CÓMO VIVIR LA COMUNIÓN PONENCIA IV EN la IGLESIA Alfonso Carrasco Rouco PRESENTACIÓN Las contribuciones de los grupos sinodales han puesto de manifiesto la existencia de una amplia experiencia de convivencia y colaboración en la Iglesia. Las respuestas expresaban una estima real por esta realidad de comunión y, al mismo tiempo, la necesidad de comprenderla y vivirla mejor, como forma de la unidad con Jesucristo y con los hermanos. Las propuestas se mostraban conscientes de la necesidad de cuidar la relación con Jesucristo (así, 348 respuestas [clave 41101]), particularmente en la celebración de la Eucaristía (así, 496 respuestas [4201])2, e insistían en la dinámica de la vida eclesial, en la necesidad de reconocerla y vivida en todo su significado: en la confianza, el conocimiento y el respeto mutuos (así, 587 hablan de confianza mutua [41103], 421 de reconocimiento de las diferencias [41104], 487 de mejorar el conocimiento mutuo [41201], 653 de conocer las acciones pastorales existentes ]4202]); en la clarificación y valoración de las diferentes vocaciones y servicios en la Iglesia (en referencia al laicado, 986 respuestas [4312], 405 en referencia al sacerdocio [4421], 624 piden valorar las distintas vocaciones [4422]); en una dinámica de unidad que encuentre formas de colaboración, participación y coordinación entre las personas y los grupos eclesiales (así, 641 hablan de tener en cuenta a los laicos [4311], 414 de mejorar los cauces de participación [4313], 849 de coordinar acciones pastorales existentes [4203], 313 de mejorar la coordinación en el arciprestazgo [41203], 238 en las parroquias y asociaciones [41202], 111 en la diócesis [41204]). La ponencia intentará acercarse a estas preocupaciones fundamentales expresadas en la fase preparatoria sinodal. Por ello, no se seguirá el orden propio de una reflexión sistemática sobre la Iglesia, sino que se situará en el centro de la atención la realidad concreta de comunión, como ámbito primero de la experiencia de los fieles y de los grupos. Una breve consideración sobre sus rasgos esenciales quisiera responder a la exigencia de fondo de una mejor comprensión de la naturaleza eclesial propia de estos lugares de vida y acción común. Ello llevará a subrayar también algunas implicaciones fundamentales del ser Iglesia de toda experiencia verdadera de comunión. Un segundo momento está dedicado a la responsabilidad común en la Iglesia, referida en la tercera parte del cuaderno a los fieles laicos. En este punto, las respuestas de los grupos muestran la preocupación por comprender mejor la misión del laico en la Iglesia (así, 986 hablan de clarificar la identidad y misión del laicado [4312]), así como por que sean tenidos verdaderamente en cuenta (así, por ejemplo, 641 piden que sea valorada, favorecida o potenciada su participación [4311]), en especial en sus aportaciones en los diferentes Consejos (así, por ejemplo, 510 piden que se mejoren las actitudes en el funcionamiento de los Consejos [4323]). Alrededor de estas dos preocupaciones se articularán los contenidos de la ponencia. La comprensión de la misión del laico en la Iglesia implicará detenerse en su vocación propia. Para ello, además de las respuestas de la ponencia, será necesario recordar también el marco mínimo de su misión en el mundo, que es absolutamente determinante de la identidad laical. Se recuerda luego su esencial participación en la vida de la comunidad eclesial, deteniéndose en particular en la responsabilidad de los diferentes Consejos. Un tercer momento de la ponencia está destinado al sacerdocio ministerial como servicio de la comunión, cuestión tratada en la cuarta parte del cuaderno. Las respuestas de los grupos manifiestan la voluntad de comprender mejor la identidad del ministerio sacerdotal, el valor de su misión peculiar en la comunidad cristiana (piden clarificar el significado del sacerdocio en la vida de la Iglesia 405 respuestas; fomentando la comunión y la corresponsabilidad, 624 [4422]), y, por otra parte, el deseo de compartir con ellos la experiencia creyente, a través de su testimonio de vida y de un trato más cercano y personal (Insisten en el trato, la cercanía y el diálogo 350 respuestas [4423], en cuidar el modo de relación en la comunidad, 202 [4426]). Se manifiesta igualmente la preocupación por fomentar las vocaciones sacerdotales piden cuidar la formación cristiana fundamental 902 respuestas [4412], prestar atención a los seminarios, 242 respuestas [4413], e insisten en el testimonio y otras facetas del problema 253 respuestas [4414]). El desarrollo de la ponencia se atendrá a estos intereses primordiales. Se presentan, en primer lugar, los rasgos constitutivos de la identidad del sacerdote ministerial y de su misión en la Iglesia, intentando mostrar su profunda relación con el sacerdocio bautismal de los cristianos. En este horizonte, es posible acercarse a la experiencia creyente del sacerdote, también en sus rasgos específicos. El fomento de las vocaciones sacerdotales es tratado luego en continuidad con estas perspectivas. Las afirmaciones fundamentales de la ponencia irán seguidas en cada punto por algunas consecuencias o implicaciones, que quieren ayudar a comprender su significado y a ponerlo en relación con la propia experiencia eclesial. Al final de la ponencia se presentan reunidas las posibles propuestas concretas de acción, procurando hacer referencia a las preocupaciones y aportaciones de los grupos. I. LA IGLESIA, CASA Y ESCUELA DE COMUNIÓN Introducción: La comunión con Cristo, camino y meta La pertenencia al Señor se realiza como incorporación a su Cuerpo, y significa pertenecer y vivir en la Iglesia como realidad de comunión, de unidad de los hombres en Dios y entre sí (cf. LG 1). La Iglesia es para todos casa y escuela de la comunión, dónde ésta se recibe, se experimenta y se aprende, creciendo en inteligencia de la fe y de la vida cristiana (cf. JUAN PABLO II, Carta apostólica Novo millenio inneunte, 43). Esta realidad de la comunión eclesial no es generada simplemente por las fuerzas humanas, por la posesión de ideas religiosas o de deseos piadosos comunes, o por la buena voluntad de cada uno. La comunión eclesial es la obra por excelencia de nuestro Señor Jesucristo, que la hace posible y la vivifica con el don de su Espíritu. Jesucristo hizo surgir esta comunión ya con sus discípulos, en el tiempo de su vida en la tierra. La unidad con Él, en la que los fue introduciendo, alcanzó su forma definitiva tras el "misterio pascual", cuando Jesús muere para la reconciliación definitiva de los hombres con Dios, resucita para su salvación y les dona su Espíritu, para que puedan entrar plenamente en la nueva vida que Él ha hecho posible a los hombres, vida en la comunión verdadera con el Padre. La comunión eclesial no es, pues, una unidad común entre los hombres, ni brota del compartir simplemente un bien o una vida que pueda conseguirse en el ámbito de la naturaleza, sino que es la profunda unidad que surge del compartir la vida nueva, vencedora de todo mal y de la muerte misma, que es propia de Jesucristo. Por eso, Él es personalmente el camino para que alcancemos la verdad y la vida plenas (cf. Juan 14, 6), según la grandeza del designio y del poder de Dios. En otros términos, la comunión con Jesucristo, que Él ha querido hacer posible y ofrecer a los hombres por su venida a este mundo, la entrega de su cuerpo y de su sangre, y el envío de su Espíritu, es el camino hacia la plenitud de vida y humanidad que el Padre nos ha dado. De manera que la comunión es, al mismo tiempo, el camino o el método, y el contenido o la meta de la vida cristiana: la permanencia en el seguimiento y en la unidad con Cristo coincide con el fruto de un crecimiento personal bajo la guía del Espíritu, que conduce al hombre a compartir la vida plena del Señor: hasta que lleguemos todos... al estado de hombre perfecto, a la plena madurez de Cristo (Ef 4, 13). a) La comunión eclesial como realidad histórica existente El signo mayor de que Jesucristo no ha sido derrotado por el rechazo del pecado, que lo ha conducido a la cruz, sino que ha resucitado victorioso para siempre (cf. Hech 2, 22-36), es la constitución definitiva del grupo de los discípulos, que no desparece a los pocos días de su muerte, sino que entra en una unidad más honda con Él, participando incluso de su mismo Espíritu. En efecto, la obra y el triunfo del Señor consiste en hacer partícipes a los hombres de la plenitud de misericordia y de vida definitiva con la que el Padre ha colmado y glorificado su humanidad. La Iglesia nace "fundada en el amor del Redentor" (GS 40), como una "comunión de vida, de caridad y de verdad" (LG 9b) , y será siempre esta misma comunidad fundada por Cristo con los suyos, encomendada por Él a sus apóstoles -y a sus sucesores- y a la que todos los hombres son llamados a incorporarse de generación en generación, para el bien y la salvación del mundo entero (cf. hech 2, 42-47; 5, 12-14). Esta proveniencia de Cristo, por la que la comunión de la Iglesia precede la respuesta de todo cristiano, no sólo tiene una dimensión temporal, sino que caracteriza también intrínsecamente a la comunión, la cual, en su naturaleza propia, es el fruto de la comunicación por Cristo de una vida nueva, reconciliada y colmada de la gracia del Espíritu (En este sentido, cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Communionis notio, 9). La "comunión" cristiana es, pues, ante todo una realidad históricamente existente, un don que viene de Jesucristo, anterior a la iniciativa de los fieles y no originado por ellos. Por consiguiente, no será posible una buena comprensión de la comunión eclesial sin un conocimiento concreto de su realidad histórica; pues su identidad más propia, la novedad y riqueza que Cristo le ha otorgado, no puede ser deducida o identificada con otra dinámica social que el hombre experimente en el mundo. En consecuencia Conviene tener presente, por tanto, que la comunión no puede ser producida por el esfuerzo moral o religioso del hombre, en ninguna de sus manifestaciones posibles. [1] No es, en primer lugar, una asociación, fruto de la unión libre de personas movidas por convicciones religiosas comunes o que desean perseguir los mismos ideales morales. Vivir así la comunión de la Iglesia, dejaría al hombre apoyado en sus solas fuerzas humanas y, por tanto, destinado a la desilusión producida inevitablemente por sus limitaciones, por la evidencia de no poder alcanzar tales ideales, de no poder vencer el pecado y la discordia, ni, por supuesto, la muerte. [2] Un error semejante sería comprender la comunión eclesial como una realidad no existente todavía y que habría de surgir del cumplimiento de requisitos religiosos y morales. Aunque estas exigencias fueran correctas, sería poner de nuevo el apoyo en las propias fuerzas, y estar destinados a experimentar su insuficiencia para conducir la propia vida a su cumplimiento. No se daría así la transmisión de una fe viva, sino que se concluiría en el cansancio y la desilusión. [3] No puede identificarse tampoco la vida de la comunión eclesial con la dinámica propia de movimientos sociales o políticos, en los cuales el ser cristiano se manifestaría sólo como una inspiración moral que sostendría el propio empeño o compromiso personal. Aunque tales movimientos sociales o populares puedan merecer un juicio moral positivo (por servir, por ejemplo, a la defensa de los pobres, de las víctimas de la historia, de los pueblos oprimidos, etc.) no pueden identificarse con la salvación y la vida nueva que los fieles encuentran al unirse a Cristo. Hacerlo así, definiendo sin más estos procesos como la realidad histórica del Reino de Dios, presente en el mundo, pondría directamente en cuestión la singularidad única de Jesucristo y de su obra, comprendiéndolo a Él y a su Iglesia como un paradigma o una institución moral, al servicio de aquellos hombres que pretenden guiar la marcha de la historia. [4] No puede reducirse tampoco la comunión a un ámbito de coordinación y organización de actividades o iniciativas de los creyentes individuales, como si fuese algo posterior, añadido a su identidad cristiana ya constituida, y, por tanto, muchas veces algo no imprescindible, propio quizá de aquellos que son más perfectos o comprometidos. Pues se pierde así de vista la plenitud del significado de la comunión eclesial y se reduce, al mismo tiempo, el valor y la fecundidad de las iniciativas de los creyentes. [5] Ha de evitarse igualmente el peligro de considerar la "comunión" como una realidad puramente invisible y espiritual, carente de una dimensión social empíricamente perceptible, porque ello conduciría a una división de la Iglesia en dos ámbitos, visible e invisible, que es inaceptable. Pues la obra de Cristo dejaría así de estar presente como principio de renovación y santificación de este mundo, la vida cristiana correría un grave riesgo de subjetivismo y se dificultaría radicalmente la transmisión de la fe. [6] La comunión eclesial es una realidad presente, que es posible encontrar en la historia, porque Cristo la estableció en ella como una "comunidad de fe, esperanza y amor, como un organismo visible", como "una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano" (LG 8a). La comunión existe, por tanto, como un ámbito de experiencia humana renovada por la presencia en ella de Jesucristo y de su Espíritu. Tiene raíces históricas propias, un contorno humano preciso -con los apóstoles como fundamento- y una dinámica de vida singular, animada por el Espíritu Santo desde los inicios de su presencia plena en la tierra el día de Pentecostés. b) La comunión como lugar de encuentro con el Señor El método seguido por Jesucristo desde el inicio es la constitución de una comunidad de discípulos con Él, originada y guiada por Él, determinada por Su presencia. Esta "unidad en Cristo" -que obra incansablemente el Espíritu- es el camino y también la meta, poseída ahora en arras, en la esperanza de la plenitud. La comunión eclesial existe, pues, desde el inicio, y puede ser conocida en el encuentro con los que pertenecen al Señor, con aquellos que Él ha introducido en la amistad y la unidad con Él y ha transformado así en testigos de una vida nueva. Este es el método instaurado por Cristo, el ofrecimiento de una relación con Él en la que la vida del hombre encuentra la salvación (cf. LG 7). El Señor no deja nunca de actuar en el Espíritu, uniendo y conformando a los suyos con Él, según la voluntad del Padre. Su obra se hace manifiesta históricamente en el signo de la unidad vivida por sus discípulos, en el testimonio que constituyen humanamente, a través de sus obras y palabras, de toda su existencia. El testimonio es dado por una vida rescatada, reconciliada, en camino de verdadera plenitud humana según el designio de Dios -de santidad-, hecha posible por la relación viva en que Cristo ha introducido gratuitamente a la persona, incorporándola a una unidad real con Él. Por ello, el testimonio no es separable de la novedad personal del testigo vivo, ni de la unidad vivida en medio del mundo por los que han encontrado a Cristo y han creído en Él. El encuentro con esta realidad humana, unida al Señor y animada por su Espíritu, es la forma en que se transmite en la historia la invitación al seguimiento de Cristo, a la acogida plena de su Persona como el Salvador del mundo, a la incorporación a su Cuerpo eclesial. En consecuencia [1] La raíz de la fe cristiana, así como el principio de su transmisión, no está en la afirmación convencida de un concepto, sino en la experiencia originada por el encuentro con la presencia de Cristo, reconocido como el Hijo de Dios hecho hombre. Esta experiencia sólo es posible a partir de una presencia humana, que pueda ser signo e instrumento de la Persona de Cristo, de su estar y actuar entre los hombres para siempre. Sin esta experiencia presente de humanidad cristiana, en la que se une lo humano y lo divino -en cierta analogía con la Encarnación (cf. LG 8a)-, no es posible la fe. [2] Todas las formas de vida eclesial, por su misma naturaleza, llevan en sí la esperanza del mundo y dan testimonio de ello con su presencia y su acción, sea ésta grande o pequeña: Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre (Mt 5, 16). Esta responsabilidad primera pertenece a la identidad esencial de todo fiel y de toda agrupación eclesial. Es necesario renovar siempre esta conciencia "misionera", pues la tendencia a "vivir para sí mismos", a formar conventículos excluyentes y cerrados, que impiden que la propia presencia sea posibilidad de encuentro con Cristo en medio del mundo, es contradictoria con la dinámica intrínseca de la comunión eclesial. Las agrupaciones eclesiales no pueden entenderse nunca como encerradas en el horizonte de una tarea, un interés o una iniciativa concreta y delimitada, por justas que sean; pues ello sería como "traer la lámpara encendida y ponerla debajo de la cama" (cf Mac 4, 21; Mt 5, 15), y conducirá a una pérdida de sentido y vitalidad de los fieles. En este caso, la sal acabaría volviéndose sosa y no sería útil para los hombres (cf Mt 5, 13); es decir, no se transmitiría la fe. c) La acogida de la comunión como la responsabilidad de un seguimiento La presencia en la historia de la comunión eclesial implica, desde los inicios, la respuesta libre, en la gracia del Espíritu, de los discípulos a la Persona del Señor. Esta respuesta, hecha posible por la presencia de Jesucristo, adquiere la forma de la pertenencia a la unidad con Él, de un seguimiento que es escucha y obediencia, y que pone en movimiento la propia existencia. La comunión eclesial permanece en la historia como un don anunciado y ofrecido en el presente a los hombres por los enviados de Jesucristo, por los que están en la unidad profunda del Cuerpo de Cristo, y, por tanto, en primer lugar ha de ser acogido con libertad. La acogida