1. El final La última cena Axel cerró la puerta luego de despedirse. Juan Carlos y María Elena quedaron solos. —Vamos al cine con Steffi. Vuelvo tarde. No volvieron a oír más esa voz, la de su único hijo. La siguiente vez en que lo vieron, él estaba muerto, con un agujero de lado a lado en la cabeza hecho por una bala. Esa despedida dejó a María Elena Usonis, la madre, encerrada en su habitación, repitiendo al que intente animarla que “ya no tengo razón para vivir”. Esa despedida dejó a Juan Carlos Blumberg, el padre, en la plaza frente a una multitud. Convertido en un impremeditado líder social. Admirado y demonizado. Temido por los políticos. Rodeado de decenas de personas, codiciada su compañía por cientos, vitoreadas sus frases por decenas de miles, firmado su petitorio por millones. Pero siempre solo. Como cuando cada noche sube a la habitación intacta de su hijo asesinado para contarle los logros del día en su Cruzada y dejarle alguna foto o souvenir. Solos los dos desde aquella noche del miércoles 17 de marzo de 2004 en que Axel había llegado a la casa a las nueve, y apenas se sentó con ellos unos minutos para cenar apurado. Venía de la facultad, donde cursaba el último año de ingeniería industrial, la misma carrera que su padre, pero en una universidad privada y sin el apremio de tener que trabajar para sobrevivir, como le había pasado a Juan Carlos. A las nueve y media ya estaba saliendo. Había arreglado pasar a buscar a su novia por su casa para ir al cine en una sala del shopping Unicenter, sobre la autopista Panamericana. De paso, pensaban tomar algo. La película empezaba a las 22.40 y la había elegido él. El pago, de John Woo, combinaba cuatro cosas que le gustaban: acción, ciencia ficción, una historia de amor y tecnología. 9 Alto, rubio, de ojos celestes y con cuerpo delgado pero atlético, Axel no se arregló especialmente para el programa. Salió con un jean y una remera de algodón de mangas largas. El día había sido caluroso y la temperatura de la noche era agradable. Subió al reluciente Renault Clio verde agua metalizado de cuatro puertas que su madre acababa de comprar y le prestaba cuando él lo necesitaba. Le sacó la traba antirrobos del volante y arrancó hacia la casa de Steffi Garay. Sabía las 35 cuadras del camino de memoria. Había cursado 14 años —desde jardín de infantes hasta egresar— del colegio alemán Goethe con Martín, el hermano mayor de Steffi, visitándolo cientos de veces. A los 23 años seguían siendo amigos. A ella la conocía desde que estaba en la panza y por años fue la “hermanita”. En junio de 2002, unas clases de matemáticas que le daba para ayudarla en el secundario pasaron del álgebra a los besos. Entonces Steffi tenía 16 años y Axel 21: tuvieron que guardar el secreto. Pero cuando a ella le fue bien en las materias y siguió visitando la casa de Axel “para estudiar” el romance se hizo público. El elegante chalé de ladrillos a la vista de los Blumberg está en la calle Estrada, a dos cuadras de las vías del tren hacia el lado de Libertador, en una zona residencial de Martínez que intercala lindas casas de dos pisos y techos de tejas francesas con mansiones de amplios jardines custodiadas por seguridad privada. Los lomos de burro vuelven el tránsito lento y pueblerino. La casa de Steffi queda al otro lado de la avenida Maipú, todavía en Martínez, pero casi llegando a Panamericana. Es una zona de poco movimiento, que mezcla sin mucha armonía algunas construcciones modernas (la de Steffi, de hecho) con chalés de los años 50 más modestos y algunas viviendas venidas a menos. Axel manejó cinco cuadras, pasó las vías por la barrera de Pacheco y siguió rumbo a la Panamericana por Corrientes, cruzando la avenida Maipú. No iba apurado. La banda —Esta noche laburamos —les había dicho Martín El Oso Peralta a José El Negro Díaz y a su hermano menor, Carlitos, al salir por la mañana. A las seis de la tarde volvió a las casillas que alquilaban los hermanos Díaz en Santa Paula, un barrio de Moreno con calles de tierra, veredas de pasto y construcciones sin revoque, pintadas a la cal y con techos de chapa. Con ellos estaba Ma10 tías 1 , un conocido de los Díaz. Cuando ya oscurecía, a eso de las ocho, salieron en el Volkswagen Gol de tres puertas en el que andaba El Oso. Era azul metalizado, con vidrios polarizados y llantas deportivas. Llevaban tres armas: una pistola calibre 45 con silenciador de El Negro y dos revólveres 38, que se calzaron Matías y Carlitos. El Oso se sentó al volante. Entre su panza colgante, sus fornidos brazos y sus gruesas piernas sumaba 115 kilos a los 23 años. Él era quien daba las órdenes. Compensaba su voz aflautada con prepotencia y brutalidad. Aunque le gustaba mandarse la parte, los demás lo respetaban porque era un tipo experimentado en el delito: se había dedicado a las salideras bancarias, a los robos de autos a mano armada y también a los secuestros, tanto extorsivos como exprés 2 . La cicatriz que tenía bajo su ojo izquierdo recordaba el puntazo de una pelea en uno de sus pasos por la cárcel. Sus dientes postizos eran signo de una infancia sin cuidados y una repentina disponibilidad de dinero mal habido para subsanar, al menos, las apariencias. Como siempre que iba a entrar en acción, El Oso se puso un chaleco antibalas, recordándose en voz alta: —Al primero que le tira la “gorra” 3 es al que maneja. A su lado se sentó El Negro, también de 23 años. Su cuerpo flaco estaba lleno de tatuajes. En sus brazos se leía: “Padre-Madre”. En su mano izquierda, el nombre de su hijo. Una serpiente cruzada por una espada simbolizaba la promesa de matar a un policía. Y los cinco puntos dentro de un corazón implicaban la consigna más general de “muerte a la Policía”. Dragones y calaveras, una paloma en el pecho y nombres de novias y amigos completaban el torso, los brazos y hasta las piernas. El Negro era un tipo que a veces se pasaba de violento, pero tenía el mérito de ir al frente. Atrás de El Oso se sentó Carlitos, hermano menor de El Negro. Sin rastros de barba, a los 17 años aún conservaba una cara de bebé, a pesar de haber huido ya de varios reformatorios donde había estado detenido por robos. Ser petiso acentuaba su aspecto aniñado, al que ahora había agregado un pelo corto teñido de rubio claro. Y si bien todavía era un poco inexperto, era voluntarioso y dispuesto. 1 El nombre es ficticio ya que se trata de un menor y, por cuestiones legales, no se puede difundir su identidad. El resto de la información sobre el personaje es verídica. 2 Secuestro exprés: cuando capturan a una víctima, cobran un rescate en poco tiempo y la liberan. 3 La “gorra”: la Policía. 11 Junto a Carlitos se sentó Matías, al que le faltaba menos de un mes para cumplir los 17 y ya tenía una detención por robo con armas con el consiguiente paso por un instituto de menores. Matías era amigo de los Díaz de la Villa Rififí, de Moreno. Desde que tenía 13 años su madre intentaba evitar que los viera para que no siguiese el camino que justamente estaba tomando, una vez más, aquella noche. A los hermanos Díaz y a El Oso los unía un mismo odio hacia la Policía. Hacía cuatro años Roberto, otro hermano de los Díaz, había muerto en un tiroteo. Lo mismo le había ocurrido hacía un año a Fernando, hermano de El Oso. Los Díaz y El Oso habían hecho ya varios secuestros y robos juntos. En algunos había participado también Matías. En los últimos cuatro días, El Oso había vuelto a contactar al grupo proponiéndoles hacer “algunos laburitos”. A eso salían. De cacería Para dejar atrás Moreno tomaron la ruta 23, más conocida como Avenida Mitre. Es una asfaltada de doble mano que corre paralela al Camino del Buen Ayre algunos kilómetros más al norte, pero cruza por el centro de San Miguel. En el mar de autos, camiones y colectivos es fácil pasar desapercibido y perderse en alguna villa o barrio humilde lindero en caso de ser seguidos por la Policía. Luego de San Miguel, empalmaron por la ruta 202, pasaron por Campo de Mayo, Los Polvorines y llegaron hasta la Panamericana, a la altura de Don Torcuato. Tomaron la autopista hacia la derecha, en dirección a Capital. Cinco minutos después, a la altura del shopping Unicenter, casualmente el mismo que había elegido Axel para ir al cine, El Oso Peralta dejó la autopista y comenzó a dar vueltas por calles de chalés con cuidados jardines en el frente, manejando rumbo al Río de la Plata. Así llegaron hasta Olivos. Estaban abiertos a lo que se diera. Una posibilidad era hacer un secuestro exprés. Claro que si la víctima tenía aspecto de ser muy rica, la llevarían a las casillas para negociar un pago mayor. A El Oso también le cabía un “levante”: buscaba algún auto para robar, sobre todo un Renault Mégane, ya que en un desarmadero le habían encargado ese modelo para “cortar”4 . —Aunque no sea un Mégane, si nos cruzamos con una buena 4 “Cortar”: en la jerga, desarmar un auto robado y vender los repuestos. 12 nave, nos la llevamos igual, porque ésta es una verga. Necesitamos una nave para laburar piola y poder escaparnos bien. El Oso era el chofer, además de fanático de los autos. Esa mañana había llevado a arreglar la cupé Gol en la que andaban para tenerla en buenas condiciones. Le habían ajustado los semiejes y las ruedas, pero seguía disconforme con el tren delantero. En el ir y venir llegaron hasta el río, a una playita en Olivos. Casi no se cruzaron con modelos Mégane, y cada vez que veían alguno, había un patrullero o mucha gente cerca. —¿Qué mierda pasa hoy que nadie se regala? El Oso protestaba frustrado cada vez que comenzaba a seguir un auto de lujo para secuestrar al conductor y no lo lograba. Desde Olivos rumbeó hacia el norte, a San Isidro, hasta que se cruzaron con otro patrullero y doblaron en dirección a la Panamericana. —Creo que nos volvemos. Entonces apareció en la esquina un Clio verde agua nuevo, que pasaba despacio y se dirigía hacia una zona de poco tránsito y sin comercios. —Seguilo, seguilo, a ver si a lo mejor por ahí se regala. “Mi viejo murió hace años” Sin darse cuenta del auto que iba detrás de él, Axel hizo siete cuadras, dobló a la izquierda y, en la segunda esquina, a la derecha. Avanzó unos 150 metros por la calle Dorrego y estacionó a mitad de cuadra, justo frente a las cocheras de la casa de su novia. Tardó un minuto en bajar, porque puso la traba antirrobos al volante. A menos de 50 metros, el Gol avanzaba hacia él. —Vamos a levantarlo. Carlitos, El Negro y Matías se cubrieron las caras hasta justo debajo de los ojos con cuellos de abrigo de tela polar. El Oso detuvo el auto a la par del Clio de Axel y ordenó: —Bájense. Cuando Axel estaba por salir del auto, Carlitos y El Negro lo interceptaron. Carlitos le apuntó con su revólver calibre 38 y El Negro con su pistola 45 con silenciador. —Callate la boca y subí. Por orden de El Oso, Matías también bajó, pero para doblar la patente del Gol. Entraron a Axel por la puerta del acompañante y le pusieron uno de los cuellos polar en la cabeza, tapándole los ojos. Le saca13 ron la billetera, donde tenía unos setenta pesos y varias tarjetas. —¿Cómo te llamás, pendejo? Decime tu nombre. —¿Por dónde vivís? Sos de por acá, ¿no? —¿De qué labura tu viejo, la concha de tu hermana? —¿Cuánta plata hay en tu casa? ¿Hay guita? Lo ametrallaron a preguntas. Mientras, lo pasaron al baúl por adentro, bajando el asiento de atrás. La pregunta que más se repetía era: —¿Cuánta guita hay en tu casa? —No hay más de 200 pesos. Estamos quebrados, no tenemos un mango. Mi viejo murió hace años. Vivimos en un barrio pobre —dijo con voz temblorosa Axel. El auto nuevo, la zona por la que se movía y las tarjetas de crédito lo desmentían. En su billetera había dos extensiones de tarjetas del Citibank —American Express y Diners—, una tarjeta de cajeros Link Maestro del Banco Nación, una Banelco del Banco Itaú, además de la credencial del Instituto Tecnológico Buenos Aires (el ITBA, la universidad privada en la que estudiaba). Entre otras tarjetas que vieron había una de descuento del hipermercado Jumbo, otra de Aventura Center de las Galerías Pacífico y la Tarjeta Joven Bonaerense del Banco Provincia. También llevaba la cédula verde del auto, a nombre de su madre, su registro de conductor y una credencial de una prepaga de medicina. Desde adelante, El Oso ya había calibrado la situación. Pediría un rescate en el momento a la familia para liberarlo rápido. Les dijo a los Díaz: —Pásenme el teléfono del guacho, así llamo y pido la guita. —No tiene. —¿Cómo que no tiene? La puta que lo parió. —¿Qué hacemos? ¿Lo llevamos? El Negro seguía interrogando a Axel. Se sumó El Oso. —Mirá, Axel, decime, boludo, si tenés la plata o no, aunque sean mil mangos y te vas, ya te largo. Con mil mangos te vas. —Estamos quebrados, no tenemos un mango. —Dale, boludo, decime lo que tengas, que acá mando yo, y te vas rápido. Intentó ablandarlo, ducho en psicopatear a sus víctimas. Axel les había dado el número de teléfono de su casa, pero no querían arriesgarse a parar en un locutorio a llamar y ellos tampoco tenían un teléfono celular. Así que rápido, pero sin llamar la atención, El Oso manejó las veinte cuadras que lo separaban de Panamericana, tomó la autopista, otra vez pasó delante del shopping Unicenter al que iban a ir Axel y Steffi al cine, hizo ocho kilóme14 tros hasta la ruta 202 y dobló a la izquierda, con rumbo a San Miguel. Y desde allí empalmó otra vez Avenida Mitre hacia Moreno, el lejano oeste del conurbano. “¿Y Axel dónde está?” Martín llegó de la calle y, luego de saludar a todos, se sorprendió de que su hermana estuviera sola. —¿Y Axel dónde está? —Todavía no llegó. —¿Cómo que no? Si el auto está afuera. —¿Qué? —se exaltó Steffi. En un segundo, los dos estaban en la vereda. Los siguieron sus padres. El auto de Axel estaba justo frente a su chalé de dos pisos. Cuando se acercaron, descubrieron que tenía la traba del volante puesta, tal como la dejaba Axel, pero que la puerta del lado del conductor estaba entornada, sin cerrar. A las 22.10 Steffi llamó por teléfono a la casa de los Blumberg. Su voz sonaba intranquila. Les contó que el auto de Axel estaba estacionado frente a su casa, pero que él nunca había llegado. Juan Carlos subió al volante de su Mercedez Benz 300 sedán gris metalizado, modelo 90. María Elena se sentó a su lado. Al llegar, los Garay ya estaban muy preocupados. Alejandro, el padre de los chicos, había recorrido las casas de los vecinos preguntando, sin suerte, por algún indicio. Pero a esa hora no había gente en la cuadra, que está bastante bien iluminada. Se convencieron pronto de que era un secuestro. —Ojalá sea una de estas cosas rápidas, que llaman y lo liberan —deseó Liliana Garay, la madre de Steffi. Meses después, ella recordaría: “Todos estábamos desesperados, fue una sensación de violación, de desesperación, de miedo. Una mezcla de sentimientos terribles, algo muy duro. De todas maneras logramos organizarnos. Nosotros somos gente culta, racional. Consideramos que lo que teníamos que hacer era avisar a la Justicia, y que ellos nos dijeran cómo proceder. Teníamos mucho miedo, pero actuamos. El pánico no nos paralizó”. Santa Paula A la hora en que en el Unicenter comenzaba la película de John Woo y Michael Jennings aparecía junto a Uma Thurman en 15 la pantalla del cine con una ambientación levemente futurista, Axel llegaba al barrio Santa Paula saltando en el baúl del Gol por los pozos de las calles de tierra. Cuando el auto frenó, Carlitos y El Negro, dueños de casa, bajaron para abrir el portón. Axel escuchó el rechinar de las bisagras oxidadas. El Oso entró y estacionó quince metros más adelante. Bajaron a Axel, que caminó apenas tres metros por el terreno desparejo de pasto crecido, hasta una precaria casa de material con puerta de chapa y techo de tejas a un agua que no pudo ver porque seguía con la cara tapada. Era la segunda casilla de un grupo de tres pequeñas construcciones sobre un lote de unos diez metros de frente que daba a la calle Goya. Tenía cincuenta metros de fondo y llegaba hasta la calle Einstein. Ninguna de las dos calles tenía tránsito: después del terreno en el que estaban las tres casillas, ambas