cuentos increíbles

Anuncio
Carl Stanley
CUENTOS INCREÍBLES
_________________________________________________________________________
MARZO 2004
Protegidos los derechos del autor.
Dirección Nacional del Derecho de Autor. República Argentina.
1
CUENTOS
INCREÍBLES
CARL STANLEY
2
Estas historia son una obra de ficción. Los nombres, personajes, como así
también los hechos e incidentes, son ficticios y producto de la imaginación del
autor; cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, hechos o sucesos
ocurridos o por ocurrir, es pura coincidencia.
El autor
3
EL AGUJERO
La historia que voy a contarles me produce un poco de vergüenza,
con mis cuarenta y tantos años y siendo ya un hombre hecho y
derecho.
Era yo un mozalbete de dieciocho que convivía con mi abuela
materna, en una antigua y vetusta casa interna ubicada en los
suburbios de la ciudad. Propiedad que excedía holgadamente el siglo
desde su fecha de construcción, y en la cual el inclemente efecto del
transcurso del tiempo había cumplido bien su trabajo.
Las dependencias de ésta reliquia del pasado, mostraba amplias
habitaciones de elevados techos y pisos en machihembre, con sus
largas y espinosas tablas de pino tea. Un gran patio de mosaicos
calcáreos de sencillos dibujos y una larga galería descubierta, hacia
donde asomaban sus esbeltas y añosas puertas de madera que
fueron repintadas una y mil veces, en vanos y pretenciosos intentos
por alcanzar apariencia nueva.
Junto a un baño único y externo; aislado del resto de las
dependencias y que incomodaba por razones obvias durante los
crudos días de invierno; mi habitación.
Un poco más pequeña que las dos restantes, con un simple y
humilde mobiliario. La cama simple, una mesita de noche de madera
oscura con labrados en su puertita y en su cajón; un roperito de la
misma hechura que servía para alojar mi no muy abultada posesión
de ropas, y un par de sillas.
Junto a la ventana con celosías que daba al patio, un escritorio
también de madera contenía el resto de mis escasas pertenencias.
Eso era todo.
Por aquellos tiempos, era yo muy joven para preocuparme por
temas serios, sólo todo lo que vana diversión involucrase atraía mi
atención como el imán al hierro.
4
Alguno que otro trabajito temporal me proveía del dinero
suficiente para mis salidas, que debo sincerarme y decir no era
abundante.
Habiendo tomado plena conciencia de la irrefutable realidad en lo
que al deterioro de aquella vieja casa refiere, nada motivaba mi
voluntad para que la emprendiera en reparaciones que consideraba
inútiles. Sólo alguna ineludible sugerencia de mi abuela me sacaba de
mi actitud pasiva, indiferente, para realizar alguna que otra precaria
reparación a la vivienda.
Contemplaba aquel desvencijado inmueble, como quien
contempla un enfermo terminal sin temor a predecir un fatal e
inequívoco desenlace. Sabía que su inevitable destino, en cuanto mi
querida abuela dejara de rentarlo, sería la demolición.
Un buen día y de forma repentina, descubrí dentro de mi
dormitorio y junto a la pared, muy cercano a la puerta; sobre el oscuro
piso machihembrado de madera, un pequeño agujero casi circular, de
sólo tres o cuatro centímetros de diámetro. Supuse de inmediato y sin
temor a equivocarme, era producto de la corrosión del noble pino.
Entonces, y como requería el caso, prestamente lo obturé
valiéndome de un pequeño e inservible trapo, para luego, disimular
aquella rotura colocando una silla, la cual cumplía las funciones de
perchero temporal de algunas de mis prendas de vestir,.
Satisfecho por mi sencilla solución a lo que en aquel momento me
pareció un insignificante problema, olvidé simplemente aquel suceso y
por no considerarlo digno del menor de mis desvelos.
Poco tiempo más tarde, lo digo de esta forma pues francamente
me sería dificultoso recordar cuanto transcurrió hasta aquel día; con
asombro advertí que el improvisado tapón había desaparecido,
dejando en su lugar, un agujero de mayores dimensiones aún y que
yo suponía en forma definitiva sellado.
5
De inmediato me percaté que de ligeras soluciones no se trataba
al problema, y para el día siguiente, una placa de madera bien
clavada cubría el ominoso agujero.
Creí haber terminado así en forma definitiva con aquel problema,
pero para mi pesar no fue así.
Luego de una larga e insomne noche, en pleno apogeo del
caluroso verano; horrorizado observé por la mañana del día siguiente,
que el remiendo de madera había desaparecido en forma misteriosa,
dejando en su lugar nuevamente aquel ojo negro de bordes corroídos
y desparejos. Unos pocos y doblados clavos, junto con algún
minúsculo trozo del parche sólo había quedado del remiendo.
Sobresaltado ante tan insólito e inexplicable hecho, decidí
terminar con aquel asunto esta vez de forma definitiva.
Por si algún lector desconoce el hecho; aquellos antiguos pisos
de madera machihembrada, eran clavados sobre tirantes que
cruzaban de pared a pared la habitación en cuestión. Suspendidos por
encima del suelo de tierra apisonada y dejando un vacío de entre
treinta a cincuenta centímetros; tal era la técnica que se usaba
antaño.
Está demás que lo mencione, pues ustedes fácilmente lo
supondrán; aquel sitio por debajo, se convertía en forma inexorable en
un hábitat ideal, oscuro y tranquilo, para la proliferación de todo tipo
de insectos y roedores.
La sola idea de ser asaltado en medio de la noche por algún
arácnido de grandes dimensiones realmente me aterraba, pues
siempre sentí un temor exagerado e irracional hacia tales insectos, y
debo confesar que aún lo siento. No profeso el mismo sentimiento
hacia los roedores, que si me permiten decirlo, y aunque suene
deleznable, inspiran mi simpatía.
Volviendo a la solución de aquel persistente problema; decidí
asegurar el piso de machihembre por debajo; calzando un buen taco
6
de madera que asentara sobre la tierra, para luego clavar sobre
seguro, esta vez un buen parche desde arriba.
Conseguir el taco sería fácil, y mediante regla o metro, debía
tomar la medida de su largo de antemano. Pero no disponiendo en
aquel momento ni de lo uno ni de lo otro; pensé que sería lo mismo
utilizando una vara de madera y un lápiz para trazar la marca.
Tamaña fue mi sorpresa, cuando introduje una vara de madera y
esperando tocar la tierra no lo hice.
Asombrado por aquel hecho y preguntándome porque el piso de
tierra estaba tan profundo, tomé prestada la escoba de la casa, cuyo
palo, más largo que mi improvisara varita de medición, serviría de
igual manera.
Efectivamente, como hubiere sospechado antes, ahora
introduciendo el palo de la escoba éste chocó contra el piso de tierra
por debajo.
Hasta aquel momento la tarea estaba completa, debí dedicarme
sólo a colocar el taco y el parche, por eso maldigo mi personalidad
inquieta que me llevó a mover el palo de la escoba en dirección hacia
la pared y junto a la cual se encontraba aquel persistente boquete.
¡Ay de mí por ser dueño de indómita curiosidad!
Con asombro descubrí, que sin hallar nada en su camino en toda
su extensión penetraba.
De inmediato abandoné aquel inútil sondeo, procurándome
presuroso una linterna que tomé de uno de los cajones de mi viejo
escritorio. Luego, de rodillas y agachado, iluminé el interior del
misterioso agujero.
El haz de luz se proyectó seguro pero iluminó la nada.
Apagué la luminaria y me puse de pié desconcertado, no podía
dar crédito a lo visto y sucedido. De inmediato, tratando de ordenar
mis pensamientos, planteé una pausa a mi confusa mente.
¿De que raro y misterioso fenómeno era yo testigo?
7
Probablemente de ninguno que una cabeza serena, mediante la
lógica, técnica o ciencia, no pudiese explicar satisfactoriamente.
Entonces, en aquel preciso momento, se me ocurrió una razón
valedera para la existencia de semejante hoyo.
El piso inferior de tierra, por debajo del de madera y pared de por
medio lindero con el baño; seguramente había sido horadado durante
largo tiempo por alguna dañina pérdida de agua, causada ésta por la
añosa y deteriorada cañería.