presupone, por supuesto, el encuentro, y es siempre un gesto libre de responsabilidad personal, que adquiere la forma del seguimiento, hecho posible por la presencia de la comunión viva, surgida por obra del Señor y no constituida por la voluntad de los fieles ni guiada por su inteligencia. Así pues, la vida en la comunión de la Iglesia es posible sólo a través de una respuesta personal de libertad y de fe, como seguimiento, como gesto de obediencia de corazón al Señor según la forma concreta en que su Evangelio llega a nosotros (cf. Rm 6,17). No es posible separar acogida creyente y pertenencia, responsabilidad y seguimiento, comunión y obediencia. Por ello, los lugares concretos de humanidad cristiana, en que se experimenta la comunión eclesial, en los que la vida del hombre puede crecer y formarse según la dinámica del Espíritu del Señor, son imprescindibles, y no pueden ser sustituidos por ningún tipo de instrumentos externos de comunión, que, todos, los presuponen (cf NMI 43). En consecuencia [1] La referencia abstracta a la Iglesia universal o a la Iglesia diocesana sería insuficiente, si no se concretase también en un ámbito presente y cercano de comunión, que pueda determinar un seguimiento real y educar la vida del cristiano abriéndola a la fe y a la caridad. Pues sin esta referencia cercana que interpela y afecta al fiel en las circunstancias concretas de su existencia, el seguimiento del Señor difícilmente se convertirá en criterio verdadero de la vida, que tenderá a guiarse por los propios sentimientos o los propios proyectos subjetivos, quizá morales y religiosos. [2] El seguimiento y la obediencia personal verdadera no surge tampoco del encontrarse con una elaboración doctrinal perfecta y ni siquiera con un ejemplo moral admirable, sino ante quien testimonia el don de una comunión verdadera, como signo del bien y del afecto definitivo por el propio destino afirmado y vivido por Cristo. [3] De hecho, el mismo conocimiento doctrinal de las verdades contenidas en el acontecimiento cristiano llega a tener su significado real en el ámbito de una experiencia concreta de comunión, sin la cual los conceptos cristianos sólo pueden ser entendidos como una interpretación más de la dinámica moral humana (propuesta por instituciones eclesiásticas), de las vivencias propias de todo hombre. Se percibe así cómo la transmisión y la educación de la fe, también en su dimensión esencial de introducción a la verdad de Dios y del hombre, tiene su lugar propio en la comunión eclesial. Si ésta es olvidada, confiando, por ejemplo, en la racionalidad profunda de la enseñanza cristiana o en la capacidad de convicción de modernas técnicas pedagógicas, el proceso educativo de los fieles cristianos no podrá dar frutos maduros. Por el contrario, es imprescindible afirmar la capacidad educativa de la comunión eclesial, como lugar en que la persona crece en la capacidad de comprender y afrontar libre e inteligentemente el mundo y la vida. Esta dimensión educativa no puede ser negada sin poner en cuestión un elemento esencial de la fe en Jesucristo, que es el único capaz de desvelar al hombre su dignidad y su destino, el designio verdadero sobre el hombre y el mundo (Cf. GS 21g, 22). d) La comunión eclesial es presencia de la Iglesia de Cristo Nuestro Señor Jesucristo ha generado en la historia una única Iglesia, y la ha encomendado concretamente a Pedro y a los apóstoles -y a sus sucesores (cf. LG 8b)-. La comunión, como ámbito humano vivificado por el Espíritu del Señor, podrá ser considerada "comunión eclesial" y, por tanto, podrá interpelar la libertad del hombre llamándolo a la obediencia de la fe, sólo si es presencia de esta una y única realidad de comunión proveniente de Cristo. No sería plena comunión eclesial la que no fuese presencia de la única Iglesia universal, la que no existiese como lugar de encuentro y de pertenencia a la única comunión con Cristo, con los fieles cristianos de ahora y de todos los tiempos y lugares (cf LG23a). Por ello, no es posible el gesto del seguimiento y de la obediencia creyente -y, por tanto, no se transmite la fe- allí donde la comunión no es seguimiento y obediencia a Cristo, el único Maestro y Señor. Pues no se puede seguir de corazón a nadie que a su vez no siga, ni obedecer a quien a su vez no obedezca, porque sólo en este caso se encuentra el hombre ante personas que son signos de la presencia del Señor, instrumentos movidos por su Espíritu, para que todos lo sigan y se unan a Él, incorporándose a la única comunión con Él. Del mismo modo, la verdad profunda de una experiencia de comunión eclesial se manifiesta en su sentido de pertenencia a Cristo y a su Iglesia, en la conciencia de surgir y caminar hacia la plena unidad con Él. Este es igualmente el movimiento alentado por el Espíritu Santo, que ha sido derramado por el Señor como fruto de su glorificación pascual, y conduce siempre al amor y a la unidad con Él (cf., por ej., Jn 16, 7-13-15; Rm 8, 9-11; 1Co 12, 3.12-13; Ef 4, 4). En consecuencia [1] La dinámica verdadera de una experiencia de comunión, guiada por el Espíritu del Señor, introducirá siempre a la estima y el amor por su Iglesia, permitiendo comprender y valorar aquellos aspectos que podrían parecer menos evidentes o más alejados de la propia sensibilidad. [2] Ello no es contradictorio con reconocer la existencia de limitaciones y de pecado en los fieles cristianos -también en uno mismo-. De hecho, son siempre posibles experiencias de incomprensión, divergencias, debates u otras dificultades. Queda excluido, sin embargo, que una interpretación personal -o del propio grupo- de las cosas pueda ser base suficiente para constituir un criterio alternativo de pertenencia a la Iglesia; esto sería el triunfo de la subjetividad propia sobre la dinámica íntima de la comunión eclesial. El alejamiento de la Iglesia o, peor, la ruptura voluntaria con ella, no vienen nunca del Espíritu Santo, y no generan ni transmisión ni crecimiento en la fe. e) Forma sacramental de la comunión eclesial 1. La comunión con Cristo es una realidad histórica, que el Hijo de Dios origina a través de su encarnación y del cumplimiento de su misión hasta la cruz, la resurrección y el don del Espíritu, y cuya forma concreta determinó también Él mismo instituyendo en la Última Cena el memorial perenne de su obra de salvación, el sacramento de la Eucaristía. Por ello, "la principal manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, especialmente en la misma Eucaristía, ... que el obispo preside rodeado por su presbiterio y sus ministros" (cf. LG 23a) . Por supuesto, esta manifestación particular de la Iglesia en un lugar en Madrid, por ejemplo, es siempre presencia de la única Iglesia universal, en comunión con el sucesor de Pedro, a quien el Señor confió especialmente el cuidado pastoral de toda su Iglesia, y, por tanto, en comunión con todo el colegio episcopal. Así pues, la dinámica propia de la Iglesia, particular y universal, no debe entenderse como externa a la vida propia de toda concreta realización de la comunión. Al contrario, las formas establecidas por el Señor mismo para hacer posible el seguimiento y la obediencia de los suyos, la comunión con Él, son formas que pertenecen intrínsecamente a toda experiencia verdadera de comunión cristiana (en este sentido, cf. Communionis notio, 13). Estas formas son, en primer lugar, el anuncio de la Palabra de Dios, del Evangelio de nuestro Señor, y la celebración de sus sacramentos, en los que Jesucristo, con el ministerio de los sacerdotes ordenados, continúa actuando perennemente por medio de su Espíritu, dando al hombre el perdón y la vida nueva, introduciéndolo y conduciéndolo a la plena comunión con Él, y en Él con Dios y los hombres. Todas las palabras y los signos sacramentales están, en realidad, al servicio del don del Señor, al servicio de la salvación y de la vida de los hombres en comunión con Él; y, en este sentido, son instrumentales. Para los fieles, sin embargo, son el modo misterioso, los medios preciosos e insustituibles por los que el Señor se entrega a ellos, se les dona a Sí mismo, su cuerpo y su sangre, su Espíritu Santo, para hacer posible una verdadera comunidad de vida y de destino con Él. De ahí el respeto y la veneración ante el Evangelio y ante los sacramentos, particularmente la Eucaristía, y ante el signo sacramental peculiar que es el ministerio ordenado, por medio del cual Cristo actúa, se manifiesta como el verdadero pastor de los suyos, que cuida y vivifica a sus ovejas entregando su propia vida. 2. La "estructura" sacramental propia de la Iglesia es intrínsecamente constitutiva de toda experiencia verdadera de comunión cristiana. Por ello, si "la propia diversidad de gracias, de servicios y de actividades reúne en la unidad a los hijos de Dios, pues todo esto lo hace el único y mismo Espíritu" (LG 32), entonces "los fieles... deben estar unidos con su obispo, como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre, para que todo se integre en la unidad y crezca para gloria de Dios" (LG27), unidos igualmente con el sucesor de Pedro. Esta comunión" sacramental" y "jerárquica" tiene una expresión principal en la celebración de la sagrada Eucaristía, presidida por el obispo diocesano, así como por sus presbíteros, colaboradores y consejeros necesarios (cf. PO 7a). Los presbíteros hacen presente al obispo en aquellas "comunidades de fieles" que les son encomendadas, como "células" vivas que conforman la Iglesia (cf. AA 10; ChL 25d; PVD 58c), y cuyo principal modelo pastoral es la parroquia. En las comunidades eclesiales, de modo preclaro en las parroquiales, se manifiesta de modo visible la única Iglesia, universal y particular (SC 42; AG 37); en ellas se hace presente de la forma más inmediata la comunión eclesial "entre las casas de los hombres" (ChL 26, 27)). La unidad en la fe y en los sacramentos alrededor del sucesor de los apóstoles, y del presbítero como colaborador suyo, es forma intrínseca de la verdadera de comunión cristiana, como realidad de fraternidad unida en el amor (PO 6a; cf. LG 28a; ChL 26b; PDV 74a), la fuente y el culmen de cuya vida es el sacrificio eucarístico (LG 11a). En consecuencia Resulta esencial evitar una fractura peligrosa entre "vida" e "institución", es decir entre estos elementos fundamentales para la construcción de la Iglesia, instituidos por Jesucristo, y la vida de comunión, animada también por el mismo Espíritu de Cristo. [1] Es preciso, en primer lugar, evitar el error de olvidar el fruto, la realidad a la que sirven la Palabra, los sacramentos y el ministerio ordenado, es decir, la vida de los hombres en comunión con Cristo, que constituye el signo mayor de su presencia y de su obra en la historia. Por consiguiente, no puede reducirse la presencia histórica de la comunión eclesial a la estructura jerárquica, pues ello conduciría a una consideración de muchas de sus dimensiones fundamentalmente como invisibles y, por tanto, a la desaparición de éstas del ámbito de la experiencia histórica presente, esterilizando la misión fundamental de la transmisión de la fe. En este caso, las comunidades eclesiales concretas tenderían a ser comprendidas sociológicamente, y su dinámica de vida se reduciría al cumplimiento de deberes o a la realización de proyectos de naturaleza moral, pero no sería suficientemente expresión de su naturaleza comunional. [2] Del mismo modo, el rechazo de lo "institucional" podría poner en cuestión el ser eclesial de una comunidad, provocando que la realidad de la Iglesia, particular y universal, se convierta en un horizonte o un marco externo a la vida comunitaria, que puede llegar incluso a no percibir suficientemente la propia radicación en la Palabra y los sacramentos de la Iglesia. Ello puede manifestarse también en una dificultad para comprender la misión propia del ministro ordenado, que podrá parecer extrínseca a la vida de la comunidad, así como para entender la verdadera naturaleza de la vida y de la misión del fiel laico. La transmisión de la fe tiende igualmente a pasar entonces a un segundo plano. [3] Sería igualmente un error olvidar la naturaleza radicalmente ministerial del sacerdocio ordenado. El don espiritual y sagrado transmitido sacramentalmente en la consagración episcopal capacita al obispo para actuar in persona Christi, pero de modo que es Jesucristo mismo quién, por medio de su Espíritu, obra en la Palabra y los sacramentos (cf., por ej., LG21). La naturaleza instrumental de este servicio, por la que el verdadero sujeto de la acción es Jesucristo, impide que el ministro sitúe en el centro a su propia persona; pues no puede pretender ser el principio de la vida nueva del fiel, sustituyéndose al Espíritu de Cristo, ni determinar él la naturaleza de las vocaciones, los dones y las misiones que el Señor distribuye para la vida y la fecundidad de los fieles y de la comunión eclesial. La acción de Cristo y del Espíritu, a cuyo servicio es llamado, trasciende al ministro ordenado y no es determinada por él. Sería un error, por consiguiente, identificar la realidad y la vida de la comunión eclesial con el resultado de planes y proyectos de los pastores, que, en cambio, son instrumentos externos al servicio de la vida y de la misión de una comunión ya existente. j) Dones y carismas en la edificación de la comunión 1. El Señor Jesucristo edifica su Iglesia siempre por medio de su Espíritu, cuya gracia hace posible la fe que acoge el anuncio del Evangelio y la vida nueva, participación en la vida misma de Cristo, a quien se incorpora a su Cuerpo por medio del bautismo. La obra primordial del Espíritu es dar "vida, unidad y movimiento" (LG 7g) a todos los miembros de la Iglesia, de modo semejante a como el alma es principio de vida del cuerpo humano (cf. Ib). El don primero que todo fiel recibe del Espíritu es, pues, aquella gracia que lo vivifica, en la comunión con el Padre y con el Hijo, y cuya naturaleza propia es la caridad. La acogida de esta gracia del Espíritu se manifiesta en formas eclesiales visibles y concretas, en el testimonio personal y en expresiones de unidad y fraternidad, lugares de vida para el creyente y posibilidad de encuentro con la Iglesia en medio de las casas de los hombres. 2. La diversidad de misiones y tareas, de dones y carismas sólo puede entenderse como manifestación de la vida que anima a los miembros del Cuerpo de Cristo, del Espíritu que habita en sus corazones como en un templo (cf. LG 4). En efecto, son como el despliegue histórico, libre e impredecible, de la comunión con Dios hecha posible a los hombres en el Señor. Así pues, los carismas pueden ser entendidos, en sentido lato, como dones o gracias del Espíritu destinadas a que cada uno "en su modo y estado de vida" (LG 11b) cumpla su misión propia, testimoniando la propia pertenencia al Señor y contribuyendo a la edificación de la comunión eclesial. Junto a estos carismas "ordinarios y comunes", existen también otros más extraordinarios, libremente distribuidos por el Espíritu, destinados siempre al bien y a la edificación de la Iglesia (LG 12b), a la transmisión de la fe. La presencia de los carismas en la Iglesia es, ante todo, signo visible de la vida nueva en el Espíritu, donada a todos los miembros de la comunión eclesial. Así, los carismas son siempre testimonio de la presencia potente del Espíritu, que vivifica la humanidad de los miembros de la Iglesia, y signos que hacen manifiesto a los ojos de los hombres el movimiento profundo y las dimensiones esenciales de esta vida nueva. Por ello, los carismas verdaderos están destinados, en primer lugar, a dar testimonio de pertenencia al Señor y a ser principios generadores de la vida de la comunión en medio del mundo, de la vida de la caridad. En su variedad y riqueza, serán luego también signo visible de las dimensiones fundamentales de la existencia cristiana: de su novedad profunda, que no surge ni pertenece al mundo, como atestiguan los tres votos de la consagración religiosa, y de su dinámica esencial de fe, de esperanza y de caridad, manifiesta en formas siempre nuevas según las necesidades de los hombres y las condiciones de la historia. En el horizonte de la "economía" de la Encarnación, los carismas manifiestan la voluntad del Señor, que, atento a las condiciones de nuestra naturaleza, desea que su obra redentora y salvadora tenga en el mundo siempre signos visibles correspondientes. La vida consagrada, en particular, encarna igualmente en medio de la Iglesia la llamada a la perfección en la fe y el amor a Dios, al Señor Jesucristo, a los hermanos y al prójimo, que alienta en toda verdadera experiencia cristiana. 