se cortaban por el paso de un arroyo maloliente. Un par de puentecitos enclenques de madera permitían cruzar caminando hacia el otro lado, donde seguía el barrio. Sobre el portón y el alambre que daban a Goya, los Díaz habían colgado una mediasombra para que los vecinos no se convirtieran en testigos molestos de traslados como el que acababan de hacer. En la construcción del medio, en la que entraron a Axel, vivían Carlitos y Vanesa La Colorada Maldonado, su novia de 17 años. Más alta que él, La Colorada era “una linda piba, buen lomo, 90-60-90”, según la recordaría una vecina. Tenía algunos granos en la cara, piel tostada y usaba ropas provocativas. Por el barrio Carlitos andaba en una moto roja que se había comprado con su parte de los 78 mil pesos del rescate en otro secuestro hecho junto a El Oso, el de Ana María Nordmann de Karaviaz, hacía cuatro meses, en noviembre de 2003. Por ese secuestro El Oso tenía un pedido de captura, pero realmente ya nadie lo buscaba. La casilla del medio estaba separada de la primera, que daba a Goya, por seis metros de pasto crecido y un pequeño alambrado interno. Esa otra construcción tenía unos tres metros de ancho por ocho metros de profundidad y techos de chapa. Allí vivía El Negro junto a su pareja, Andrea Mercado, de 27 años, y cuatro chicos: tres nenas de 9, 5 y 3 años, hijas de Andrea y su primera pareja, y un varón, hijo de El Negro y una mujer anterior. Llevaban cuatro meses juntos y, entre secuestros y robos, intentaban ser una familia. Para enero habían abierto un precario kiosco, que Andrea atendía desde la ventana del living que daba a la calle. El Negro le solía pedir a un vecino una bicicleta para abastecerse de yerba, azúcar, fideos y cervezas que compraba en un mayorista con los 150 pesos que Andrea cobraba por un Plan Jefas de Hogar 16 del Gobierno. Luego revendían la mercadería. Para reforzar los ingresos, El Negro además ofrecía electrodomésticos robados por la zona. Justamente la mañana de ese miércoles en que secuestraron a Axel, Andrea había ido a inscribir a la mayor de las chicas en quinto grado de la escuela del barrio, la número 55, bautizada “Maestro Antonio Lambin”. La nena venía siguiendo a los saltos la vida de su madre. El año anterior había cambiado dos veces de escuela, y, en las mudanzas, habían perdido hasta el boletín. Al fondo, ocho metros más atrás de la segunda casilla, había una tercera construcción, también de techos de chapa, que estaba desocupada. Desde mediados de diciembre, los hermanos Díaz y sus novias se habían mudado a Santa Paula. Venían de la Villa Rififí, así que el barrio, por pobre que fuera, y esas casas de material, por precarias que fueran, representaban para ellos un ascenso social que habían ganado a punta de pistola. Sus nuevos vecinos eran paraguayos dedicados a la albañilería. Viejos empleados industriales llegados del norte argentino, ahora reconvertidos en cartoneros. Y muchos jóvenes sin trabajo ni estudios que se juntaban a tomar cerveza en el flamante kiosco luego de jugar al fútbol en el descampado de tierra, al otro lado del arroyito putrefacto. Los Díaz se habían hecho respetar rápido: el desfile de autos caros —y robados— con los que se aparecía El Oso en un barrio donde todos andaban de a pie o en bicicleta no podía significar otra cosa que ellos eran chorros. “Venían con autos nuevos. Uno era igual al Auto Fantástico”, describiría una vecina. También las zapatillas Nike y las ropas de marca resaltaban entre los colores desteñidos con que vestían todos. Y por si quedaba alguna duda, estaban los disparos que, de tanto en tanto, se escuchaban sobre la cumbia villera que sonaba a todo volumen hasta tarde en las noches. Las tres casillas eran de Elena La Turca Barroca, una mujer temida en el barrio por su mala fama y mal carácter antes que respetada por ser una pequeña potentada en ese horizonte de marginalidad y pobreza. Por cada una de las dos que ocupaban, los Díaz habían acordado un alquiler de unos 120 pesos por mes, de pago muy irregular. La Turca tenía su propia casa a cuatro cuadras, en la que vivía junto a su hija, su yerno, un nieto y el consuegro. Allí también disponía de una casilla para alquilar. Además, era la dueña, o al menos la ocupante, de un campito de aproximadamente una hectárea, conocido como “Los Cuatro Vientos”. Quedaba en los fondos del terreno donde vivían los Díaz, cruzan17 do la calle Einstein, que no hacía honor al ilustre nombre con que la habían bautizado por ser todavía más angosta y menos transitada que Goya. Un horno de ladrillos, algunas ovejas y vacas que ordeñaba para hacer queso, perros raquíticos que ladraban de noche y cardos secos eran sus bienes en “Los Cuatro Vientos”. A ese submundo había ido a parar Axel en poco más de media hora de viaje. El joven atlético era ahora una sombra que caminaba gacha en la noche, similar a otros encapuchados que los vecinos ya habían visto pasar en noches anteriores. Un cuerpo a merced del sadismo de sus captores, que le gatillaban el revólver descargado en la nuca. Un ser humano convertido en mercancía de un negocio regulado por la codicia y el humor violento de sus “dueños”. Cuando llegaron los hombres, La Colorada estaba en la casilla de adelante, dándole de comer al hijo de El Negro. En la casilla del medio, sentaron a Axel sobre una butaca de auto en la cocina, le taparon los ojos con una tira de toalla azul y lo ataron de pies y manos con pedazos de una sábana blanca con dibujos infantiles que rompieron en el momento. Matías se fue a la casilla de adelante a charlar con La Colorada. Solía pasar bastante tiempo allí, porque ayudaba a El Negro y a Andrea, que esa noche no estaba, a atender el kiosquito. —¿Trajeron a alguien? Matías prefirió no responder. Una respuesta equivocada era equivalente a la furia de El Oso, que Axel estaba descubriendo en la casilla del medio. Aturdido por la radio a todo volumen, seguía siendo sometido a un interrogatorio. El Negro se ponía violento, El Oso alternaba entre preguntas más profesionales y refregarle el arma por la cara. Carlitos insistía con las preguntas, con el eco del aprendiz que imposta su voz. Le pidieron el número de teléfono de su casa, que Axel les dio otra vez. Luego preguntaron si tenía algún familiar con plata. Golpeado y asustado, Axel se mantuvo con su historia, que creyó la mejor opción: —Mi padre murió y mi mamá está muy enferma y no gana mucha plata. No tengo familiares de plata. Aburridos, después de un rato, salieron al patio y fumaron unos porros mientras decidían que llamarían a la mañana siguiente para pedir el rescate. El Oso se fue también a la casilla de adelante y se puso a charlar con La Colorada. Le contó que en su casa ahora tenía “una visita”. Justo llegó Santiago5 , conocido de los Díaz de la Villa Rififí. 5 Por ser también menor de edad, es otro nombre ficticio. El resto de la información es veraz. 18 El Oso lo había contactado dos días antes en la Plaza de Moreno, donde lo encontró fumando marihuana junto a Carlitos, y le había preguntado si le interesaba ganarse unos pesos cuidando a un secuestrado. Santiago había aceptado y su primera misión fue ir a comprar comida para la cena. Se puso a cocinar un guiso de pollo. La recorrida y el porro les habían dado hambre, así que pelaron hasta el último hueso. Santiago fue el encargado de servirle a Axel, que había quedado atado justamente en la precaria cocinita en la que él había hecho el guiso. No cruzaron palabra. “Hay un posible secuestro en curso” —Hay que hacer la denuncia. Hay que avisar a la Justicia. Juan Carlos Blumberg se convenció rápidamente de que había sido un secuestro. Los padres de Steffi llamaron a la comisaría segunda de San Isidro, que mandó enseguida un agente a su casa. Luego de ver el auto y enterarse de cómo habían sido las cosas, recomendó que fueran a la seccional para que les tomaran los datos. Hacia allí partieron Liliana y Martín, porque el policía también dijo que era mejor que Blumberg regresara a su casa por si los secuestradores hacían un llamado. Antes de las 22.30 estaba allí, con dos policías que le dieron las primeras recomendaciones: mantener el diálogo con los secuestradores y no aceptar de inmediato el dinero que le pidieran. En la comisaría los padres de Steffi le explicaron al subcomisario Alainz lo que sucedía. Le dijeron que la madre de Axel pensaba ir a la Dirección de Investigaciones (DDI) de San Isidro. A las doce menos cuarto de la noche, Alainz llamó por teléfono a Marcos Cassani, el secretario de la Fiscalía Antisecuestros 6 . —Hay un posible secuestro en curso. Le avisó que los padres de la víctima estaban camino a la DDI. Cassani llamó a la DDI y habló con el jefe, el comisario inspector Fernando Ustarroz, quien le confirmó que María Elena, la madre, ya estaba allí haciendo la denuncia. —Páseme los números a los que podrían recibir llamados extorsivos —le pidió Cassani. 6 La Unidad Fiscal Coadyudante para la Investigación del Secuestro Extorsivo fue creada en el ámbito de la Fiscalía General de San Martín para que se dedicara a investigar exclusivamente esos delitos en la Zona Norte del conurbano. Estaba a cargo del fiscal Jorge Sica, secundado por Cassani. Y el fiscal de Cámara, Pablo Quiroga, se involucraba personalmente en la mayoría de las causas. 19 Ustarroz le pasó los números del chalé, del celular de María Elena, del celular de Juan Carlos, de la casa de la familia Garay. Además le pasó el teléfono de un amigo y un tío de Axel, hermano de María Elena. Cuando María Elena todavía estaba en la DDI, Cassani ya había pedido a la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE)7 la intervención de los dos teléfonos celulares de los padres, el de la casa de Axel y el de la casa de Steffi “con escucha directa, identificador de llamados y ubicación de las radiobases8 que registren las comunicaciones desde o hacia teléfonos celulares”. En cuanto a los otros dos números, sólo ordenó un monitoreo de las llamadas entrantes. Además, habilitó a Contrainteligencia de la SIDE y a la DDI de San Isidro para retirar las grabaciones, lo que en la práctica significaba que pensaba investigar el caso con esas dos fuerzas y no con la Policía Federal. La causa fue caratulada “Secuestro Extorsivo. Víctima Axel Blumberg”. Llevaba el número 100. Al hacer la denuncia, María Elena contó que Axel había salido para la casa de su novia a las 21.30. E hizo una descripción de la víctima, su hijo: “Es de contextura física delgada, 1,80 metros de altura, tez blanca, ojos celestes, cabellos cortos y rubios, lacios. Vestía pantalón de jean color azul oscuro, remera de mangas largas color gris con mangas azules e inscripciones en pecho y espalda”. No recordó el calzado y les dio a los policías dos fotos. Una es un primer plano, del que la madre aclaró a los policías que “ahora tiene el pelo más corto y está afeitado”. La otra es una foto de Axel riendo con un grupo de amigos. Luego de que le tomaran la denuncia, se entrevistó con Ustarroz, el director de la DDI. Éste le recomendó que no dijera nada a nadie sobre lo que sucedía, ya que eso “puede poner en peligro la vida de su hijo”. Que no lo contaran ni a amigos, ni a familiares, y menos a la prensa. Ella le dijo que acababan de comprar el Clio y tenían poca plata en efectivo para negociar un rescate. Media hora después, casi a la una de la mañana, María Elena entraba otra vez en su casa. En el living, Juan Carlos estaba sentado en el sillón, al lado del teléfono, bajo una gran foto de Axel con ropa escolar. Junto a ellos, se instaló un policía del Gabinete 7 La división Observaciones Judiciales se ocupa de todas las intervenciones telefónicas y de internet legales a pedido de la Justicia. 8 Se refiere a las antenas que toman los llamados de los teléfonos celulares y sirven para dar un radio de ubicación del lugar desde el cual se realiza la comunicación. 20 Antisecuestros de la DDI de San Isidro, que desconectó el micrófono de uno de los teléfonos de la casa para poder escuchar los llamados entrantes sin hacerse notar. La noche avanzaba lenta y el teléfono no sonaba. Juan Carlos apenas dormitó en el sillón del living, del que prácticamente no se levantaría más que para ir al baño en los siguientes cinco días. María Elena llamó por el celular a su hermano, Carlos Usonis, para contarle. Apenas María Elena había dejado la DDI, el comisario Ustarroz se había comunicado con el jefe de Investigaciones de la Policía Bonaerense, Julio Ravenna. Todos los jefes de las Direcciones tenían orden de avisar los “hechos de relevancia” a la cúpula. Y un secuestro en Martínez lo era. —La madre dijo que no tenían plata, que justo habían comprado un auto —le advirtió Ustarroz. —¿Cómo? —Sí, parece que no tienen efectivo. —¿Pero no van a hacer ninguna oferta? Hay que intentar que oferten algo, para que la negociación se mueva, y podamos tener algo de qué agarrarnos —recomendó Ravenna. Ravenna sabía cómo le gustaba trabajar al fiscal Jorge Sica, titular de la Fiscalía Antisecuestros. Cuando había un secuestro en curso hacía una escala allí casi todas las mañanas, antes de partir hacia su oficina de La Plata, para saber los movimientos del día, ya que la fiscalía le quedaba a pocas cuadras de su casa en San Isidro. Entre los fiscales, Sica es conocido porque logra “mover” a la Policía cuando sigue un caso, liderando él la investigación en lugar de delegarla. Axel —Mañana vamos a hacer el llamado —dijo El Oso, y se tiró en un colchón junto a Axel. En la habitación de al lado se durmió El Negro. Carlitos y La Colorada se acomodaron en una habitación de la casilla de adelante. Y en la otra, Matías y Santiago. La butaca en la que estaba Axel era incómoda, y la primera noche de cautiverio no invitaba al sueño. Su madre, María Elena, le había repetido una y otra vez: “Si te vienen a robar, dales todo, aunque te quedes desnudo en la calle, entregá todo, no te resistas”. Pero esta vez habían tomado más que lo que tenía, lo habían tomado a él. Aunque su padre había sido asaltado cinco veces, la 21 familia jamás había hablado de un secuestro como algo cercano. Como estudiante, Axel se movía sin grandes paranoias. Se había criado en un hogar acomodado y había asistido a una de las escuelas más exclusivas de la Zona Norte, pero su mundo no era el de las pretensiones y las apariencias, sino el de los amigos y la tecnología. Iba en tren al ITBA, en Retiro. Se encontraba con su grupo de amigos —la mayoría, ex compañeros de colegio— una noche por semana. Juntos iban al cine, salían a tomar algo o jugaban con las computadoras en red o al rol. El rol es un juego que dura meses y en el que cada jugador crea un personaje ficticio con ciertas virtudes y debilidades. El personaje de Axel era “el paladín”, un sujeto que todo lo hacía correctamente, siempre con la ley de su lado y actuando en pro del bien. Lo opuesto a El Oso, su secuestrador y obligado compañero de cuarto, que tenía exactamente la misma edad que él y dormía a su lado. Axel había cumplido los 23 años el 2 de marzo, hacía dos semanas. En enero, había pasado unos días de vacaciones en la casa de la familia de su novia en Pinamar. Además de los padres de Steffi, allí habían ido más de diez jóvenes, que se dividieron en cuartos de varones y mujeres. Axel había alternado los picados en la playa y las caminatas junto a su novia con el cibercafé. Allí iba a bajar planillas del concurso L’Oréal, una competencia internacional de administración de empresas simulada por computadora en la que se forman equipos que manejan firmas, mientras los organizadores generan situaciones de mercado y cada grupo debe tomar decisiones. Su equipo estaba primero entre los de la Argentina. Axel tenía contacto con el mundo del trabajo a través de su padre, a quien ayudaba en su asesoría a empresas textiles en todo lo que tenía que ver con la informática, desde la instalación de programas para manejar maquinarias en las fábricas hasta las planillas de Excel para la contabilidad de la consultoría. Pero el trabajo más pesado era cuando tenían una licitación contrarreloj: sumaba a la facultad, la novia y los amigos, noches de computadora hasta las