Siendo tarde ya, resolví dejar para el día siguiente todo lo que a
reparaciones concerniera.
Aunque al otro día tampoco pude abocarme a la tarea, porque
traído por un amigo surgió un pequeño y bien remunerado trabajillo.
La realidad de mis arcas ya casi vacías ordenaban las prioridades.
Pero dos días más tarde, decidí retomar la tarea interrumpida y
echar manos a la obra. Si se trataba de una fuga de agua, debía
escarbar hasta descubrirla. Esta vez en forma definitiva estaba
dispuesto a acabar con aquel persistente problema.
Planeé aserrar el piso de madera para poder introducirme de
cuerpo completo y hurgar en el hoyo con más comodidad, hasta dar
con aquel dichoso caño.
Como dos horas más tarde, sierra de por medio, un cuadrado de
metro por metro levanté de aquel maltratado piso.
Pero lo que mis ojos descubrieron entonces, hizo que los pelillos
de mi nuca se erizaran de repente.
Un tremendo y amenazante agujero de forma circular horadado
en la tierra virgen, se presentó ante mis incrédulos y desorbitados
ojos. Su diámetro de casi un metro iba un poco más allá del cimiento
de la pared, el cual, ahora yacía desmoronado en aquella parte.
Eché mano a la linterna iluminando su interior, sólo para
descubrir con horror, que se trataba de un verdadero túnel.
8
Hacia atrás pegué un brinco de inmediato, asustado por tan
insólito descubrimiento; nunca fui temeroso, pero créanme que
aquello hubiese metido miedo al más pintado.
Con premura, no dudé en colocar a modo de tapa el cuadrado de
machihembre cortado, y asegurándolo lo mejor que pude, eché luego
la silla por encima. Haría el resto al día siguiente, si es que realmente
descubría cual cosa era la más correcta para tapar aquel siniestro
hoyo de proporciones alarmantes.
Esa misma noche, en medio de un inquieto sueño, un extraño
sonido me despertó.
Alerta me incorporé en la cama intentando descifrar el motivo de
mi desvelo. Ni un minuto transcurrió cuando percibí, y proveniente de
aquel agujero, un rascar la madera por debajo.
¡Ay de mí!
Aterrorizado, manoteé la perilla del velador que sobre la mesita
de noche se encontraba; pero mis ojos casi saltan de sus órbitas y mi
corazón se detuvo, pues cuando esperaba que la luz salvadora se
encendiera, nada ocurrió.
Entonces, como un demente salté de mi cama para lanzarme
hacia afuera en alocada carrera.
Unos segundos después, semidesnudo, de pié en medio del patio
con la mente totalmente perturbada, me hallaba presa del pánico y de
una agitación descontrolada. Decidido a no retornar a aquel dormitorio
por nada del mundo, al menos durante el tiempo que durase la
oscuridad, acurrucado en el sofá del living comedor y dormitando de a
ratos, pasé el resto de aquella terrible noche,.
Por supuesto, no conté a persona alguna de lo ocurrido, pues con
seguridad me tomarían por loco o por ser dueño de una imaginación
excesivamente fantasiosa.
Al día siguiente, acompañé a mi abuela hasta la estación de
ómnibus, que dispuesta a visitar a una de sus queridas hermanas en
9
Buenos Aires, pasaría fuera unos días. Evité mencionar lo sucedido,
no deseaba preocuparla por nada del mundo.
Quedarme totalmente solo, si bien debo admitir que bastante
temor me causaba; me brindaría completa libertad a cualquier acción
que quisiera emprender con respecto al insólito problema.
Al día siguiente, el recuerdo de lo sucedido la noche anterior me
atormentaba cada cinco minutos. Mi mente analítica e inquisitiva,
desesperadamente intentaba encontrar una explicación racional a los
inusuales hechos acontecidos.
Por fin, luego de cavilar un poco, arribé a la lógica conclusión que
de alguna rata de considerable tamaño se trataba. Protagonista
aquella del ruidoso rascar la madera la noche anterior. Esta simple
explicación me trajo algo de sosiego, digo un poco y no del todo, pues
la presencia de semejante túnel aún seguía siendo algo inquietante.
Mis más ocultos temores ahora se hacían presentes, trayendo consigo
un sinnúmero de fantasías aterradoras que mi mente elaboraba.
No con poco trabajo, desplacé mi modesto roperito hasta situarlo
encima de la madera que había cortado y ahora se hallaba en forma
provisoria tapando la boca de aquel insondable túnel que había tenido
la desgracia de descubrir.
Supuse entonces, que la siguiente noche podría dormir tranquilo y
sin temor a que algo extraño emergiera de allí para asaltarme en
medio de mi sueño.
Sin embargo, justo a la una de la madrugada, me desperté
bastante nervioso. Primero no supe el porqué, pero luego, y poniendo
mucha atención, mis oídos percibieron una especie de susurro
entrecortado.
Casi inaudible. Sólo un cuchicheo.
La sangre se me heló en las venas y los pelillos de todo el cuerpo
se erizaron de punta a punta.
10
No sé de donde saqué el coraje en aquel infausto momento, mas
lo que sí me consta, es que grité a todo pulmón maldiciendo
amenazante a quien fuera el autor del aterrador sonido.
De inmediato, y a modo de respuesta a semejante improperio de
mi parte; tremendos y sonoros rasguños se escucharon bajo el piso
provenientes de aquel sitio. Como si de las furiosas zarpas de un león
se tratase.
Se desvaneció el coraje que había reunido, y en un arrebato de
irracional pánico, lancé mi mano hacia la lámpara sobre la mesita de
noche; que sin llegar a encenderse y a causa de mi torpeza, fue a
parar contra el suelo estallando en mil pedazos.
En una fracción de segundo, como impulsado por un potente
resorte, salté de la cama para luego recorrer los escasos tres metros
que me separaban de la llave de luz principal de la habitación.
Pero mayúscula fue mi desazón y sorpresa, cuando esperando la
claridad salvadora de parte de aquella bombilla, ésta no se encendió.
Como había ocurrido la anterior ocasión; en paños menores y
temblando, corrí hacia el patio con rapidez inusitada.
Fue otra noche más que no logré pegar un ojo. Esta vez con una
gran cuchilla de cortar carne en la mano destinada a protegerme de
cualquier eventual ataque. Y nuevamente pasé el resto de lo que
quedaba de ella recostado en el sofá del living.
¿Que había ocurrido?
A ciencia cierta no lo sabía. Pero ahora tenía la certeza de que
algo terrorífico yacía debajo de aquel piso.
A media mañana del día siguiente, comprobé que la bombilla que
iluminaba mi dormitorio encendía y apagaba sin problemas. Una y otra
vez accioné el interruptor esperando una falla sin que ésta ocurriera.
No encontraba una lógica explicación.
Un buen rato me llevó reparar el velador, la caída producto de mi
desesperado manotazo, había acabado con la lamparita, parte de su
estructura y además dañado el cable.
11
Poco más tarde, eché mano a la escopeta del doce de mi difunto
abuelo, para dejarla en condiciones mediante concienzuda limpieza.
La vieja y poderosa cazadora dormía sobre el ropero hacía muchos
años. Aserré prolijamente ambos cañones, para que su menor
longitud la hiciese más maniobrable y efectiva. Luego, compré
cartuchos de munición bien gruesa.
Desde muy temprana edad y de la mano de mi padre había
practicado la cacería, por lo que usarla sabía perfectamente. También
sabía que ella mataría, y de eso estaba seguro, todo lo que se
arrastre, camine o vuele.
Poco más tarde, invertí el escaso dinero que restaba para
proveerme de una larga cuerda y un farol a gas de kerosene.
Estaba más que dispuesto a terminar con aquella pesadilla de
una vez por todas. No tengo tantas virtudes como cantidad de
defectos, pero una de ellas, es el valor para enfrentar problemas.
Por la tarde, listo para encarar aquella intrépida empresa, empujé
el roperito, y corriendo las tablas cortadas, descubrí la boca de aquel
tétrico hoyo.