3. El signo sacramental del sacerdocio ministerial es indispensable para la vida de todos los cristianos, pues, por el don espiritual recibido en la consagración, es signo visible de la acción de Cristo mismo, cabeza y pastor único de su Iglesia, que actúa en el Espíritu para salvaguardar la verdad del anuncio del Evangelio e incorporar y guiar a los fieles a la plena comunión, según la forma eucarística que Él mismo le dio. Los carismas son también signos visibles de la presencia y de la vida en el Espíritu del Señor; aunque ninguno en particular es indispensable para la existencia de la comunión eclesial, como es, en cambio, el ministerio ordenado. Así pues, la presencia y la acción del Espíritu tiene un signo sacramental en el servicio ministerial; y la tiene igualmente en aquellos carismas que hacen visible el movimiento de la vida en Cristo de los fieles. Esta dimensión" carismática" cumple una tarea que la visibilidad del sacramento en cuanto tal no realiza: hacer perceptible, comprensible, posible de encontrar la vida nueva en el Espíritu, en formas y modalidades humanas concretas que puedan guiar al fiel a una experiencia cristiana real, invitándolo a responder al Señor con la propia existencia y acompañándolo en un proceso de educación o maduración cristiana. Esta dimensión es exigida por el sacramento, como el fruto propio de su servicio. Puede comprenderse así incluso la justa expectativa de los fieles de una "santidad" del ministro, de una capacidad propositiva personal, que sólo el Espíritu hace posible; es decir, se espera que el ministro reciba dones y carismas, según su estado de vida y su misión pastoral. La disciplina del celibato es, sin duda, un símbolo que atestigua públicamente la convergencia en el ministro del ministerio ordenado y del carisma. En efecto, la dimensión ministerial no puede subsistir sola; pues su palabra y su acción sacramental necesitan de la comunión cristiana vivida, presente y visible, para ser comprendidas por el hombre. En este sentido, la Eucaristía hace la Iglesia, pero también la Iglesia hace -celebra- la Eucaristía. La dimensión carismática, por otra parte, no puede tampoco subsistir sola al servicio de la vida de la comunión; pues proviene siempre del Espíritu Santo, que vivifica y anima el Cuerpo de Cristo, en el que los fieles son incorporados sacramentalmente, y está destinada igualmente a dar testimonio visible y edificar la única comunión en Cristo, eucarística y apostólica. Ambas dimensiones, "institucional y carismática", al servicio de la Palabra y de los sacramentos, y de su fruto real de comunión en Cristo, son a su modo casi coesenciales para la plena constitución de la Iglesia en la historia (JUAN PABLO 11: "El aspecto institucional y el carismático son casi co-esenciales para la constitución de la Iglesia y concurren, aunque de modo diverso, a su vida...". Discurso en ocasión del encuentro con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades, Roma, 30 de mayo de 1998. El Espíritu "conduce la Iglesia a la verdad total, la une en la comunión y el servicio, la construye dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la adorna con sus frutos" (LG4). Así, en el horizonte de esta mutua interioridad entre carisma y ministerio, el Vaticano II enseñará que el juicio sobre la autenticidad de los carismas corresponde a los que tienen la misión pastoral de guiar la Iglesia (LG 7c), así como la ordenación de su ejercicio a la plena comunión eclesial; y que, al mismo tiempo "les compete, de modo especial, no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno" (LG 12b). En consecuencia [1] La vida "carismática" pertenece esencialmente a la Iglesia. No sería conforme a la "economía" de la Encarnación ni a la naturaleza humana, pretender que los dones y carismas del Espíritu, consustanciales a la vida cristiana, no tuviesen formas de visibilización, libremente escogidas por el Señor según las necesidades de la vida y de la misión de la Iglesia en el mundo. En este sentido deben valorarse los dones de todos los fieles, y especialmente el fruto comunitario y apostólico de los carismas extraordinarios, manifiesto, por ejemplo, en las formas de vida consagrada o en "movimientos" eclesiales. [2] El ministro sagrado no debe subestimar o despreciar su presencia en la Iglesia, por el hecho de que ninguno tomado singularmente sea esencial para la constitución de la Iglesia. Ello sería una forma de "apagar el Espíritu", lo que no afectaría sólo a tal presencia carismática concreta, sino que implicaría seguramente incomprensión de la dinámica propia de la vida en la comunión de la Iglesia, necesaria para toda transmisión de la fe. [3] Un carisma -por antiguo o por nuevo, etc.- no puede tampoco pretender constituirse en juez sobre la realidad y el ser auténtico de la Iglesia. Al contrario, muestra su verdad cuando se comprende al servicio de la edificación del Cuerpo de Cristo, al que todo carisma pertenece y del que todo proviene. Ello se manifiesta en el reconocimiento y la estima verdadera de sus formas institucionales, sacramentales y apostólicas, en la obediencia a los pastores legítimos. De lo contrario, podría tenderse a considerar el carisma como fundativo del ser eclesial, lo que lo alejaría de algún modo de la única Iglesia de Cristo, históricamente subsistente desde su fundación por el Señor, que la encomendó al pastoreo de Pedro. [4] Por supuesto, ninguna forma específica de vida en la comunión, ningún carisma o "espiritualidad", puede pretender ser la única vía posible para la Iglesia. Ello es particularmente contradictorio con la naturaleza verdadera de un don del Espíritu, que hace presente en la historia con divina libertad la plenitud inmensa que Dios ha hecho habitar en la humanidad de Jesucristo (cf Ef 2, 18-19; Col 1, 19; 2, 9). [5] Toda forma de vida carismática está llamada a integrarse en la única comunión de la Iglesia. Este camino puede ser subjetivamente difícil, marcado por las limitaciones y pecados de los fieles, por la propia incapacidad para vivir con plena fidelidad el don del Espíritu, o por las dificultades objetivas que provoque su riqueza o novedad en relación con formas de vida o costumbres ya existentes. En ello, el ministerio de los sucesores de los apóstoles, como principio de unidad en la fe y la comunión, será criterio determinante para guiar la propia vida verdaderamente en la comunión de la Iglesia, según el Espíritu del Señor. Los ministros, por su parte, están llamados a servir este camino de crecimiento y edificación en la comunión propio de las realidades carismáticas, pidiendo siempre la gracia del Señor, para saber actuar con discernimiento y caridad, reconociendo y promoviendo los frutos de vida, y ayudando pacientemente en las correcciones que sean necesarias. [6] Todos los dones del Espíritu, jerárquicos y carismáticos, en modos diversos, están al servicio de la vida y de la misión de la comunión eclesial en el mundo. Su variedad no constituye sólo una riqueza de frutos de la que estar alegres, sino que está destinada al mejor cumplimiento de la misión de la Iglesia, a dar testimonio de muchas maneras, acomodadas a las diferentes sensibilidades de los hombres, de que la comunión con el Señor es el camino hacia la verdad y la vida plena de los hombres. Conclusión La comunión con Jesucristo se realiza en la comunión eclesial. Ésta es una realidad viva, de humanidad renovada por la pertenencia a Cristo, presente en las ciudades y entre las casas de los hombres. En toda su concreción, es, sin embargo, siempre la única Iglesia de Cristo, universal y particular, encomendada por Él al pastoreo de Pedro y de los apóstoles. Por ello, cada lugar concreto de comunión, según su naturaleza verdadera, es una invitación y una forma real de adherir al Señor y a su Iglesia en toda su integridad, en su aspecto institucional y en la variedad de experiencias generadas por el Espíritu. Vivir en la comunión de la Iglesia es, por tanto, ser partícipe, tener como propios todos sus medios y bienes: la Escritura y la Tradición, el Magisterio y los sacramentos, los pastores y todos los fieles, las experiencias y las formas de vida cristiana -reconocidas pertenecientes a la Iglesia- en todas sus riquezas de inteligencia y de caridad. En todo este camino histórico, el amor del Señor, que fundamenta la comunión eclesial, se revela en lo más hondo como misericordia. La Iglesia está fundada y vive de la misericordia, del amor con el que el Señor ha querido abrazar la persona y el destino de todo hombre, para librarlo del mal y restablecer la unidad con Dios y "entre los hombres, aún siendo éstos pecadores " (AG 3). Por ello, la vida nueva en la comunión está marcada con el sello de la reconciliación, que se celebra también sacramentalmente. Y, al mismo tiempo, está transida de esperanza, para la propia existencia y la del prójimo, consciente de esta victoria del Señor, manifiesta en la novedad radical de la superación del mal, en la santidad de tantos fieles, en la unidad entre los hombres. Pues en la comunión eclesial no es sorprendente que exista el pecado, que sería viejo como el hombre, sino la vida nueva, la santidad y la unidad. Así pues, en el seguimiento verdadero y libre de una forma concreta de comunión eclesial, el fiel es introducido a vivir la plenitud de la Iglesia como camino de santidad. Permaneciendo en la comunión, el cristiano será llevado a superar los propios límites, parcialidades y prejuicios, a crecer siempre en la comprensión y en el amor al Señor, a servirle más verdaderamente en sus designios para el bien de los hombres, dejándose instruir y corregir por el testimonio de la Iglesia entera, expresado además de modo auténtico -con autoridad- por los pastores enviados por Cristo para el cuidado de su Pueblo. Así, en la integridad de su testimonio en la historia, la Iglesia se muestra verdaderamente como casa y escuela de comunión, signo visible e instrumento real de la salvación para todo hombre y para el universo entero. II. TODOS SOMOS RESPONSABLES EN LA IGLESIA Introducción: Igualdad fundamental de los fieles cristianos Que todos somos responsables en la Iglesia significa reconocer una comunidad profunda de todos los fieles cristianos, fruto de la incorporación sacramental al mismo Señor, que se despliega en una nueva y personalísima responsabilidad de cada uno ante la existencia. En efecto, existe una igualdad fundamental en la dignidad y la acción entre todos los que por el bautismo son hechos miembros de la Iglesia, entre todos los" fieles cristianos" (cf. LG 32c; cf. Christifideles laici, 15). Esta igual dignidad de todos los fieles está enraizada en la común pertenencia a Cristo, que ha muerto y resucitado para el perdón de los pecados y la salvación plena de cada uno. La mayor dignidad del fiel radica en este amor inmenso de Dios, que fundamenta la grandeza de su vocación y de su destino. Reconocerlo así, gloriarse sólo de Cristo y no de sí mismo (cf. Flp 3, 3), significa descubrir también y amar de corazón la dignidad común de todos los cristianos. Esta igualdad afecta también a la acción, a la participación en la misión donada por el Señor. La edificación del Cuerpo de Cristo, para la salvación del mundo, es la finalidad común, sea cual sea el ministerio dado por Dios (cf 1Co 12, 4-11). Por otra parte, la caridad, don del Espíritu, es asimismo el principio que hace fructuoso el servicio de todo cristiano en cualquier estado de vida (cf 1Co 13, 1-3). Así pues, los fieles cristianos, miembros del Pueblo de Dios, "tienen la misma dignidad por su nuevo nacimiento en Cristo, la misma gracia de hijos, la misma vocación a la perfección, una misma gracia, una misma fe, un amor sin divisiones. En la Iglesia y en Cristo, por tanto, no hay ninguna desigualdad por razones de raza o nacionalidad, de sexo o condición social" (LG 32b). En consecuencia [1] La primera responsabilidad de todo fiel se refiere al propio corazón, a la respuesta de fe al Señor, que está destinada a determinar toda la existencia y a hacer posible su fecundidad verdadera para los hermanos y para el mundo. El gesto preciso del reconocimiento libre y personal de Jesucristo como Señor y Salvador de la propia vida y del mundo no puede ser sustituido en la historia por nada, por ningún otro ejercicio de responsabilidad personal. Se exalta así, poniéndola en el centro del designio de salvación del mundo, la dignidad y el destino de la persona concreta, la libertad y la conciencia de cada uno, interpelada por el Señor. [2] La acción del fiel, en la diversidad de dones y ministerios, es siempre despliegue de la pertenencia al Cuerpo de Cristo, que vive en la caridad del Espíritu. Por ello, el cristiano no podrá nunca aceptar el mal moral, el rechazo y la desobediencia a Dios, o la negación de la dignidad y de los bienes fundamentales de la persona humana; pues "la caridad no hace mal al prójimo" (Rm 13, 10), "no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad" (1Co 13, 6). Se constituye así en medio del mundo, de nuevo, un testimonio radical dado a Dios, a la sabiduría y bondad de su designio salvífico. Por otra parte, la dinámica del Espíritu lleva a todos los fieles a "observar siempre la comunión de la Iglesia, incluso en su modo de obrar" (CIC, can 209, párrafo 1). No existe responsabilidad cristiana, en ningún estado de vida, que no sea construcción de la propia existencia en la comunión con Cristo y con los hermanos. Esta construcción acontece siempre en la caridad, que es el aliento irremplazable de la acción del cristiano en el mundo. Su salvaguardia constituye una responsabilidad primera y fundamental del fiel cristiano, que no puede aceptar ningún otro principio que impulse su acción histórica, por .conveniente que pueda parecer pragmáticamente o por necesario que pretenda hacerlo cualquier análisis o ideología social. Si el fiel disociase la propia acción de la pertenencia al Cuerpo y de la caridad que la hace fecunda, estaría postulando un principio de la salvación y del bien del mundo diferente de Jesucristo, y, por tanto, no transmitiría la fe. a) Vocación del fiel cristiano laico Todos los fieles cristianos, por el sacramento del bautismo son hechos partícipes de la vida y la misión de Jesucristo en el mundo; es decir participan de la vida y la misión de su Cuerpo, la Iglesia, que es signo e instrumento en la historia de la actuación salvífica de Cristo (cf. ChL 9). No podemos pensar a la Iglesia centrada y ocupada en sí misma, ya que su mismo ser y vivir es participar y testimoniar la gracia, la esperanza y el amor que Jesucristo ha introducido y hace presente en medio del mundo. La Iglesia continúa así, a su modo, la misión de Cristo entre los hombres. Ciertamente, esta continuación sería imposible si la Iglesia no fuese una presencia viva, un lugar de humanidad reconciliada por la misericordia del Señor, en el que puede experimentarse el perdón y la unidad, una vida nueva en la fe y en la caridad. Pues la afirmación de la existencia de esta realidad de "comunión" vivificada por el Espíritu Santo, no sería creíble si no estuviese presente, si no fuese perceptible, si no actuase en medio del mundo. Esta dinámica profunda en que se aúna presencia y acción, vida nueva en la fe y en caridad y testimonio esperanzado dado a Cristo en el mundo, se corresponde con novedad aportada por la Encarnación del Hijo, que ha querido que la humanidad y vida del Pueblo de Dios sea un signo visible por el que el Espíritu hace presente realidad de gracia, la salvación del hombre en la comunión con Cristo (cf LG 8a). la la la la Los fieles laicos hacen visible y presente de modo específico e insustituible esta unidad profunda de vida y acción, que caracteriza el ser sacramental de la Iglesia en el mundo. En efecto, "incorporados por el bautismo al Cuerpo de Cristo y fortalecidos con la fuerza del Espíritu Santo por medio de la confirmación" (cf. AA 3), los fieles laicos participan a su modo de las funciones sacerdotal, profética y real de Cristo (cf. LG 31a; cf. ChL 14), de modo que su presencia y vocación son constitutivas del Pueblo de Dios, junto con la de los ministros ordenados. Por otra parte, los fieles laicos "tienen como vocación propia buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, que forman como el tejido de su existencia. Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, para que, guiados por el espíritu evangélico, contribuyan como un fermento, desde dentro, a la santificación del mundo y, sobre todo con el testimonio de su vida, irradiando fe, esperanza y caridad, muestren a Cristo a los demás" (LG 31b; cf. AA 2; también ChL 15). En consecuencia [1] Los fieles laicos existen y viven su vocación en el mundo como miembros del Cuerpo que es la Iglesia, y no pueden ser considerados de modo individualista o aislado, separados de su pertenencia eclesial. Están llamados, por tanto, a participar activamente modo suo en la celebración de los sacramentos, a acoger con corazón obediente el anuncio apostólico de la fe y perseverar en el esfuerzo de su inteligencia y comprensión viva, dando testimonio de ella según la medida que le otorgue el Espíritu, y a vivir las propios dones y tareas en la plena comunión de la Iglesia. El enraizamiento y la pertenencia eclesial son imprescindibles para que el fiel laico pueda cumplir adecuadamente su misión propia, cuyo rasgo específico es el de la presencia en medio de la sociedad. Sin vivir realmente la comunión de la Iglesia universal, en toda la concreción de sus diversas expresiones particulares, el fiel laico difícilmente podrá testimoniar su fe de forma madura e incidente en la realidad. [2] Ante el riesgo de una "debilidad de adhesión" o "falta de estima" de los fieles por la propia fe, agudizado hoy por la fuerza grande en nuestro mundo de posiciones relativistas o que niegan directamente toda vigencia actual a lo cristiano, es necesario fomentar en los laicos el sentido de la pertenencia ec1esia1 y hacerla posible concretamente. Para ello, las comunidades parroquiales están llamadas a ofrecer un acompañamiento y una educación a la vida cristiana, a ser un lugar de formación de la conciencia y un apoyo real en la realización de la propia misión en la vida. En este mismo sentido, ha de valorarse igualmente la pertenencia de los laicos a asociaciones y movimientos eclesiales, como una ayuda de gran importancia para vivir con criterios y en la comunión de la Iglesia (cf. ChL 29.31). No es fecundo, en cambio, contentarse con un juicio negativo o con la simple queja sobre la "insuficiente formación cristiana y cultural" de los fieles. Se olvida así que el lugar de la conversión de todo cristiano, de su crecimiento y santificación, es la comunión eclesial misma. Limitarse a un juicio sobre la altura moral o cultural de los laicos no introduce ningún cambio o renovación significativa, silencia el significado para el fiel cristiano de vivir una comunión eclesial concreta -también parroquial-, y no abre caminos a la transmisión de la fe. b) El testimonio de la vida como responsabilidad primera La responsabilidad del fiel laico está en el centro mismo de la misión de la Iglesia, que no ha sido encomendada toda sólo