cuatro o cinco de la mañana. Según el recuerdo de un ex compañero de colegio, Axel estaba entre los “nerds”, los aplicados del curso. Era de los que estudiaba, “aunque salía a los recreos, porque otros ni salían”. El otro grupo era el de los “cancheros”, que vestían más desarrapados, no estudiaban y contestaban sobradoramente a los profesores. Pero entre los “nerds”, Axel sobresalía en algo: era muy buen deportista, sobre todo en atletismo, y sobre todo en carrera. “La compe22 tencia es parte de la filosofía del colegio. Tenías que aplastar al otro”, definiría el ex compañero. Pero Axel no entraba en ningún estereotipo. Porque dentro de esa lógica, tenía fidelidad suprema con sus amigos, al punto de correr los 1.000 metros junto a un compañero que debía rendir gimnasia para darle aliento. En la universidad “Axel era un buen alumno, aunque no era ‘top’, no era de promedio diez. Era muy estudioso. En un aula con 180 alumnos, me llamó la atención su actitud por cómo seguía la clase. Muy modesto, buen compañero y educado. Era muy atento, muy interesado. Al terminar me acerqué y le pregunté cómo se llamaba”, recordaría Cecilia Smoglie, directora del Departamento de Ingeniería Mecánica y profesora de Axel en Termodinámica. En el ITBA, además de cursar las materias, hasta el día de su secuestro Axel trabajaba en el proyecto de un avión ultraliviano totalmente nacional que sería el primero en su tipo. El proyecto, creado por los propios alumnos, prevé que el avión consuma un tercio del costo de hora de operación del resto de los aviones gracias a un motor alimentado con nafta súper de autos en lugar de nafta aeronáutica. Pero aquel jueves Axel no podría ir a clase y estaría muy lejos de su avión. “Tenemos un secuestro” (Jueves 18) —Tenemos un secuestro. Eduardo Colaci, el jefe de la Policía Bonaerense, se reportó ante Raúl Rivara, el ministro de Seguridad de la provincia, a las 7.45 de la mañana del jueves 18. Aunque la denuncia tenía los datos correctos, el teléfono descompuesto de las jerarquías policiales hizo que le pasara como nombre de la víctima el de “Daniel Alex Blumberg”. Rivara le preguntó a Colaci: —¿Estamos posicionados con la familia? —Sí, ya tenemos personal con ellos las 24 horas. El jefe policial había dado el parte con naturalidad, con el tono de lo cotidiano. De todas maneras, Rivara decidió llamar al gobernador, Felipe Solá, para avisarle. Discó el número del celular personal, pero se encontró con el contestador. Le dejó el mensaje. Solá, que estaba de viaje hacia Feriagro, una exposición rural en la localidad de San Pedro, nunca lo escuchó. A las ocho menos cinco, el abogado Claudio Fogar dejó, como siempre, a sus mellizos en un colegio religioso católico de Zona 23 Norte. Se extrañó de ver tan temprano allí a Carlos Usonis, padre de una nena que iba al mismo colegio que sus hijos y del que era amigo. Usonis estaba demacrado. El abogado lo saludó: —¿Cómo andás? —Secuestraron a mi ahijado. —¿Cuándo? —Anoche. ¿Podés venir a la casa de María Elena, mi hermana? A las ocho y diez estaban sentados en los sillones del living de los Blumberg. Revestidos en boiserie, con muebles y decoración de estilo centroeuropeo, el hall, el living y el comedor forman un gran ambiente con sillones de pana aterciopelada del lado de la calle y, del lado del jardín, una enorme mesa hecha con la raíz de un árbol boliviano que el propio Blumberg hizo importar. Una gran mesa ratona rectangular, sobrecargada de adornos, separa el juego de sillones, en el que se pueden sentar ocho personas cómodamente. En ese preciso momento el lugar estaba dejando para siempre de ser el espacio de conversaciones afables y se convertía en un centro de operaciones. Un policía gordito estaba sentado de frente a las ventanas corredizas que tenían las persianas a medio abrir. En la poltrona que quedaba de espaldas a la medianera estaba Juan Carlos. De espaldas a la ventana, en un sillón de tres cuerpos, se sentaron el abogado Fogar y el hermano de María Elena. Ella caminaba de acá para allá, los ojos rojos y el gesto de estar a punto de quebrarse en llanto en cualquier momento. Cuando se armaba una conversación escuchaba atenta por un momento, como para ver si surgía una solución que le devolviera a su hijo. Y luego se ponía a caminar de nuevo. Juan Carlos estaba de saco y corbata, con cara de cansancio, pero hacía preguntas. Le contó a Fogar: —Hice la denuncia anoche y él nos acompaña —señalando al policía. —Hiciste bien. ¿Estás enemistado con alguien? —preguntó el abogado. —No, no. —En la empresa, alguien que puedan haber despedido... —No, nadie. —Alguna deuda, un problema económico, una pelea familiar. —¿Por qué me preguntás eso? —se exaltó Juan Carlos. —Cuando te llamen de la fiscalía te lo van a preguntar. Todo diez veces. No están sospechando de vos. Necesitan saber todo. 24 Seguro que van a intervenir los teléfonos, así que vos dales todos los teléfonos, los de la casa, los celulares, los de familiares, los de la empresa. —Y qué hago. —No llamaron todavía, ¿no? —No. —Cuando te llamen no les digas que les vas a pagar todo ni enseguida. Mostrá buena voluntad, pero decí que tenés que juntar la plata, que ya saliste a pedir, pero que te tienen que dar tiempo. —Que no tengo la plata... ¿Y si me apuran? —Tranquilizalos. Si pagás enseguida, te piden un segundo rescate. Decí que es mucha plata la que te exigen, que tenés que pedirla, pero que la vas a conseguir. Que sabés de qué se trata. Que estás llamando a conocidos. Y de paso les pedís alguna prueba de vida. Pensate una pregunta de algo raro, que Axel sepa y que no les pueda haber contado aún. “Quiero cincuenta lucas. No pongan a la gorra” Santiago se cebó un mate y le ofreció a Axel. —No, gracias, no tomo. ¿Puede ser un té? No eran todavía las ocho de la mañana. Santiago le hizo una taza. Después de desayunar, El Oso, Matías, Carlitos y El Negro salieron en el Gol. Iban a llamar a la casa de los Blumberg. Santiago se quedó a cargo de la vigilancia. Viajaron hasta Del Viso y eligieron un locutorio chiquito, de apenas cuatro cabinas, ubicado en la calle Constitución 1276. El Oso le ordenó a El Negro que llamara. Sabía que su voz estaba grabada en secuestros anteriores y no quería ponerse en evidencia. Cuando El Negro entró y le pidió línea, la cajera estaba junto a una clienta frente a la única computadora con internet del local. “Pasá por la cabina dos”, le indicó, sin mirarlo. El Negro cerró bien la puerta y sacó de su bolsillo el papel en el que había anotado el número que Axel les había dictado y que empezaba con 4792. Discó. Eran las 8.37 cuando sonó el teléfono. En lo de los Blumberg no habían pasado quince minutos desde que se había ido el abogado Fogar, pero iban ya once horas sin noticias de Axel. Atendió Juan Carlos. —Hola... —Hola. Con María Elena —dijo El Negro con tono prepotente. —¿Quién es que habla? —preguntó Juan Carlos. 25 —¿Se encuentra María Elena? —No, María Elena no se encuentra. ¿Quién es que habla? —¿No se encuentra? —No. —Dígale que mañana viernes voy a llamar de nuevo —le indicó El Negro con un tono amenazante. —¿Cómo que mañana viernes va a llamar de vuelta? —Sí, mañana viernes quiero hablar con ella. —¿Quién es que habla, señor? —Un amigo... —¿Un amigo? El Negro no siguió más la conversación. Le cortó a Juan Carlos sin contestar su última pregunta. Pidió por la madre porque Axel les había dicho que su padre había muerto, y no tenía muy claro con quién conversaba. Por un momento pensó que podía ser un policía. No habían conversado más de medio minuto. Cuando salió de la cabina, la cajera charlaba con otra mujer mientras la clienta seguía frente a la máquina de internet. Le imprimió el ticket y le dijo que eran 57 centavos. El Negro pagó con monedas y se fue. En su casa, Juan Carlos también había quedado desorientado. Luego de pasar la noche en vela, era evidente que ese llamado había sido por Axel, pero no le habían dicho nada de lo que se suponía que le tenían que decir. El policía le recomendó que, si volvían a llamar, se identificara con los secuestradores y dijera que era el padre de Axel. En el auto, El Oso se enojó con El Negro por la conversación. —Pero, ¿sos pelotudo vos? ¿No le dijiste que tenemos al pibe? ¿No le pediste guita? Ahora hay que llamar de vuelta. Vamos a parecer unos boludos. El Negro descargaba sus culpas diciendo que como no le pasaban con la madre había cortado. A las nueve y cuarto pararon frente a otro locutorio de Del Viso, en Constitución 452, apenas a unas cuadras del otro. Era un local de tres metros por cinco donde funcionaban cuatro cabinas, además de un pequeño kiosco. El Oso apostó ahora por Carlitos. —Esta vez andá vos. No importa quién atienda. Acordate de decirle que tenemos al pibe y de pedir la guita, 50 mil pesos pedí, ¿entendés? Si te dice que no tiene, preguntá cuánto tienen, así cerramos rápido. Carlitos entró al local mirando hacia abajo. No había clientes y lo atendió una mujer de unos 45 años. Le pidió una cabina y ella le indicó: 26 —Pasá por la tres. Cerró la puerta, sacó el papelito que había escrito El Negro y discó. Atendió Juan Carlos otra vez. —Hola... —Hola, ¿está Elena? —No, no está Elena, habla el marido. —Bueno, vieja, tu hijo está secuestrado. ¿Estamos? Quiero cincuenta lucas. No pongan a la gorra... nada. ¿Estamos? —¿Cómo? —Tu hijo está secuestrado, “gato”. ¿Entendés? —Sí, pero escúcheme... —Quiero cincuenta lucas, no pongan a la gorra... nada. —Pero, ¿de dónde voy a sacar esa plata? —No pongan a la gorra. —¿Por qué no me dejás hablar con él? —No, no. No, vieja, en cinco días te llamo. Que no interfiera la gorra, ¿estamos? —No, no, no... —Chau. Carlitos salió apurado. Pagó la llamada con 60 centavos y subió al auto. El Oso también lo retó a él, por no haber preguntado cuánta plata tenían, para cerrar más rápido el trato. —Ahora no podemos volver a llamar para preguntar porque se van a dar cuenta que somos unos boludos, haciendo llamados boludos —gritó con su voz aguda. Y agregó más calmo—: Vamos a esperar unos días a ver cuánta plata juntan. En lo de Juan Carlos salieron de la incertidumbre del teléfono sin sonar. Aunque habían dicho que llamarían en cinco días, el padre no quería despegarse del teléfono ni por cinco segundos. Pero lo convencieron de que se diera una ducha y se cambiara la ropa que llevaba puesta desde el día anterior. Primeras pistas La SIDE le hizo escuchar al fiscal Sica los llamados extorsivos a través de su teléfono móvil un minuto después de que habían terminado. Sica se convenció de que se trataba de un secuestro al voleo9 . Aunque Blumberg había dicho que no tenía enemigos, siempre la posibilidad de que fuera un conocido abría un abanico de 9 Secuestro al voleo: sin elección previa de la víctima. 27 sospechosos que luego del llamado quedó casi totalmente descartado. El tipo de diálogo también le indicó que no eran muy profesionales, como bien se quejaba El Oso. Después del segundo llamado, un grupo operativo —un auto y dos agentes— de la Dirección de Contrainteligencia de la SIDE había salido hacia las direcciones a las que estaban asignados por guía los teléfonos desde los que se habían comunicado. Al llegar al domicilio que correspondía al primer teléfono, Jockey Club al 2200 del barrio De Vicenzo Grande, en Del Viso, la dueña les dijo que ahí no era. Que el 02320-47-5174 desde el cual se había hecho la llamada funcionaba en otro locutorio de Del Viso, ubicado en Constitución 1276. Allí los agentes de la SIDE interrogaron a la empleada del locutorio y obtuvieron la primera descripción de un sospechoso, bastante pobre por cierto: “Un masculino de menos de treinta años de edad, de cabello negro, corto y ondulado, de contextura mediana y de tez trigueña, realizó una llamada al número telefónico que motivó la presente investigación”, informó Horacio Germán García, director de Contrainteligencia, al fiscal Sica. La empleada del segundo locutorio, ubicado en Constitución 452, se acordaba todavía menos: sólo dijo que el llamado lo hizo un hombre. Más tarde, personal de la Bonaerense visitó los mismos locutorios en una mecánica que era habitual en Sica: las dos fuerzas hacían igual tarea, sin avisarle a una lo que había hecho la otra. “Era una manera de chequear si se hacía lo que pedía, o si alguno verseaba”, explicaría un oficial de alto rango de una de las dos fuerzas que trabajó con Sica. Mientras los informes que producía la SIDE carecían de toda formalidad e iban al grano, los de la DDI tenían un estilo más judicial, bastante mejor de lo que se esperaría de acuerdo a la mala fama de la fuerza. Sobre el primer locutorio, el informe de la Bonaerense agregó los datos personales de la empleada que atendió al hombre que hizo el llamado y la información de que la mujer estaba con otra clienta, explicándole el uso de internet, cuando el hombre entró, pero que luego llegó su hermana, que tiene un comercio vecino, y que ella sí lo vio. Y vino la segunda descripción, muy similar a la de la SIDE, que en realidad había hecho la hermana de la dueña: “Un sujeto de unos 20 a 30 años, tez trigueña, estatura mediana, cabellos ondulados”. Los policías también obtuvieron fotocopias de los dos tickets, en los que consta que ambas llamadas costaron 0,57 centavos, el horario y el número de los Blumberg como destino. 28 Torturas, pericias y trámites Al regreso de los llamados El Oso y El Negro estaban furiosos con Axel. —El pendejo me dijo que era huérfano y resulta que atendió el padre. El Oso sacó una de las tres armas que guardaban en un ropero de la casita. La apoyó sobre la cara de Axel y gatilló. Estaba descargada. Volvió a simular que lo fusilaba mientras le preguntaba a los gritos por la plata que tenía su familia. El Negro le pegaba en el estómago y la cara. —A ver si le da un “toque” 10. Al ver la cara de terror que ponía Axel cada vez que le gatillaban el arma descargada, El Oso decidió parar. Mientras, Matías y Carlitos atendían a los vecinos en el kiosco de adelante como si nada pasara. Después del almuerzo El Oso se fue de las casillas. No le gustaba pasar demasiado tiempo en donde tenían a las víctimas para evitar estar allí si había un allanamiento. El Negro, su hermano Carlitos, Santiago y Matías se turnaban para vigilar a Axel, que permanecía con los ojos vendados y las manos y los pies atados. Durante todo ese jueves, Santiago le dio de comer sólo un sándwich de churrasco. Axel rechazaba casi todo lo que le ofrecía. Cuando pedía ir al baño, le desataba las manos y los pies, lo dejaba con la vista tapada y amordazado, y lo acompañaba al pequeño baño dentro de la casa, quedándose con él allí. Frente a la casa de Steffi, en el lugar del que lo habían secuestrado, el auto había quedado estacionado toda la noche. El jueves, cuando los peritos policiales fueron a ver si podían obtener alguna huella digital, lloviznaba. Entonces llevaron el auto hasta la DDI. Buscaron rastros en la puerta delantera y su ventanilla, en la parte de afuera de la puerta trasera y del baúl, es decir, las zonas que podrían haber tocado los secuestradores. Pero no obtuvieron ninguna huella completa. Por la tarde de ese mismo jueves, María Elena se presentó en la DDI para recuperar su auto, mientras Juan Carlos quedó en la casa a la espera de un nuevo llamado. Así sería durante todo el secuestro: ella haría los trámites y él se quedaría en el sillón junto 10 “Toque”: ataque al corazón en la jerga. 