La Sagrada Familia: Jesús, Maria y José

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La Sagrada Familia: Jesús, Maria y José
28 de diciembre de 2008
Gn 15, 1-6. 21,1-3. Mira al cielo, cuenta las estrellas, si puedes. Así será tu descendencia
Sal 104. Que se alegren los que buscan al Señor. Buscad continuamente su rostro.
Hb 11, 8. 11-12. 17-19. Por la fe obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia una nueva tierra.
Lc 2, 22-40. Éste está puesto para que muchos caigan y se levanten, será una bandera discutida.
La familia, comunidad de vida y amor
La familia, por ella misma, contiene un secreto: está formada por personas que se
quieren. Juan Pablo II, citando el Concilio Vaticano II dice que «la familia tiene la misión de
ser cada vez más lo que es, es decir, comunidad de vida y amor» (FC 17; cf. GS 48).
Concretándolo más en su función educativa, el Compendio de Doctrina Social añade que «en
la familia se aprende a conocer el amor y la fidelidad del Señor, así como la necesidad de
corresponderle. Los hijos aprenden las primeras y más decisivas lecciones de la sabiduría
práctica, a las que van unidas las virtudes. Por todo ello, el Señor se hace garante del amor y
de la fidelidad conyugales» (CDSI, 210).
En el misterio de la Navidad que inunda nuestros ambientes, comunidades y familias,
estamos viendo que «Jesús nació y vivió en una familia concreta aceptando todas sus
características propias y dio así una excelsa dignidad a la institución matrimonial,
constituyéndola como sacramento de la nueva alianza (cf. Mt 19,3-9). En esta perspectiva, la
pareja encuentra su plena dignidad y la familia su solidez» (íbid.). Por ello, nos fijamos en la
Sagrada Familia, la familia de Jesús, María y José y la contemplamos como aquel espejo en el
cual queremos vernos todos reflejados porque en él se ha hecho presente Dios que es Amor.
Si hoy, fiesta de la Sagrada Familia, contemplamos la familia de Nazaret como
modelo de referencia para nuestras familias es porque de María, José y Jesús podemos
aprender su forma de ser y de vivir. A su lado aprendemos a orar, a tratarnos con amor, a
colaborar responsablemente, a avanzar juntos en aquel crecimiento que nos lleva a la madurez,
de la misma manera como Jesús se sentía acompañado. Así nos lo dicen las últimas palabras
del Evangelio de hoy: «cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley, se volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de
sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba» (Evangelio). Hasta este momento han pasado
muchas cosas, las que sabemos y las que quedan escondidas en el silencio de Dios, como
también pasa en cada una de nuestras familias en el proceso educativo de cada uno de sus
miembros. Dios conoce el esfuerzo silencioso de tantos padres madres a través del cual no
han hecho otra cosa que amar entrañablemente a sus hijos y siendo un ejemplo para ellos.
Cada persona es un proyecto en el corazón de Dios que va apareciendo y realizándose
paulatinamente. Jesús pasa por esta misma experiencia, como nos acaba de decir el Evangelio:
crecía, se robustecía, iba llenándose de la sabiduría y la gracia de Dios lo acompañaba. Otro
relato dirá que este crecimiento se realiza ante Dios y ante los hombres. Estamos, pues, ante
una educación integral que tiene en cuenta todos los elementos necesarios para llegar a la
madurez, que es crecimiento interior y testimonio vivo, una vida que va haciéndose en la
medida en que se afrontan los retos de la convivencia familiar y los condicionamientos que
impone la vida social. Por eso la familia es tan importante para la persona y para la sociedad.
Es importante, en primer lugar, porque «en esta cuna de la vida y del amor, el hombre
nace y crece. Cuando nace un niño, la sociedad recibe el regalo de una nueva persona que está
llamada desde lo más íntimo de sí a la comunión con los demás y a la entrega a los demás. En
la familia, por tanto, la entrega recíproca del hombre y de la mujer unidos en matrimonio, crea
un ambiente de vida en el cual el niño puede desarrollar sus potencialidades, hacerse
consciente de su dignidad y prepararse a afrontar su destino único e irrepetible» (CDSI, 212; cf.