Un sudor frío corrió por mi frente al contemplar su negra y
ominosa boca. Pero lejos de acobardarme, arrastrándome lenta y
sigilosamente, procedí a introducirme hacia su interior.
Un túnel de tierra gris descendía en pronunciado ángulo. Bastante
amplio, pero no lo suficiente como para avanzar agachado, así que
como soldado, cuerpo a tierra continué adelante. El extremo de la
cuerda que poco a poco iba soltando, lo había atado firmemente a una
de las patas de mi cama y sería mi guía de retorno, pues ignoraba con
que me toparía más adelante.
Luego de unos minutos de mugriento y dificultoso avance, el túnel
se ensanchó un poco permitiéndome continuar mi azarosa marcha,
esta vez de pié y sólo un poco encorvado.
Mi asombro fue tremendo, cuando luego de unos treinta metros,
de improviso me topé con una amplia caverna.
12
Parte de tierra, parte de piedra, con una altura aproximada de
unos cinco metros hasta su irregular techo y de forma más o menos
circular.
De inmediato un acre e insoportable hedor me hizo arrugar la
nariz. No pude evitar sentir un fuerte escalofrío al recorrer con mi vista
aquel sitio. La luz del farol sostenido en alto, mostraba las bocas de
cuatro nuevos túneles que partían desde allí en distintas direcciones.
Evité pensar sobre la razón de la existencia de aquel fenómeno,
consideré que no era momento de distraer mi raciocinio tratando de
explicar lo inexplicable. Sí calculé encontrarme a bastante profundidad
por debajo de la superficie, pues hasta llegar a aquel punto, el camino
había sido casi en todo momento descendente.
Entonces, al azar, escogí una dirección para continuar con mi
marcha, avanzando luego por aquella ramificación ahora de unos dos
metros de altura pero escaso metro de ancho.
Minutos después y al percibí un sonido agudo como si fuera un
aullido, mi andar se detuvo y también mi aliento. Mis manos temblaron
preparando de forma inmediata la escopeta montando sus dos
martillos.
Alerta, aguzé el oído de nuevo. Pero todo fue silencio.
Continué entonces hacia delante.
Me quedaba poca cuerda de salvamento cuando llegué a otra
caverna, esta vez ligeramente más pequeña que la anterior y desde la
cual pude advertir que desde un costado, partía la boca de un nuevo
túnel, horadado ésta vez en húmeda y oscura tierra.
Precisamente desde él amigos míos, provino el terrorífico aullido,
bien nítido y estridente.
El pánico me invadió y casi echo a correr para salir urgente de
aquel sitio. Justo en ese momento y para llevar mis nervios hacia el
límite, la luz del farol comenzó a decaer en forma rápida.
La idea de quedarme totalmente a oscuras me volvió loco.
13
Sabía que deprisa debía darle bomba al farolillo; pero en aquellas
circunstancias, maniobra harto complicada, por sostener con la otra
mano la escopeta, y que de ningún modo soltaría por un instante.
Entonces, y como pude, acomodé la escopeta debajo del brazo y
con tremenda lentitud el bombín comencé a accionar.
Pero cuando en plena tarea yo estaba, al levantar la vista lo vi.
Un temblequeo me invadió de pronto y mis piernas se aflojaron.
Mi corazón comenzó a latir de forma tan rápida y descontrolada que
retumbaba en mis sienes.
De más de dos metros de altura, con robustos muslos en la parte
superior de sus delgadas patas. Su pecho, afilado, huesudo y
prominente. Sus brazos eran delgados, con largas y aguzadas garras
en los extremos, y un par de esmirriadas alas casi totalmente
desplegadas por detrás, tal cual las de un murciélago.
Tenía sus rojos ojos fijos en mí.
Terrorífica y abominable criatura, tal vez parida en las entrañas
del mismísimo averno.
En su rostro, si es que puede llamarse así; un hocico entreabierto
me mostraba furioso largos y amenazantes colmillos por el simple
hecho de osar invadir sus dominios.
¡¿De donde habría salido un engendro semejante?!
Casi caigo desmayado en ese mismo instante, pero enfilando sin
dudar mi escopeta, tironeé ambos gatillos en veloz e instintivo
movimiento.
Los tremendos ensordecedores estampidos de ambos tiros fueron
solo uno, y una llamarada de fuego y chispas iluminó la cueva durante
un segundo.
El farol de deslizó de mi otra mano y cayó al suelo, no vi más
nada. Luego, siguiendo la soga tendida que marcaba el camino,
emprendí precipitadamente la retirada.
¡Que indomable es el miedo! Por más que pretendía, no lograba
de allí salir velozmente como en ese momento hubiese querido. Un
14
temblequeo incontrolable me dominaba y por más que me esforzaba
no lograba apaciguarlo.
Luego de unos interminables y angustiosos minutos, tropezando
torpemente y guiado por la débil luz de mi pequeña linterna que ahora
había encendido, emergí de aquel monstruoso agujero.
Si di muerte a aquella infernal criatura, hasta el día de hoy no lo
sé. Pero lo que sí puedo decirles, es que con la vieja escopeta y a esa
distancia tan corta, acertarle le acerté.
En los días subsiguientes, y antes que regresara mi abuela; a
rellenar aquel hoyo dediqué todo mi esfuerzo. No se cuantas
carretillas cargadas con tierra con gran trabajo acarreé; rellenando
para siempre aquel maldito pozo.
A veces, cuando en mis pensamientos más inquietos, recuerdo
tan abominable criatura; por un momento siento pena, pues sólo Dios
debió disponer de su suerte.
Poco tiempo después nos mudamos de aquella casa.
No desdeñen mi relato o tilden de fantasioso, es la pura verdad lo
que en éstas líneas yo he narrado.
FIN
15
LA GEMA AMARILLA
Contaba yo con treinta y tres años por aquel entonces, mi esposa,
María, y Marcos un pequeñín de tres, cuando el cartero arribó con una
misteriosa carta.
La misiva provenía de una provincia del norte, de un estudio legal
y contable de un tal Dr. Frank Norris.
Aquella fría mañana de un sábado de invierno; dispuesto a leerla
me arrellané en mi sofá favorito, junto al calor del hogar de la modesta
vivienda que rentábamos.
Su texto muy escueto decía: “Mr. Carl Higgins. De mi mayor
consideración: Tómese Usted la molestia de viajar lo más pronto
posible a Silver Tower City. Herencia disponible.”
Firmado al pié y aclaración de la rúbrica, Dr. Frank Norris,
abogado.
Di un respingo en mi sillón y lancé:
--¡María!....¡María.... somos ricos!....
Mi buena esposa acudió de inmediato, tal vez pensando que
había enloquecido de repente con ojos intrigados preguntó:
-- ¿Puede saberse que es lo que ocurre?
-- ¡Es que recibiremos una herencia! – exclamé emocionado al
borde de las lágrimas.
Debo confesar en este punto, que en aquellos aciagos tiempos
nuestra situación económica distaba mucho de ser floreciente, y
mucho menos estable. Mi humilde empleo como vendedor de calzado
en la pequeña ciudad donde vivíamos, sólo proveía un paupérrimo
sueldo que apenas alcanzaba para proveernos a los tres de las
necesidades más básicas. Mi muy querida esposa, en más de una
oportunidad, obligada se vio, y frente a aquellas apremiantes
circunstancias, a vender productos comestibles de fabricación casera
puerta a puerta en la calle.
16
Cada tanto y seriamente, discutíamos sobre la posibilidad de
emigrar de aquel lugar que sin futuro nos tenía a ambos. Ahora y
frente a semejante noticia, era de esperarse la tremenda emoción que
de nuestros corazones había hecho presa.
Al día siguiente, decidido a no perder ni un segundo de tiempo,
solicité permiso para ausentarme de mi empleo durante toda una
semana. Provistos de un poco de dinero que con mucho sacrificio mi
esposa había ahorrado, y luego de breves preparativos, emprendimos
el viaje en nuestro desvencijado automóvil.