a los Pastores (cf. LG 30). No es posible anunciar a Jesucristo como Salvador del mundo sin "hacer presente y operante a la Iglesia " (LG 33b) en las condiciones ordinarias de la vida temporal, y, en primer lugar, renovando la existencia misma del hombre. Esta es la vocación más propia y específica del laico, en cuya urgencia para la época actual insiste el Magisterio más solemne de la Iglesia (en el Vaticano II; cf. LG, c. IV; AA 1. En el mismo sentido, Christifideles laici). Por ello, es de la mayor importancia no separar el cumplimiento de su misión por el fiel laico de la realización de su existencia, renovada en la fe, la esperanza y el amor por la pertenencia al Señor en su Iglesia. La presencia y la experiencia creyente de los fieles laicos que viven en medio de la sociedad son un testimonio imprescindible de la verdad del anuncio del Evangelio como principio de vida y de salvación para el hombre. En efecto, la primera y fundamental victoria de Cristo consiste en dar vida -y vida en abundancia (cf. Jn 10, 10)- al hombre, haciéndole posible vivir la propia existencia en unión con Dios y con los hombres (cf. LG 1), como una entrega libre de sí, un "servicio" que es construcción de la verdad en el amor (cf Ef 4, 15), que es ya participación en el Reino de Dios y en la obra de salvación del mundo. Si la misión del fiel cristiano no coincidiese con el descubrimiento y la realización de la verdad y el bien de su existencia, con la grandeza de su dignidad y vocación personal, el anuncio evangélico perdería su núcleo mismo (cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis, 10) y no sería creíble -no sería posible la transmisión de la fe-. En consecuencia [1] Promover la participación y responsabilidad de los fieles laicos en la vida y la misión de la Iglesia requiere afirmar claramente su vocación específica de "testigos e instrumentos vivos " (LG 33b) del Evangelio en medio del mundo. De otro modo, la presencia de los fieles laicos en la comunidad eclesial perdería sentido para todos sus miembros, por carecer de verdadero carácter existencial para el laico y por disminuir consiguientemente su posibilidad de ofrecer un testimonio significativo para los demás cristianos y, en particular, para los pastores. Por otra parte, resultaría poco sensato contentarse con una reflexión sobre las formas de organización interna de parroquias, arciprestazgos y diócesis, mientras en nuestra sociedad está en juego o se niega explícitamente lo más propio del ser "fiel laico": que sea posible una realización de la propia humanidad renovada e iluminada por la pertenencia a Cristo, capaz de afrontar con conciencia determinada por la fe todas las dimensiones de la existencia, trabajo, matrimonio y familia, vida social, etc. [2] La realidad de la presencia del Evangelio en el mundo depende radicalmente de la presencia de los fieles cristianos laicos, y es condición para que sea creíble y comprensible a los ojos de los hombres el anuncio cristiano, hecho de modo auténtico por los pastores de la Iglesia. Sin la realidad de la presencia laical se paraliza la transmisión de la fe, cuya relevancia existencial es negada además por importantes corrientes contemporáneas de pensamiento y acción. Separar la misión de los laicos de su existencia concreta, como si fuesen dos realidades yuxtapuestas, como si el apostolado fuese una actividad sectorial o propia de algunos laicos especializados, lleva a situar la propia fe fuera del ámbito de la vida real, en que las personas afrontan las cuestiones sociales, culturales y políticas. En tal situación, el cristiano bloquea las posibilidades de expresar sus percepciones específicas en estas cuestiones, y queda así cortado fuera del ágora común, limitando las bases para un diálogo con los no creyentes y para la transmisión de la fe. Por otra parte, un camino semejante se convertiría en un proceso de esterilización de la fe con los cristianos, pues la conduce lejos de la vida real. [3] La responsabilidad propia de los fieles laicos en la vida y la misión de la Iglesia no se deriva de la misión apostólica de los ministros ordenados, sino de la participación en su misión donada por Jesucristo en el sacramento del bautismo, fortalecida por la efusión del Espíritu en la confirmación y alimentada en la caridad con el don de la Eucaristía. Ello no obsta para que la colaboración de los fieles laicos con la misión apostólica de los ministros ordenados sea una forma histórica de participación en la misión de la Iglesia querida también por la Providencia divina (cf. LG 33c). De hecho, esta forma de responsabilidad laical ha llegado a institucionalizarse y a cumplir un importantísimo papel en nuestra Iglesia a través de la "Acción católica". Sin pretender constituirse en paradigma ni agotar en ello lo propio del testimonio laical en la Iglesia y el mundo, ha de reconocerse la fecundidad de esta peculiar tradición de apostolado laical y promoverse, por tanto, su presencia y su vida en la Iglesia en Madrid. c) El matrimonio y la familia como forma del testimonio laical La verdad profunda de la salvación cristiana, negada de muchos modos en un mundo que quiere considerarse autosuficiente, es puesta de manifiesto de modo radical y singular por los fieles laicos a través del sacramento del matrimonio. El matrimonio cristiano es un signo particularmente claro de la luz y de la salvación aportadas por Cristo, que entra en las entrañas del mundo, lo libra del mal y le hace posible la realización de sus posibilidades más hondas. Pues la naturaleza del amor esponsal proviene ya de las manos del Creador, que formó al hombre a su imagen; pero la posibilidad de su realización en la historia, venciendo la fragilidad y el pecado del hombre, es dada en Jesucristo. El matrimonio cristiano constituye un aspecto fundamental de la misión propia de los fieles laicos, que hacen presente en medio del mundo la verdad profunda del amor humano, convertido en signo de la salvación presente de Dios. Son salvaguardadas así relaciones humanas fundamentales, el amor conyugal, la paternidad y la maternidad, la filiación y la fraternidad, que, como todo lo humano, corren el riesgo del desconocimiento, la disgregación y el deterioro que introduce el pecado. La familia construida sobre la base del sacramento del matrimonio constituye una verdadera comunidad eclesial, casi como una "Iglesia domestica" (cf. LG 11; AA 11) y un testimonio radical de la potencia de la gracia de Dios, dado por los fieles laicos en el ámbito del amor, de la realización de la persona y de sus relaciones fundamentales. Nada puede sustituir esta realidad, esencial para la vida de la Iglesia y para su misión al servicio de la salvación del hombre, del bien de la sociedad humana. En consecuencia [1] El cuidado de los matrimonios y de las familias por parte de todos los fieles cristianos es una forma principal de contribución a la misión de la Iglesia, particularmente urgente en las condiciones de nuestra sociedad, que, cultural y legislativamente, tiende a negar su verdadera naturaleza. La Iglesia está llamada de modo particular a dar testimonio público de la verdad que conoce sobre el amor conyugal, el matrimonio y la familia, para confirmar a los propios fieles en la fe en una cuestión esencial para la realización de su vocación vital, y para defender la conciencia humana, combatida en su percepción de bienes tan fundamentales para la propia dignidad personal. En la misma línea, conviene buscar los medios de apoyar eclesial y socialmente la experiencia cristiana del matrimonio y la familia. El acompañamiento y la ayuda no pueden darse por descontados, pues ello conduciría muchas veces a enfrentarse solos a la presencia imponente en fuerza y medios de percepciones del hombre, del amor y de la familia contradictorias con la cristiana. [2] En este horizonte, juega un papel esencial el derecho originario a la educación de los propios hijos, en la que se expresan y desarrollan estas relaciones y responsabilidades humanas primeras. También a este respecto la primera responsabilidad de los fieles laicos es defender la realidad presente de la educación de los propios hijos. Para ello es necesario cuidar la conciencia cristiana del significado de esta tarea, en la que están en juego momentos esenciales de la realización de la propia existencia, de la propia vida cristiana y de su comunicación y testimonio ante la libertad creciente de los hijos. Debe rechazar se toda pretensión de apropiación de esta competencia por fuerzas sociales y políticas, sea a través del control de los instrumentos y lugares educativos, sea a través de la introducción de ideologías que pretendan constituirse en horizonte educativo de los hijos. La función del Estado, a este respecto, se comprende a partir del principio de subsidiaridad y en un horizonte respetuoso de la libertad de conciencia de los padres. No podría aceptarse una forma de expropiación encubierta -de raíz sin duda totalitaria- del derecho de los padres a la educación de los hijos. La asunción de su responsabilidad por los fieles laicos debe ser apoyada y acompañada por la comunión de la Iglesia en este campo, decisivo para la vida y la transmisión de la fe por parte de los fieles laicos y de la peculiar comunidad eclesial que es la familia. En particular, deben valorarse y promoverse las iniciativas e instituciones educativas, en primer lugar los colegios, en que se exprese conscientemente la capacidad educativa de la experiencia cristiana. Estos lugares son un testimonio de presencia eclesial y de humanidad cristiana en medio de la sociedad, y, al mismo tiempo, un estímulo para la construcción de un tejido social libre y responsable. No es posible despreciar el ámbito y la misión educativa, en la Iglesia y en la sociedad, sin que ello implique una profunda renuncia a vivir y comunicar la propia fe y, por tanto, una falta de caridad para con aquellos que necesitan la presencia de educadores verdaderos que les enseñen a abrirse con verdad a la vida y al propio destino. d) El testimonio laical en las realidades temporales: el trabajo Tiene una importancia radical que la Iglesia no ceda a la tentación del repliegue sobre sí misma precisamente a propósito de la misión de los laicos; ya que nada puede sustituir el testimonio que ellos están llamado a dar desde dentro de las realidades temporales. Su presencia constituye un testimonio fundamental -no único, pero sí imprescindible- de un afecto real, de un amor lúcido por la creación y por el mundo, que es seguramente presupuesto importante para que el hombre de hoy acepte un diálogo verdadero, se abra a un camino de evangelización. En efecto, de esta manera se pone de manifiesto la afirmación primera del cristianismo: que la Encarnación del Hijo de Dios introduce la salvación en la historia y significa la afirmación definitiva del hombre y del mundo, ratificando la positividad profunda de todas las cosas. El laico testimonia la salvación en medio de la historia en primer lugar con su acogida profunda de la realidad y de la vida, consciente de su origen, de su naturaleza y de su destino bueno en Dios, con su negativa a considerar la muerte como verdadero horizonte de las cosas, o al hombre como un ser para la muerte. Esto significará reconocer que todas las cosas, como creación de Dios, "están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias que el hombre debe respetar" (GS 36). Esta legítima autonomía de las realidades creadas, esta sabiduría profunda presente en las leyes de la naturaleza, es afirmada por la actividad del fiel laico, no sólo de palabra sino también a través de sus obras: en el ámbito de su trabajo, en el que destacan los esfuerzos del arte y de la ciencia, que "escruta lo escondido de las cosas" (Ib.) siguiendo como método precisamente la atención escrupulosa a la profunda razonabilidad de toda la realidad -cuyo origen reconoce el cristiano en el Logos Creador-. Este respeto profundo de todas las cosas significa afirmar concretamente su verdad y consistencia propia, e implica que no pueden ser reducidas a puro material informe a disposición de lo que el hombre quiera hacer por medio de una razón meramente instrumental. Por otra parte, se pone de manifiesto así la dignidad misma del trabajo humano, que tampoco puede ser reducido a pura manipulación llevada a cabo de forma servil, sin relación con la libertad y la dignidad del hombre, con su conciencia y su destino. El respeto de la conciencia y de la dignidad del hombre va unido, sin duda, con el respeto ante la verdad y la naturaleza de las cosas; ambos se refuerzan en una relación viva con el Creador y ambos se oscurecen con su olvido (cf. GD 22); ambos subsisten y desaparecen juntos. Por ello, en el ámbito del trabajo repercute directamente y se testimonia el descubrimiento por el hombre de la grandeza de su vocación y de su destino, hecho posible por el encuentro con Cristo (cf. GS 22). En consecuencia [1] Es propio del fiel laico hacer presente en las realidades temporales la unidad entre trabajo y dignidad de la persona. Ello se manifiesta, en primer lugar, en la valoración y el respeto de la conciencia y de la dignidad de los trabajadores, que ha de referirse a las condiciones y a los contenidos de la tarea que se realiza. No puede aceptarse, por tanto, que la referencia al mercado del trabajo o a las posibles ganancias justifique poner en juego los bienes fundamentales o la dignidad del hombre. A este respecto, sigue siendo necesario prestar atención a las condiciones laborales, desde diversos puntos de vista: la salvaguardia de la justicia en la remuneración y contribución a los sistemas de prevención social, en la salubridad y seguridad en el trabajo, en el respeto de exigencias horarias que permitan el desarrollo de la vida familiar, etc. [2] En la actualidad, puede llegar a tener gran urgencia defender la dignidad del hombre y el respeto de su conciencia en algunos ámbitos laborales concretos, en los que la ciencia y las diferentes tecnologías pueden ser usadas de un modo que ponga en cuestión bienes y derechos fundamentales de la persona. Baste recordar, a modo de ejemplo, todo el conjunto de cuestiones relacionadas con la vida humana, desde la realización del aborto a la experimentación con embriones; o las dificultades que pueden surgir de la exigencia de usar sistemas como la mentira o la difamación, la pornografía o la ridiculización del débil o del pobre, incluso del creyente o de Dios mismo, en el vasto horizonte de los medios de comunicación o en otros tipos de empresas o instituciones sociales y culturales, en las que métodos semejantes pudiesen llegar a ser usados alguna vez para alcanzar rentabilidades de vario género. No se trata sólo del riesgo de cometer inmoralidades claramente reconocidas, que siempre existirá; sino también de defender la propia conciencia ante la negación incluso pública de bienes humanos intangibles como la vida, la verdad o la justicia. Esta defensa de la conciencia y de la verdad moral es factor decisivo del testimonio cristiano del laico, y de su servicio a favor de la salvación de los hombres y del mundo. Es importante, por consiguiente, la formación constante de la conciencia de los laicos, llamada a estar vigilante y responder ante los desafíos que pueda plantear su trabajo, así como también el apoyo y el acompañamiento real, que les permita afrontar posibles dificultades con ánimo cristiano, enraizados en la comunión eclesial, confiados y pidiendo la ayuda del Señor. Descuidar estos aspectos fundamentales de la vida real de las personas, o dar por descontado la formación y el apoyo que necesitan, es exponer a los laicos a dificultades mayores a la hora de vivir su fe, de hacerla presente en medio de las realidades temporales, y, por tanto, de anunciarla y transmitirla de modo creíble. e) La presencia en la sociedad como responsabilidad laical En términos generales, es responsabilidad de los fieles laicos contribuir a renovar la vida social y política en la verdad y en la justicia, según el plan del Creador, revelado en Jesucristo, y, por tanto, "sanear las estructuras y las condiciones del mundo" que pueden estar condicionadas por el pecado, preparando así "el campo del mundo" para recibir la palabra de Dios y a su Iglesia, para que entre en el mundo el anuncio de la paz (cf. LG 36b-c). 1. En este horizonte, hay que mencionar, en particular, el significado que tiene el compromiso del fiel laico para la percepción y la afirmación social de la libertad del hombre. Ello acontece, ante todo, a través de la propia existencia del cristiano, que, iluminado por el Evangelio, lleva a cabo un legítimo esfuerzo por conformar su vida según la verdad sobre el hombre y el mundo. Se introduce así en el corazón de la sociedad la afirmación de Jesús mismo, que sostiene toda adecuada relación IglesiaEstado: dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21). Hoy sabemos con claridad plena que la libertad de la conciencia, que busca conocer la verdad plena, la verdad sobre el Misterio de Dios que fundamenta la realidad, para poder dar forma a la propia existencia (cf. DH 2), es el centro de la libertad del hombre. Lo han demostrado hasta la saciedad los totalitarismos de la historia reciente de nuestro mundo, que han pretendido penetrar y apoderarse de las conciencias de los hombres, llegando a los mayores desastres. Pues bien, la presencia de los fieles laicos en el mundo hace surgir con fuerza siempre nueva la cuestión de la libertad religiosa; y, por consiguiente, hace presente en medio de la sociedad la afirmación de la libertad de la conciencia, del respeto profundo que se debe a la dignidad inviolable de todo ser humano (cf. Chl 37, 39). Este aspecto del compromiso del fiel laico en medio del mundo sigue teniendo urgencia y actualidad también en nuestros países democráticos. Pues se da en ellos la tentación de confundir la legítima laicidad del Estado con el laicismo, así como la de fundamentar la convivencia democrática en un cierto" relativismo ético", según el cual habría que renunciar a todo reconocimiento de la verdad moral para poder vivir en paz en una sociedad plural. 