29 al teléfono. María Elena nunca se enteró de que, mientras ella estaba en la comisaría, allí mismo le estaban tomando declaración a las dueñas de los dos locutorios que habían atendido a los secuestradores de su hijo esa mañana. Los Blumberg cumplieron con mantener en el más absoluto de los secretos el secuestro de su hijo. Además del hermano de María Elena y los Garay, el jueves le contaron a los únicos amigos que estarían al tanto del hecho: Alba y Hans Weihl. Alba era una de las mejores amigas de María Elena, Hans —un ingeniero nuclear— tenía buena relación con Juan Carlos. Sebastián, uno de sus cinco hijos, había sido compañero de colegio de Axel y seguía siendo un amigo muy cercano al joven. María Elena sólo agregó a una persona a ese primer círculo más íntimo: su psicóloga personal, que dejó el consultorio para acompañarla durante varias entrevistas y en su casa, que en esos días se había llenado de una incertidumbre angustiante y cargada de miedo. Tanto María Elena, que trabajaba en la AFIP11, como Juan Carlos, que era asesor de varias empresas textiles, pusieron como excusa “problemas familiares” para no ir a trabajar. Esa noche, cien kilómetros más al norte, luego de pasar el día en la feria rural que había inaugurado, el gobernador Solá fue a dormir a la chacra de San Pedro donde los conductores de televisión Mónica Cahen D’Anvers y César Mascetti tienen una plantación de naranjas. Al día siguiente debía regresar a la exposición porque la visitaría el presidente Néstor Kirchner. Se acostaron a las tres de la mañana, luego de una larga charla en la que hablaron de la inseguridad. Del secuestro de Axel el gobernador todavía no se había enterado. Mientras tanto, la banda de Moreno decidió salir a hacer un secuestro exprés para conseguir un poco de efectivo porque no tenían un peso. El Oso, Matías y los hermanos Díaz abordaron el Gol y volvieron a las dos horas “a las puteadas”, según declararía Santiago, porque “no habían conseguido a ninguna persona” y un hombre les había disparado, dejando cinco agujeros de bala en el lateral izquierdo y la parte trasera del auto. Una bala se había incrustado bajo el asiento del conductor, pasando a centímetros de El Oso. Fue suficiente por esa noche. 11 AFIP: Administración Federal de Ingresos Públicos. 30 “Hacer cesar el delito” (Viernes 19) Además de faltar al trabajo, los Blumberg comenzaron a faltar en su círculo social. María Elena había quedado en tomar un café con Estela Bockelmann —madre de El Topo Germán, un ex compañero de Axel de la Goethe—, de la que era bastante amiga. Pero llamó a lo de los Bockelmann y habló con El Topo. —Decile a tu mamá que no me puedo encontrar con ella porque no estoy bien. —Pero, ¿te pasa algo? —preguntó el joven. —No, decile eso nada más —le respondió María Elena. El Topo recordaría: “Me habló con un tono jodido, medio cortante. Me llamó la atención, sonaba importante. Yo ese fin de semana lo iba a llamar a Axel porque el 2 había sido su cumpleaños y no lo había visto. Yo cumplo el 8 de marzo y no lo había festejado. Éramos los dos de piscis. Yo pensaba festejarlo más adelante. Al sentirle la voz así a María Elena lo dejé pasar y no llamé. Después, me cerró todo”. Luego del llamado, María Elena decidió ir hasta la fiscalía que llevaba la denuncia. Les pidió a Liliana, la madre de Steffi, y a su psicóloga particular que la acompañaran. Allí conoció en persona al fiscal Jorge Sica, un hombre de barba candado que fumaba un Marlboro Box detrás del otro y los aplastaba contra el cenicero un poco antes de llegar al filtro. La madre preguntó: —¿Cómo va a ser la investigación? —Mire, la ley dice que hay que “hacer cesar el delito”—contestó Sica formal—. Antes había una idea de no intervenir hasta que se pagara, pero lo cierto es que la vida de la persona secuestrada corre peligro desde el momento del secuestro mismo. María Elena estaba nerviosísima, pero intentaba escuchar. Sica creyó necesario ejemplificar, y eligió un caso famoso y de Zona Norte: —Cuando la Policía detuvo al clan Puccio, se salvó la vida de una de las víctimas, que estaba secuestrada en ese momento y a la que iban a matar. —¿Cómo sigue esto ahora? —preguntaron las mujeres. —Miren, van a venir momentos muy duros, peores que los actuales, por la negociación. La negociación es muy difícil y es importante que traten de mantener la calma. Señora, usted piense que esto es un negocio. Ellos tienen que cuidarlo, él va a estar bien. Es cuestión de saber negociar y llegar a un acuerdo. —Sí, mi marido es el que va a hablar por teléfono, nosotros arreglamos eso —explicó María Elena. 31 Otra de las mujeres preguntó: —¿Es conveniente que el caso se difunda? —Nosotros consideramos que eso puede afectar la negociación y recomendamos no hacerlo. Ni siquiera comentarlo con conocidos. —Yo trabajo en Bayer, sé que la empresa puede poner a disposición su personal de seguridad —dijo Liliana Garay. —Mire, señora —contestó Sica—, están actuando la Policía y la SIDE, aunque el que decide soy yo. Realmente es suficiente, tengo todos los elementos que necesito. La reunión no fue corta ni relajada. Sica les dio su número de celular personal y el de su secretario, Marcos Cassani. Unos 45 minutos después la mamá de Axel salió flanqueada por sus dos acompañantes y las tres volvieron al chalé de Martínez. Allí encontraron a Juan Carlos junto al teléfono, mudos los dos. Estaba hundido en el sillón como si fuera un agujero negro que lo arrastraba. Liliana le contó la charla con Sica. Blumberg, que unas semanas después fijaría la política de seguridad del país, nunca había escuchado eso de “hacer cesar el delito”. Ni siquiera se había figurado que existieran distintas posturas sobre qué hacer judicialmente en un caso de secuestro. Todavía no se había enterado de que los fiscales se dividen según su estrategia frente a los secuestros. Sica se cuenta entre los que buscan llegar a la banda y al secuestrado lo antes posible, incluso apresando a los que van a cobrar el rescate e intentando que alguno se quiebre y revele la ubicación del aguantadero. Pero también están los que recaban información sin interferir con las negociaciones ni el pago y sólo actúan cuando la víctima fue liberada. Los argumentos de ambos se sustentan en lo mismo: preservar la vida del secuestrado. Para los primeros, la vida está en riesgo desde el momento mismo del secuestro. Para los segundos, la actividad policial es la que la pone en peligro. Esa dicotomía no está saldada hoy. Tanto policías como fiscales sostienen que hace falta una política de Estado generada con consenso que se defina hacia un lado y soporte la embestida cuando las cosas salgan mal. En los quince días previos al secuestro de Axel, Sica y el comisario Ustarroz habían interrumpido tres pagos de rescates con persecuciones de autos incluidas. En dos casos los secuestradores habían seguido negociando y en el otro habían liberado a la víctima. En ninguno de los tres casos habían logrado atrapar a sus perseguidos. 32 La pista de El Hígado Al mediodía del viernes, el fiscal Sica recibió un llamado de la Dirección de Contrainteligencia de la SIDE. Le dijeron que el posible secuestrador de Axel sería “un tal Hígado, un pesado”. También le pasaron dos teléfonos que estaría usando: el 155-4684592 y el 5467-5448. Inmediatamente Sica ordenó intervenir esos teléfonos. Ésa fue la primera pista concreta que se comenzó a seguir en la causa. Cristian Manuel El Hígado Muñoz Broudín fue un sospechoso de siempre en la mayoría de los secuestros extorsivos ocurridos hasta su muerte, el 28 de agosto de 2004, durante un enfrentamiento con la Policía en Moreno luego de robar un banco. Sin duda se le atribuyeron muchos más casos de los que realmente cometió, como suele suceder con los delincuentes pesados prófugos y los secuestros resonantes sin esclarecer. En realidad, el teléfono que le pasaron a Sica ni siquiera era de El Hígado sino de un tal Lolo, aunque entonces aún no sabían que Lolo no era otro apodo de El Hígado y escuchaban sus conversaciones atentamente. Mientras la grabadora registraba ese nuevo teléfono, el de Blumberg se mantuvo en silencio hasta el final del día. La banda había decidido no llamar para darle tiempo a que juntara la plata. Un exprés: Víctor Mondino Durante la tarde del viernes, El Oso había ido hasta una compraventa de estéreos “truchos” para intentar cobrar cien pesos de un equipo con amplificador que les había llevado tiempo atrás. Pero apenas le dieron veinte pesos, que gastó en nafta. Por eso, por la noche, cuando llegó a las casillas de Moreno, decidieron salir a robar, ya que seguían sin efectivo. Salieron El Negro y Carlitos. Esta vez El Oso le dijo a Matías que se quedara cuidando a Axel, mientras indicaba a Santiago: —Vamos a probar con vos a ver si tenemos más suerte. Fueron en el Gol, por ruta 25, hasta el barrio Jardines, de Moreno. Allí encerraron a un joven de unos veinte años que andaba en un Fiat Uno modelo 94 color azul. Cuando el joven bajó, El Negro le apuntó con su arma mientras Carlitos y Santiago se subieron al Fiat Uno. Con Santiago al volante, huyeron con el auto, dejando al joven de a pie. Luego regresaron a las casitas, dejaron el Gol —que baleado llamaba demasiado la atención— y volvieron a salir en el Uno San33 tiago, El Negro y El Oso para intentar hacer un secuestro exprés, mientras Carlitos se quedó con Matías al cuidado de Axel. A las 2.15 de la madrugada, Víctor Adrián Mondino acababa de abrir el portón del garaje en su casa de Los Polvorines para guardar su camioneta Peugeot Partner cuando vio estacionar al Fiat Uno. El Oso bajó y, sin mayores preámbulos, rompió el cristal del conductor de la Partner y apuntó a Mondino con una pistola. Del otro lado subió El Negro y obligó a Mondino a pasar a la parte de atrás de la camioneta. El Negro le cubrió los ojos y se quedó apuntándole en la cabeza mientras El Oso manejaba. Le pidieron su billetera, el teléfono celular y lo interrogaron. —¿Cuánta plata hay en tu casa? —¿En qué trabajás? —¿Tenés algún familiar con guita? En la billetera encontraron 450 pesos y lo obligaron a que llamara a su pareja y le dijera que debía llevar inmediatamente 1.000 pesos al cruce de la ruta 202 y las vías del tren, en la estación Don Torcuato. El Oso manejó hasta el complejo de viviendas de Trabajadores de la Sanidad y Marina Mercante, unos monoblocks ubicados en Villa de Mayo, a unos veinte kilómetros de Moreno hacia la Panamericana, al costado de la ruta 202 que tomaban para ir y venir de Moreno. Ubicados en Cabildo y Congresales, los monoblocks tenían un estacionamiento detrás del edificio 9. Desde hacía más de un año vivía en el departamento 8 del edificio 5 Graciela Peralta, hermana de El Oso. Para los vecinos se llamaba “Ivana”, nombre que ella había elegido porque el suyo no le gustaba. El Oso utilizaba el estacionamiento de esos edificios para dejar los autos que robaba y comprobar si tenían rastreador satelital. Si en un par de horas no llegaba la Policía a rescatar el auto, sabía que estaba “limpio” y lo revendía o utilizaba para salir a robar. Según declaró uno de los vecinos del barrio, en la comisaría local los conocían pero no los molestaban porque ellos en esa zona no robaban. Santiago, que los venía siguiendo, dejó el Uno en el estacionamiento y subió a la Partner. Fueron hasta la 202 y las vías del tren, donde El Oso le ordenó a Santiago: —Andá, gato, buscá la guita. Santiago recibió el dinero de manos de la pareja de Mondino en las vías y comenzó a correr por la calle que las bordea. Cuando vio la Partner les gritó para que frenaran y, al subir, le dio los 1.000 pesos a El Oso. Hubo varias paradas más. Una en la que El Oso intentó llamar a alguien para venderle la camioneta mientras Santiago abordaba nuevamente el Uno en el estacionamiento de Villa de Mayo. Otra, en un lugar más oscuro, donde se detuvieron 34 para desarmar el equipo de música de la Partner. La tercera vez que frenaron, hicieron bajar a Mondino y lo subieron en el baúl del Fiat Uno. Y veinte minutos después, pararon otra vez, para pasar el equipo de música, una pistola Colt calibre 45 que tenía en la gaveta sobre el parabrisas y otras cosas de la camioneta al auto. Luego la llevaron hasta lo de “un chabón grande que desarma autos” —según declaró Santiago— en San Miguel o Los Polvorines, donde dejaron la Partner, que horas después aparecería abandonada en Pablo Nogués sin las piezas más caras. En el trayecto El Oso le había vendido la tapa del motor a Daniel El Judío Sagorsky, un reducidor de autos robados con base en Warnes. Todos siguieron la marcha en el Uno, con Mondino en el baúl. A las 5.15, tres horas después de iniciado el secuestro, Mondino fue liberado en Avenida Mitre (la ruta 23) a la altura de San Miguel, el partido vecino a Moreno, en donde vivía la banda, que siguió viaje a las casillas. Luego de cenar y fumar marihuana, se fueron a acostar casi con el amanecer. Las novias de los Díaz dormían desde hacía rato en la casilla de adelante con los chicos, mientras los hombres se quedaron en la del medio, con Axel. Al igual que la noche anterior, El Oso se tiró al lado del joven rubio, que durante su segunda noche en cautiverio se había sobresaltado con la ruidosa llegada de la banda luego del golpe, que les había permitido hacerse de alcohol y drogas para culminar el día. Esa tarde, el presidente Néstor Kirchner había visitado Feriagro. Junto a Solá habían hecho una caminata por los potreros bajo un sol rajante. El gobernador tampoco se enteró ese día de que había un secuestro en curso, y a la noche se acostó insolado, resfriado y con fiebre, por lo que no le pasaron las novedades cuando regresó a La Plata. En el chalé de los Blumberg el día había sido eterno. Juan Carlos se negaba a levantarse del sillón junto al teléfono, que llevaba más de 36 horas sin sonar. Casi no comía. Tomaba té. Para distraerlo le sugirieron que se bañara. Pero tampoco lo hizo y se aprestó a pasar la segunda noche sin dormir. Su relación con Axel recién se había hecho fluida en los últimos años, cuando su hijo comenzó a estudiar ingeniería y a ayudarlo con el trabajo. Durante la infancia de Axel, Juan Carlos viajaba mucho y se llegaba a instalar meses fuera de la casa. El último verano, había muerto la madre de Juan Carlos y ahora la única persona que realmente le importaba en el mundo era su hijo. Con su mujer estaban prácticamente separados, aunque vivieran juntos. Con su hermano menor no tenía una gran relación y, según sus propias palabras, “él siempre se dedicó más a la familia y yo 35 al trabajo”. Y entre sus amigos, ninguno ocupaba un lugar de par o compañero de vida. Esos primeros dos días sin Axel comenzó a sentir una soledad difícil de sobrellevar. Teléfonos nuevos (Sábado 20) Cuando se levantaron el sábado, El Oso le dio 200 pesos del rescate cobrado por Mondino a El Negro para que comprara dos teléfonos celulares y tarjetas para cargarlos. El Negro y su novia, Andrea, fueron hacia un shopping ubicado a una cuadra de la estación Moreno. Entraron por la calle Melo. Andrea encaró a una promotora y se distrajo mirando el nombre “Aldana”, escrito en su tarjeta de identificación. —Necesitamos urgente un aparato con línea. —¿Qué andan buscando? —preguntó Aldana, mientras le miraba los tatuajes a El Negro y trataba de distinguir si el que Andrea tenía en el hombro era un dragón o una serpiente. —Queremos el más barato que tengas —indicó El Negro, que estaba vestido de bermudas y remera. La vendedora, de 20 años, le mostró el Motorola modelo Teletac 250 y le informó que ése costaba 100 pesos. El Negro preguntó ansioso: —¿Es con tarjeta? ¿En cuánto se activa la línea? Tenemos que hacer un llamado urgente. —Anda con tarjeta y en 15 o 20 minutos lo tenés funcionando. —¿Qué número va a tener? —Es el 154-078-9969. La joven lo miró a los ojos, pero no logró que él le devolviera la mirada. Aceptaron el teléfono y la chica les comenzó a pedir los datos. Andrea dijo que lo harían a su nombre y sacó un DNI. Pero la vendedora le pidió que le dictara el número para apurar el trámite y ni miró si el documento coincidía con lo que le dijeron. Todo era falso. La dirección que anotó, Paraguay y Guatemala, partido de Moreno, corresponde a dos calles paralelas. Luego, en otro local, compraron una línea más, con el número 155-468-8358; dieron el mismo número de DNI que habían aportado para comprar el primer aparato. Y también la misma dirección, Paraguay y Guatemala, pero dijeron que era de Capital en lugar de Moreno. Con los teléfonos, El Negro y Andrea volvieron a las casillas. Todavía les sobraba plata, así que decidieron hacer un asado 36 ese sábado al mediodía. El Oso además le dio efectivo a Carlitos para que se mudara con La Colorada a otra casa, ya que la suya ahora estaba ocupada por Axel y pensaban seguir con los secuestros. Se mudaron a una casilla que les alquiló La Turca, y que quedaba pegada a la propia casa de la mujer, sobre la misma calle Einstein que daba al fondo de las casillas, pero cuatro cuadras después de cruzar el arroyito. Como excusa, Carlitos le dijo a La Turca que “la humedad que hay en la casita le hace mal a mi mujer”. La “humedad” era Axel. Un yerno de La Turca, Juan Eduardo, de 21 años, fue a buscar las cosas de Carlitos y La Colorada para la mudanza con un carro tirado por un caballo flaco. Cuando llegó, el grupo terminaba de comer el asado. No fue con muchas ganas, ya que ni bien los Díaz habían llegado al barrio, hacía tres meses, le habían hecho transportar con su carro una caramelera y unas estanterías que su suegra les vendió para el kiosquito que montaron sobre la calle Goya. Le habían pagado cinco de los diez pesos acordados por el flete. Juan Eduardo escuchó a El Oso “que hablaba como mandándose la parte” porque tenía plata, según declaró luego en la investigación judicial. En su carro cargaron un ropero, la cama doble de madera, otra cama de caño blanco, un sillón desvencijado, un freezer, una rueda de auto nueva y ocho bolsas de consorcio, incluidas dos o tres llenas de arbolitos de Navidad robados en las últimas Fiestas y todavía sin revender. No le pasó desapercibido que sacaban los muebles sin abrir del todo la puerta de la casilla del medio, ni que las ventanas estaban tapadas con frazadas. Desde adentro, Matías ayudó a mover los muebles, pero Juan Eduardo nunca lo vio. No sospechó que el motivo de tanto cuidado era que había un joven atado y amordazado. Después de bajar los muebles en la nueva casilla, Carlitos le hizo la misma jugada que en la primera mudanza: le dio cinco pesos y le dijo que después le pagaría los otros cinco. Al terminar de comer, descubrieron que una de las líneas de los dos teléfonos celulares recién comprados no había sido habilitada. Con la otra línea, a las dos y media de la tarde, El Oso llamó a El Judío Sagorsky para ofrecerle el Fiat Uno robado la noche anterior. El Negro tuvo que volver al shopping. Allí, otra vendedora corroboró que había un error y le habilitó la línea. A las 18.42 llamaron desde un teléfono al otro para probarlos. Luego, El Oso les dijo que uno de los teléfonos solamente lo utilizarían para hacer los llamados a los Blumberg, por si les pinchaban la línea. 