Aquel invierno fue muy crudo y con mucha nieve en los caminos,
de hecho, nos demandó interminables catorce horas aquel viaje. Pero
gracias a nuestra ocasional buena fortuna, llegamos a destino casi sin
contratiempos graves. Digo casi, pues durante el transcurso del
mismo, en dos ocasiones, tuvimos que detenernos a reparar los
neumáticos del viejo y achacado automóvil; el cual francamente ya no
se encontraba en condiciones de rodar el pavimento.
Silver Tower se trataba de una pequeña localidad campestre, lo
que favoreció nuestra búsqueda del tal Norris. Preguntando un par de
veces a ocasionales transeúntes, llegamos luego de un rato hasta la
dirección indicada en el sobre de la misteriosa carta, y que
correspondía a su estudio legal y contable.
Poco después, el pequeño y anciano hombre nos atendió
amablemente, luego que su sesentona y coqueta secretaria le
anunciara de nuestro reciente arribo. Su rostro mostró de inmediato
una amplia y franca sonrisa, al anunciarme que había heredado una
propiedad con todo lo que ella contenía; situada ésta en los suburbios
del pueblo y propiedad de mi recientemente fallecida tía abuela
Gertrudis.
Al mencionarlo aquel caballero, enseguida acudió a mi mente el
recuerdo de tan agradable y bondadosa mujer. La última imagen de
ella que guardaba en mi memoria, era la de una elegante mujer que
17
rondaría los cuarenta años y cada tanto llegaba a visitarnos, además
siempre, pero siempre, me traía algún valioso obsequio.
Sentí un poco de vergüenza al recordar estos hechos, pues
pensé enseguida que tal vez había tenido yo una actitud ingrata hacia
ella, debiendo haberla visitado por lo menos alguna vez durante sus
últimos años. Pero, en fin; lo sucedido sucedió, y lo hecho, hecho
está. Tal es como decidí justificarme ante lo que a ingratitudes refiere
y me achacaba la conciencia.
Nuestra imaginación, es decir la de María y la mía; volaron de
inmediato evocando la imagen de alguna suntuosa y costosísima
mansión, que luego y mediante su venta, acabaría con nuestro
padecimiento económico.
Norris se ofreció de buen talante y de inmediato, a guiarnos hasta
el sitio donde estaba la herencia, por lo que en mi automóvil trepamos
de inmediato, y al cabo de recorrer un corto trecho llegamos a las
afueras del pequeño Silver Tower.
Minutos más, y Norris hizo que me detuviera frente a la propiedad
heredada.
¡Ay que desazón nos embargó de inmediato!
La casa en cuestión, aunque no pequeña en dimensiones, era
muy antigua y de aspecto destartalado.
-- ¡En su época era muy linda!
Quiso componer un poco las cosas Mr. Norris, probablemente al
percatarse del cambio que se produjo en nuestros rostros.
-- Sí, puede que tenga razón, pero ahora.... – le respondí
enseguida en tono de reproche.
Norris percibió enseguida nuestra intención subyacente, pues de
tonto no tenía un pelo, y agregó sin perder tiempo:
-- Si ustedes me lo permiten, puedo ver de alguien que tenga
interés en comprarla.
18
-- Eso sí sería bueno. – acotó al instante María desde el asiento
trasero, donde se hallaba sentada junto al pequeño y ahora dormido
Marcos.
-- Por lo pronto descendamos para que conozcan su interior. –
dijo Norris, intentando abrir la puerta de mi vehículo para salirse de él
sin lograrlo.
Por más que tironeaba de la manijilla ésta no cedía. Prestamente
descendí, y rodeando el automóvil pude abrirla desde afuera.
-- Je,je, estos automóviles.... – dijo en forma condescendiente.
Enseguida imaginé a su otro yo diciendo:
-- ¡Estos cachivaches viejos!
Llave mediante, nuestro anfitrión abrió la rechinante y amplia
puerta principal de aquella casa. Encendió la luz de la estancia, y de
inmediato quedamos asombrados.
A pesar de su triste aspecto externo, una gran sala central se
mostraba muy cuidada. Una importante araña de hierro forjado
colgaba del alto techo de madera, que con sus múltiples tulipas
iluminaba muy bien el sitio. Una gran mesa con su respectivo juego de
sillas de robusta y labrada madera ocupaban un lado. Todos los
muebles eran antiguos, pero cuando fuimos retirando las telas que
cubriéndolos servían de protección, observamos su fina manufactura y
excelente estado.
La planta baja de la casona, además de su gran sala central,
poseía una cocina, un cuarto de lectura pequeño y un comedor diario.
Escaleras arriba, un pasillo de gastada alfombra con arabescos en
color ocre y negro, brindaba acceso a tres dormitorios, un baño, y
sobre el final, una escalerilla angosta conducía hacia el desván.
-- Ustedes miren bien todo, tómense su tiempo. Yo debo
retirarme. Mañana por la mañana pueden concurrir a mi oficina y
hablaremos sobre el precio de venta... ¿Está bien? – dijo Norris.
-- Está bien. – le respondí, luego de consultar con la mirada a
María.
19
Ya se retiraba cuando de improviso se detuvo, y volteando hacia
nosotros dijo:
-- Creo que querrán comer algo y tal vez dormir....esteee, yo no
les aconsejo que lo hagan aquí, es una casa grande y fría; además de
estar sucia, llena de polvo y telas de araña. Conseguirán alojamiento
en el Holliday, es el hotel que está en la entrada del pueblo, además
podrán comer en su restaurant. -Hizo una pausa como pensando agregar algo, pero concluyó
diciendo:
– Hasta mañana.
Luego de retirarse el hombrecillo, pregunté a María:
-- ¿Y? ¿Qué opinas?
Ella me abrazó y me dijo:
-- Con la venta de esta propiedad, mucho o poco lo que
obtengamos, estaremos mejor que antes.
Le sonreí y le di un beso sobre los labios. Tenía razón.
Hicimos una pausa para ir a cenar, y más tarde, al regresar,
continuamos revolviendo en todos los rincones de aquella vieja casa,
por supuesto en busca de objetos que pudiéramos rescatar antes de
su venta. Pero lamentablemente para nosotros, no había nada de
gran valor, vajillas viejas, adornos, cuadros, etc, etc, etc.
Entonces, decidimos que la entrega se efectuaría con todo lo que
aquella propiedad contenía; resultaría menos problema para nosotros,
pues realmente considerábamos un incordio cargar con alguna
pertenencia hasta nuestro hogar muy lejos de allí.
Más tarde, habiendo hurgado en todos los rincones, aún no
habíamos hallado la llave del robusto candado que cerraba la puertita
del desván. Sólo faltaba investigar su interior y todo sería asunto
concluido.
Sin embargo, por más que nos esforzamos, no logramos hallarla
por ninguna parte, y por supuesto, no estaba incluida en el llavero que
Norris nos había dejado.
20
Utilizando la punta de un pico que hallé en un reducido cuartucho
de herramientas de la planta baja, que contenía además alguno que
otro cachivache; forcé el asa del candado que cerraba la puertita de
aquel desván empeñoso en ocultar su contenido.
A tientas busqué el interruptor que encendiera alguna luz en
aquel oscuro recinto, y luego de encontrarlo, una bombilla suspendida
solamente por sus cables sujetos al bajo techo, echó claridad a aquel
sitio.
Dos pequeños ventanucos ovales daban hacia el frente, por los
que probablemente, durante el día penetraba la luz del exterior. Un
segundo más tarde, cuando echamos una mirada , descubrimos
algunos muebles y enseres viejos que se hallaban apilados unos
sobre otros en un rincón.
Por lo pronto, no había nada en aquel lugar que llamara nuestra
atención.
Consultando mi reloj, descubrí que ya era muy tarde y sugerí a
María que debíamos ir al hotel a pasar la noche; además el pequeño
Marcos ya se hallaba entre bostezo y bostezo.
Pero luego, y con el objeto de comprobar si no quedaba algo de
valor, decidí dejarlos en el Holliday y retornar a la casa de Gertrudis;
quería echar una última y final revisión, pues por la mañana nos
esperaba Norris en su oficina. No convenía demorar nuestro retorno,
pues con escaso dinero contábamos para permanecer allí por más
tiempo.