2. En este compromiso, los laicos son ayudados por su experiencia cristiana, que mantiene viva la percepción de la dignidad de toda persona como hijo adoptivo de Dios, no reducible, por tanto, a una parte del mecanismo del mundo o de la sociedad, sino dotado de libertad y conciencia propias e inalienables, por estar vinculadas en lo profundo con Dios mismo. Por otra parte, como miembro del Pueblo de Dios, el fiel laico puede superar la inevitable fragilidad del hombre, ayudado por la compañía de sus hermanos, por el testimonio de su fe y de su caridad. Puede entonces, a su vez, amar al prójimo como el Señor quiere y ser así capaz de afirmar y defender la dignidad singular de su conciencia y el valor de su libertad. Pues también este esfuerzo por reconocer y defender la dignidad y libertad propia del hombre tiende siempre a decaer. Al disminuir el ímpetu de la búsqueda y la capacidad de afirmar la libertad del prójimo en aquel que no encuentra la verdad plena -que es el Evangelio de Jesucristo-, es fácil concluir contentándose con algún sistema ideológico o de poder, que no podrá dar cabida a la estatura propia del ser humano. Así pues, ante la tendencia constante a decaer en la afirmación de la dignidad y de los derechos fundamentales del hombre, el fiel laico, individual y comunitariamente, ofrece a la sociedad un testimonio de valor inapreciable: que quien cree en el Señor Jesús descubre la grandeza de la dignidad y del destino del hombre, y es ayudado a vivir según las exigencias de esta verdad reconocida. En consecuencia [1] En el contexto de nuestra sociedad actual, los fieles laicos están llamados a ofrecer una gran contribución a la salvaguardia de la libertad y de la armonía en la convivencia de la sociedad, en primer lugar dando a conocer públicamente y defendiendo, por medios lícitos, la justicia, la libertad, los derechos de la persona. Ello no pone en cuestión el legítimo principio de la laicidad, que" se entiende como la distinción entre la comunidad política y las religiones" (JUAN PABLO II, Discurso a los miembros del cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 12.1.2004, nº 3), y expresa una concepción profundamente democrática del Estado, en la que éste se concibe al servicio de los derechos y de la dignidad humana en el respeto a su libertad de conciencia. En efecto, defendiendo el bien del hombre y de la sociedad en las diferentes problemáticas, el laico no está proponiendo" valores confesionales", como diría el laicista, ni ejerce intolerancia religiosa alguna, como objeta el relativista; ya que se trata de verdades radicadas en el ser humano y que la razón puede conocer. Aunque la fe cristiana permita afirmadas con mayor certeza, su afirmación es un servicio razonable a la verdad y al bien del hombre. [2] Ni los fieles cristianos ni la Iglesia en su conjunto pueden permitir que se acalle su voz en el debate sobre cuestiones de relevancia moral, que afecten al modo en que se construye la vida y la sociedad. Pues vivir social y políticamente conforme a la propia conciencia no es una forma de confesionalidad ni de imposición intolerante; al contrario, es la manifestación de la madurez de la persona en su inteligencia de la realidad y en la decisión de su libertad a favor de un orden social más justo. En cambio, negarle al fiel laico que actúe de forma coherente con su conciencia, descalificándolo por sus convicciones, es una forma de intolerancia. [3] Es responsabilidad del fiel laico evitar la tentación común en nuestra sociedad de separar el ámbito de la conciencia y el de las propias posiciones públicas. Ello no es exigido por la legítima laicidad del Estado, sino que, al contrario, se socavan así los fundamentos de la convivencia democrática: el reconocimiento de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa, de los derechos fundamentales del hombre, anteriores a toda estructura de poder social. Por otra parte, asumir la insignificancia de la propia conciencia en la vida pública implicaría aceptar una sociedad donde no se valora y busca la verdad, donde se debilita toda forma auténtica de ejercicio de la libertad y de diálogo. Y, al mismo tiempo, significaría silenciar lo más propio de la fe cristiana, que descubre en Cristo la revelación definitiva de la verdad sobre Dios junto con la verdad plena sobre el hombre. f) La participación activa de los fieles laicos en la vida eclesial La participación de los fieles laicos en la vida eclesial es imprescindible para la existencia de la Iglesia, para su presencia en el mundo como comunión y fraternidad sacramental (cf. GS 32; AG 3), y es esencial, igualmente, para salvaguardar su propia identidad y su misión como fiel laico. La presencia de esta fraternidad eclesial, que es el Pueblo de Dios, en medio de las casas y las ciudades de los hombres, cumple un servicio fundamental para la misión de la Iglesia, que no podría ser sustituido por la realización de ninguna otra actividad o proyecto, y ni siquiera por la mayor demostración de generosidad e integridad moral. Por ello, el gesto libre de la permanencia de los fieles laicos en la Iglesia, contribuyendo a la constitución de este signo e instrumento del amor redentor de Dios en medio del mundo (cf. GD 76c), es la forma primera de su responsabilidad cristiana. Hará posible, al mismo tiempo, la acogida y el cumplimiento de la propia vocación, así como todo desarrollo de la propia participación en la misión de la Iglesia. En este sentido, la "práctica" eclesial no puede entenderse como una opción más o menos relevante, sino como la expresión elemental del propio ser cristiano, que no puede separarse de la permanencia como miembro vivo de la comunión de los fieles, hecha posible por la obra redentora de Cristo. Esta participación en la vida de la Iglesia se despliega muchas veces en la asunción de diversas responsabilidades y servicios concretos, según la triple función sacerdotal, profética y real, para bien de la comunidad eclesial, parroquial y diocesana. En consecuencia [1] Conviene evitar el riesgo de interiorizar insensiblemente la disminución de evidencia social de la fe y de las formas de vida cristiana, personal, comunitaria y parroquial. Ello puede acontecer en los fieles con la banalización del problema de la práctica eclesial, o en los pastores por la aceptación de una vida rutinaria de la propia comunidad, como si las estructuras institucionales por sí solas fuesen suficientes para que se realizase la misión de la Iglesia. Considerar sin mayor importancia el hecho de la participación en la vida de la Iglesia no implica sólo una debilidad moral, propia de quien no asumiría plenamente los propios compromisos, sino una comprensión equivocada de la revelación divina, cuya acogida consiste en la adhesión y el seguimiento de Jesucristo en la unidad de su Cuerpo, e igualmente, por tanto, de la fe cristiana, de la que no se percibirá su centralidad para la existencia. [2] Es importante valorar todas aquellas formas de presencia y de responsabilidad laical real que se derivan directamente de una vida en la comunión de la Iglesia, a través del testimonio dado sencillamente, del amor esponsal, de la educación de los hijos, de los gestos de fraternidad y caridad, del sacrificio personal, de la ofrenda del dolor y de la enfermedad, etc. Un signo claro de pertenencia y de responsabilidad para con la propia comunión eclesial es la puesta en común de bienes que se manifiesta en los diferentes modos de contribución económica de cada uno. Es un gesto destinado a favorecer la conciencia de que todos formamos realmente una unidad en Cristo, y a educamos en una caridad verdadera. Es, al mismo tiempo, un testimonio de que la salvación entra verdaderamente en nuestra realidad, cambia nuestra relación con las cosas y nos educa al amor a la comunión de la Iglesia, así como al prójimo y al necesitado. [3] Por otra parte, han existido siempre y siguen existiendo formas peculiares de participación activa en la Iglesia, en las diferentes dimensiones de su vida y su misión, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo, la Confirmación y, para muchos fieles, además en el Matrimonio (cf. Chl 23b). En estos diferentes" servicios", cuyas formas pueden renovarse con el paso del tiempo, se manifiesta la fecundidad de la vida en la comunidad eclesial y deben ser valorados, en primer lugar, como expresión de la fe y de la caridad de los fieles, de un aprecio real por la vida y la presencia de la Iglesia, así como, por supuesto, de los peculiares dones o carismas que recibe cada uno para bien de todos. [4] Existen igualmente formas de participación en la vida y la misión de la Iglesia, según sus tres dimensiones, sacerdotal, profética y real, que implican la asunción de responsabilidades como cooperación con la misión de los ministros ordenados (cf. ChL 23 c-i). Entre ellas puede mencionarse, en primer lugar, a los catequistas y otras formas de participación públicamente reconocida en la tarea docente de la Iglesia, como, por ejemplo, en la enseñanza de la religión o de la teología. La reflexión sobre este punto ha sido ya abordada, en buena medida, en la ponencia tercera. En el ámbito de la celebración de los sacramentos y de la liturgia, en general, existe igualmente la posibilidad de la asunción de responsabilidades particulares por los fieles laicos, como formas de expresión de su cooperación, necesaria o conveniente, con los ministros ordenados. También esta cuestión es tratada más propiamente en la ponencia tercera. En todo ello, es importante recordar que esta asunción de responsabilidades por los fieles laicos no está destinada nunca a sustituir al sacerdote ordenado, cuyo ministerio tiene su fundamento en el sacramento del orden y es constitutivo para el ser mismo de la Iglesia. g) La participación laical en el "munus regendi" en los Consejos Algunos fieles laicos son llamados a participar de manera particular en la dimensión "real" de la vida y la misión de la Iglesia como miembros de los diferentes Consejos, parroquiales, arcipresta1es y diocesanos. 1. Este munus o "tarea" eclesial es, como la sacerdotal y la profética, un medio por el que Cristo continúa en la historia su misión. En efecto, Dios tuvo a bien "reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos" (Col 1, 20) , para que en su Nombre "toda rodilla se doble" (Flp 2, 10) y "todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1, 20). Así pues, la participación cristiana en el reinar de Cristo será hacer presente en la historia esta voluntad del Padre, a través de la propia entrega personal en el amor, fruto del don del mismo Espíritu en que Jesucristo se entregó a sí mismo por la vida del mundo y la resurrección de los hombres; y, de este modo, conducir todas las cosas a Cristo, para que en Él resplandezca la verdad de su destino, la reconciliación y la paz. Puede comprenderse así que este munus regendi de la Iglesia se defina, en el caso de los sucesores de los apóstoles, el Papa y los Obispos, como un servicio a la unidad en la fe y en la comunión (cf. CONCILIO VATICANO I, Pastor aeternus, prólogo: DH 20503051; LG 18), destinado a edificar y no a destruir (2Co 13, 10; cf. LG 27a); o que se describa la autoridad de los ministros ordenados como un actuar en nombre de Cristo, Pastor y Cabeza, para "reunir a la familia de Dios como una fraternidad con un solo corazón y una sola alma, y conducida hacia Dios Padre por Cristo en el Espíritu" (LG28a). Todas las autoridades eclesiales, todos los órganos de responsabilidad, tienen como finalidad propia que los fieles vivan en la unidad del mismo Evangelio y de la misma fe, de la misma comunión sacramental con el Señor, de modo que cada uno sea miembro vivo de la única y nueva fraternidad en que los hombres, pecadores (cf. AG 3a), pero reconciliados en el amor redentor de Cristo, lo siguen como al único Pastor. "Así la Iglesia, cómo único rebaño de Dios, ... comunicando el Evangelio de la paz a todo el género humano, peregrina en esperanza hacia la meta de la patria celeste" (UR 2e) . 2. Los organismos consultivos manifiestan paradigmáticamente la naturaleza comunional de la Iglesia, con todas sus características fundamentales, y hacen visible, al mismo tiempo, que el verdadero sujeto de la misión es el Pueblo de Dios, en la unidad de los carismas, ministerios y servicios. Estos organismos existen para favorecer la realización existencial de esta comunión, que no es una mera opción espiritual, sino la expresión de la identidad profunda de la Iglesia como misterio de unidad en Cristo; así como para favorecer el cumplimiento de la misión de la Iglesia, que no es tarea sólo de una categoría de fieles, sino que necesita la presencia viva y la unidad de todos los cristianos. El principio de vitalidad y fecundidad de toda concreta responsabilidad "pastoral" es una caridad verdadera, preocupada y entregada al bien de la vida cristiana de los fieles y al anuncio del Evangelio a todos los hombres. Los órganos consultivos tendrán dinamismo y vida si están animados por esta caridad; cumplirán entonces su servicio propio a favor de los fieles y de la comunidad eclesial, y, al mismo tiempo, serán un lugar de crecimiento personal para quienes los forman. En consecuencia [1] Los Consejos están llamados a ser un instrumento singular, visible para toda la Iglesia particular, de la seriedad de la unidad vivida de los cristianos; se percibe, pues, su relevancia para la Iglesia actual, necesitada, ad intra y ad extra, de una verdadera espiritualidad de comunión (Novo millennio ineunte, 43). [2] Los órganos consultivos expresan y sirven a la vida de la comunión eclesial. No provienen de una simple dinámica asociativa, ni dependen en primer lugar de la perfección de su organización o de sus "técnicas" de relaciones humanas; pues la organización no genera por sí misma la vida de la comunión, sino que, al revés, la presupone, se deriva de ella en sus formas propias de trabajo común y existe a su servicio. [3] No es adecuado comprender estos organismos fuera de este horizonte de comunión, según modelos políticos seculares, como formas de articulación o reparto del poder; por ejemplo, al modo de parlamentos. Ello falsearía su sentido real y su dinámica propia, que no busca el poder, sino dar la forma y los pasos adecuados a la vida de la Iglesia en las circunstancias concretas. La sustitución de la lógica de la comunión por una lógica mundana de poder no favorecerá la vitalidad y la incidencia de los Consejos, pues no se corresponde con la naturaleza de la Iglesia. Los Consejos llegan a servir realmente a la construcción de la comunidad cristiana cuando responden a su naturaleza de encuentro, testimonio y servicio mutuo en el horizonte de la comunión eclesial. h) El testimonio como forma de la participación en los Consejos La responsabilidad de los fieles laicos en Consejos y estructuras sinodales tiene su fundamento en su participación sacramental en los tria munera de Cristo; por tanto, está llamada a ser expresión de su vida cristiana. Esto significa que cada uno aporta ante todo su propio testimonio personal, enraizado y finalizado a la Comunión. Salvaguardando la diferencia que implica la responsabilidad pastoral del Obispo y de su presbiterio, todos los miembros de un Consejo son, en primer lugar, testigos, pues todos hablan de lo que han visto y oído por la propia pertenencia a Cristo, a la comunión de su Iglesia. Desde este punto de vista, el buen funcionamiento de una estructura sinodal presupone la participación real de sus miembros, que no están llamados a compartir sólo una opinión, enriquecida incluso por la propia competencia profesional, sino la propia persona, sabiéndose en comunión profunda, fundamentada en el Señor, de modo que esta misma unidad se haga manifiesta en las concretas circunstancias de la vida y de la misión de la Iglesia. 1. La dinámica propia del testimonio de los fieles laicos encuentra su expresión jurídica en la naturaleza consultiva de su voto en los Consejos. En efecto, el testimonio del creyente no pretende definir desde sí mismo la verdad de la fe y de la comunión eclesial; al contrario, espera encontrar en la unidad de la Iglesia acogida, corrección fraterna y un camino de crecimiento en la verdad. De hecho, un testimonio cristiano, dado en libertad y de corazón, no es una contribución destinada a ninguna lucha de poder, no quiere ni puede someterse o imponerse a la opinión de otros, sino que busca encontrarse con el testimonio de los demás, de modo que emerja de nuevo aquella Comunión en Cristo en la que la palabra y la misión de cada uno tiene su origen hondo y su promesa de plenitud. La Iglesia, como lugar humano concreto y vivo, es la única regla adecuada de un testimonio creyente, que no puede someterse de ninguna manera a un simple proceso de mayorías o minorías, cuya legitimidad provendría de un procedimiento democrático, no de la verdad de la fe testimoniada. Sería un error interpretar el voto consultivo en una lógica de poder, como un recorte de los propios derechos de decisión o una exclusión del ámbito de la potestad eclesial. Ello falsearía la presencia de los miembros y la vida de los Consejos, que, en todas sus actuaciones, sirven a la manifestación y al crecimiento de la comunión eclesial. 