materialista confeso– la rebeldía
y la frustración frente a la realidad posibilitan otros registros, como la ira. La
firme sospecha de la vacuidad del mundo le provoca una reacción más ética
que estética: la poesía se convierte en denuncia del dolor y la soledad. Cernuda
se va distanciando progresivamente de estos modelos para adquirir una voz
solitaria y radical como ninguna otra en la lengua de su tiempo.
Si bien a lo largo de los años y de las páginas su escritura va perdiendo
brillo y ganando en concisión y en hondura, sus grandes líneas permanecen sin
mayores variaciones. Así desde Perfil del aire (1927) hasta la última versión de
La realidad y el deseo (1964), título que reúne la poesía completa y al que va
sumando nuevos libros, desde 1936 hasta el abrupto final de su vida, ocurrido
en 1963.
CON ACENTO EXTRANJERO. Cernuda no fue ni pretendió ser un poeta de
impacto masivo. Ese signo individualista abreva en Mallarmé y en Baudelaire:
“Ni una sola vez en mi vida he escrito pensando en el público”, confiesa. Asume la
poesía como una condena irremediable que no deja de ser un pobre sustituto de
la vida, sólo a veces un consuelo brillante. Juan Carlos Rodríguez afirma que los
escritores de esta generación se consideran “única, exclusiva y esencialmente
poetas. Y ello, precisamente, en el decisivo momento histórico (los años veinte y treinta)
en que la función social del poeta está ya herida de muerte (...) de ahí el desprecio
habitual: un oficio que desde Bécquer, y a pesar de él, parecía sólo cosa de adolescentes
indecisos social y sexualmente.” Esta opinión aporta una clave: Cernuda se inmola
frente a ese conflicto entre la sociedad y el poeta. Es el chivo expiatorio,
desafiante ante las convenciones y el buen tono, ante el público y la crítica,
antiespañol –en el sentido de antitradicional– acusador y despiadado. Es, en
suma, la otra cara oculta y necesaria para que brillaran un Lorca o un Alberti.
En 1938 Cernuda obtendrá un contrato universitario en Surrey, pasando
luego a Cambridge, de ahí a Estados Unidos y, finalmente, a México, donde lo
encontrará la muerte. En algún sentido, venía huyendo desde antes del conflicto
que desgarró a su país. Para empezar, su juvenil radicación en Madrid había
sido una huida de su encierro provinciano y la represión familiar. Esa siempre
difícil relación con España expresa un desacomodo vital: la marginación que
sufre (o cree sufrir) como poeta y como homosexual aflora muchas veces en el
repudio y el desdén de los otros, aunque es también prueba de íntima
debilidad, que se refuerza en el cuidado y refinamiento en el vestir y aun en la
extravagancia, lo que revela la fragilidad frente a sí mismo. El destierro se
transforma en una condición vital, como se evidencia en un poema de
Desolación de la quimera (1962): “Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas,/ Sino
seguir libre adelante,/ Disponible por siempre, mozo o viejo”. Sólo en tierra mexicana
pudo recuperar a España, su lengua y su cultura, gracias al renacimiento del
amor que le devuelve la esperanza de un paraíso posible: “Bien sé ahora que tú
eres/ quien me dicta esta forma y esta ansia”.
OLVIDAR UN OLVIDO. A fines de 1963, el crítico uruguayo Ángel
Rama se ocupa de Cernuda en Marcha en ocasión de su muerte. Advierte
entonces la condición heterodoxa del sevillano respecto a su generación, a la
que llegó “tarde para gozarla y demasiado pronto para no sufrirla”. Para Rama, el
poeta abre un nuevo cauce en la lírica española, “sometida al imperio de Federico,
Guillén, Salinas, Alberti, Diego– (...), para tratar de forzarle la mano a la posteridad”.
Efectivamente, al lector actual, sobre todo después de las perspectivas de
Jaime Gil de Biedma y de Octavio Paz, la obra de Cernuda le puede resultar
más interpelante y productiva que la de algunos de sus contemporáneos,
porque manifiesta el desgarro del sujeto entre su identidad individual y su ser
social. A la vez, denuncia las máscaras de ciertas formas de poder –político o
cultural– apostando a cualquier costo por la coincidencia entre ética y estética.
Su marginalidad es una posición frente a la vida, es el resultado de la forma
radical con que asume su homosexualidad y su condición de poeta, como un
destino sagrado, como un martirio, “contra todo”.
Artículo publicado en El País Cultural, Montevideo, Nº 673, 27 de setiembre
de 2002.
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