Un buen rato después, me hallaba yo revolviendo en el desván de
aquella casona heredada, cuando un viejo baúl descubrí entre aquel
revoltijo.
Hacia el centro de la habitación y con bastante esfuerzo, arrastré
aquella antigüedad para después de abrir su tapa mediante un fuerte
golpe que apliqué al pequeño candado que lo cerraba.
Me topé con una gran cantidad de pequeños objetos y fotos
viejas, se trataba con toda seguridad de recuerdos y souvenirs que mi
21
tía atesoraba encerrados en aquel sitio, y supuse que sólo para ella
tendrían algún valor.
Un buen rato permanecí contemplando toda una colección de
viejas fotografías; muchas de ellas de parientes conocidos por mí,
otras, de personas que yo nunca lograría identificar.
Por fin, ya dispuesto a terminar con todo aquello y retirarme para
siempre de la casona, un misterioso atadito de vieja tela llamó
poderosamente
mi atención. El misterioso envoltorio, estaba
prolijamente rodeado con una cinta de color rojo, que en forma
apretada remataba firmemente aquel paquete.
Al desatar la cinta y desenvolver la tela, encontré dentro una
pequeña cajita de simple cartón. La sorpresa de aquel hallazgo,
despabiló mi mente y disipó el persistente sueño que empeñoso
estaba en apoderarse de mí.
Al abrirla, la sorpresa de su contenido hizo que mis ojos se
agrandaran. Apareció ante mí una hermosa y llamativa gema de color
amarillo ámbar, tallada con múltiples caras y que echaba reflejos de
oro.
Tal hallazgo, arrancó una sonrisa a mi rostro pues enseguida
pensé en su probable elevado valor. Debajo de ella, lo descubrí al
tomarla, un pequeño, añoso, y amarillento papel escrito con negra
tinta y prolija letra que decía:
“Si me aprietas firmemente en la palma de tu mano, con
sinceridad dentro de tu corazón, y dices en voz alta que crees en mí;
todo lo que tú des, con creces y sobradamente recibirás.”
No supe que pensar al leer aquella frase y esbocé una sonrisa.
Releí un par de veces la frase sin saber muy bien exactamente a que
se refería, tal vez por la avanzada hora que era y producto de mi
cansancio.
La cosa es que sin dudarlo ni siquiera por un instante; tomé la
gema apretadamente en mi mano derecha y dije en voz alta:
-- Creo en ti .
22
Con sinceridad debo confesar que sentí un poco de vergüenza al
hacerlo, pues pensé que era ridículo y me sentí tan estúpido que me
eché a reír. Metí dentro de su cajita la gema, y con ella en el bolsillo
de mi abrigo, partí echando llave y abandonando aquella casa para
siempre.
Al día siguiente, acordamos con Mr. Norris un acomodado precio
de venta para aquella casona, muebles y todo, y emprendimos el
retorno.
Durante el largo viaje, no comenté a María en ningún momento
sobre mi extraño hallazgo. Sin embargo, mientras por la carretera y
conduciendo mi automóvil me encontraba hacía más de una hora;
recordé cierta pregunta que me había formulado como al descuido el
abogado:
-- Esteee....y dígame Mr. Higgins...¿No encontró algo que resultare de
su interés en la casona de Gertrudis? ¿Y que quiera usted conservar?
Lo miré fijo un instante y le respondí que no, en lo absoluto. Noté
entonces que en el rostro del anciano se pintaba cierto reflejo de
decepción. El mismo debió advertir aquel cambio en su actitud, por lo
que enseguida buscó cambiar de tema.
¿También buscaría aquella misteriosa gema?
No sé el porque, pero me cruzó por la mente la idea de que aquel
viejo zorro estaba detrás de algo.
Antes de retirarme, no sé tampoco el porque, mencioné que por
mi cuenta también buscaría un ocasional comprador para la casona.
En estos pensamientos estaba, cuando más adelante y al borde
del camino; divisé una mujer que hacía señas junto un automóvil que
detenido sobre la nieve parecía averiado.
La apenada mujer en cuestión tendría alrededor de unos setenta
y tantos años; muy agradecida por haberme yo acercado, según me
explicó luego, que hacía largo rato que esperaba que alguien la
recogiera, pero no había tenido suerte y se estaba congelando. La
pinchadura de un neumático, había sido la causa de su infortunado
23
percance, y ella no tenía fuerzas suficientes para cambiar la rueda
desinflada por la de auxilio que en el baúl se encontraba.
Prestamente le brindé mi ayuda y luego de solucionarse el
problema felizmente, dándome un efusivo agradecimiento continuó su
viaje.
Un par de días más tarde, mis sospechas con respecto a Mr.
Norris se confirmaron. Habló por teléfono mostrando evidente apuro, y
para comunicarme que los cincuenta mil dólares que habíamos
acordado, ya le habían sido ofrecidos por aquella propiedad.
Desconfié de inmediato de tan rápida transacción, y enseguida le
manifesté mi cambio de parecer, le dije que lo había considerado bien,
y que por ahora no estaba dispuesto a deshacerme de aquella casa.
Algo que no pude entender dijo entre dientes y luego, refunfuñó
un poco y se despidió brevemente.
Sólo dos días pasaron y Norris nuevamente llamó, esta vez, y
según manifestó enseguida, el presunto comprador había ofrecido una
suma de ochenta mil dólares.
Mi desconfianza aumentó en aquel punto, respondiendo
escuetamente y enseguida, que desdeñara la oferta. Probablemente
los compradores, o aquel astuto anciano, buscaban algo que
supuestamente yo ignoraba.
La propiedad no valía tanto. ¿Sería posible su causa la misteriosa
gema amarilla?
Aún no lo sabía.
Una semana transcurrió cuando se produjo un tercer llamado.
Esta vez, manifestó Mr. Norris, que si bien no era ni remotamente el
valor real de aquella vieja casona, y trató de convencerme de que
aceptar sería un pingüe negocio, que la oferta había trepado hasta
ciento cincuenta mil.
Alelado lo escuche pronunciar aquella cifra, entonces me dije que
tal vez él, era el verdadero interesado en adquirir la propiedad; ya que
24
recordaba muy bien que aquel viejo zorro me había preguntado, si no
había yo hallado algo de interés en la vieja casa.
Luego de pensar un poco, le dije que por menos de doscientos
mil no vendería. Protestó durante un largo rato; alegando que dicha
cifra era descabellada y no sé cuantas cosas más dijo, pues a decir
verdad no le presté mucha atención.
A la semana siguiente volvimos a Silver Tower a concretar el
negocio.
Luego de obtener aquel dinero, y con mi esposa María,
adquirimos nuestra propia casa y un automóvil más nuevo. No crean
que no pensé en la realidad del poder de aquella gema, pues a
ciencia cierta lo hice; así que, durante todo el tiempo que me fue
posible, repartí a diestra y siniestra limosnas a los necesitados y
grandes propinas.
El dinero llovió a manos llenas.
Invertí en una modesta industria farmacéutica, la que luego de un
corto tiempo creció en forma vertiginosa y me brindó tremebundos
dividendos. Con el gran capital amasado hasta ese momento, volví a
invertir en otros negocios que resultaron nuevamente en más y más
dinero en mis manos.
Al cabo de cinco años, vivíamos en una lujosa mansión con
jardines, teníamos tres autos importados; viajábamos a todos lados y
nos convertimos en nuevos ricos.
Pero lamentablemente, el tremendo y radical cambio que se
produjo en nuestras vidas terminó afectándome.
Ensoberbecido por el poder con que contaba, y me daba el
dinero, me volví frío, especulador y sobre todo muy arrogante. El
poder del dinero me llevó a una vida disipada, de fiestas, exceso de
alcohol, y hermosas mujeres.
Una infausta noche, pasado de copas me encontraba, cuando
regresando solo de una cena de negocios en la capital; pues en una
antojadiza decisión había decidido prescindir del servicio de mis dos
25
choferes; quiso la fatalidad que atropellara con el vehículo y sin mala
actitud de mi parte, pues fue causa del alcohol; a una pobre anciana
que cruzaba la calle y yo no advertí.
