SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS Y CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS

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SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS Y
CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES
DIFUNTOS
La fiesta de todos los santos y la Conmemoración de los fieles
difuntos tienen algo en común y, por este motivo, han sido
colocadas una tras otra (primero y dos del mes de Noviembre).
Ambas celebraciones nos hablan del más allá; recogen en sí, de
modo especial, la fe en la vida eterna. Y aunque estos dos días nos
ponen delante de los ojos lo ineludible de la muerte, dan, al mismo
tiempo, un testimonio de la vida.
Si no creyéramos en una vida después de la muerte, no valdría la
pena celebrar la fiesta de los santos y menos aún visitar el
cementerio. ¿A quién visitaríamos o por qué encenderíamos una vela
o llevaríamos una flor?
Por tanto, todo en este día nos invita a una sabia reflexión:
"Enséñanos a contar nuestros días --dice un salmo-- y
alcanzaremos la sabiduría del corazón". "Vivimos como las hojas
del árbol en otoño" (G. Ungaretti). El árbol en primavera vuelve a
florecer, pero con otras hojas; el mundo continuará después de
nosotros, pero con otros habitantes. Las hojas no tienen una
segunda vida, se pudren donde caen. ¿Nos pasa a nosotros lo
mismo? Aquí termina la analogía. Jesús prometió: "Yo soy la
resurrección y la vida, quien vive y cree en mí aunque muera vivirá".
Es el gran desafío de la fe, no sólo de los cristianos, sino también
de los judíos y de los musulmanes, de todos los que creen en un
Dios personal.
Mi fe me lleva casi a gritar en mi interior: sí, hay un lugar del que
nunca regresaremos y del que no querremos regresar. Jesús ha ido a
prepararlo para nosotros, nos ha abierto la vida con su resurrección y
nos ha indicado el camino para seguirlo con el pasaje de las
bienaventuranzas. Un lugar en el que el tiempo se detendrá para
dejar paso a la eternidad; donde el amor será pleno y total. No sólo el
amor de Dios y por Dios, sino también todo amor honesto y santo
vivido en la tierra.
La fe no exime a los creyentes de la angustia de tener que morir, pero
la alivia con la esperanza. El prefacio de la misa dice: "Si nos
entristece la certeza de tener que morir, nos consuela la esperanza
de la inmortalidad futura". Hay un testimonio conmovedor que quiero
compartir: en 1972, una revista clandestina rusa publicó: una oración
encontrada en el bolsillo de la chaqueta del soldado Aleksander
Zacepa, compuesta poco antes de la batalla en la que perdió al vida
en la segunda guerra mundial. Dice así:
¡Escucha, oh Dios! En mi vida no he hablado ni una sola vez contigo,
pero hoy me vienen ganas de hacer fiesta. Desde pequeño me han
dicho siempre que Tú no existes... Y yo, como un idiota, lo he creído.
Nunca he contemplado tus obras, pero esta noche he visto desde el
cráter de una granada el cielo lleno de estrellas y he quedado
fascinado por su resplandor. En ese instante he comprendido qué
terrible es el engaño... No sé, oh Dios, si me darás tu mano, pero te
digo que Tú me entiendes...
¿No es algo raro que en medio de un espantoso infierno se me haya
aparecido la luz y te haya descubierto? No tengo nada más que
decirte. Me siento feliz, pues te he conocido. A medianoche tenemos
que atacar, pero no tengo miedo, Tú nos ves.
¡Han dado la señal! Me tengo que ir. ¡Qué bien se estaba contigo!
Quiero decirte, y Tú lo sabes, que la batalla será dura: quizá esta
noche vaya a tocar a tu puerta. Y si bien hasta ahora no he sido tu
amigo, cuando vaya, ¿me dejarás entrar?
Pero, ¿qué me pasa? ¿Lloro? Dios mío, mira lo que me ha pasado.
Sólo ahora he comenzado a ver con claridad... Dios mío, me voy...
Será difícil regresar. Qué raro, ahora la muerte no me da miedo".
(Traducción realizada por Jesús Colina)
El hombre, que según la ley de la naturaleza está "condenado a la
muerte", que vive con la perspectiva de la destrucción de su cuerpo,
vive, al mismo tiempo, con la mirada puesta en la vida futura y como
llamado a la gloria.
La solemnidad de Todos los Santos pone ante los ojos de nuestra
fe a todos aquellos que han alcanzado la plenitud de su llamada a la
unión con Dios. El día que conmemora los Difuntos hace converger
nuestros pensamientos hacia aquellos que, dejado este mundo,
esperan alcanzar en la expiación la plenitud de amor que pide la
unión con Dios.
Se trata de dos días grandes para la Iglesia que, de algún modo,
"prolonga su vida" en sus santos y también en todos aquellos que
por medio del servicio a la verdad y el amor se están preparando a
esta vida.
Conmemorar a los fieles difuntos es recordar que nuestra vida no le
pertenece a la muerte sino a Dios y que la vida irrumpe desde las
profundidades de cualquier sepulcro porque le pertenece al Señor,
a Jesús que nos invita a resucitar cada día con él y a no
comprometernos con la muerte. Es la resurrección la confirmación
de que Jesús no fue abandonado por el Padre, sino el firme
reconocimiento de que siempre estuvo a su lado. Ese es el mismo
reconocimiento que nos dice que los que se sienten abandonados
en el mundo realmente no lo están porque los ojos del Padre están
siempre con ellos.
La solemnidad de Todos los Santos comenzó a celebrarse en
torno al año 800. Es celebración que resume y concentra en un
día todo el santoral del año, pero que principalmente recuerda a
los santos anónimos sin hornacina ni imagen reconocible en los
retablos. Son innumerables los testigos fieles del Evangelio, los
seguidores de las Bienaventuranzas. Hoy celebramos a los que
han sabido hacerse pobres en el espíritu, a los sufridos, a los
pacíficos, a los defensores de la justicia, a los perseguidos, a los
misericordiosos, a los limpios de corazón.
¿Quienes son los santos? Son esa multitud innumerable de
hombres y mujeres, de toda raza, edad y condición, que se
desvivieron por los demás, que vencieron el egoísmo, que
perdonaron siempre. Santos son los que han hecho de su vida una
epifanía de los valores trascendentes; par esa quienes buscan a
Dios lo encuentren can facilidad humanizado en los santos.
Santidad es tener conciencia efectiva de ser hijo de Dios. Es
seguir a Cristo desde su propia circunstancia y talante; desde su
nación, raza y lengua, en los días felices y cuando la tribulación
arranca lágrimas del corazón; en la soledad del claustro o en el
vértigo de la ciudad; en la buena y en la mala salud. Es una
aventura, un riesgo que vale la pena correr.
Francisco Sastoque, o.p.
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