37 Pero el vínculo entre una y otra línea ya estaba trazado con ese llamado de prueba que quedó registrado y sería clave para la investigación. El cono del silencio Liliana, la madre de Steffi, recordaría cómo se vivían las horas, mientras tanto, en el chalé de los Blumberg: “Se me pone la piel de gallina. No había que decirle a nadie, y para que Juan Carlos y María Elena no estuvieran solos lo que hicimos esa semana fue turnarnos para estar ahí sentados junto al teléfono. Realmente eso no se lo deseo a nadie. Juan Carlos no se movió nunca más del sillón. Había un policía. Yo iba a trabajar, por ahí no todo el día, para poder ir a mi turno. Para hacer compañía, rezar, estar en silencio, deseando que todo pasara rápido. En mi casa no había movimientos fuera de lo común, porque nadie se había enterado. Los chicos, que sabían, trataban de hacer su vida normal. Y esperar novedades. Esa semana Steffi rezó mucho, aunque iba a la facultad. Y también iba a verla a María Elena. Ella estuvo haciéndole compañía. Pero no veía amigas. Actuábamos en un círculo cerrado. Como en un cono del silencio. Yo no le dije ni siquiera a mis padres. Fue terrible. Llega el fin de semana, vos estás mal, te llaman para hacer un programa, y tenés que contestar: ‘No te puedo hablar’. De la negociación nos enterábamos algunas cosas, lo que Juan Carlos dijera, pero nos manteníamos absolutamente discretos. Si él contaba algo, o comentaba algo, preguntábamos: ‘¿Necesitás algo? ¿En qué podemos ayudar?’. Le ofrecimos plata, pero creo que él la consiguió de otro lado. Siempre era un papel demasiado doloroso. Y desde la impotencia, diciendo: esto no puede existir, esto no le puede pasar a nadie. Era terrible la incertidumbre por si Axel estaba bien, si estaba mal, si lo estaban lastimando… Este sufrimiento moral de tener a alguien secuestrado creo que es incomparable, no hay parámetros. En este sufrimiento no tenés de dónde agarrarte, es como una tortura para la familia y los allegados. Los periodistas no se enteraron de nada durante el secuestro, no se filtró nada. Justamente ése era uno de nuestros miedos, que se filtrara, y que los secuestradores pudieran asustarse. Nuestra prioridad era que Axel pudiera salir sano y salvo. Y lo más rápido posible”. 38 “¿Querés que te mande un par de dedos?” En la tarde del sábado María Elena fue hasta la DDI de San Isidro con fotocopias de los billetes que habían juntado para pagar el rescate. En total eran 5.000 pesos, en 50 billetes de 100 no correlativos. El resfrío de Felipe Solá había empeorado y el gobernador estaba en cama, con fiebre, en su residencia. Su madre y su hermana habían llegado para hacerle compañía. Hacía apenas unos meses que se había separado de Teresa, su pareja de toda la vida. Pasó la tarde hablando poco y recibió algunas visitas. Pero nadie que le avisara que había un secuestro en su provincia. Con el nuevo teléfono, El Oso estaba decidido a darle en persona el impulso final a la negociación por Axel. Cuando ya había oscurecido, subió al Gol y fue desde Moreno hacia Pilar, para que cuando rastrearan el llamado no apareciera la zona en donde vivían. A las 20.56 se comunicó desde la zona de Villa Rosa, donde el ex presidente Fernando de la Rúa tiene su quinta de fin de semana. Lo atendió Juan Carlos, aliviado de recibir por fin un llamado después de dos días y medio, pero muy nervioso. Era la primera vez que hablaba con El Oso. —Hola, ¿cómo andás? ¿Todo bien? ¿Cuánto juntaste? —Escuchame, yo lo que necesito... Dejame hablar con Axel —imploró Blumberg, desesperado por saber algo de su hijo. —Bueno, yo voy a hablar. Yo te la voy a hacer corta... ¿Qué querés? ¿Una prueba de vida? ¿Querés que te mande un par de dedos? —le respondió El Oso a los gritos. —¡No! Un par de dedos no quiero. Quiero que me lo pongas al teléfono —gritó también Blumberg, muy alterado. —No te lo puedo poner porque no puedo sacar al pibe de donde está. Cerrá el orto. Yo acá doy las órdenes, ¿me entendés? El pibe está bien. Si vos no juntás la plata se va a pudrir todo, ¿me entendés lo que te digo o no? Es cortita la cosa. ¿Cuánta plata tenés? —Mirá, estoy como loco buscando. —Dale... Decime... ¿Cuánto tenés, papá? —Tengo seis mil setecientos cincuenta. —¿Pesos? —Sí. —¿Sabés lo que te falta todavía? Por lo menos cincuenta lucas me tenés que rescatar. —¿Pero de dónde lo voy a sacar? —Bueno, no sé. Bueno, no te llamo más. 39 El Oso cortó. Pero ya sabía que había que bajar las pretensiones. Tres minutos después lo volvió a llamar. Blumberg todavía estaba conmocionado porque le habían dicho que no llamarían más y el teléfono sonó varias veces antes de que lograra contestar. —Hola. —Dale, estúpido. ¿Tanto vas a tardar en levantar el teléfono? Pasame con la madre del guacho... a ver. —La madre... está con un problema... un problema de salud terrible... con toda esta situación. No puede ni hablar —tartamudeó Blumberg. —¿Adónde está? —¿Cómo adónde está? —¿Adónde está la mina, la concha de tu madre? —¿Cómo adónde está la mina? —¿Adónde está la madre del pendejo? ¿Ahí en tu casa está? Gil de mierda, me estás estirando la conversación porque estás con la gorra, gil... —le gritó El Oso, furioso. —Mirá, yo la gorra no la quiero que se meta en esto, ni tengo ninguna intención... yo quiero hablar con vos... —respondió rápido Blumberg, que fue interrumpido por El Oso. —Juntá la plata y no metas a la gorra. Después te llamo... Juntame treinta lucas. No me interesa cómo la juntes. Chau. Al cortar, Juan Carlos se desesperó. Las conversaciones eran durísimas y era evidente que necesitaban más plata de la que tenían. El Oso también consideró que necesitaban plata para seguir tirando hasta cobrar ese rescate, que se prolongaba más de lo que él deseaba. Plata prestada (Domingo 21) Durante la mañana del domingo Juan Carlos obtuvo dinero prestado. Se ocupó personalmente de copiar a mano la numeración de 17 billetes de 100 pesos y uno de 50, y estampó su firma al pie, aclarando “J.C. Blumberg” en imprenta mayúscula. En otra hoja, copió la numeración de 10 billetes de 100. Y en un tercer papel anotó la numeración de 20 billetes de 100 dólares y dos de 50 dólares. En total, 2.750 pesos y 2.100 dólares para sumar a los 5.000 pesos anteriores. A las once y media, María Elena volvió a la DDI, acompañada por su hermano Carlos, que se había convertido en su ladero inseparable. En la comisaría sacaron fotocopias de los billetes y María Elena les entregó, además, las planillas a mano hechas por su 40 marido. A las 12.10 salieron con su hermano de regreso para el chalé. Aunque estaban en plena negociación, en lo de los Blumberg nunca terminaban de entender por qué le había tocado a Axel, ni si se había tratado de algo dirigido o casual. Junto a los Garay, una de las cosas que evaluaron fue que pudo haber sido un error y que en realidad buscaban a alguien de la familia Garay, ya que Liliana es directora médica de Bayer. Esa incertidumbre sobre el móvil del secuestro hacía a la espera más angustiosa. La teñía de miedo y de un sentimiento de desprotección que percibía hasta Sweety, la gata de Axel. La pequeña siamesa alternaba maullidos incesantes de llamado a su dueño con períodos de depresión, en los que se quedaba tirada en la cama del joven, sin moverse ni comer. El secuestro paralelo: Guillermo Ortíz de Rozas Mientras Matías quedaba al cuidado de Axel, El Oso fue con Santiago a la nueva casa de Carlitos para pasar la tarde. Estuvieron fumando marihuana hasta que se hizo de noche. Entonces El Negro, El Oso y Santiago salieron a buscar otra víctima. Cuando querían hacer un robo rápido o un secuestro exprés, se mantenían en la Zona Oeste. Pero esa noche buscaban una víctima de plata, así que fueron para el lado de Olivos en el Fiat Uno y comenzaron a seguir a un BMW. El conductor se dio cuenta y aceleró al tiempo que hizo un par de maniobras bruscas y logró perderlos. Luego enfilaron hacia Martínez, siempre cerca de Libertador. Pasadas las nueve vieron un Passat de vidrios polarizados y comenzaron a seguirlo. Al volante iba Guillermo Ortíz de Rozas, un gerente de la multinacional Arcor. De 51 años, venía solo de navegar y atendió el teléfono justo cuando llegaba a su casa. Era su hijo: —¿Te falta mucho para llegar? —Estoy en la puerta. —Te voy a abrir. El llamado hizo que Ortíz de Rozas tardara en bajar frente al caserón de amplio jardín ubicado en la calle Pedro Goyena, apenas a cinco cuadras del chalé donde Juan Carlos Blumberg estaba sentado junto al teléfono. El Oso, El Negro y Santiago aprovecharon esos segundos para estacionar y sorprenderlo. Cuando Ortíz de Rozas salió del auto y dio un paso hacia la puerta de su casa, se le aparecieron los tres, apuntándolo con sus armas. Le ordenaron: —Metete en el auto. 41 Uno lo agarró del brazo, lo hizo subir atrás del asiento del conductor de su propio auto y lo obligó a tirarse en el piso. Le dieron una gorra color bordó y se la hicieron poner hasta la nariz, cubriéndole bien los ojos. El Oso subió al volante y El Negro atrás, pisando a Ortíz de Rozas con sus pies. Santiago, que era el único que sabía manejar además de El Oso, los siguió en el Fiat Uno. Martín, el hijo de Ortíz de Rozas, justo había abierto la puerta de calle para recibir a su papá y alcanzó a ver cómo se lo llevaban. El Oso arrancó a toda velocidad hacia Libertador mientras en el asiento de atrás El Negro le pegaba a Ortíz de Rozas, le apuntaba con su arma y lo insultaba. El Oso, a su vez, insultaba a los autos que no le abrían paso. Cuando quiso bajar la ventanilla para gritarle a uno se dio cuenta de que el Passat era blindado porque los cristales de adelante no se abrían más que unos pocos centímetros. —¿Tiene Lo Jack? ¿Alarma Lo Jack tiene, la concha de tu madre? —le preguntó a Ortíz, preocupado por que el auto tuviera un sistema de rastreador satelital conectado con la Policía. Revisaron la billetera y se repartieron la plata que había: unos 1.000 pesos. Le pidieron el teléfono a Ortíz de Rozas y, sin perder tiempo, en el camino llamaron a su hermano, Rodolfo Ortíz de Rozas. Le exigieron 60 mil pesos de rescate y cortaron. Mostrando una vez más que no era un aficionado, El Oso le sacó la batería al celular, única forma de asegurarse de que si era intervenido no fuese utilizado como micrófono (aunque no estuvieran hablando) o para rastrearlos. El interrogatorio seguía: —¿Dónde trabajás? —¿Cuánta plata tenés en el banco? —Para vos sesenta lucas no es nada. Mientras manejaba a toda velocidad “su” chiche nuevo, El Oso llamó a El Judío Sagorsky para venderle el auto. —Te lo dejo por dos lucas. Es blindado, los vidrios solos valen veinte mil. Tiene las cubiertas nuevas. El Oso le describía el auto con fascinación. Era un modelo recién importado de Alemania con blindaje incluido de fábrica y tenía un precio legal que pasaba los 100 mil dólares, unas 150 veces más que el valor al que lo estaba ofreciendo. Pero Sagorsky le respondió que no le interesaba. Después de pasar el peaje de la Panamericana, le volvieron a pegar a la nueva víctima, le golpearon la cabeza contra el piso y le pusieron su bolso encima de la espalda. Salieron de la autopista por el camino de siempre. Tomaron la 202 y Avenida Mitre. Y en42 traron por una calle de tierra que Ortíz de Rozas sintió como muy poceada hasta el estacionamiento de los monoblocks de Villa de Mayo donde vivía la hermana de El Oso. Amparados en la oscuridad, allí pasaron a Ortíz de Rozas al baúl del Fiat Uno y revisaron el bolso de su nueva víctima: había trajes de baño de Donna Karan New York, anteojos de sol y remeras de marca. También revisaron la billetera y descubrieron un carné del ReNAr (Registro Nacional de Armas). Al regresar, El Oso y El Negro le pegaron un poco más, preguntándole: —¿Dónde tenés el fierro? —No tengo armas, no tengo motivo para tener un arma. Finalmente subieron todos al Uno, con Ortíz de Rozas en el baúl, y fueron hasta la casilla que Carlitos le había alquilado el día anterior a La Turca, dejando el Passat en el estacionamiento para chequear si tenía rastreador. Allí estaban Carlitos y su novia, La Colorada. Bajaron a Ortíz de Rozas, que sintió ladrar “al menos a cinco perros diferentes” e intentó agarrarse “de una columna de madera”. Lo depositaron en el estar, que a pesar de sus ojos cubiertos presintió “pequeño, de no más de cinco metros cuadrados”. La persiana celeste que daba a la calle estaba cerrada. La radio estaba a todo volumen en la FM de cumbia 88.1. Recibió el mismo tratamiento que Axel: siempre con la cara cubierta, lo ataron de pies y manos y lo tiraron sobre el sillón desvencijado que habían mudado la tarde anterior. Carlitos le dijo a La Colorada que se fuera para lo de Andrea y, cuando ella salió, le pegó unas patadas a Ortíz de Rozas con la repetida pregunta de: —¿Cuánta plata tenés? Tenés guita vos, ¿no? Luego salió a cuidar los autos y el resto se sentó en la mesa, frente a Ortíz de Rozas, a fumar marihuana. A la media hora embistieron de vuelta contra él. Primero fueron un par de piñas en el pecho y una trompada en los riñones. Se iban cebando cada vez más: ya no les resultó suficiente con ponerle la pistola en la cabeza, y le hicieron abrir la boca para meterle el caño hasta la garganta. —Si no me decís dónde tenés el fierro te vuelo la cabeza. Ortíz de Rozas intentaba mantener la calma y les respondía con puntillosidad todas sus inquietudes. Que la tarjeta del ReNAr no era por ser portador de un arma, sino porque el auto era blindado y estaba inscripto. O que el carné náutico de “Patrón de Yate” no significaba que él fuera dueño de un yate, y que en realidad tenía una pequeña lancha. Pero sólo logró tranquilizarlos cuando les aseguró que él los iba a ayudar a que cobraran el dinero del rescate. El Oso se calmó y tomó dos números de teléfono que le 43 dio Ortíz de Rozas: el de su hermano y el de un amigo, que se lo debían pasar a su hermano para que lo llamara y éste lo ayudara a juntar los 60 mil pesos. Lo tiraron de vuelta en el sillón, apagaron la luz y se fueron a hacer los llamados, dejando la radio a todo volumen. El primo de Ortíz de Rozas, Eugenio Ecke, había sido avisado por su hermana del secuestro. Inmediatamente llamó a la mujer de Ortíz de Rozas, que estaba pasando el fin de semana en Pinamar. Ella le dijo que los secuestradores habían llamado al hermano de su marido, Rodolfo. Ecke decidió ir a la casa de Rodolfo, en San Isidro. Y así se lo indicó a su chofer. Al llegar, Rodolfo le contó que le habían exigido 60 mil pesos. Además le dijo que estaba muy nervioso como para continuar las negociaciones y le pidió que siguiera él. Entre tanto, un amigo de Ortíz de Rozas se había comunicado también con Rodolfo. Según declaró: “Había hecho previsión de un monto de dinero para el caso de que se presentara una eventualidad como la ocurrida, en razón de que en el mes de octubre de 2003 fui víctima de un secuestro. Un amigo en común me avisó lo que le pasaba a Ortíz de Rozas, por lo que ofrecí espontáneamente aportar el dinero”. El hombre llevó a lo de Rodolfo los 100.000 pesos que tenía en una caja fuerte de su casa, en billetes nuevos y correlativos. A eso de las 22.30 volvió a sonar el teléfono y atendió Ecke. —Ya juntamos 38 mil pesos. —Juntá más porque si no lo vamos a matar. Acá “el gato” me dijo que llames a un par de amigos para llegar a cien mil pesos. Si bien Ecke ya tenía el dinero, no quería ofrecerlo de una vez. “La intención de la familia era la de pagar y liberar inmediatamente a Guillermo, por lo que ni siquiera se pensó en radicar la denuncia”, explicaría luego al fiscal. Ellos habían elegido una tercera opción ante un secuestro: negociar por su cuenta. Para aprovechar el viaje a una zona lejana de Moreno, El Oso decidió apurar también el trámite con Blumberg planeando huir lo más rápido posible luego de cobrar los dos rescates. Agarró el papelito en el que El Negro había anotado el número de la casa y, a la 1.26, mientras manejaba por Pilar, llamó. —Aló —atendió Blumberg, que nunca se había movido del teléfono. —¿Cuánto juntaste? —¿Cómo? —¿Cuánto juntaste, la concha de tu madre? —Escuchame una cosa... —(Interrumpiendo) ...dale, dale, estúpido, porque te corto. 