Me detuve de inmediato. Descendiendo del automóvil obnubilado
y a duras penas, comprobé su estado de inconsciencia y las graves
heridas producto del brutal golpe recibido.
Enseguida voló mi mente a cortes y demandantes; a un evidente
culpable en estado de ebriedad y a juicios que no deseaba.
¿Y si tenía la mala fortuna que la anciana muriese?
¿Echaría por la borda mi flamante condición de rico?
--¡De ninguna manera! – pensé de inmediato. Decidí que no
estaba dispuesto a sacrificar algo en lo absoluto.
Eché un vistazo a los alrededores, para comprobar si había
testigos de aquel luctuoso accidente. Al no encontrarlos, dado lo
avanzado de la hora; decidí huir del sitio lo más rápido que pude,
olvidándome de la anciana y de aquel trágico suceso.
Tan profundo había sido el cambio que se había producido en mi
persona en los últimos años, que sinceramente les digo, ni una pizca
de culpa sentí por lo sucedido.
Olvidado creí aquel asunto, cuando un par de semanas más tarde
y a través de un llamado telefónico, un hombre, que por supuesto no
se identificó, me advirtió que si yo no le pagaba medio millón de
dólares, él estaba dispuesto a acudir a la policía como testigo del
accidente del que yo había sido protagonista.
Por el momento le manifesté estar de acuerdo, pero así mismo le
dije que llamase al día siguiente para ultimar bien los detalles de la
entrega del dinero; pues pensé en darme tiempo para preparar alguna
salida a semejante extorsión.
Efectivamente, al otro día llamó para arreglar el lugar donde se
haría la entrega del efectivo. Sin embargo, otra jornada transcurrió
hasta que acordamos por ambas partes y luego de una breve puja por
26
decidir el lugar, que la entrega sería efectuada en la parada número
doce del subterráneo del Este. Ambos concurriríamos solos.
Para él resultaría perfecto un lugar lleno de gente, evitando así
por supuesto, que yo pergeñara algo malo en su contra.
A la hora señalada me presenté, y él, al verme, se acercó
temeroso. Su rostro, aunque me resultó familiar, no pude identificarlo
como conocido.
Ambos nos encontrábamos al borde del andén del subterráneo,
rodeados de gente apretujada que esperaba su transporte. Con toda
premeditación yo había sugerido la hora de mayor afluencia de
personas en aquella estación, como así también mi cercanía al borde
de aquel andén y donde en pocos segundos más arribaría el
transporte.
Cuando sentí la vibración producto de la proximidad de aquel, y
divisé sus brillantes luces acercarse por la negra boca del túnel; estiré
mi brazo ofreciendo el negro portafolios con una franca sonrisa en mi
rostro. Y en ese preciso instante, cuando aquel maldito extorsionador
extendió su mano para tomarlo, fue cuando tremendo empujón le
apliqué, por supuesto luego de cerciorarme antes, de que la gente que
nos rodeaba no miraba hacia nosotros por estar pendiente del arribo
del transporte.
El pobre cayó indefenso sobre las vías.
Sin detenerme para observar el resultado del fatal empellón; di
rápidamente media vuelta y huí del lugar con disimulo, mientras un
ensordecedor griterío se escuchaba a mis espaldas.
Debo confesar que en aquel instante, sentí el compulsivo,
irrefrenable, y morboso deseo de presenciar como aquel sujeto era
destrozado por el tren.
Me alejé con una sonrisa a flor de labios y por lo bajo murmuré:
-- Esto te ocurrió por buscar problemas conmigo.
27
Definitivamente me había vuelto una persona maligna, sin
escrúpulos, claro estaba, que por aquel entonces no me daba cuenta
en lo más mínimo del tremendo cambio sufrido.
Pero de ninguna manera terminaron allí mis problemas. De la
noche a la mañana y por cuestiones de la bolsa, cayeron todas las
acciones que en inversiones tenía; dando por tierra con mis finanzas y
con toda mi fortuna. Más pronto de lo que imaginaba me vi obligado a
vender la mansión y los automóviles, junto con todas mis otras
propiedades. Acabaron los viajes de placer, nuestra fortuna por
completo, y tuvimos que mudamos poco tiempo más tarde a una
casita sencilla.
De allí en adelante las peleas con María eran cosa de todos los
días y llegamos a agredirnos físicamente, cosa que antaño resultaba
impensable. Descender de aquel encumbrado estatus, terrible había
sido también para ella, pues al igual que yo, había cambiado en su
forma de ser, convirtiéndola en una terrible malhumorada mujer.
Una fatídica mañana y luego de protagonizar una agria discusión
con ella; me dirigí al garaje de la casa totalmente obnubilado por la ira,
puse en marcha mi automóvil para luego dar marcha atrás
violentamente.
Nunca en el resto de mi miserable vida, podré perdonarme aquel
suceso.
Sin advertirlo siquiera arrollé a mi pequeño hijo Marcos, de ocho
años. Cuando me percaté de lo ocurrido, ya era demasiado tarde. La
defensa trasera había golpeado fatalmente su cabeza.
Intenté quitarme la vida varias veces, pero no tuve el valor
suficiente.
Mi esposa María dejó de dirigirme la palabra. Permanecía
encerrada en un total mutismo. Desde aquel desgraciado accidente,
sólo odio hacia mí reflejaban sus ojos, la pobre se iba sumiendo en un
estado de locura y silencio.
28
Un fatídico día, en circunstancias que yo me encontraba sacando
cuentas en la cocina, papel y lápiz en mano; fue cuando de improviso,
y sin que nada me lo advirtiera; clavó una cuchilla de cocina con
violencia en mi espalda y luego de lanzar un desgarrador aullido.
Por fortuna o por desgracia, la afilada hoja no tocó ningún punto
vital de mi organismo.
Girando de inmediato, ensangrentado y con el atroz dolor que
aquella agresión me había causado, con inusitada e irracional furia
incrusté en su ojo izquierdo el lápiz que sostenía en la mano.
Cayó muerta sobre el piso de la cocina.
Huí de allí enloquecido, abandonando lo poco que poseía y me
transformé en un prófugo de la justicia.
Dos años más tarde, me había convertido en un menesteroso,
anónimo y mugriento que vagaba por las calles de una ciudad lejana.
Un trágico día, trepando a un convoy ferroviario; perdí pié en el apuro
por subir al tren en movimiento cayendo bajo sus ruedas, las que en
forma inmisericorde me cercenaron ambas piernas.
Mi vida ruin salvaron de milagro los médicos de emergencias.
Tiempo después, recuperado del horrible accidente, con sumo trabajo
me desplacé hasta un cercano puente sobre el río en mi destartalado
sillón de ruedas que la caridad me había brindado, y a sus turbias
aguas arrojé la maldita gema amarilla.
Había sido la fuente de todos mis males, y que, estúpidamente,
por poder y por dinero, su culpa yo me empeñé en ignorar.
Amigo mío si la encontráis, por pura casualidad alguna vez; olvida
que la habéis visto; pues si no actúas haciendo el bien y por el resto
de tu vida; ella te devolverá con creces todo lo que tu des.
FIN
29
EL ARBOL DEL AHORCADO
Siempre tuve actitud incrédula y desdeñosa en lo que a mitos y
leyendas se refiere, estuviesen o no fundadas en hechos reales,
poseía un verdadero escepticismo con respecto a todo lo que no
pudiere explicarse mediante la lógica o la ciencia.
Muchas veces, en medio de entretenidas historias fantásticas
contadas en círculo de amigos, mis sarcásticos y burlones
comentarios sobre el relato, sacaban de contexto a historia y a
narrador; haciéndole perder toda la magia y encanto que se supone
tienen aquellas.
Tenía treinta años por aquel entonces, un flamante título de
ingeniero, y próximo a contraer matrimonio con Roseane;
cuando ambos fuimos de visita a una hermosa granja
campestre, siendo ésta, una valiosa propiedad de los padres de
mi prometida. Por supuesto, en aquella ocasión, nos
acompañaron mis progenitores, a lo que sería una reunión de
familia previa a la boda y para ultimar los detalles del inminente
y feliz evento.