Juan Pablo II, ChL 40 y CA 39).
En segundo lugar, porque «la comunidad familiar nace de la comunión de las personas:
la comunión se refiere a la relación personal entre el “yo” y el “tú”. La comunidad, en cambio,
supera este esquema apuntando hacia una sociedad, un “nosotros”. La familia, comunidad de
personas, es por consiguiente la primera “sociedad” humana» (CDSI, 213; Juan Pablo II, Carta a las
Familias, 7). Más aún, «una sociedad a medida de la familia es la mejor garantía contra toda
tendencia de tipo individualista o colectivista, porque en ella la persona es siempre el centro
de atención en cuanto a fin y nunca como medio».
¿Cómo podemos vivir hoy esta comunión familiar para que sea un buen fermento para
la sociedad? Siendo realistas, no resulta fácil responder cuando el fenómeno del
individualismo pone en cuestión la fidelidad matrimonial y la estabilidad familiar. Cuando
aparece la ruptura se pierde la capacidad educadora y resulta casi imposible el normal
crecimiento de los hijos. Más, si se respira un ambiente general que no valora la familia, que
no entiende el matrimonio como compromiso definitivo, que banaliza sus relaciones y marca
distancias en el reconocimiento al derecho a la vida en todas sus dimensiones. La Palabra de
Dios, tanto el texto del Génesis como el de la Carta a los Hebreos, ambos referidos a Abrahán,
pone delante de nosotros la importancia decisiva de la fe como propuesta de solución. Lo que
muchos matrimonios y familias padecen, junto a una crisis de relación humana ¿no es
sobretodo un vacío de Dios y del sentido que Él puede dar a la vida? ¿Acaso no ha habido un
abandono de la fe, una crisis de confianza? La apertura a Dios abre un nuevo horizonte.
Por todo ello, hemos que trabajar sin descanso por una profunda renovación de la
familia en lo que constituye su auténtico fundamento: la fe en Dios. Fijémonos en Abrahán y
Sara: «Por la fe, obedeció Abrahán a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en
heredad… Por la fe, también Sara obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por la fe,
Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac, su hijo único… Abrahán pensó que Dios tiene
poder hasta para resucitar muertos» (2ª lectura). La fe es fuerza para el presente y esperanza
de futuro. Podemos estar seguros que es posible proponer y seguir este camino cuando el
matrimonio cuenta con la gracia del Sacramento y toda la familia con la fuerza del amor.
Lo importante será tener convicciones firmes y tomar decisiones. Jesús lo demostrará
a lo largo de su vida pública porque lo ha aprendido durante los años de vida oculta en
Nazaret y porque siempre ha confiado en Dios, su Padre. Cuando es presentado en el templo,
sus padres, María y José, admirados por todo lo que se decía del niño, escuchan el sabio
pronóstico del anciano Simeón: «Este niño está puesto para que muchos en Israel caigan y
se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos
corazones» (Evangelio). Ante Jesús nadie queda indiferente, incluso la indiferencia ya es una
toma de postura definida ante Él. Hay que decidirse por el seguimiento, por el testimonio de
su vida en cada una de nuestras familias, ya que en ellas tienen que nacer, crecer y madurar la
semilla de la fe y los gérmenes de la vocación cristiana en todas sus formas de respuesta.
Hoy es un día especial para dar gracias a Dios porque a través de la familia hemos
podido conocerle y amarle, a la vez que le pedimos que cada familia, como comunidad de
vida y amor y a ejemplo de la Familia de Nazaret, vele por cada uno de sus miembros para
que sean reconocidos en su dignidad y desde su responsabilidad transformen la sociedad.
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