2. Esta dinámica de unidad no sería posible sin la presencia del Obispo, que, como garante de la verdad de la Palabra de Dios y de la comunión sacramental, es principio de unidad de la Iglesia particular. Su ministerio es insustituible, para que los creyentes permanezcan vinculados a la verdad del Evangelio y a la realidad de la comunión universal de la Iglesia. En cambio, la autoridad episcopal no está destinada a hacer superfluo el testimonio de los fieles laicos, ni implica en absoluto una disminución del significado de su participación en la vida y la misión de la Iglesia; al contrario, por la esencia misma de su ministerio, el obispo está llamado a potenciar, a promover y salvaguardar -corrigiendo si fuera necesario, según la verdad del Evangelio- la experiencia y el testimonio creyente de todos los miembros de su Iglesia en medio del mundo. En consecuencia [1] La presencia y el testimonio del fiel laico tienen el significado radical primero de hacer posible que los Consejos sean un signo verdadero de la vida de comunión y de la misión de la Iglesia. Los fieles cristianos son elegidos a los Consejos para que hagan presente la vida real de la Iglesia, en su riqueza de experiencias, personales y comunitarias. Ello exige la implicación libre de la propia persona, por la vía del testimonio de la fe vivida, aceptando reconocer ante los hombres la verdad y el afecto que mueve la propia existencia, las razones de la propia esperanza. Sería inadecuado, en cambio, entender a los miembros de estos organismos simplemente como representantes elegidos para defender intereses de parte. [2] El testimonio personal es inevitablemente singular e insustituible. La palabra que brota del corazón de cada fiel sólo puede ser dicha en verdad por él. El testimonio de cada uno es un don, que existe sólo gracias a la sencillez y libertad de un corazón movido por la gracia, por la memoria de los dones del Señor, recibidos muchas veces de manos de los hermanos en la fe, y es una riqueza para todos. El significado de un testimonio no puede ser medido nunca por el reconocimiento social o eclesial de la persona que lo da, sino por la verdad y la gracia atestiguada, pues "Dios no mira la condición de los hombres" (Ga 2, 6. Cf. las palabras de JUAN PABLO II: "Es significativo que san Benito recuerda al Abad...: 'Dios inspira a menudo al más joven lo que es mejor'. Y san Paulino de Nola exhorta: 'Estemos pendientes de los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla el Espíritu de Dios'." [Novo millennio ineunte, 45], citadas en el Cuaderno 4 de este Sínodo diocesano, p. 67). Ello implica un respeto y una escucha mutua verdadera, también por parte de los pastores de la Iglesia. Por consiguiente, ha de reconocerse toda su importancia al voto consultivo, como colaboración real en la formación de un juicio que, con la autoridad propia del Obispo, guíe la vida de los fieles y de la Iglesia en las situaciones concretas según la verdad del Evangelio. [3] La presencia del Obispo -o de los presbíteros que lo representan- en un Consejo no puede ser concebida simplemente como la de un moderador en una discusión, pues su misión es dar un testimonio "auténtico" del Evangelio, dotado de una autoridad propia, que haga posible la permanencia de todos en la unidad de la fe y de la comunión. Por otra parte, la existencia canónica de los organismos consultivos manifiesta también que el obispo está llamado a cumplir su misión en la Iglesia particular según la ley de la comunión. Ello redundará en bien de su anuncio del Evangelio, haciéndolo más incidente en los problemas reales de la sociedad y de los hombres, más cercano al camino que siguen sus fieles, más creíble, en fin, por hacer manifiesta la existencia y el valor único de la unidad vivida de los cristianos. III. EL SACERDOCIO MINISTERIAL AL SERVICIO DE LA COMUNIÓN Introducción: La novedad del sacerdocio neotestamentario Nuestro Señor Jesucristo instituyó el sacerdocio ministerial en su Última Cena con los Doce, uniéndolo desde el inicio con el sacramento de la Eucaristía. En el centro de la misión de los apóstoles se encuentra, pues, el memorial del Señor, de quién Él es y de su obra, realizada a través de la pasión, la cruz y la resurrección. Enviados por Jesús resucitado a todos los hombres, hasta los confines de la tierral (cf. Mc 16, 15-18; Mt 28, 19-20; Lc 24, 46-48; Jn 20, 21), los Doce recibirán luego el don de su Espíritul (Lc 24, 29; Hech 2, 1-4; Jn 20, 22-23), para poder cumplir su misión. El testimonio de Jesucristo y de su Evangelio dado por los Doce tendrá un valor único, normativo para los fieles de todos los tiempos. Son constituidos así fundamento de la Iglesia, edificada sobre la única piedra angular, que es Cristo (1Co 3, 10; Ef 2, 20; Ap 21, 14). El ministerio que ellos han transmitido a sus colaboradores y a sus sucesores será hecho posible también por el don del Espíritu, comunicado por medio de la imposición de manos, y está destinado a continuar el rasgo esencial de la misión apostólica: anunciar y salvaguardar el memorial del Señor y su Evangelio. Se pone de manifiesto así la profunda novedad que implica el Nuevo Testamento para el sacerdocio ministerial: su servicio no consiste en establecer la relación entre el hombre y Dios, alabándolo y dándole gracias, pidiéndole su perdón y sus dones; sino en el memorial de Jesucristo. Pues Él es el único verdadero sacerdote, el mediador de la Alianza, de la relación definitiva entre Dios y el hombre (cf. Hb 2, 17; 3, 1; 4, 14-15; 5, 5-10; 7,21-8,6; 9, 11-15; 10, 19-21). El ministerio de los apóstoles y de sus sucesores podrá servir para que los hombres vivan toda circunstancia en relación con Dios, por estar al servicio de la comunión con Jesucristo. Estas perspectivas evangélicas implican un cambio profundo para la mentalidad humana, y en concreto para la concepción misma de la misión sacerdotal. De este cambio o conversión fundamental han querido dejamos testimonio explícito los escritos apostólicos, mostrando el recorrido que hubieron de hacer los Doce -y, por supuesto, Pablo- para alcanzar la comprensión de la misión de Jesús, y así de la suya propia. a) Discipulado y misión apostólica La concreta relación con Jesucristo es el fundamento y la condición de posibilidad de todo ministerio apostólico. Pues la misión de los Doce y, por tanto, la de los sucesores de los apóstoles, los obispos -y sus colaboradores, los presbíteros- es una participación en la misión de Jesucristo a favor del Reino de Dios. Ello ha implicado históricamente una elección libre por el Señor y una llamada a estar en su compañía, para conocerlo, comprenderlo y participar de su misión (cf Mac 3, 1319). El camino de los apóstoles es el de una profundización paulatina en esta relación con Jesucristo, hasta los acontecimientos de la cruz, la resurrección y el don del Espíritu. Ellos mismos testimonian la necesidad de dejar atrás su lógica humana (cf., por ejemplo, Mt 16, 23b; Mc 20, 38ss; Jn 13, 6-9), de abrirse francamente a la pregunta de quién era Jesús, al que se habían adherido de corazón (cf., por ejemplo, Mt 16, 13- 17; Jn 6, 68-69), de dejarse conducir por Él a una unión íntima, impensable, como la manifestada en el don de su Cuerpo y de su Sangre en la Última Cena. Sin este concreto camino de discipulado, los Doce no habrían podido realizar su misión. Sin la renovación de su identidad personal en el seguimiento de Jesús -con toda la radicalidad de los acontecimientos pascuales- y por el don del Espíritu, habrían interpretado la propia misión según criterios y posibilidades humanas. Era necesario que su persona cambiase en la relación con Jesús, para que pudieran ser fieles testigos suyos y ser introducidos a la participación consciente en su misión. En otras palabras, no es posible una existencia sacerdotal fundamentada en un conocimiento de Jesús "según la carne" (cf. 2Co 5, 16) -aunque sea posible llegar a muchas certezas críticas sobre su historia estudiando el NT-, pues lo propio del sacerdote, y de todo cristiano, en palabras de Pablo, será vivir "en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Esta caridad de Cristo, manifestada plenamente en la cruz y reconocida en la fe, determinará la realización de toda la existencia del sacerdote. Su seguimiento obediente en la comunión de la Iglesia, su actitud pobre de usar todas las cosas al servicio del Evangelio y su entrega virginal al amor del Señor en el celibato, hacen de la vida del sacerdote un signo singular de la primacía de la caridad de Cristo, presente en el mundo y capaz de renovar todas las cosas. En consecuencia [1] El discipulado es la condición propia de todo cristiano y, como tal, no es nunca dejado atrás, sea cual fuere la misión, el carisma o el estado de vida de cada uno. Como forma de seguimiento del Señor, sumo y eterno Sacerdote, tiene una dimensión sacerdotal "común" a todos los fieles (cf. LG 10, 11), en la que cada uno, animado por el Espíritu, participa a su modo en la oblación de sí que Cristo ofrece al Padre para la salvación del mundo (cf. 1Pe 2, 4-10). Esta participación puede describirse con palabras de Pablo: "Os recomiendo, hermanos, ..., que presentéis vuestros cuerpos como víctima viva, santa, agradable a Dios, que será vuestro culto espiritual. Y no os configuréis a semejanza de este mundo, antes transformaos con la renovación de vuestra mente, para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios... " (Rm 12, 1-2). [2] La condición de "fiel cristiano" o de discípulo del Señor no es superada tampoco en el sacerdocio ministerial; sino que, al contrario, es condición de su posibilidad: el bautismo es necesario para recibir otros sacramentos. El sacerdote no puede dejar atrás, como una etapa superada, la historia de su vocación personal, la forma en que fue introducido a reconocer el amor y la predilección del Señor que lo llamaba en su seguimiento. Una historia que, por supuesto, es un camino de profundización, de apertura a los horizontes verdaderos de la comunión con Cristo, de la participación en su misión. En este sentido, han de valorarse todas aquellas relaciones persona les -de amistad y de guía espiritual- o experiencias asociativas que contribuyan a mantener vivos y a reforzar los rasgos fundamentales de la experiencia creyente del presbítero y la conciencia de la propia vocación (cf. PO 8; PDV 68; CIC c. 278). Lo cual no debe oponerse, sino que, al contrario, debe servir a hacer más verdadera y fecunda la entrega personal y la presencia del presbítero en su Iglesia diocesana, de modo que "todos descubran en él la acogida que tienen derecho a esperar..., sea cual sea su sensibilidad religiosa y su dedicación pastoral" (PDV 68). [3] Esta dimensión de discipulado ayudará a superar el riesgo de un ejercicio "funcionarial" del propio ministerio, como si éste pudiese ser cumplido haciendo abstracción de la propia persona. A la esencia del sacerdocio ministerial pertenece ser expresión del amor del Señor, de la común pertenencia a la comunión con Él, de la esperanza firme, sostenida por el Espíritu, del bien y de la salvación del mundo. No es posible contentarse con la objetividad propia de los sacramentos, en los que actúa el Señor más allá de las condiciones morales del celebrante. Pues la vida de santidad del ministro tiene mucha influencia en que el anuncio del Evangelio, de su relevancia para la existencia del hombre, sea creíble o, por el contrario, quede oscurecido, empobreciéndose la vida cristiana (cf. PO 12; PDV 25). [4] La experiencia fundamental de fe y de entrega personal en el seguimiento de Cristo, propia también de la vida presbiteral (Véase, por ejemplo: "Convenía que antes Cristo muriese por la salvación de Pedro, luego moriría Pedro por la predicación de Cristo... Sea oficio del amor apacentar la grey del Señor, si fue indicio de temor negar al pastor" [S. Agustín, Tratados sobre el evangelio de Juan, 123,4.5]); cf. PDV 25), hace posible una profunda comunión entre el sacerdote y los fieles de su comunidad eclesial; pues todos, en cualquier estado de vida, tienen en común estos rasgos propios del discípulo de Cristo, que, vividos y testimoniados, son siempre principio de encuentro y de unidad. b) Al servicio de Cristo, fuente de la vida eclesial La comprensión del Evangelio, adquirida en el seguimiento del Señor, iluminará todo el ministerio apostólico, que no quiere saber ni concebirse de ningún otro modo que como servicio a Jesucristo y anuncio a los hombres de que en Él, en su cruz y en su resurrección, se encuentra el sentido y la plenitud a la que están destinadas todas las cosas (cf. Hch 2, 22-36; 1Co 1, 22-23; 2, 2). 1. A esta luz pascual brilla de modo definitivo la elección hecha por Jesús de sus apóstoles, que está igualmente en la base de la vocación y de la misión de sus sucesores en la historia de la Iglesia. Es la elección hecha por un amor definitivo y personal, cuyas dimensiones plenas los hombres reconocen en la fe, y que está para siempre en el centro mismo de la vida cristiana y del ministerio apostólico. La afirmación de este amor, comprendido plenamente tras la resurrección y el don del Espíritu, es imprescindible para el testimonio cristiano y para la misión del sacerdote ministerial, pues no se haría justicia al amor de Dios ni a las exigencias profundas del corazón de cada persona concreta, si no se reconociese en Cristo la iniciativa divina de venir al encuentro del hombre, por un amor a la persona humana capaz de llegar hasta la muerte en cruz para el bien y la salvación de cada uno. 2. La prioridad del amor y de la obra salvífica de Cristo determina la finalidad y el sentido del sacerdocio ministerial -cuya plenitud es el episcopado (cf. LG 21b)-, llamado a hacer presente en la Iglesia a Jesucristo como Aquel que antecede a todos, que ha abierto el camino de la reconciliación y de la unidad con el Padre, que es la verdad y la vida para todos, y de quien todos la reciben permanentemente. Este ministerio no está al alcance de las fuerzas del hombre. Por ello, algunos fieles reciben en el sacramento del orden una participación en la misión de Jesucristo, que se diferencia ontológicamente -y no por grado- de la que recibe todo fiel en el bautismo (cf. LG 10b); de manera que pueden representar a Cristo como principio de vida, maestro y pastor verdadero de su Pueblo. Se necesita un "don espiritual", transmitido en el sacramento del orden, para que los ministros puedan ser instrumentos de la presencia del Señor, actuar "en persona" del mismo Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor (cf. LG 21b)3; de modo que, por su servicio, Cristo mismo "anuncia la Palabra de Dios a todos los pueblos y administra sin cesar los sacramentos de la fe a los creyentes, ..., dirige y guía al Pueblo de la Nueva Alianza en su caminar hacia la felicidad eterna" (cf. LG 21a). Así, el ministerio sacerdotal sirve a la presencia del amor redentor del Señor, que origina y constituye siempre a su Iglesia como comunión de vida, de caridad y de verdad. En consecuencia [1] El sacerdote hace presente el amor de Cristo, que elige y llama a los suyos. No puede dejar en el olvido la predilección del Señor, que lo ha llamado, como si ello contradijese la igualdad de todos los hombres ante Dios. Pues esta afirmación permanece abstracta, mientras no signifique la experiencia concreta del ser amados por Dios; y ello ha de ser necesariamente personal e individual para ser real. De otro modo, no surge el reconocimiento agradecido de la fe en Cristo, y el amor de Dios permanece sin incidencia en la vida, la cual podrá transcurrir" como si Dios no existiese". [2] El sacerdocio ministerial ha de ser comprendido al servicio del sacerdocio común, es decir, de la vida de los fieles cristianos, que acogen con fe el amor redentor de Cristo y que, unidos a Él en un solo Espíritu, hacen de su vida también una entrega de amor al Padre, para bien de los hermanos. La figura y la misión del presbítero "no sustituye sino que más bien promueve el sacerdocio bautismal de todo el Pueblo de Dios, conduciéndolo a su plena realización eclesial. Está al servicio de su fe, de su esperanza y de su caridad" (PDV 17). La conciencia viva de la propia elección gratuita, de la iniciativa amorosa del Señor, hará posible al sacerdote ejercer adecuadamente este ministerio. En palabras de S. Agustín: "Si me amas, apacienta mis ovejas. Esto quiere decir: si me amas, no te ocupes de apacentarte a ti mismo, apacienta a mis ovejas, como mías, no como tuyas; busca en ellas mi gloria, no la tuya, mi dominio, no el tuyo... Pues el vicio mayor es... usar para los propios intereses a aquellos por los que Cristo derramó su sangre" (S. AGUSTÍN, Tratados sobre el evangelio de Juan, 123, 5). [3] El sacerdocio ministerial es un signo sacramental de la precedencia de Jesucristo, cabeza de la Iglesia, y de la necesidad de vivir en la comunión eclesial que Él sigue generando "en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de la Eucaristía" (Christus Dominus 11). Esta precedencia de Cristo sobre la comunión de la Iglesia no es sólo temporal, sino estructural; por ello, el ministerio de su presencia en ella como Pastor verdadero, es constitutivo de la forma histórica de la Iglesia, que no estaría plenamente constituida sin él, ni podría sustituido por ningún otro tipo de "servicio" de la comunidad. La misión apostólica transmitida con el don sagrado del sacramento del orden es condición de la existencia plena de la comunión eclesial en la histona. La igualdad de los fieles no se contradice con el reconocimiento de que la comunión eclesial tiene una constitución jerárquica por voluntad del Señor. Pues su presencia no niega la igual dignidad de todos los fieles cristianos; sino que mantiene viva la memoria de que su común dignidad y misión se basa en Jesucristo, no en sí mismos y en los propios proyectos. [4] La misión del sacerdocio ministerial -del obispo- es un "ministerio" o "diaconía" a causa de su misma naturaleza sacramental. En efecto, el ministro recibe el "don espiritual" en la forma y según la naturaleza determinada en su institución por Cristo, y no dispone del objeto de su servicio: del único Evangelio (cf., por ej., Ga 1, 6-9) , que ha de salvaguardar y transmitir, o de la naturaleza de los sacramentos, que pertenecen a Cristo y