De esa forma, nos trasladamos los cuatro en mi flamante
automóvil; desde la gran ciudad hasta aquel punto situado en medio
del campo, cercano a una pequeña localidad llamada Riverside.
Despreocupados, felices, estábamos dispuestos a pasar dos o
tres de días en estrecho contacto con la naturaleza, en aquel apacible
lugar apartado del mundano bullicio.
Al siguiente día de haber arribado, muy temprano por la mañana y
antes que los demás abandonaran el lecho; decidí salir a dar un breve
paseo por aquel verde y paradisíaco entorno.
Escogí un viejo, estrecho y casi abandonado camino de tierra
para emprender mi marcha. Sin prisa alguna, mientras el fresco y puro
aire del campo llenaba mis pulmones.
30
Habiendo transcurrido más o menos media hora desde mi partida,
decidí detenerme a descansar un poco a un costado del camino bajo
un raro y enorme árbol seco. Decidí tomar asiento para contemplar el
hermoso paisaje.
No habrían transcurrido siquiera dos minutos, cuando un rubio
mozalbete montado en un corcel de dos colores se acercó de repente.
-- Buenos días mister.... – dijo con una amplia sonrisa, quitándose
a su vez el sombrero en franco gesto de cortesía.
-- Muy buenos días joven. – contesté prestamente retribuyendo el
saludo.
Mas de pronto, aquel joven se puso serio y me dijo:
-- Yo que usted, mister, no me sentaría bajo ese árbol...
Reí con ganas interrumpiendo y enseguida le respondí:
-- No veo por que no debo, no es propiedad privada. Tampoco de
hormigueros se debe tratar el tema, pues de ello me he cerciorado
antes. Y para serte sincero, lo demás poco me importa, pues no me
interesa si detrás de esa advertencia hay alguna historia de
fantasmas.
El joven se encogió de hombros.
-- Allá usted si eso desea. – terminó diciendo, y meneando la
cabeza con su caballo se alejó a paso lento.
Enseguida presentí que aquella advertencia se relacionaba con
alguna patraña campestre, y olvidando de inmediato aquella absurda
sugerencia, al rato estaba yo profundamente dormido.
En algún momento más tarde me desperté de improviso. Estiré
mis brazos y mis piernas en toda su longitud, y aspiré profundo aquel
aire del campo.
-- ¡Ahhh!... el aire puro. – exclamé muy complacido.
De pronto, observé pasmado, que el paisaje antes frente a mí
había desaparecido. En lugar de tupidas arboledas, se extendía una
planicie verde y donde se divisaba una casita cercana. Con un corral a
su lado conteniendo diversos animales de granja.
31
Miré en derredor cada vez más asustado, y descubrí que en
realidad el entorno había cambiado totalmente; tanto era así, que
hasta el árbol bajo el cual yo me hallaba sentado lucía mucho más
pequeño, pleno de verdes hojas y largas ramas.
Restregué mis ojos con fuerza, pues no daba crédito ni aceptaba
lo que ellos percibían, como si una simple ilusión óptica se estuviera
burlando de mí. Pero la inutilidad de hacerlo comprobé enseguida,
pues el mismo paisaje seguía viendo aún.
De repente, pegué un brinco quedando sobre mis pies parado, al
observar que también mi ropa había cambiado totalmente.
Mi jean había desaparecido, ocupando su lugar un corto
pantaloncito color marrón claro, ajustado, que llegaba hasta un poco
más abajo de mis rodillas y ceñido en sus extremos.
Una camisa color blanca y de mangas largas, con volados en los
puños, y sobre ella, un chaleco color té completaba mi atuendo.
Alelado no salía de mi asombro, cuando y para completar aquella
vestimenta que de carnaval parecía, comprobé calzadas un par de
botas de caña mediana.
¡Ay de mí!
¿De que absurda broma estaba siendo víctima?
¿Que disparate era este?
Por un momento pensé que estaba soñando y el tremendo
pellizco que me apliqué me hizo chillar de dolor.
Pero no, no estaba soñando.
Por fin, me largué a reír. Supuse que todo se trataba de algún tipo
de broma de parte de mi prometida Roseane, en complicidad con mis
padres y mis futuros suegros. Seguramente me habían colocado
aquella indumentaria ridícula del siglo dieciocho, y luego me habían
llevado hasta aquel lugar, bien diferente al sitio en el cual yo había
quedado dormido.
Sin embargo algo no encajaba en mi mente.
¿Cómo habían logrado cambiar mi ropa sin que yo despertara?
32
¿De que manera sutil me trasladaron sin que yo ni un ojo
abriese?
Lo único que cabía dentro de mi estricta lógica, era que
previamente me hubiesen suministrado algún somnífero, pero aquello
también era imposible, pues en el momento de partir de la casa se
hallaban todos durmiendo.
Volví a sentarme bajo aquel árbol, con la mente tan confusa que
mis ojos escudriñaban hacia todos lados sin entender absolutamente
nada. Todo lo que había visto al despertar permanecía en su sitio y
sin cambiar nada en lo absoluto. Percibí incluso el mugido de una
vaca blanca con manchas negras y el cloquear de las gallinas que
provenían desde el corral junto a la cabaña.
En un momento dado, una rubia muchacha emergió desde el
interior de ella, con un gran canasto cargado de ropa en sus brazos, y
más tarde comenzó a tenderla al sol de la mañana en una fina cuerda
atada entre dos largas estacas. De inmediato me puse de pié para
luego dirigirme hacia allí, pues pensé que cabía la posibilidad que ella
me aclarase las ideas sobre aquel lugar en donde yo me encontraba.
Aún sin saber todavía muy bien que cosa iba a preguntarle, y
cuando casi llegaba junto a ella; la joven, advirtió mi presencia. El
corazón me dio un vuelco, cuando con una amplia sonrisa se
abalanzó sobre mí para estrecharme en un fuerte abrazo.
-- ¡Oh, Jack mi amor! ¿Dónde estabas?...ven, dentro está listo el
desayuno.
Estupefacto, paralizado, quedé mirándola fijamente a sus
hermosos ojos azules. Se trataba de una hermosa joven de finos
rasgos. Vestía una larga falda celeste que casi llegaba hasta el suelo;
ajustada en su cintura pero muy amplia en la parte baja, y una blusa
color rosa de largas mangas, que con adornos y bordados cubría su
bello cuerpo.
Prácticamente me arrastró tomándome de una mano, al interior
de aquella cabaña; para luego hacerme tomar asiento junto a una
33
rústica mesa hecha en madera de pino claro. No sabía que decir en
aquel momento, ni que actitud tomar respecto a aquella situación
harto extraña que estaba viviendo. Mi mente, ahora totalmente en
blanco, se encontraba atorada por inexplicables sucesos ocurridos
tan de improviso.
La muchacha hablaba y hablaba, pero yo me hallaba tan, pero tan
confundido, que no prestaba la más mínima atención a lo que ella
decía, y su voz, sólo sonaba para mis oídos como un murmullo de
fondo.
Por fin, plantó ante mí y sobre la mesa, un gran tazón con té y
leche, junto con media hogaza de pan de maíz.
Entonces, la miré fijo por un instante y ella tal vez percibió la
angustia que mis ojos expresaban, por lo que preguntó enseguida y
poniéndose seria:
-- ¿Qué te ocurre Jack?... luces extraño esta mañana.
Entonces, me animé y le dije:
-- Mi nombre no...no es Jack, mi nombre es Richard, Richard J.
Stevens....y no sé donde me encuentro, ni que hago aquí....ni quien
eres tú.
Luego tomé el tazón y bebí un sorbo de aquel té con leche.
Se puso muy seria y frunció el ceño. Estuvo así durante casi un
minuto, pero luego sonriendo dijo:
-- ¡Vamos Jack, déjate de hacer bromas!
-- Mira...te estoy hablando en serio. Mi nombre es Richard Javier
Stevens y...y...¡¡¡No se que como diablos llegué aquí, pero te advierto
que si esto es una mala broma de Roseane, ya ha ido demasiado
lejos!!!
Sorbí un poco más de aquel tazón.
Ella ahora me miraba sumamente extrañada y luego de pensar un
poco dijo:
-- Jack, ¿te has dado tal vez algún golpe en la cabeza?