44 —Está bien. —¿Cuánto tenés? —Junté lo que te dije ayer, después más mil pesos, más dos mil cien dólares. Eso te da como catorce quinientos... —Bueno, escuchame, tenés para mañana... ¿Vos no estás con la gorra?... Este teléfono está re pinchado, “gato”, ¿eh? —dijo El Oso, que sentía una diferencia en la calidad del sonido entre el teléfono de Blumberg y el de Ortíz de Rozas. —¿Cómo? —¿Vos estás seguro que no estás con la gorra? —No, no. Dejá de joder. —Bueno, bueno, si vamos a negociar así... Bueno, hacemos una cosa... —¿Por qué no me dejás hablar con él? —Yo le dije que mañana se iba y se puso re contento, se puso a llorar, ¿entendés? Yo no le voy a hacer nada, boludo, si vos cumplís tu parte yo no le voy a hacer nada. —Yo voy a hacer... —Bueno, hacemos una cosa, ¿cuánto tenés en total? —Más o menos catorce y algo, tengo dos mil cien dólares y siete mil setecientos cincuenta pesos. —¿Cuánto hay en total? —Más o menos catorce y algo. —Bueno, seguí juntando hasta mañana al mediodía. Y mañana al mediodía con lo que tengas cerramos... ¿eh? Hacemos así. —¿Qué querés? Voy a tratar, pero estoy buscando... —Bueno, aunque sea conseguime dos mil pesos más. Te llamo mañana al mediodía y chau... Tal como había supuesto El Oso, el teléfono estaba intervenido. Apenas cortaron la SIDE llamó a la DDI de San Isidro para avisarle al subcomisario Dante Vodopivec que según la última charla era probable que ese día se hiciera el pago del rescate cerca del mediodía. En lo de Rodolfo Ortíz de Rozas las amenazas y el apuro habían ablandado a Ecke. En el siguiente llamado de El Oso, el primo del empresario secuestrado le dijo: —Ya tengo los sesenta mil pesos. —Bueno, seguí juntando que el viernes te llamo. —No, no. Pará. Voy a hablar con los amigos esos para tratar de llegar a lo que me pedís —gritó Ecke, desesperado, antes de que le cortara, pensando que tal vez se iba a prolongar el cautiverio. A la hora lo volvieron a llamar y ofreció 82 mil pesos. El Oso 45 aceptó gustoso y le dijo que lo volvería a llamar para darle las instrucciones de pago. Entonces Ecke le preguntó a su chofer, un ex policía de apellido Bernis, si podía darles a los secuestradores su número de celular para que él fuera a efectuar el pago. Bernis accedió. Cuando la banda llegó de hacer los llamados estaban “exaltados y contentos”, según el recuerdo de Ortíz de Rozas. Otra vez se sentaron a fumar marihuana. Entonces El Oso no pudo evitar autoelogiarse porque su organización funcionaba: tenían dos secuestrados simultáneamente, habían robado un auto, disponían de efectivo y estaban a punto de cobrar 82 mil pesos. Evaluó satisfecho: —Les dije que esto nos iba a dar mucha plata. El otro “gato” ya también juntó la guita, van más de diez lucas. El otro “gato” era Juan Carlos Blumberg. Unas horas después salieron a cobrar el rescate de Ortíz de Rozas. Fueron El Oso, El Negro y Santiago, mientras Carlitos se quedó con la nueva víctima y Matías seguía en las otras casillas con Axel. La banda fue en el Fiat Uno hasta una villa cerca de Avenida San Martín y 202. En el siguiente llamado, El Oso indicó: —Meté la plata en una bolsa y andate a ruta 202 y Panamericana, a la estación Rhasa. ¿No vas a meter a la gorra? Mirá que lo matamos. —No, no. —¿En qué teléfono vas a estar? Ecke les dio el teléfono de Bernis, su chofer, y luego de cortar le dio la bolsa llena de plata al hombre, que arrancó en un Volkswagen blanco. Cuando llegó a la estación de servicio le sonó el teléfono. —¿Ves el puente de Panamericana? Bueno, doblá a la izquierda y seguí por 202 hasta las vías. Bernis hizo lo que le indicaban y frenó en las vías, cerca de la estación Don Torcuato, la misma donde la noche anterior habían cobrado el rescate de Mondino. Cuando estuvieron seguros de que no lo seguía la Policía, lo volvieron a llamar. Lo hicieron avanzar hasta el último semáforo, luego hacer una vuelta en U y volver por la misma calle para doblar a la izquierda bordeando una villa. La comunicación era constante: ya no cortaban y volvían a llamar, sino que esperaban en línea que cumpliera las órdenes. —Donde termina la villa te vas a encontrar con un puentecito. —Ajá... —No, te pasaste, volvé para atrás. —Lo estoy haciendo... 46 —Ahí, bajate y dale la guita al pibe. Bernis vio a un chico que describió como “de 1,5 metro y unos 14 años”, aunque en realidad era Santiago, un poco más alto y de 17 años. Santiago le hizo señas para que tirara la bolsa con el dinero. Así lo hizo el ex policía, subió al auto y arrancó despacio, viendo cómo el joven recogía el rescate. —Ya tiene la plata —informó, con el teléfono todavía en comunicación. —Desaparecé —lo despidió El Oso, que levantó a Santiago y volvió hacia Moreno. Cuando llegaron estaban exultantes. Había una bolsa llena de plata y se pusieron a contar desprolijamente. Eran 82.000 pesos en 820 billetes de 100 pesos, más de lo que cualquiera de ellos había visto jamás en su vida. Pero no tanto más: en noviembre del año anterior habían cobrado 80.000 de rescate por Nordmann. Repartieron, y con las porciones se marcaron las categorías en la banda. A Carlitos le dieron unos 3.000 pesos. A Santiago le tocaron unos 10.000. El Oso y El Negro se quedaron con cerca de 34.500 cada uno. Y decidieron no darle nada a Matías, que estaba en la otra casa, cuidando a Axel. Encapuchado, Ortíz de Rozas escuchó la siguiente conversación, sin saber quién decía qué: —La mayoría de los billetes son nuevos, seguro que anotaron los números. —A mí qué me importa. Yo los cambio en un kiosco. —Tendríamos que haber pedido más plata, no tardaron tanto en juntarla. —Sí, tendríamos que haber pedido más, pero era jodido tenerlo más tiempo a éste. Después de un par de horas tomando y fumando, decidieron liberarlo. El Oso, El Negro y Santiago subieron al auto. Carlitos le devolvió los documentos y se quedó con el bolso con ropa. Esta vez decidieron ir en el Gol. Lo hicieron entrar por la puerta de adelante y zambullirse al baúl desde los asientos de atrás, como era su costumbre para evitar andar abriendo el baúl, algo que siempre llama la atención y lleva tiempo. Pero a las tres cuadras se les reventó una cubierta. El auto se convirtió en una competencia de insultos en la que El Oso se destacaba. Tuvieron que dar media vuelta, regresar con la cubierta reventada y cambiar de auto. Salieron en el Uno y viajaron por unos veinte minutos. Frenaron sobre la ruta 25, cerca del country Boca Ratón, en Pilar, a unos 35 kilómetros del lugar donde lo habían mantenido cautivo. Abrieron el baúl y le ordenaron: —Bajá, date vuelta y no mires. 47 Le sacaron la gorra de la cabeza. Un minuto después Ortíz de Rozas se dio vuelta y caminó un kilómetro hacia unas luces que resultaron ser la entrada del country, donde había un patrullero con policías. Les contó lo que le había sucedido y lo llevaron hasta la comisaría tercera de Pilar. Desde allí llamó a su familia. Eran casi las siete de la mañana. La banda volvió a las casitas de Goya a dormir. “Pidieron 50 mil pesos” (Lunes 22) A las ocho de la mañana del lunes el abogado Fogar se encontró con Susana de Usonis, la cuñada de los Blumberg, en la puerta del colegio. Desde la charla del miércoles no lo habían consultado más. Luego de que dejaran a los chicos, le preguntó a la mujer: —Y, ¿qué pasó? —Pidieron 50 mil pesos. —¿Pudieron negociar? ¿Avanzaron? —En eso están. Están muy mal. A esa misma hora, en Villa Trujuy, Andrea, la mujer de El Negro, llevó por primera vez a su hija al colegio nuevo. Con la plata del rescate de Ortíz de Rozas pensaba comprar los útiles que le faltaban. Una hora después el gerente de Arcor hizo la denuncia de su secuestro, pago de rescate y robo del auto. De la comisaría lo derivaron a la Fiscalía Antisecuestros. Allí contó que mientras estaba cautivo escuchó el comentario: “El otro gato ya juntó la plata”. Esto daba a entender claramente que se trataba de otro secuestrado y el único otro secuestro denunciado era el de Axel, cuyo padre justo había recibido el llamado en el que acordaron el pago esa madrugada. Desde ese momento, el fiscal supo que la banda probablemente tenía el Passat blindado. Policías, funcionarios políticos y judiciales hablaron con cierto enojo del secuestro de Ortíz de Rozas: “Tener un auto blindado, si no se sabe cómo manejarse, no sirve nada más que para que delincuentes tengan la oportunidad de llevárselo”, aseguró uno. “Pagar rápido genera que se suba el monto de los rescates”, dijo otro, para agregar: “No hacer la denuncia en el momento —aunque el objetivo sea pagar— hace que se pierda información vital de las bandas”. Con el dato de que un grupo de delincuentes tenía un auto blindado, la noticia de que había un secuestrado en la provincia finalmente llegó hasta el gobernador Solá, que ese lunes retomaba sus tareas en La Plata luego del fin de semana en cama. 48 En lo de Blumberg, la mañana parecía interminable. De pronto, al mediodía, sonó el teléfono. Juan Carlos creyó que era para darle las instrucciones del pago del rescate. —Hola, ¿Juan Carlos? —Sí. —Mire, soy Ingaramo, me enteré de lo que le está pasando. Quería ponerme a su disposición. —Ah, bueno, bueno. Mire, tengo el teléfono intervenido. Estoy esperando un llamado. Después hablamos. —Está bien. Gerardo Ingaramo es un abogado comercial que al momento del secuestro tenía más de diez años de amistad con Blumberg, con quien solía juntarse a hablar de negocios o proyectos y tomar vermouth. La relación se había estrechado luego de que Ingaramo hiciera un posgrado en la Columbia University, de Nueva York, y Blumberg lo invitó a reunirse una tarde con Axel, que también quería hacer un posgrado en los Estados Unidos. “Estuvimos hablando varias horas. Axel quería hacer un MBA (Master in Business Administration), es decir, sumar a ingeniería la administración de empresas. Tenía visión de la potencia de combinar esos dos conocimientos. Después nos quedamos charlando con Juan Carlos de proyectos. Él siempre tenía mucha visión global de lo que estaba pasando”, contaría Ingaramo. Pero ese lunes Juan Carlos sólo quería escuchar una voz. Y lamentablemente era la de El Oso Peralta. “Vamos a cobrar la plata” Luego del movimiento de autos del fin de semana, al que se había agregado el Fiat Uno, además del ya visto Gol, La Turca había encarado a Carlitos: —¿De quién son todos esos autos que andan por tu casa? —¿Qué te pasa? ¿No puedo tener familiares con plata? —le contestó Carlitos. En las casillas de Santa Paula, Matías y Santiago cuidaron a Axel todo el día, mientras El Oso llamó un par de veces a El Judío para insistirle en la venta del Passat, que había dejado estacionado en Villa de Mayo. “Me puede interesar la trompa” fue lo más optimista que le dijo. De tanto en tanto Carlitos, El Negro y El Oso pasaban por la casilla donde estaba Axel. Con plata en la mano, a las once de la mañana El Oso fue hasta lo de su tallerista, Pablo Díaz, a quejarse por el tren delante49 ro del Gol. Aprovechó para llevarle 50 pesos por el trabajo que le había hecho la mañana en que habían secuestrado a Axel. Díaz, que le solía arreglar los autos con los que salía a robar o desarmar los que había robado, le respondió: —Yo no te lo arreglé mal, lo que pasa es que vos andás a fondo. —Mirá, vos me arreglás bien el auto porque te rompo la cabeza. O, mejor, te vuelo la gorra —le respondió El Oso, al que le gustaba amenazar a los que no eran tan pesados como él. Había ido al lugar con Santiago y El Negro siguiéndolo en el Fiat Uno, para poder dejar el Gol y seguir en un solo auto. Pero como Díaz no les recibía el auto, El Negro apuró a El Oso y le dijo: —Dale que tenemos que ir a buscar el Volkswagen blindado con mi hermano. Terminaron regresando a las casillas en los dos autos hasta que, poco antes de que se hiciera de noche, El Oso dijo: —Vamos a cobrar la plata. Axel quedó con Matías, atado y sentado en la butaca de auto. Salieron Carlitos, El Negro y Santiago, con El Oso al volante del Gol rumbo al estacionamiento de los monoblocks de Villa de Mayo. Allí se cambiaron de auto y dejaron el Gol, que seguía con el lateral perforado por disparos disimulados con pedazos de cinta adhesiva negra. En el apuro por ir a cobrar se olvidaron de cerrar los ventiletes. El Oso quiso probar el blindaje del auto y manejó hasta la villa ubicada detrás de la estación Don Torcuato. Sacó el arma y tiró varios tiros a la ventanilla del conductor. —Rebotan, rebotan, mirá. —Es un blindado posta. Los cuatro gritaban con un tono que estaba entre el asombro de chicos ante un truco de magia y la excitación de tener en sus manos un auto a prueba de balas. Subieron y arrancaron. El Oso al volante, El Negro a su lado y atrás, del lado del conductor, Carlitos, y del otro, Santiago. Cuando estaban en Del Viso y el reloj digital del confortable Passat marcaba las 21.59 de la noche del lunes, El Oso llamó para cerrar el pago. Contestó Blumberg, con una voz sedada por la extenuación, ya que llevaba cinco noches sin dormir: —Aló. —Hola, ¿cómo va? ¿Todo bien? —Todo bien. —¿Cuánto tenés? —Lo que me pediste, estuve juntando más. Esos dos mil te los junté —respondió pausado, como si le costara articular las palabras. 50 —Bueno, ¿en qué auto andás? —Con un Clio. —¿Qué color? —Verde claro. —Venite solo. ¿En qué parte estás vos? ¿En Martínez? —Sí. —Bueno, esperame ahí en Panamericana y 202. —¿Panamericana? —Y 202. —Y 202. ¿Qué voy, por la colectora12? —Por la autopista... Pasame el número de Movicom que vas a traer... —A ver, esperá un minuto... 