a su Iglesia (cf. CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la comunión bajo las dos especies, cap.2: DH 1728). Del mismo modo, el fruto no es tampoco obra del ministro, y coincide con la comunión eclesial, como realidad de gracia construida por el Espíritu del Señor. La naturaleza diaconal del sacerdocio sólo puede ser vivida plenamente como gesto de amor, de entrega a la obra de Cristo para la salvación de los hombres. Es un servicio al Evangelio, a la unidad de los fieles en la fe y en la comunión; y, por tanto, es un servicio a la Iglesia. Al mismo tiempo, es también un servicio a los hombres, a su destino verdadero, a una unidad entre ellos realizable en la historia, a la fraternidad, la reconciliación y la paz que están fundamentadas en el don de Cristo. [5] Siendo esencialmente diaconía, el ministerio apostólico tiene su fundamento en la humildad: "el que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor" (Mc 10, 44). Pues el sacerdote no habla de sí mismo, no busca desarrollar los propios proyectos, no se dedica a una obra propia, sino que habla de Otro, del Señor, transmite sus palabras, celebra su presencia sacramental, entrega su vida a su obra, confiado en el Hijo de Dios hecho hombre. La dinámica de este ministerio no implica pequeñez de espíritu, ni escasez de esperanzas, sino que, al contrario, vive según la ley más profunda de la comunión, ofrecida sin límites a los suyos por el Señor: "Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo" (Lc 15, 31). Se trata de un servicio plenamente humano, cuyo contenido más hondo está fundamentado en una "amistad", hecha de fe y de amor. El consuelo fundamental del sacerdote en el cumplimiento de la propia tarea es, pues, que con la propia entrega personal y el propio servicio participa de lo más íntimo de la misión salvadora de Jesucristo. Esta es la esperanza que anima el propio ministerio y, al mismo tiempo, lo que, en la memoria de la iniciativa gratuita y de la grandeza del don del Señor, permite decir con paz: "no somos más que unos pobres siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer" (Lc 17, 10). Pablo dará testimonio apasionado de esta dinámica de amor al Señor Jesús, por el que pone toda la vida a su servicio, expresando con extraordinaria claridad que lo único importante es la obra de Cristo, muerto y resucitado cf. 1Co 3,5-4,2; 2Co 5, 14-21), el anuncio de este único Evangelio: "aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciase un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea maldito!" (Ga 1, 8). c) Al servicio de la vida en comunión con Cristo 1. La comprensión de la misión de Jesucristo, de la naturaleza del amor y de la obra de Dios, necesitó un proceso de acompañamiento, de permanencia en la unidad con el Señor, que Él mismo consideró imprescindible e hizo definitivo en la Última Cena: los Doce reciben su Cuerpo y su Sangre, y son llamados a permanecer con Él más allá de la muerte, participando de la vida del Reino, manifestada ya en la resurrección del Señor, glorificado por el Espíritu. De esta manera, los apóstoles comprendieron que la misión del Señor era un gesto radical de amor, de servicio a los hombres, eligiéndolos, llamándolos a vivir en comunión con Él, a seguido, a compartir su camino y su vida, para compartir también su destino, hasta la plenitud gloriosa. No existe ministerio sacerdotal que no sea, por tanto, testimonio y anuncio de la vida en comunión con Cristo, como el don mayor, gracias al cual florece la vida del hombre en la verdad, y realiza en el amor el camino hacia su destino de salvación. 2. La dinámica de comunión es constitutiva en el ministerio de los sucesores de los apóstoles, de los obispos y de los presbíteros. Pues testimonian y sirven a la comunión que Cristo ha hecho posible con su Encarnación, con la entrega de su humanidad y de su Espíritu (cf., por ejemplo, Jn 6, 28.35.40.53-57.63). Por ello, su misión surge como expresión de la unidad con Cristo, vivida históricamente en su Iglesia, y sólo puede llevarse a cabo permaneciendo en esta comunión, como servicio a la incorporación de los hombres a este ámbito de vida nueva abierto por la Pascua del Señor . La verdadera fe en Jesucristo, la colaboración en su misión para la salvación del mundo, no pueden distinguirse realmente de la pertenencia y el servicio a la comunión de los hombres en Cristo, en su Cuerpo que es la Iglesia. Por ello, aunque el sacerdote recibe por el sacramento del orden las funciones de santificar, enseñar y gobernar, éstas, "por su propia naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio episcopal" (LG 21b). En consecuencia [1] La misión del sacerdote, que hace presente a Cristo como Pastor de su Iglesia, puede comprenderse como servicio a la unidad de los hombres en Cristo; es decir, a la unidad de los fieles en la fe y en la comunión (cf. LG 18), de la que la Eucaristía es fuente y culmen. [2] El obispo o los presbíteros no pueden ser, por definición, hombres solos, sino personas cuya vocación y ministerio provienen de la vida de comunión en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, y cuya misión sólo puede ser cumplida de modo adecuado permaneciendo vitalmente en esta comunión, como un servicio para que los hombres encuentren en ella reconciliación con Dios, verdad y fecundidad nueva, según la medida del Don del Señor (cf. Ef 4, 7). Para los presbíteros, esta dimensión comunional tiene una expresión primera en la vinculación y en la colaboración con el obispo, principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia particular cf. LG 23a); y, por consiguiente, en la pertenencia al presbiterio diocesano. [3] El ejercicio consciente del ministerio sacerdotal será siempre una experiencia de comunión. Entregado al Pueblo de Dios en una comunidad eclesial o parroquial concreta, el sacerdote acepta toda la dinámica de una comunidad viva, en un servicio nacido de un amor entrañable, que gasta las propias energías y puede soportar adversidades e incomprensiones; pero siempre para que los fieles y la comunidad cristiana construyan su existencia sobre el único fundamento del Señor (cf. 1Co 15, 12). [4] Acoger de corazón la dinámica de la comunión eclesial, con la riqueza de experiencia y testimonio creyente de los fieles, en sus diferentes estados de vida y en sus variados servicios y carismas, es de gran importancia para el servicio propio del sacerdote ministerial. Ello permitirá que su anuncio del Evangelio sea más incisivo y cercano al camino real de sus fieles, y hará más creíble su ministerio de la comunión, su testimonio del valor único de la unidad vivida de los cristianos. La misma existencia canónica de los organismos consultivos manifiesta igualmente que el sacerdote, por la naturaleza misma de la Iglesia y de su ministerio en ella, está llamado a cumplir su misión según la ley y la espiritualidad de la comunión (cf. NMI 36). d) Las vocaciones sacerdotales La historia de toda vocación, también la sacerdotal, es la de "un inefable diálogo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios que llama y la libertad del hombre que responde" (PDV 36). Este diálogo, caracterizado por la iniciativa del amor divino y la oración y la ofrenda libre de sí por parte del hombre, ha encontrado su realización plena en nuestro Señor Jesucristo. La Eucaristía es la expresión suprema de esta relación del Señor con el Padre y, por tanto, del amor de Dios que llama al hombre a la vida y de la respuesta humana con la entrega obediente de sí. Su celebración está en el centro de toda vocación cristiana y, particularmente, de la vocación al sacerdocio. En efecto, quien recibe el don de la vocación sacerdotal necesita percibir en la existencia y en el testimonio de los creyentes esta presencia real de Cristo como la fuente -escondida en la Eucaristía- de verdad y de salvación, que congrega y alimenta permanentemente a la comunidad eclesial, y hace de ella sal de la tierra y luz del mundo. Así la elección y la llamada del amor del Señor, que, en medio de su Iglesia, invita a algunos a un seguimiento particular en el sacerdocio y pide una respuesta personal y libre, necesita el humus de la vida eclesial para su germinación y crecimiento. Son, por tanto, de gran importancia todos aquellos ámbitos educativos, comenzando por la familia, en que la persona puede madurar en su experiencia cristiana, ser introducida a un ejercicio efectivo de la caridad en su vida y a un testimonio confiado de su fe como cristiano en medio de la Iglesia y del mundo. Es responsabilidad particular del Obispo y de los presbíteros cuidar esta dimensión educativa de las familias y de las comunidades eclesiales y parroquiales. Habrán de cuidar, además, que la persona encuentre un acompañamiento real, en el que sea ayudada a discernir y a crecer en la propia vocación en la relación con personas que tengan la madurez espiritual necesaria. Particular importancia tiene el Seminario, llamado a ser una "comunidad educativa en camino... promovida por el obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Señor al servicio apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce" (PDV 60). Cada sacerdote, en fin, está llamado a la tarea imprescindible e irremplazable de dar testimonio (cf. JUAN PABLO II, Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 2004, 5d, 6c) de la propia vocación y de la misión a la que ha entregado su existencia: hacer presente el amor del Redentor, sirviendo a la memoria viva de su Evangelio y de la entrega de su Cuerpo y de su Sangre, para el verdadero bien y la salvación definitiva de los hombres. Así, su existencia podrá aparecer en medio de la Iglesia como "un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana" (PDV 39), de modo que sea perceptible el atractivo profundo de seguir esta llamada del Señor y se disipen dudas, prejuicios e ideas equivocadas que la cultura ambiente puede introducir en la mente de los fieles a este respecto. Conclusión El sacerdote ministerial es enviado por Jesucristo como testigo suyo y, concretamente, de la comunión con Él. Es testigo de la obra de Cristo, de su entrega al Padre como gesto ilimitado de amor para restaurar en plenitud la relación, la amistad entre Dios y el hombre; y es colaborador que se entrega plenamente al servicio de esta nueva realidad de unidad de los hombres con Dios, hecha posible en su humanidad y en su Espíritu por Jesús mismo, al caro precio de su sangre. En orden a esta misión, el sacerdote ministerial es capacitado por el sacramento del orden para actuar in persona Christi, de modo que pueda ser ministro de la acción del Señor, que genera y sostiene constantemente a la Iglesia por medio de su Espíritu. Al mismo tiempo, el sacerdote actúa siempre también in persona Ecclesiae, como representante de la Iglesia; es decir, en nombre y al servicio de la comunión con Cristo. No es posible una relación creyente con Cristo que no sea comunión con Él, o un servicio a Cristo que no sea introducción de los hombres a la unidad con Él, ni actuar como ministro de Cristo sin ser ministro de la Iglesia. Del mismo modo, la actuación ministerial en nombre de la Iglesia, celebrando los sacramentos, anunciando el Evangelio y guiando a los fieles a la comunión de la Iglesia, sólo es posible si se actúa in persona Christi, gracias al don sacramental recibido. Pues sólo Jesucristo es, en su Espíritu, el principio de la vida nueva, del perdón de los pecados, quien puede conducir al hombre a la comunión con el Padre, quien puede guiar y sostener a su Iglesia todos los días, hasta el fin del mundo. Así pues, el sacerdote ministerial está llamado a ser testigo privilegiado de la obra de Dios en el mundo: de la iniciativa redentora de Cristo y de su fruto, la reconciliación y la unión íntima con el Padre y entre los hombres, y la esperanza de la salvación. PROPUESTAS I. LA IGLESIA, CASA Y ESCUELA DE COMUNIÓN a) La "comunión" cristiana es ante todo una realidad históricamente existente, un don que viene de Jesucristo. 1. Buscar un momento, en los diferentes grupos, para darse cuenta de cómo están viviendo la comunión eclesial, diferenciándola de otras formas de agrupación humana (formar para la comunión es pedido, por ejemplo, en 346 respuestas [41205]). 2. Cuidar conscientemente gestos que ayuden a vivir mejor la pertenencia a Cristo como raíz de la propia comunidad eclesial: con momentos de oración, de reflexión común, de seguimiento de los tiempos litúrgicos, con la celebración de la Eucaristía (en la unión con Jesucristo insisten 348 respuestas [41101]; en estos medios de formación y de comunión, 346 [41205]; en una celebración más consciente de la Eucaristía, 496 [4201]; en crear espacios de oración y vida compartida, 116 [4204]). 3. Valorar las formas de religiosidad popular como testimonios de la pertenencia a una tradición eclesial viva. 4. Buscar ocasiones de conocer la experiencia de comunión que está viviendo el Pueblo de Dios: los testimonios, personales y comunitarios, de cómo la fe permite responder a los desafíos de la existencia, en la familia, el trabajo, la escuela, la respuesta al necesitado, el dolor... b) El Señor se manifiesta históricamente en el signo de la unidad vivida por sus discípulos y en el testimonio que dan con toda su existencia. 5. Plantear las iniciativas pastorales como testimonio de una vida de comunión ya presente, que busca manifestarse e invitar a todos a incorporarse a ella. 6. Insistir en que el primer fruto de toda acción eclesial es el crecimiento de la vida y el testimonio de los fieles. Por tanto, evitar valorar a los grupos o a las iniciativas eclesiales sólo por el éxito exterior de sus actividades. c) La acogida de la fe es siempre un gesto libre de responsabilidad personal, hecho posible por la presencia de una realidad viva de comunión eclesial. 7. Fomentar que los fieles puedan encontrar en su vida cristiana quién les acompañe y guíe (piden fomentar la amistad y las relaciones personales 123 [41103/3]; organizar momentos de encuentro, 222 [4202/1], momentos de convivencia [41107/5], fiestas y excursiones [41107/4], peregrinaciones [4208]; se insiste en la aceptación mutua [41103/1]). 8. Buscar los medios oportunos para comprender y desarrollar mejor la dimensión educativa de las diferentes acciones pastorales, en parroquias, asociaciones o movimientos. 9. Comprender y valorar, como expresión propia de la comunión ec1esial, la tarea específicamente educativa de colegios, catequesis, tiempo libre (en la coordinación de los colegios religiosos con las parroquias insisten 116 [(4203/4]). d) La" comunión eclesial" es presencia de la una y única realidad de comunión proveniente de Cristo. 10. Buscar gestos o iniciativas que favorezcan el conocimiento de la Iglesia universal y hagan visible la pertenencia a ella en los propios ámbitos de vida comunitaria (en este sentido, 96 hacen referencia a la doctrina, disciplina y liturgia de la Iglesia [41102]). 11. Poner de manifiesto que quienes tienen responsabilidad pastoral están especialmente llamados a vivir en la Iglesia el seguimiento y la obediencia. 12. Estimar y valorar la experiencia creyente de personas y agrupaciones, distinguiéndola de las limitaciones o pecados que puedan existir también (es recurrente la petición de valorar y disculpar al prójimo, de respeto y humildad, comprensión y perdón mutuo [4113; 41104/1,4; 41106/1]; piden paciencia 36 [41103/4]). 13. Darse cuenta y mostrar que las energías desplegadas en el propio ámbito de vida o en diferentes iniciativas apostólicas son parte de la vida de la Iglesia, evitando contraposiciones que lleven a una falta de estima por la Iglesia. e) La forma sacramental y jerárquica propia de la Iglesia, es intrínsecamente constitutiva de toda experiencia verdadera de comunión cristiana 14. Valorar todo lo que refuerza o hace visible la unidad del Pueblo de Dios alrededor de su obispo, en comunión con el sucesor de Pedro (de la coordinación diocesana hablan 111 [(41204], de reconocer el servicio del obispo, 23 [4205/3]; de obediencia al obispo como vínculo de comunión, 37 [4206/5]). 15. Buscar la escucha real y el encuentro entre los fieles y sus obispos y pastores, procurando evitar que se introduzca la sospecha entre ellos (la petición de escucha e intercambio es frecuente; 160 piden, por ejemplo, diálogo y encuentro [4206/1]). 16. Coordinar los esfuerzos de los distintos miembros de la Iglesia; pero sin pretender que la vida cristiana surja simplemente a partir de un proyecto o de ideas propias (piden una disponibilidad que evite protagonismos y capillismos, 260 [41105]; promover encuentros y formas de participación en parroquias y asociaciones, 238 [41202]). 17. Coordinar las acciones pastorales entre las parroquias cercanas en los arciprestazgos (facilitar la coordinación, encuentros o celebraciones comunes en el arciprestazgo es mencionado por 313 [41203]; la convergencia y coordinación de proyectos parroquiales, así como celebraciones o acciones en común, por 849 [4203]). 18. Posibilitar acciones o formas de presencia comunes de la Iglesia en Madrid, necesarias para la evangelización (algunos piden fomentar actos litúrgicos o devociones populares públicas, celebraciones diocesanas [41204/2,3]. f) La diversidad de dones y carismas del Espíritu es manifestación libre e impredecible de la vida que anima a los miembros del Cuerpo de Cristo. 19. Buscar la acogida y el conocimiento mutuo de los fieles, respetando los dones de cada uno, con la conciencia de pertenecer a la única comunión de la Iglesia (hablan de aceptación, conocimiento y diálogo entre los miembros de la Iglesia 587 [41103]; de escucha, apertura y comprensión de las diferencias, 421 [41104]; de valorización y disponibilidad, 122 [41105/1]; de fraternidad y humildad, 211 [41106]; en otros varios modos, 51 [4202/4]. 20. Reconocer en la Iglesia diocesana las riquezas de carismas y vocaciones que el Espíritu nos concede para vivir la fe y transmitirla. 