Falsa promesa / Alejandra Zina

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Falsa promesa / Alejandra Zina
La peluquerÃ-a era una habitación pobre de una casa pobre con piso de ladrillo, las dos ventanas que daban a la calle
estaban tapadas por unas lonetas de hule blanco, aun asÃ- el sol del mediodÃ-a se colaba por los costados. No habÃ-a
gente esperando ser atendida, tampoco habÃ-a revistas para leer, apenas entrábamos nosotras y los objetos. Todo lo
que nos rodeaba estaba gastado o desvencijado: la silla giratoria que no giraba, la bacha de plástico cascada, el
secador colgado de un clavo de la pared, los cepillos con pelos enredados. Al lado del espejo habÃ-a tres diplomas de
marco celeste. Rosa Amelia, leÃ- en voz alta. Amelia era mi madre, dijo la peluquera. Se llama igual que vos, le dije a
mamá, como si el nombre compartido pudiera atenuar cualquier posible diferencia que surgiera después entre ellas.
    Mamá se sacó la boina de lana y la lluvia de pelo cayó sobre el respaldo de la silla cubriéndolo por completo. Lo
tonos variaban en la caÃ-da. Blanco en las raÃ-ces, gris en el largo, amarillo en las puntas.
    —LarguiiÃ-simo... —suspiró Rosa, emocionada.
    Las viejas del geriátrico no dejaban de preguntarle a mamá cuándo se lo iba a cortar. Cuándo cuándo.
    —Les da rabia porque ellas tienen poco y finito. Me tienen harta. Al final les dije que habÃ-a hecho una promesa a la
Virgen de Luján, asÃ- se dejan de joder, es la virgen que está más cerca —dijo mamá, y sonrió satisfecha, como si se
hubiese salido con la suya.
    Antes de empezar, Rosa nos explicó los pasos como si se tratara de una operación quirúrgica: un corte seco
seguido de la tintura, emparejar, y finalmente el peinado. Con una sola mano apretó el ramillete de pelo, tiró hacia
abajo como si estuviese pelando la barba de un choclo y me preguntó si me lo querÃ-a llevar. Mamá guardaba esa
clase de recuerdos, cuando tuvimos que desarmar la casa para venderla encontré una bolsita con dientes escondida en
un cajón de su escritorio, como si descubriera la tumba de una vieja civilización. Era la prueba de que Ã-bamos
creciendo. Le contesté que no, no querÃ-a llevarme su pelo. Mamá también se negó con un quejido, como si le
estuvieran ofreciendo llevarse un trasto viejo. Rosa dijo que entonces se lo quedaba ella, aunque tenÃ-a que trabajarlo
mucho para usarlo como extensiones. Varias veces nos aclaró cuánto le iba a costar sacarlo bueno, que asÃ- como
estaba no servÃ-a para nada. Como si quisiera desalentarnos, como si tuviera miedo de que se nos ocurriera cambiar de
opinión.
    Rosa agarró la tijera más grande y yo me paré a un costado de la silla para seguir sus movimientos, su brazo y
sus dedos tensos haciendo fuerza para que el filo avanzara sin trabarse. Ese primer paso duró dos o tres minutos.
Mamá se miraba en el espejo con expresión muda, casi sin pestañear. Rosa levantó la cola larga en el aire como si
acabara de pescar una presa difÃ-cil, en una maniobra veloz anudó el pelo con una bandita elástica y lo apoyó sobre la
tabla que hacÃ-a de mostrador, ahora era una culebra enroscada sobre sÃ- misma.
    Rosa se metió detrás de una cortina y volvió con un catálogo de donde colgaban unos pocos mechones postizos
y descoloridos. Te conviene este castaño, dijo, pero mamá acariciaba el mechón rubio. Rosa insistió, un tono oscuro
tapa mejor. Mamá contestó con un Bueno casi inaudible, asÃ- es ella: o se amotina o se entrega sumisa. La crema
marrón se fue esparciendo como una cobertura de chocolate sobre el pelo gris. Durante años intenté convencerla para
que se arreglara (para que la imagen de mi cabeza coincidiera con la mujer de carne y hueso), después me acostumbré
a verla asÃ-, arrastrada por el paso del tiempo: las uñas crecidas, el vello crecido, las canas creciendo como algas, el
olor vergonzoso de la ropa transpirada, la gordura.
    Rosa tuvo que usar el doble de tintura porque cinco años de canas no se tapan asÃ- nomás. Le quedó un
castaño ceniciento, incierto, cortado al ras de los hombros, con las puntas redondeadas hacia adentro con el secador.
La silla no podÃ-a girar, asÃ- que se puso de pie para verse en todos sus flancos.
    —Lo hiciste muy bien, muy bien —dijo mamá, como si le hablara a una empleada en su primer dÃ-a de trabajo. Nu
pierde su aire de superioridad.
    —¿En serio te gusta? —volvÃ- a reforzar la pregunta de Rosa.
    —SÃ-, claro. Es lo que yo querÃ-a —dijo moviendo la cabeza en una y otra dirección. AsÃ- también es ella: cuid
elogios como si valieran fortuna.
ÂÂÂÂ
    ¿Cuánto nos darÃ-an?, me preguntó mamá una vez que salimos caminando. En el geriátrico le dijeron que tenÃ
que venderlo, que era una tonta si no lo hacÃ-a. Le contesté que no tenÃ-a idea, Susana Giménez compraba el pelo
platinado de nenas albinas y lo pagaba carÃ-simo. Cinco o seis mil pesos por kilo.
    Cuando escuchó la cifra, mamá abrió la boca y aspiró como si le faltara el aire.
    —Y por el mÃ-o, ¿cuánto nos darÃ-an? —volvió a preguntar.
    —El tuyo estaba arruinado.
    —Para peluca tiene que servir. Estela, del pensionado, tenÃ-a varias pelucas, las limpiaba al vapor y les ponÃ-a
ruleros. Hay muchas mujeres peladas hoy en dÃ-a. Actrices...
    —¿Vas a volver vos a buscarlo? —pregunté, frenando la caminata.
    Mamá sacudió su melena nueva, algunas canas seguÃ-an brillando como hilos dorados, se agarró de mi brazo y
retomó la marcha, como si la conversación anterior nunca hubiese existido.
ÂÂÂÂ
    Pasaron unos dÃ-as hasta que hablamos por teléfono y me contó del revuelo que causó en el geriátrico. Las
mucamas, las enfermeras, los viejos, los familiares de los viejos, conocidos y desconocidos se acercaron a felicitarla, a
decirle que se habÃ-a quitado veinte años de encima. Estaba tan cambiada, tan desenvuelta, que algunos no la
reconocieron y pensaron que era una visita. Alivio y fe, eso era lo que sentÃ-an todos al verla sin esa sucia cola gris que
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Generado: 19 November, 2016, 10:32
le llegaba a la cintura. Como si los hubiese liberado de una carga que pesaba en sus cabezas.
    Varios quisieron saber qué habÃ-a hecho con el pelo.
    —¿Y vos qué les dijiste?
    —Que hice un buen negocio, eso dije.
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