154-180-6071. —Bueno, te veo ahí. Salí ya para ahí, así lo terminamos, dale. —O sea, 202 y colectora. —Sí, quedate ahí que ahora... después te llamo. —Para el lado... —Como yendo para el lado de Garín. —Para el lado de Garín. —Vos te bajás en 202 y Panamericana. —Sí. —Y te quedás en la Rhasa 13, en el estacionamiento, que después te llamo. —Bueno. —Nos vemos. Venite solo, gil, así la hacemos corta. Dos minutos después El Oso volvió a llamar a la casa, pero ya no lo atendieron. Inmediatamente la SIDE avisó a Cassani, de la fiscalía, del llamado. Cassani llamó al comisario Ustarroz, de la DDI, para ordenar el operativo. Pero el policía, que también había sido alertado por la SIDE, le dijo: —Ya estamos saliendo para allá. Además, desde la Dirección de Contrainteligencia de la SIDE salieron al menos tres autos. Sica siempre mandaba a la Policía Bonaerense y a la SIDE con grupos operativos en simultáneo al lugar del pago de rescate de los secuestros. Por lo general estos pagos requerían de postas. Ambos grupos llevaban cámaras para filmar a los que cobraban, pero además estaban listos para detenerlos si había una situación que consideraban “favorable”. Por la declaración que había hecho esa misma mañana el pri12 13 Colectora: camino gratuito que corre paralelo a la autopista. Rhasa: marca de una cadena de estaciones de servicio. 51 mo de Ortíz de Rozas en la fiscalía, sabían que esa misma estación de servicio había sido utilizada como primera posta del pago del rescate, que luego se entregó en una villa de Don Torcuato. Los investigadores creían que el esquema se repetiría o sería, al menos, similar. Camino al pago Juan Carlos preparó el dinero en un sobre de papel blanco. Hans Weihl lo ayudó a desconectar la luz de posición trasera izquierda de su auto, para que la Policía pudiera identificarlo al seguirlo en el tránsito de la Panamericana. Antes de salir, Blumberg pidió a su mujer el teléfono del fiscal Sica. Fue la primera vez que habló con él. —¿Va a salir todo bien? —Quédese tranquilo, estamos haciendo todo lo que podemos. —Por favor, que no se ponga en peligro la vida de mi hijo. —Por supuesto que no. Juan Carlos subió al coche de su esposa, el mismo en el que habían secuestrado a su hijo, y manejó quince minutos. El cruce de Panamericana y 202 es un centro de conexión entre el oeste del conurbano y el norte. Los diez carriles de la Panamericana pasan sobre un puente, mientras que por abajo cruza la ruta 202, con dos carriles por mano. Una gran cantidad de líneas de colectivos tienen su parada allí, desde donde toman la 202 hacia el oeste, a San Miguel y Moreno, o hacia el este, a San Fernando. Del lado de la Panamericana en el que habían citado a Blumberg, hay dos estaciones de servicio, en la que paran más autos destartalados del conurbano pobre que tránsito de la Panamericana, ya que la bajada es incómoda. Por los nervios, Blumberg se equivocó de estación de servicio y frenó en la YPF, que está justo enfrente de la Rhasa que le habían indicado los secuestradores. Allí ocupó uno de los siete lugares que hay frente al autoservicio. Al otro lado de la Panamericana, dos patrulleros estacionados con las luces de las sirenas encendidas lo pusieron más nervioso. Y se puso todavía peor cuando vio un policía con un perro recorriendo la zona. “Era un lugar de locos”, describiría Blumberg. Pasaban los minutos y su teléfono celular no sonaba. No sabía que, además, en las dos estaciones de servicio había agentes de la SIDE que simulaban ser clientes. Ni que en los alrededores rondaban al menos seis autos más: tres de la SIDE y tres 52 de la Policía Bonaerense, todos sin identificación y con el personal de civil. Tampoco sabía que la banda que tenía a su hijo pasaba una y otra vez a metros de él. Aunque al principio no lo vieron porque estaba en la estación de servicio equivocada, luego lo ubicaron. El Oso había llegado desde el oeste por la 202 hacia Panamericana. Doscientos metros antes de la autopista, dobló a la izquierda, pasó por detrás de un gran McDonald’s, y después dobló a la derecha, hasta llegar a la colectora que corre paralela a la autopista hacia Capital. Tomó la colectora y de esta manera desembocó nuevamente en la 202 como si viniera del norte. Lo agarró el semáforo. Estaba de buen humor, así que le compró una rosa a un vendedor que suele pararse en esa esquina después de las seis de la tarde. Y cuando el semáforo se puso en verde, dobló a la izquierda por la 202, cruzando por debajo de la Panamericana y desembocando justo en la esquina de las dos estaciones de servicio. Fracasa el pago El primero en ver el auto de la banda fue Marcelo Cáceres, un oficial principal del Gabinete Antisecuestro de la DDI de San Isidro, de 37 años. Él comandaba uno de los grupos en la zona de pago y se había ubicado en un Chrysler Neón azul, junto a dos cabos de la Bonaerense, en la colectora de la Panamericana, del lado que va de provincia hacia Capital. Al volante estaba el dueño del auto, el cabo primero Omar Blas Bustos 14. A las 22.15 el auto azul pasó frente a ellos y, a pesar de los vidrios polarizados, pudieron distinguir que adentro iban cuatro caras que no daban con el perfil de usuario de un Passat. Bustos dio aviso por su Nextel 15 de la patente ECO 582 y le informaron que era el auto robado a Ortíz de Rozas, con pedido de secuestro, y que, además, era blindado. Todos los móviles recibieron el informe, incluido uno de los de la SIDE, un Mégane blanco en el que estaba un agente de la Bonaerense. Lo comenzaron a seguir disimuladamente, con la intención de interceptarlo, que era la orden de la fiscalía. Durante más de veinte minutos El Oso hizo 14 Nótese que un cabo primero tiene como auto particular un Chrysler Neón modelo 1998. 15 Los aparatos que tienen los policías para comunicarse no son provistos por la fuerza, pero por acuerdo todos compran la misma marca y están en red. 53 varios rodeos, alejándose cada vez entre cinco y diez kilómetros del punto en el que había citado a Blumberg. Era evidente que conocía muy bien la zona ya que cada vuelta era precisa. Nunca se detenía, para evitar ser interceptado, nunca se alejaba de vías rápidas de escape y hacía los llamados en movimiento para que no lo tomara sólo una antena del celular. Pasaban entre cinco y diez minutos y volvía a observar el terreno. Los autos policiales y de la SIDE se alternaban para seguirlo. Cuando uno lo perdía, le avisaba a los demás la ubicación y regresaba a Panamericana y 202. Mientras se producía este ir y venir, el celular de la banda que estaba intervenido comenzó a hacer llamados y la SIDE a detectarlos: a las 22.26 discaron el 154-187061 y dio ocupado. Para la llamada los tomó la antena de Thames y Panamericana. En el apuro, El Oso había anotado mal el número. En realidad Blumberg le había dictado el 154-180-6071. No sólo se comió el 0 del 180, sino que intercambió dos números de la cifra final. A las 22.27 discaron a la casa de los Blumberg. María Elena miró con cara desconcertada al policía, que identificó el número de los secuestradores y le ordenó no atender. Tenía miedo de que le dieran a la madre del chico una contraorden sobre el lugar del pago, teniendo a todas las unidades desplegadas en otra zona. Además, Juan Carlos había insistido en que ella no debía atender nunca el teléfono. El Oso intentó dos veces más al celular de Juan Carlos, que había anotado mal, y siempre daba ocupado. El auto se movía: la antena que los tomaba ahora era la de Márquez al 400, San Isidro. A las 22.28, ya desde El Talar, llamaron de vuelta a la casa de los Blumberg. Otra vez el policía le indicó a María Elena que no atendiera. Desde la SIDE, nunca le avisaron al policía que estaba allí que los secuestradores estaban llamando a un número de celular equivocado y que por eso podrían estar llamando a la casa. De hecho, no había un método de comunicación directa entre la SIDE y ese policía. Sólo más tarde, la SIDE le avisó al comisario Ustarroz que los secuestradores estaban llamando a la casa, y él a su vez le indicó por Nextel al oficial que estaba allí que atendieran. Pero a esa altura los secuestradores ya no lo intentaron más. Sin respuesta en la casa, El Oso insistió con el equivocado 15-4187061 a las 22.33, obviamente sin éxito. —Este teléfono no es o no anda. Estaban a la altura de Pacheco y El Oso decidió hacer un último avistaje. Pero cuando dobló por la colectora frente a las estaciones de servicio vio otra vez un Volkswagen Polo de vidrios polarizados, al que creyó reconocer como de una brigada policial. 54 En ese auto iba al volante el jefe policial del operativo, Ustarroz, de traje y corbata, simulando ser un chofer. Atrás iba el oficial Héctor Angotti, como si fuera un pasajero. Sólo que a sus pies llevaba una escopeta calibre 12/76 Magnum con varios cargadores de siete tiros a repetición llenos de cartuchos Brenec, que miden unos tres centímetros de plomo macizo. Era la única arma, de todas las que tenían la SIDE y la Bonaerense esa noche, capaz de perforar al auto blindado o, al menos, destruir los vidrios y las cubiertas. El Passat y el Polo se cruzaron un segundo, justo cuando el policía salía de la estación de servicio YPF. Ustarroz pudo ver, por la ventanilla apenas baja del Passat, que en el interior había cuatro hombres y ninguno era Axel. Para entonces el Passat había estado cinco veces en el cruce de 202 y Panamericana. El Oso decidió huir. En lugar de tomar por colectora, esta vez subió a la vía central de la Panamericana en dirección al norte, se ubicó en el carril rápido y comenzó a acelerar para perder a los autos que pudieran estar siguiéndolo. Antes, los agentes de la SIDE habían consultado al jefe de Operaciones Especiales del organismo sobre qué debían hacer. Éste a su vez le consultó al comisario Ustarroz, que les dijo que por orden de la fiscalía debían seguir e interceptar al Passat. Axel acababa de perder la primera oportunidad de salvarse: que su padre lograra entregar el pago acordado con los captores y lo dejaran libre. Persecución y tiroteo El Mégane blanco de la SIDE subió a la Panamericana detrás del Passat de la banda e intentó alcanzarlo: su velocímetro marcaba 200 kilómetros por hora, y el Passat se alejaba como si nada. El Oso iba a fondo, a 240 kilómetros por hora, convencido de que lo seguían. Más atrás venía el Neón que comandaba Cáceres. Y en la cola, el Polo de Ustarroz. Otros tres autos policiales y de la SIDE quedaron en la zona de la estación de servicio, donde seguía Blumberg, por las dudas. Diez kilómetros después, en el peaje del ramal Pilar, el Mégane y el Neón lograron ver al Passat, cuando El Oso estaba pagando en la segunda casilla comenzando desde la izquierda, como si fuera un vecino más de la zona. Cáceres decidió no interceptarlo allí por la cantidad de autos. El Oso estaba convencido de que había perdido a sus perseguidores y salió del peaje a velocidad normal. Cuan55 do lo estaban por interceptar en el primer tramo de ruta, los policías vieron que, en un gesto de inusitada cortesía, el Passat indicaba con la luz de guiño que bajaría en la siguiente salida, la segunda después del peaje, que desemboca justo en el country Miraflores y del otro lado tiene un grupo de monoblocks del Fonavi de Tortuguitas. Ustarroz había quedado atrapado en el peaje, ya que la barrera no se abrió con el Telepeaje 16 que llevaba adherido en el parabrisas y tuvo que hacer marcha atrás dos veces hasta que el tercer paso le abrió. Mientras estaba en esa maniobra, Pablo Machicote, oficial subinspector de la Bonaerense de 29 años que viajaba en el Mégane de la SIDE17 , le dijo que había condiciones para detener al Passat y Ustarroz le ordenó: —Procedan. El Mégane de la SIDE y el Neón de la Bonaerense estaban casi a la par, sin que los del Passat los hubieran notado esta vez. Vieron que dos camiones le cortaban el camino al Passat en la bajada de Tortuguitas, al tiempo que esa salida era angosta, escarpada, y a la derecha del Passat había un guardarrail. Los del Mégane se le pusieron al lado. Machicote bajó su cristal, les mostró su arma y les indicó que se detuvieran contra la banquina, al tiempo que los encerraban obligándolos a frenar, ya que si no chocarían al camión. En simultáneo, el Neón se había pegado a la cola del Passat, dejándolo sin posibilidad de clavar los frenos o retroceder. Pero la respuesta de El Oso fue inmediata y directa. Bajó un par de centímetros la ventanilla, asomó la 45 y disparó medio cargador. Machicote respondió el fuego con su Browning 9 milímetros. Las balas rebotaban contra el cristal de atrás, donde estaba sentado Carlitos, quien de todas maneras se agachó. Machicote apuntó a las gomas del Passat, ya que sabía que el auto era blindado. Pero las cubiertas, por ser macizas, tampoco se vieron afectadas. Mientras, el conductor del Mégane de la SIDE chocó de costado al Passat, intentando tirarlo contra el guardarrail. El Oso aceleró a fondo y embistió de costado al Mégane, que se levantó en dos ruedas y salió haciendo trompos hacia el pasto del otro lado de la calle. Dio cuatro vueltas antes de frenar. El Passat esquivó a los camiones subiéndose a una vereda, cruzó Telepeaje: sistema de pago electrónico que permite pasar sin frenar. En ese auto iba el jefe del operativo de la SIDE, que tenía buena relación con Machicote. Como la SIDE se maneja con el sistema de telefonía Movilink, la única forma de que se comunicaran los dos equipos, que deberían actuar juntos, era que subiera uno con el sistema de comunicaciones propio al auto del otro. 16 17 56 la calle y retomó la Panamericana ahí mismo. Todo duró diez segundos. Ahora el Chrysler Neón de la Bonaerense lo seguía a la par. Desde el Passat les disparaban con pistolas. Los dos cristales de atrás del Neón se hicieron trizas. Y en el parabrisas quedó el agujero de una bala que pasó cerca del acompañante. —No bajen los vidrios, pelotudos. El auto es blindado —ordenó El Oso en el Passat, al notar que se habían entusiasmado con el tiroteo. Sobre la Panamericana nuevamente, el Passat tomó más velocidad y se alejó. Desde atrás, el Neón comenzó a dispararles. Cáceres, que iba en el asiento del acompañante, abrió la ventanilla y se sentó en el marco, con medio cuerpo fuera del auto. Disparaba a las ruedas. El conductor del Neón agarró el volante con la mano derecha y asomó el brazo izquierdo para disparar también. Durante el tiroteo, también le tiraron al Passat con escopetas calibre 12/70 tipo Itaka, pero las balas rebotaban en la luneta trasera y el baúl. Tampoco afectaban a las gomas. Dentro del Passat El Oso se reía a carcajadas y aceleraba mientras los autos que circulaban por la Panamericana se abrían hacia los costados, con los conductores incrédulos ante la escena de película en plena realidad argentina del lunes 22 de marzo de 2004 a las diez y media de la noche. Luis Zucchi, que se dirigía a cenar con su familia, contaría: “En la ventana de atrás del Neón había un hombre con una gorra negra en la cabeza que llevaba medio cuerpo fuera del auto. Se iba agarrando del parante de las puertas y disparaba contra el Volkswagen Passat”. Rápidamente el Passat le sacó ventaja al Neón. El Mégane de la SIDE, recuperado del choque, se había sumado a la persecución. Lo llevaron al máximo de velocidad, 205 kilómetros por hora. Pero el Passat se alejó. Tres puentes más adelante, el Mégane se cruzó con el Passat. Según el informe de la SIDE, estaba de la mano de enfrente, “detenido en actitud de espera y desafiante”. Por la velocidad a la que iban no pudieron retomar en dirección contraria en el primer puente. Segundos después, los policías del Neón también vieron al Passat en la mano contraria de la Panamericana, es decir, viajando hacia Capital. El auto ya iba a toda velocidad con las luces apagadas. El Neón y el Mégane retomaron la mano contraria de Panamericana, pero ya no pudieron ubicar al Passat. Antes de llegar al peaje nuevamente, volvieron a ver al Passat, ahora de la otra mano, nuevamente en dirección a Pilar, mientras los policías iban hacia Capital. Otra vez los policías cambiaron de 57 rumbo, pero tampoco lograron alcanzarlo. Pocos minutos después un patrullero lo vio veinte kilómetros más adelante, descendiendo en la bajada de los cines Village de Pilar rumbo a la ruta 25. Desde la DDI ordenaron un “operativo cerrojo”, dando aviso a todos los patrulleros de la Zona Norte. Desde el llamado en que se acordó el pago hasta ese momento