21. Hacer posible que las comunidades parroquiales conozcan las riquezas de vida que existen en la Iglesia, grupos, asociaciones, movimientos, vida consagrada (en este sentido, piden mejorar el conocimiento y el encuentro, 478 [41201]; conocer mejor a los movimientos, 177 [4202/3]; apertura a la diversidad de carismas, 225 [4206/6]. 22. Realizar algún gesto que manifieste la unidad de agrupaciones, movimientos y vida consagrada alrededor del obispo diocesano, y, a su modo, alrededor del presbítero que preside las comunidades eclesiales, especialmente parroquiales (de la participación de carismas y movimientos en las parroquias, hablan 94 [41202/3]; de su colaboración, 91 [4206/3]). II. TODOS SOMOS RESPONSABLES EN LA IGLESIA a) Los fieles laicos viven su vocación en el mundo como miembros del Cuerpo que es la Iglesia. 23. Promover en las parroquias formas de realización comunitaria de la vida cristiana, evitando el aislamiento de los fieles laicos (existen muchas indicaciones en este sentido; por ejemplo, cuidar la acogida [4311/5], motivar a los fieles [4311/1], comprometer a los distanciados [4312/2], crear cauces de participación para evitar una asistencia pasiva [4311/2; 4312/2; 4312/6], teniendo en cuenta el ritmo de vida de los laicos [4313/1], etc.; se habla de espiritualidad de comunión [4312/4; 4313/4; 4313/5]. 24. Acoger con atención las opiniones de los fieles, potenciando sus iniciativas y favoreciendo su participación en la vida eclesial, sin discriminación entre hombres y mujeres (insisten en la valoración, la confianza y la participación activa de los laicos 641 respuestas [4311]; la referencia a la participación de la mujer es frecuente [4311/5; 4313/5; 4315/1]). 25. Estimular y apoyar las iniciativas y los movimientos eclesiales, como lugares de vida y responsabilidad cristiana (varias intervenciones en este sentido [4311/5; 4311/2; 431511; 4312/6]). 26. Procurar que todo juicio crítico sobre la vida cristiana, cuando sea necesario, vaya enmarcado en una propuesta positiva de experiencia eclesial. b) El cumplimiento de su misión por el fiel laico no puede separarse de la realización de una existencia cristiana. 27. Dar prioridad pastoral a la presencia y a la acción de los fieles laicos en el mundo, como forma de participación en la misión de la Iglesia (algunos piden desclericalizar a los laicos, concienciarse de su misión en las realidades terrenas [4312/6[)). 28. Evitar una concepción del apostolado laical como actividad auxiliar (piden que los laicos no sean vistos como meros auxiliares 98 respuestas [4311/3]) o sectorial, que se añadiría al modo en que el fiel afronta todas las cuestiones de su existencia. 29. Reafirmar el significado de la presencia y la vida de la Acción católica, como una de las formas de vivir y participar en la misión de la Iglesia. c) Es misión propia de los fieles laicos hacer presente en medio del mundo la verdad profunda del amor humano, en el matrimonio y en la familia. 30. Evitar el aislamiento de los matrimonios cristianos, ayudándoles a integrarse en comunidades eclesiales vivas. 31. Cuidar la formación de la conciencia de los fieles a propósito del valor del amor conyugal, del matrimonio, de la aceptación y la entrega a los hijos (se menciona, por ejemplo, la formación cristiana en temas como el aborto [4312/2]). 32. Estimular la vigilancia en las comunidades eclesiales y parroquias, para responder a las necesidades que puedan surgir en la vida familiar: desde un embarazo no deseado y el cuidado de los niños, a la soledad de los ancianos. 33. Defender el derecho de los padres a la educación de los hijos y apoyar aquellos organismos que promueven este derecho. 34. Valorar la tarea específicamente educativa de maestros y profesores, apoyándolos en sus necesidades para vivida cristianamente. 35. Valorar y apoyar las vocaciones consagradas a la enseñanza, que dan testimonio de la importancia de esta dimensión de la caridad y de la experiencia cristiana. d) Es propio del fiel laico hacer presente en las realidades temporales la unidad entre trabajo y dignidad de la persona. 36. Mantener una presencia cristiana en el mundo del trabajo, que haga presente y defienda los bienes fundamentales de la persona. 37. Defender la libertad y los derechos de la conciencia en los lugares de trabajo, sin que ello suponga una discriminación de los fieles cristianos. 38. Promover vías de formación y formas de acompañamiento específico, según los ámbitos y la problemática de los lugares de trabajo de los fieles laicos (la petición de formación es constante en las contribuciones de los grupos; De diferentes maneras, 986 respuestas [4312]; se pide también formación cultural y en temas actuales [4312/2], la integración en asociaciones cualificadas [4312/2]. e) Es responsabilidad de los fieles laicos contribuir a renovar y sanear la vida social y política en la verdad y en la justicia, según el plan del Creador, revelado en Jesucristo. 39. Promover lugares de formación, formas y medios de apoyo para los fieles laicos con responsabilidades públicas. 40. Rechazar que se reduzca al silencio la voz de la conciencia, ocurra esto por vía de su exclusión del debate y de la vida pública, por vía de una descalificación intolerante de las posiciones ajenas, o, si se diera el caso, por vía de la atemorización o de la violencia. 41. Fundamentar explícitamente la presencia pública de los cristianos en la defensa de la libertad y de la dignidad del hombre, poniéndolo en práctica en todas las cuestiones de relevancia moral, bajo forma de un diálogo que busca la verdad y la justicia. f) La participación de los fieles laicos en la vida eclesial es la forma primera de su participación en la vida y la misión de la Iglesia. 42. Recuperar el significado del domingo, como día en que se manifiesta la propia fe en Dios y en la resurrección de Jesucristo, y se hace presente la pertenencia a la Iglesia y su unidad visible en medio de nuestros pueblos y ciudades. 43. Promover la participación de todos los fieles en el esfuerzo de autofinanciación de la Iglesia, valorando toda contribución económica de los fieles laicos como signo del amor a la Iglesia y de la comunión fraterna (esta valoración está extendida generalmente en las respuestas de los grupos; así, por ejemplo, [4312/5] (parte de 149 respuestas), [4313/3] (parte de 185), [4314/1]). 44. Reconocer, así cómo apoyar y estimular, las muchas formas de servicios e iniciativas de los fieles laicos, de modo que se perciban mejor las dimensiones reales y la riqueza de la vida de la comunidad eclesial (así, por ejemplo, 641 respuestas [clave 4311], y otras peticiones de valorar sus servicios y aportaciones [4312/4; 4313/5; 4315]). 45. Potenciar ámbitos de formación cristiana de los laicos y, de modo específico, de los llamados a responsabilidades más públicas en la Iglesial (piden mejorar la formación básica de los laicos 470 [4312/2]; hacerlo en ámbito catequético, 85 [4312/3], profundizando en la vocación del laicado, 395 [4312/4]; se repite con frecuencia [4312/6; 4315/1[). g) Los Consejos ponen de manifiesto la naturaleza comunional de la vida y de la misión del Pueblo de Dios. 46. Promover la existencia de los Consejos, según las posibilidades previstas en el Código de Derecho Canónico (piden impulsar los consejos de pastoral parroquial 117 respuestas [4321/1]). 47. Hacer de los Consejos un lugar de encuentro, de testimonio y de servicio a la vida de los fieles y de la comunidad eclesial (se pide de varios modos que los Consejos sean lugar de intercambio y puesta en común de la experiencia de fe [4321/3], favoreciendo la cercanía entre personas [4322/7[ y también asociaciones y movimientos [4322/7]). 48. Dar a conocer la existencia y el sentido de los Consejos, mejorando la comunicación con las comunidades parroquiales y diocesana (piden mejorar la información 185 respuestas [4313/3]), dar a conocer su existencia y su sentido, 124 [4321/2]; y mejorar la comunicación 174 [4322]). 49. Mejorar la coordinación, la transmisión de información y la colaboración entre los Consejos parroquiales, arciprestales y diocesanos. h) La responsabilidad de los fieles laicos en los Consejos se ejerce ante todo con la aportación del propio testimonio personal. 50. Procurar que los Consejos reflejen la riqueza real de experiencia cristiana de la correspondiente comunidad eclesial, evitando su funcionamiento rutinario (petición presente generalmente en las respuestas sobre participación en los Consejos [clave 432]; varios insisten también en la necesidad de renovación de los miembros [4321/3; 4322/3; 4323/3; 4322/7]). 51. Dar espacio y atención real al testimonio de cada miembro del Consejo, respetando siempre la libertad de los fieles (insisten en un talante de comunión, de escucha real, de seriedad en el trabajo, evitando autoritarismos, 510 respuestas [4323]). 52. Promover en los Consejos una dinámica de corresponsabilidad, que no sea entendida como lucha partidista, sino como búsqueda común del bien y de la unidad eclesial, presidida por el pastor legítimo. 53. Respetar verdaderamente y usar cuando sea preciso el instrumento del voto consultivo, para que los Consejos sirvan a la edificación de la Iglesia (se encuentra con frecuencia el deseo de mayor eficacia de los Consejos, con mejor funcionamiento y mayor valoración de los laicos [4321/3; 4323/7; 4324], pidiendo algunas respuestas voto deliberativo [4322/3; 4323/1,2,7; 4324]). 54. Mantener la prioridad de la unidad de la Iglesia, cuyo criterio es la comunión con los legítimos pastores, para una fecundidad verdadera de la propia aportación y para hacer posible la corrección de los propios errores (piden ver los Consejos como un servicio a la misión de la Iglesia, sin pretender ser dueños de ella, 64 respuestas [4323/5]; de modo semejante, [4322/7]). III. EL SACERDOCIO MINISTERIAL AL SERVICIO DE LA COMUNIÓN a) La fe y el amor, propios de todo fiel discípulo de Cristo, son condición para la vivencia fecunda de su misión por el sacerdote ministerial 55. Mantener viva en el sacerdote la conciencia de su condición de fiel cristiano, como responsabilidad primera en su vida personal (se menciona con frecuencia el testimonio de vida, la ejemplaridad como cristiano [4427/5; 4422/3; 4424; 4426/4], el sacerdocio como camino de realización personal [4423/3]). 56. Cuidar aquellas relaciones personales y aquellas experiencias comunitarias o asociativas que contribuyan a mantener vivas la experiencia creyente del presbítero y la conciencia de la propia vocación sacerdotal (algunos piden grupos y fraternidades en que se favorezca el seguimiento de Cristo [4428/1]). 57. Cuidar la propia formación permanente, para seguir caminando en la comprensión creyente de la persona de Jesucristo y de las exigencias de su anuncio en las actuales circunstancias algunos mencionan la formación para mejor conocimiento del Magisterio o de la realidad actual [4424; 4428/1]). 58. Cuidar que el ejercicio del propio ministerio sea ocasión para un encuentro real del sacerdote con los propios fieles (el deseo de relaciones más fraternas es recurrente [4423/3]; algunos piden que los sacerdotes sean cercanos en su ministerio y conozcan a las personas [4426/4]. b) El sacerdocio ministerial es signo sacramental de la precedencia de Jesucristo y de la necesidad de vivir en la comunión eclesial de la que Él es fuente y pastor. 59. Insistir en las dimensiones de amor, predilección y llamada personal, propias de la experiencia cristiana, presentes en las diferentes vocaciones y públicamente en la del sacerdote (algunos piden que el sacerdote sea testigo del amor de Cristo [4424/1]). 60. Considerar la fe y la vida cristiana de los fieles como el valor primordial, que el sacerdote debe cuidar y promover por encima de otros posibles objetivos de la actividad pastoral del significado del sacerdocio común hablan 115 [4421]; varios insisten en la comprensión del sacerdocio ministerial al servicio del sacerdocio común [4421/3; 4426/4]). 61. Respetar los derechos y contribuir al cumplimiento de los deberes de los fieles cristianos, tal como son reconocidos canónicamente en la Iglesia. 62. Considerar como rasgo constitutivo de la plena identidad eclesial de la comunidad cristiana la presencia en ella del ministerio sacerdotal. 63. No sustituir al ministerio sacerdotal en sus funciones propias por otros "ministerios" de la comunidad. 64. Valorar la dimensión sacramental del sacerdocio ordenado, como signo e instrumento de la presencia de Cristo en medio de su Iglesia (se pide frecuentemente respeto, apoyo y afecto para los sacerdotes [(4422/3; 4428]), también que sean vistos como representantes de Cristo [(4428)], cumpliendo un mandato del Señor [(4422/1]). 65. Servir con fidelidad a la Palabra de Dios y a la celebración de los sacramentos, tal como son transmitidos en la Iglesia, conscientes de que no están a disposición de ningún hombre, ni del pastor ni de los fieles (el cuidado de la celebración eucarística y de la predicación es recordado en 52 respuestas [4424; más varios en 4425]). 66. Construir la unidad de la propia comunidad sobre 10 verdaderamente necesario: la misma fe en Jesucristo, la misma comunión sacramental, la adhesión a los pastores legítimos, el propio obispo y el sucesor de Pedro. 67. No imponer a los fieles autoritariamente los rasgos particulares del propio temperamento, de la propia espiritualidad o de las propias costumbres personales (piden evitar autoritarismos 46 [4426/3], piden más humanidad 47 [442312], y varios expresan deseos semejantes [4423/3; 4428]). c) El ministerio sacerdotal es testimonio de la vida en comunión con Cristo y servicio para que los hombres encuentran y vivan en ella la reconciliación y la unidad con Dios (es muy explícita la conciencia del sacerdocio como servicio a la comunidad: 477 hablan de fomentar la comunión [442212]; 202 insisten en actitudes de servicio a la comunidad [4426]; otros hablan en sentidos semejantes [4421/3]. 68. Procurar vivir en primera persona la vinculación con el obispo y la pertenencia al presbiterio diocesano como expresión de la comunión eclesial (que la relación del obispo con el sacerdote sea de comunión es pedido por algunos [4428]; otros mencionan la fraternidad y la unión entre los sacerdotes [4426/4; 4428]). 69. Privilegiar la presencia del sacerdote en medio de su comunidad, favoreciendo así la relación con todos los fieles, como testimonio primero de pertenencia mutua y de comunión real en el Señor (la cercanía y la disponibilidad de los sacerdotes es pedida por 350 [4423]; varios insisten en la ayuda y la estima mutua, en la cercanía recíproca [4422/3]. 70. Respetar y valorar las responsabilidades, las vocaciones y los carismas de los fieles, ayudándoles a contribuir a la edificación de todos y al crecimiento de la comunión eclesial (la valoración de las distintas vocaciones y responsabilidades es pedido por 624 [4422]; algunos mencionan el desarrollo de todos los carismas [4422/3]). 71. Promover las expresiones concretas de la vida de comunión en las propias comunidades y parroquias, valorando en este sentido las aportaciones de grupos, asociaciones o movimientos. d) El testimonio de Cristo dado por la comunidad eclesial y, en particular, por el presbítero, es el humus necesario para la germinación y el crecimiento de la vocación sacerdotal 72. Hacer manifiesto, como fundamento de la pastoral vocacional, que las riquezas de vida y de verdad, de esperanza y de caridad que se encuentran en la comunidad cristiana tienen su fuente en Jesucristo, presente particularmente en la Eucaristía la importancia de comunidades vivas y de la comunión entre sacerdotes y laicos es recordada por muchos [4414; 4422]). 73. Testimoniar que toda vida cristiana es fruto de un encuentro y de una predilección personal del Señor (varios recuerdan que la vida cristiana es comunión y don de Dios [4412/1]). 74. Proponer formas de ejercicio efectivo de la caridad, que ayuden a percibir y comprender las verdaderas dimensiones del amor de Cristo por el bien y el destino de los hombres. 75. Testimoniar con la propia oración la importancia que tiene la relación con el Señor, y fomentar momentos de oración para que sea conocido y su llamada sea acogida por los hombres (hay alusiones frecuentes a la oración, convivencias, ejercicios espirituales, etc. [4412/6]). 76. Fomentar la estima del sacerdocio en las familias cristianas, en los ámbitos educativos, en las comunidades eclesiales y, con particular atención, en la pastoral juvenil (insisten en el significado vocacional de la pastoral juvenil 381 [441212]; y 174 en el del acompañamiento de los jóvenes [4412/4]; en el de las familias cristianas, 376 [4412/3]; otros hablan de los colegios, la catequesis, los monaguillos [28 respuestas, en: 4412/5], etc.). 77. Dar testimonio de la propia vocación sacerdotal como entrega de corazón al Señor y a su Iglesia, particularmente en la celebración de la Eucaristía (varios piden el testimonio de sacerdotes santos [4412/6; 4414; 4421/2]; es escasa la referencia a la Eucaristía). 78. A través de la cercanía y del testimonio personal de los sacerdotes, facilitar el conocimiento de la belleza, la alegría y la fecundidad de la entrega al Señor en la vocación sacerdotal (resuena con frecuencia el deseo de una imagen y de un testimonio sacerdotal atractivo, con diversos acentos [varios en: 4413/3; 4414]; piden formas de testimonio personal del sacerdote 311 respuestas [442112]). 79. Prestar atención a los seminarios, adecuando la formación a las nuevas exigencias de la evangelización y promoviendo la cercanía de los seminaristas a la vida ec1esial real, en especial a los jóvenes (piden prestar atención a los seminarios 242 respuestas [4413], de las que 131 insisten en la relación con la vida eclesial real [441312] y 88 en las exigencias de la nueva evangelización [4413/1]).