El Diablo Pálido Alexandra Sumska (2ºB de Bachillerato) Mi abuela siempre me avisó. “El diablo se esconde donde siempre puedas verlo, por eso es el diablo”, decía. Llevaba velas a todas partes porque nunca se fiaba de las bombillas, nunca limpiaba los cristales y, sobre todo, siempre tapaba los espejos. Le daban demasiado miedo como para retirarlos, y nunca dormía cerca de uno. “No hay forma de saber si lo que ves te mira de vuelta, no hay forma de saber si lo que te mira eres realmente tú”. Mi abuela lleva muerta cinco años. La enterré con su vestido de flores y sus zapatos de charol favoritos. Ahora ya no me queda nadie. Un caserío destartalado a diez kilómetros de distancia de un punto habitable, para mí sola. A veces, siento cómo la casa respira, parpadea y palpita bajo mis pies. Ya estoy acostumbrada. En mis ratos libres me paseo por la buhardilla, hojeo alguna revista vieja, escucho la radio, que sólo sintoniza tres emisoras, o canto a pleno pulmón mientras subo de dos en dos los peldaños hasta el piso superio. Estoy segura de que si me quedo quieta, si no hago ningún ruido, todos los espacios y todos los rincones oscuros, en los que nunca me atreveré a mirar, se volverán más grandes y más pesados, y tengo miedo de que tanta oscuridad y tanto vacío puedan aplastarme. Hoy han llamado a la puerta. Nunca llaman a la puerta, este sitio está demasiado lejos de ninguna parte para que alguien se moleste en llamar a la puerta. Y, sin embargo, el timbre me sobresalta mientras recorro con el dedo índice las estanterías de libros polvorientos en la habitación de mi abuela. Me asomo con cuidado al recibidor y veo a una joven señorita de rostro blanquecino y labios rojos a través del cristal de los ventanales. No contesto. Espero impacientemente a que se vaya. Quiero que se vaya. La chica vuelve a pulsar el timbre y los carcomidos cimientos de la casa retumban quejumbrosamente. Entonces, sucede lo inesperado. Un crujido del picaporte y la puerta se abre. Ahí está, bañada en la luz de la mañana, esta extraña que irrumpe en mi sosegada letanía como una escoba que limpia las telarañas. La verdad es que no me había equivocado deseando que se marchara; sus labios no son rojos, su boca está cubierta de sangre. Un grito me araña la garganta, el corazón se me desboca dentro del pecho. “El diablo vendrá vestido de persona y no sabrás que es el diablo hasta que te coja del cuello”. Pero yo no necesito que nadie me coja del cuello, ya sé lo que es el diablo. La chica avanza sigilosamente, moviendo la cabeza como si fuera un depredador. -¡Sal! –Su frito me traspasa al piel y, repentinamente, mi cuerpo reacciona. Echo a correr hacia el pasillo que lleva a la cocina y siento cómo las tablillas traquetean bajo mi peso delatándome. -Vaya, vaya … Me precipito sobre la encimera y agarro uno de los cuchillos. No pienso. No necesito pensar cuando una extraña invade mi casa con sangre alrededor de la boca. Me escondo debajo de los armarios del fregadero. Apenas quepo, pero pongo todos mis esfuerzos en retorcerme hasta ocupar el reducido espacio. Ahora mi respiración parece tan fuerte como una procesión de tamborileros. Este debe de ser el diablo. No existe otra explicación. Ahora me arrepiento de haberme reído tantas veces de mi abuela y de sus maneras de protegerse de él. Nos estaba protegiendo a las dos, aprieto el cuchillo contra la mano hasta que noto un líquido tibio desliarse por mi muñeca y cierro los ojos rezándole a un dios que no existe. -¡No puedes esconderte! ¡Conozco los recovecos de esta casa como conozco mis propias manos! Su voz suena tan cerca… Casi no puedo controlar el temblor de mis rodillas. Por supuesto, es el diablo, conoce cualquier sitio lúgubre como se conoce a sí mismo. Él los construyó. De golpe, tira de la portezuela tras la cual me escondo y su cara aparece delante de mí. Ya no soy capaz de contener otro grito. Su rostro tiene una expresión maquiavélica, la sangre seca en la comisura de los labios, los ojos oscuros como pozos sin fondo y el pelo negro y lacio cayéndole sobre la frente. El diablo pálido ha llegado. Me agarra de la muñeca y soy arrastrada por ella. Trato de vociferar y de patalear, pero es inútil, sus brazos son como abrazaderas de hierro. -¡Odio tus estúpidos jueguecitos! –me chilla cuando me coloca frente a ella. - ¡Márchate, diablo, no te temo! - ¡Por el amor de Dios! –Sus manos se alzan como en una plegaria. -¡No hay ningún diablo! -¿Qué es esa sangre alrededor de tu boca, entonces? –pregunto. La chica se lleva los dedos a la barbilla y se frota los restos rojos. -Es tu sangre. Esta es la segunda vez que lo intentas. Le abofeteo con la mano en la que sujetaba el cuchillo e intento salir corriendo otra vez. -¡No, nada de eso –exclama mientras me sujeta. -¡No podrás llevarme contigo al infierno! –aullo. -Lo haría si allí estuvieras más tranquilita. Extrae algo de su bolsillo trasero y no puedo ver de lo que se trata hasta que me lo pone delante de los ojos. El horror más primario me paraliza todas las extremidades. -¡Mírate, abuela, mírate! ¡No hay ningún diablo! ¡Temes tanto a los espejos porque es tu rostro el que te devuelve la mirada! -¡Intentas engañarme! –arrojo el espejo al suelo que se hace añicos y veo mi vestido de flores y mis zapatos de charol en todos y cada uno de ellos. -Abuela, basta ya. Ya han pasado cinco años. Estoy harta. Siempre me obligas a enterrarte una y otra vez.