había pasado poco menos de una hora. Tanto los investigadores judiciales como los policiales y las autoridades políticas reconocen que no haber logrado apresar a la banda fue un “error grave”, pero aseguran que ése no sería el motivo del crimen. Un alto jefe policial agregó: “No teníamos armas ni autos capaces de frenar a un blindado. Los autos nuestros eran todos particulares”. En un operativo que reunía media docena de vehículos y una veintena de agentes de la mayor fuerza de seguridad del país —la Bonaerense— con la que está mejor equipada tecnológicamente —la SIDE— había sólo un arma contra blindados, que era particular y estaba allí por iniciativa de su dueño, el comisario Ustarroz. Desde el auge del blindaje de autos hasta hoy, las fuerzas de seguridad no se prepararon para casos como ése. Y esto no es menor, porque cuando la banda logró escapar, Axel perdió la segunda oportunidad de salvarse. A las once menos diez el comisario Ustarroz llamó a Sica desde la Panamericana y le informó que habían intentado interceptar al auto sin éxito, que luego había habido un tiroteo y que finalmente lo habían perdido. Y que tanto ellos como los de la SIDE lo estaban buscando. Esa noche Ustarroz persiguió a tres Passat azules de vidrios polarizados que no eran el de la banda. El comisario también le avisó a su jefe policial, Ravenna. —¿Y ahora? —Lo estamos buscando. Tenemos que esperar. —Qué cagada que se fue, la idea era asegurarlo —se quejó Ravenna. —Seguro, pero era un tanque, le tiramos con todo. —Avísenle al padre del pibe que no lo van a llamar. —Pero no estamos seguros si eran los mismos. —Bueno, búsquenlos. El último llamado A las 22.53 El Oso intentó llamar por última vez al celular equivocado de Blumberg. Lo tomó una antena ubicada cerca de El Talar de Pacheco, en López Camelo. Poco después, luego de casi 58 una hora de espera en vano y sin saber todo lo que había sucedido, Blumberg decidió regresar. Al llegar al chalé sin noticias explicó: “Volví porque pensé que a lo mejor habían tomado mal mi número de celular. El lugar era un infierno, había un policía con un perro y un patrullero”. Le contaron que durante su ausencia los secuestradores habían llamado a la casa, pero que no habían atendido. Quedaron nerviosos y desconcertados. A las once de la noche, el Passat fue visto en las cercanías de la villa San Pablo, en El Talar de Pacheco. El operativo de rastrillaje policial se trasladó hacia allí, pero no lo encontraron. Entonces se amplió la búsqueda hacia Los Polvorines, Garín y Tigre, también sin éxito. Mientras tanto, la noticia ascendía la cadena de mandos. Poco después de las once sonó el teléfono del ministro Rivara. Era Colaci, el jefe de Policía, que fue directo al grano, como siempre: —Tuvimos un enfrentamiento. Le relató que el Passat había podido escaparse porque era blindado, aunque puso en duda que fuera la misma banda que tenía a Axel, algo que a esa altura Sica y la DDI de San Isidro ya daban por completamente seguro. También le dijo otra cosa que no era cierta: —Para escapar chocó un patrullero de la cuadrícula. 18 En realidad, había chocado al auto de la SIDE. En esos días Rivara no había querido llamar a Sica para saber cómo avanzaba la causa. Es que las experiencias anteriores le habían indicado que al fiscal no le gustaba dar información sobre sus investigaciones, por lo que tenía que confiar en lo que le decía Colaci, un jefe muy poco respetado, informado y obedecido en la Bonaerense. El Oso manejó hasta el estacionamiento de Villa de Mayo donde recuperaron el Fiat Uno. Con los dos autos fueron hasta Los Polvorines, a la casa del mismo reducidor de autos robados al que le habían dejado la Partner19 . Entró el auto en la cochera. El hombre mandó a su hijo con dos botellas de dos litros y medio de gaseosa a comprar nafta. El Oso le dejó los dos teléfonos que habían comprado. —Están re pinchados —sentenció, una comprobación irrefutable luego del tiroteo que habían sufrido. Una hora después Santiago se subió al Fiat Uno, y El Oso, El Negro y Carlitos al Passat. Antes de la 1.15 del martes, José Voisín, un oficial principal que tenía a cargo un grupo operativo de la DDI y había estado en la zona La cuadrícula es un recorrido predeterminado que hacen los móviles. En la causa fue detenido Reinaldo El Paraguayo Martínez, acusado de haber sido quien recibió la Partner de Mondino y los teléfonos celulares después. 18 19 59 de la estación de servicio sin participar del tiroteo, llevaba casi dos horas dando vueltas en su auto particular, un Peugeot 405, junto a otro oficial y un sargento. Cuando iban por la Avenida Eva Perón (ex Maipú) a la altura de Los Polvorines y estaban por doblar en Amenábar, vieron que los pasaba por la misma Eva Perón, como viniendo de la estación de tren de Los Polvorines, un auto a toda velocidad y con las luces altas encendidas. Llegaron a ver la chapa, confirmando que era el Passat que buscaban. En la cuadra siguiente el Passat dobló a toda velocidad por la calle Wilson hacia el paso a nivel de la estación Villa de Mayo, que estaba a tres cuadras. El oficial avisó por Nextel que los habían ubicado, mientras Voisín pisaba el acelerador. Pero no pudieron doblar rápido, porque la Avenida Eva Perón es doble mano y venían dos autos de frente. Cuando tomaron Wilson, el Passat ya estaba cruzando las vías. Ni bien las pasó, el terraplén del ferrocarril lo tapó y lo perdieron de vista. Voisín pisó a fondo el Peugeot las tres cuadras que lo separaban de las vías, pero cuando subieron al terraplén, el Passat ya había desaparecido. Aunque no había percibido que lo habían detectado, El Oso no aminoraba un segundo. La Policía comenzó a rastrillar la zona con otros autos que se sumaron, pero no los encontraron. La banda había ido hasta un descampado ubicado en Velázquez y Eva Perón, de Los Polvorines. El Oso vació sobre el auto al que le debía la vida una de las botellas con nafta y lo prendió fuego con un encendedor. “Agarró al toque”, declararía Santiago. Dentro del auto había quedado el número de la casa de Blumberg anotado a mano. Ya no pensaba volver a llamarlo. El descampado elegido quedaba justo frente a la casa de José Luis Sánchez, un comisario de la Departamental de La Matanza. ¿Fue un lugar elegido al azar en la lógica de la huida? ¿El Oso fue capaz de ir a esa esquina sabiendo que allí vivía un comisario, como una última burla a la Policía luego de escapar del tiroteo? Carrera a la libertad —Nos cagaron a tiros —le contaron a Matías cuando llegaron a las casillas de Santa Paula. Sin el Passat, ilesos del tiroteo y con 82 mil pesos sobre la mesa, al volver a las casas El Oso planteó: —Esto se complicó, no vamos a sacar plata. No nos conviene “perder”20. 20 Perder: caer presos, en este caso al intentar cobrar el rescate. 60 Y todos se pusieron de acuerdo en liberar a Axel. —Preparate —le dijeron, poco antes de la una y media de la mañana del martes. —¿Me van a matar? —preguntó, asustado por las amenazas y los malos tratos que recibía. —No, boludo, te vamos a soltar —le replicó El Oso. Le desataron los pies, le pusieron sus documentos en el bolsillo de atrás y El Negro lo subió al baúl del Fiat Uno. Tenía aún los ojos vendados y las manos atadas por delante. Con la adrenalina del tiroteo y la fuga entraron a la casilla a fumarse un porro para relajarse. Axel quedó solo en el baúl del auto y sintió que las voces se alejaban hasta perderse dentro de la casilla. Estaba convencido de que lo matarían y pensó que ésa era su última oportunidad. Se corrió la venda de la cara y decidió huir. “Cuando me enteré que se había escapado me lo imaginé, por cómo era su personalidad. Debía haber estado muy asustado, pero también los debía haber despreciado y cuando tuvo la oportunidad habrá pensado: ‘A mí corriendo éstos no me alcanzan’, y se mandó”, contaría un ex alumno de la Goethe Schule, que cursaba en el mismo año que Axel, pero en otra división. “De la Goethe salís sin nada de calle. Se la pasan metiéndote en la cabeza que vas a ser un gran empresario, después entrás en la facultad privada y terminás la carrera sin haber pisado el mundo real. Cuando te encontrás con situaciones límite no tenés experiencia. También es cierto que a él corriendo era difícil ganarle.” Axel bajó del auto y corrió. Corrió con todas las fuerzas que le quedaban después de cinco días de mala comida y pésimo trato. Corrió con la velocidad del miedo. Corrió con los pasos más largos que le permitían la oscuridad y el terreno desparejo. Pero tuvo mala suerte. Mientras fumaban el porro, Carlitos se había sentado en la puerta de la casilla mirando hacia afuera y lo había visto ni bien comenzaba la carrera. Gritó: —¡Ahí se va el gato, se escapa el gato! Luego de dar el aviso, Carlitos no reaccionó. “Quedé flasheado”, declararía. El Negro, más pragmático, agarró un arma y salió de la casilla a toda velocidad. Axel ya había saltado un alambrado de un metro de alto y trepaba a otro, de un metro setenta, que separaba las casillas del terreno vecino. El Negro le disparó un par de tiros sin dar en el blanco. Axel se lastimó las manos con el alambre, pero siguió mientras gritaba: —¡Auxilio! ¡Auxilio! En una de las cercas quedó enganchada la tira de sábana de estampado infantil con la que le habían atado las muñecas. En el 61 patio del vecino quedó, con manchas de su sangre, la venda de toalla azul que le había tapado la luz por cinco días. Ahora Axel corría por los fondos de las casas que daban a la calle Einstein. El Negro, en cambio, corrió directo hacia Einstein, en lugar de seguir a Axel por los fondos. Matías y Santiago salieron también a toda carrera. El Oso, que no estaba en condiciones físicas de perseguir a nadie, se subió al auto y dio la vuelta manzana. Axel corría. Axel gritaba. —¡Socorro, pá, ayudame! Un vecino que se había despertado asustado por los disparos lo oyó. Miró el reloj: era la 1.30 de la madrugada. Pensó que gritaba su hijo, que dormía en el cuarto de al lado. Fue rápido hasta la pieza, pero el chico estaba bien, aunque también despierto por los gritos de Axel y los disparos. Entonces oyó ruidos en el patio del fondo. El vecino de la casilla siguiente sintió que golpeaban su ventana. Fue hasta allí y preguntó desde adentro y sin abrir: —¿Qué pasa? —¡Auxilio! ¡Auxilio! —fue la respuesta de Axel, que siguió corriendo porque vio que Matías lo alcanzaba. Saltó con dificultad el alambrado de esa casa, de un metro ochenta de alto, hacia la calle. Desesperado, seguía gritando: —¡Auxilio! ¡Ayúdenme, por favor! Ese alambrado era la última barrera que lo separaba de la calle Einstein. Dirigió su carrera hacia la esquina, una zona más poblada e iluminada del barrio. Desde el comienzo de la fuga, había avanzado unos sesenta metros, pasando por cuatro propiedades. El primer vecino que se había despertado salió a la calle en calzoncillos y lo vio ya a treinta metros. Pero El Negro se había anticipado al recorrido al ir directamente por la calle Einstein. El tiempo que Axel utilizó para saltar los alambrados y golpear las ventanas le permitió interceptarlo justo en la esquina, cuando Axel acababa de ganar la calle. Se le tiró encima y le comenzó a pegar. Santiago, que venía detrás de El Negro, y Matías, que había seguido a Axel a través de los fondos, también se le fueron encima, pateándolo. Matías y Santiago lo levantaron de los brazos y lo llevaron hasta un paredón ubicado casi en la esquina, de la vereda de enfrente, donde lo apoyaron de espaldas contra el muro de ladrillos. Axel alcanzó a gritar dos veces más: —¡Auxilio, ayúdenme! Mientras, El Negro buscaba su pistola, que se le había caído al taclearlo. Luego volvió hasta donde tenían agarrado a Axel y le pegó. Primero fueron varias piñas en la cara, derechazos que le 62 daban en el mentón, el cachete y el ojo izquierdo. Después comenzaron a caminar hacia las casillas, pero Axel se resistía, por lo que El Negro le pegó un par de culatazos en la cabeza. Matías y Santiago sintieron que ya no debían hacer fuerza para mantenerlo quieto. Axel se había desvanecido. Su carrera hacia la libertad había terminado. El Oso vio que lo habían capturado y regresó a las casillas con el auto. Andrea y La Colorada, que se habían asomado de la primera casilla por los gritos y los tiros, se ocuparon de abrir y cerrar el portón. Cuando El Negro había capturado a Axel, uno de los vecinos llamó a la comisaría de Villa Trujuy, ubicada a unas quince cuadras. —Acabo de ver a una persona muerta o muy malherida, por favor mande un móvil para la esquina de Canadá y Einstein. Le están pegando. —Por favor, identifíquese —le exigió el policía. —No... —Díganos su número de teléfono —insistió el policía. El hombre cortó la comunicación. Les tenía demasiado miedo a sus vecinos. El patrullero no llegó nunca. Cuando se escapó, Axel perdió la tercera oportunidad de salvarse, ya que lo iban a liberar 21. Cuando los vecinos no le abrieron, perdió la cuarta oportunidad. Cuando la Policía no acudió ante la denuncia, Axel perdió la quinta. Y cuando lo atraparon, perdió la sexta y última oportunidad de salvarse. Entre Matías y Santiago arrastraron a Axel de los hombros hasta el aguantadero, primero por la calle Einstein hacia el arroyo y luego por los fondos del terreno hacia las tres casillas. El Negro le decía con odio: —Guacho de mierda, así que te pensabas rajar... En Einstein vieron al vecino en calzoncillos en la vereda y lo amenazaron. El hombre entró en silencio. “Yo lo quiero matar” Ya en las casillas, Axel volvió en sí y El Oso lo interrogó: —¿Por qué te escapaste, boludo? Si te íbamos a largar. —Creí que me iban a matar. Axel estaba dolorido, asustado y con la cabeza sangrándole 21 En esto coinciden los cinco miembros de la banda, que en otras cosas declararon diferente. 63 por los cortes de los culatazos. Le pegaron un par de veces más y se desmayó. Matías, Santiago y Carlitos lo subieron al baúl del Fiat Uno. Le ataron las manos, lo amordazaron y le taparon la cara. Estaban como locos. No sólo los habían tiroteado cuando fueron a cobrar, sino que ahora Axel los había visto y los vecinos sabían que tenían a alguien. Además, habían disparado y podía caer la Policía en cualquier momento. Todos hablaban a los gritos al mismo tiempo. —Nos vio, vio al auto, y encima ahora conoce el barrio. —Hay que matarlo. —Se va a armar mucha bronca. —Hay que sacarlo de acá ya mismo. El lugar está quemado. —Nos vio a todos. —Sí, es cierto. Lo tenemos que matar. —Bueno, si piensan así, matémoslo. Según declaró Santiago, entonces El Negro dijo: —Yo lo quiero matar, nos vio las caras a todos. —¿Vos estás seguro de lo que querés hacer? —le preguntó El Oso. —Sí, sí. —Bueno, ¿vos lo querés matar? Ahora entonces lo vas a matar —sentenció El Oso. Diez minutos después, El Oso y los hermanos Díaz subieron al Fiat Uno y salieron en busca de un lugar sin vecinos. La impaciencia no los dejó llegar a más de quince minutos de viaje. En el camino, Axel despertó e intentó una negociación por su vida. Una negociación tan desesperada como inútil. —¡Les consigo lo que quieran! ¡Mucha plata! ¿Cuánta plata quieren? —Tu plata ya no nos interesa. —Tengo un tío que tiene plata. —No, no. Carlitos y El Negro bajaron a Axel del baúl. Carlitos subió al auto y El Oso maniobró para quedar de frente a la calle. Según aseguraron tres de los cinco miembros de la banda, El Negro José se fue caminando con Axel22 solo. Axel iba amordazado y avanzó a los empujones cinco metros. El Negro lo obligó a apoyar la cabeza contra el piso, con la oreja izquierda sobre la tierra. Le puso el 38 22 Lo declararon El Oso, Carlitos, que estaban allí, y Matías, quien afirmó que se lo contaron al regresar. José aseguró que había sido otro miembro de la banda, que no conocía y se apodaría, como él, El Negro, y Santiago afirmó que pensó que lo habían liberado. 64 largo sobre la sien, con el caño frío sobre el sudor de la corrida, frío también por el desmayo. Apoyó un dedo impregnado de sudor caliente y pegajoso sobre el gatillo. Disparó. Una vez. La bala cruzó el cerebro en línea recta y sólo se desvió al incrustarse en la tierra. Nada fue lo que tardó Axel en morir. 65