34
-- No, no me he golpeado, ni tropezado, ni caído....ni cosa por el
estilo...¿Cuál dices que es mi nombre? –
-- Jack, Jack Wilson, ¿acaso no sabes tu propio nombre?
-- ¡Aja! ¡Con que Jack Wilson eh! ¡¿Y quien demonios se supone
que es Jack Wilson?! ¡¿Tu esposo?!
-- ¡Por supuesto que eres mi esposo! – respondió con
vehemencia, y rápidamente dio media vuelta para desaparecer por
una puerta interior de la cabaña.
No tardó un minuto en regresar con un chiquillo de dos años
cargado en sus brazos y que trataba de despabilarse restregando sus
ojos, pues aparentemente se hallaba durmiendo hasta hacía un
instante.
-- ¡ Y éste es nuestro hijo, Robert ! ¡¿O me dirás ahora que
tampoco sabes quien es él?!
Advertí que aquella hermosa muchacha se había puesto
sumamente nerviosa, y pronto comprendí que de ninguna broma se
trataba. La joven tenía llorosos sus hermosos ojos azules, pues vaya
a saber que cosas también pasarían por su mente.
Intentando calmarla dije:
-- Lleva al niño a su cama para que descanse un poco más...es
temprano todavía.
Luego de hacer caso a lo que yo le había dicho, regresó y se
sentó frente a mí.
-- ¿Es que ya no me amas y quieres marcharte? – preguntó,
mientras por sus mejillas rodaban inconsolables lágrimas. Tomó mis
manos entre las suyas.
Su rostro era hermoso y dulce.
-- ¿Me escucharás si te cuento? – dije enseguida.
Mi voz sonaba insegura, pero conté lo que me había ocurrido,
además de quien era yo, o tal vez en ese momento, quien creía ser.
Cuando terminé mi extenso relato, estaba tan confundida como
yo, y no sólo eso, pensó justificadamente que había perdido la razón
35
al golpear mi cabeza en alguna parte. Por lo que enseguida se puso
de pié y colocándose a mi lado, comenzó a revisar mi cuero
cabelludo.
Yo permití que lo hiciera, pues no había nada malo en ello, y
además serviría para aclarar un tanto las cosas.
Luego volvió a sentarse frente a mí y preguntó:
-- ¿Re..recuerdas mi nombre? –
-- No. No sé como te llamas. – respondí con sinceridad.
-- Mi nombre es Mary y tengo veintitres años. Nuestro hijo se
llama Robert y tiene dos...y...y...
No pudo continuar y rompió en desconsolado llanto. Entonces
tomé una de sus manos entre las mías y le dije:
-- Mary, por favor, no quiero que te preocupes, ya veremos como
resolvemos esto.
Pero sólo fueron palabras, meras palabras para infundirle cierta
calma, pues realmente no tenía ni la más remota idea sobre lo que
había ocurrido conmigo o por que me encontraba en aquel extraño
sitio. Sin embargo comprendí que si de algo estaba bien seguro, todo
era real.
Un poco más tarde, le pregunté que se suponía que debía yo
hacer ahora, y ella, echándome una mirada triste, me dijo en voz muy
baja:
-- Debemos recoger el maíz.
Así, todo el resto de aquel día me lo pasé trabajando en el
pequeño cultivo que se hallaba en una parcela detrás de la cabaña;
haciendo sólo una pausa para almorzar en silencio, junto a la joven y
el pequeño Robert. Cuando bajó el sol, luego de una agotadora
jornada de trabajo rural, me eché totalmente rendido sobre la que se
suponía era nuestra cama de matrimonio.
Hasta ese momento, la única explicación racional y científica que
pude hallar para lo que me estaba sucediendo, era que
inexplicablemente, yo había traspasado algún portal en el espacio
36
tiempo, y aterrizado en aquel sitio y en aquella remota época, que
según me había dicho Mary se trataba del año mil setecientos
sesenta.
Lo que no lograba comprender aún, era de que misteriosa
manera yo me había transformado en Jack Wilson, si aún conservaba
el aspecto normal y corriente de quien yo era, Richard J. Stevens.
Esa noche me eché en la cama y me dormí profundamente, con
la idea en mi mente de que al día siguiente despertaría en mi mundo,
del cual yo formaba parte, y que todo lo acontecido habría resultado
un mal sueño.
Apenas asomó el sol en el horizonte un gallo me despertó con su
canto; rápidamente y emocionado salté de la cama; pero luego,
comprobé con tristeza que aún me hallaba en el dormitorio de aquella
modesta cabaña. Mary dormía profundamente a mi lado, y en un
pequeño camastro a nuestro lado, el pequeño Robert.
Me tomé la cara con manos temblorosas y salí al exterior.
Aquella insólita situación había desbordado mi entendimiento y
amenazaba mi cordura. Una angustia feroz me invadió y rompí a llorar
desconsoladamente cual un chiquillo.
Dos días más tarde, acabada de juntar la cosecha de amarillas
mazorcas, fue cuando Mary dijo que debíamos cargar la carreta y
dirigirnos hasta la ciudad para vender, aparte de aquel maíz, otros
productos de nuestra granja.
Yo casi no hablaba, me había concentrado de tal manera en
buscar la forma de salir de aquella situación, que todo lo que me
rodeaba no tenía para mí la más mínima importancia. Me había
convertido en una especie de espectador de un dramático filme.
Un par de meses más tarde, sólo un par de meses; integraba yo
la comunidad de aquel lugar. Me había resignado a vivir en aquella
época, muy distante de mi tiempo y a la cual no pertenecía. Descubrí
que tenía amigos y alguno que otro pariente, a los cuales fui
conociendo con el correr de los días.
37
Mi relación con Mary había cambiado, refiero esto respecto a mi
anterior conducta y cercana a la fecha de mi “arribo”.
Como era inevitable, comencé a enamorarme de aquella bella
muchacha, a querer al pequeño Robert y a mi nueva vida; la cual
continuó como la de cualquier matrimonio. El tiempo pasó y casi
estaba todo bien. Casi, pues el gobierno del rey nos tenía a mal traer
con sus fuertes impuestos y sus duras leyes, aplicadas con mano de
hierro a través de su ejército colonial.
Con el tiempo, nosotros los colonos, comenzamos a
organizarnos; no solamente en aquella zona sino en todo el territorio
americano. Era de esperarse, por mi parte, conocía la historia de
aquellos habitantes del nuevo mundo y había llegado la hora de
independizarse.
Una cosa llevó a la otra y comenzó la resistencia armada hacia
los que por aquellos tiempos eran nuestros amos.
Mis manos endurecidas por la dura tarea del campo, estaban más
que dispuestas y con el correr de los años de abuso, a empuñar un
mosquete contra del ejército del rey. Diversos alzamientos se
produjeron en muchos sitios, que con o sin éxito, yo sabía que
sucederían.
Así, de esa simple manera, me sumé a las filas del ejército
irregular insurrecto; me sentí participante de aquel trozo de historia
que “antes”sólo conocía por libros.
La mayoría de los combates y escaramuzas que se produjeron
más tarde, nos fueron desfavorables en un principio, y como sabía
que ocurriría, poco ya me importaba pues conocía el desenlace.
Casi ya no recordaba a mi amada Roseane, a mis padres y a mis
futuros suegros, era cosa del pasado, y paradójicamente, el pasado
era mi presente. Sólo en algunas noches, cuando fuera de la cabaña
me encontraba, fumando mi pipa de madera y contemplando las
estrellas; acudían a mi mente algunos vagos recuerdos de aquella
vida anterior, a la cual casi había olvidado.
38
Casi diez años habían pasado desde mi llegada a aquel sitio, mi
hijo Robert se había convertido en un hermoso jovenzuelo, y no sólo
eso es lo que puedo contarles; con mi esposa Mary, que permanecía
tan linda como siempre, habíamos tenido dos hijos más, Jonathan y
Lisa.
A mis cuarenta años me había convertido en un jefe de familia
ejemplar, un buen y respetado ciudadano de aquella comunidad, hábil
en sus tareas, en el manejo de la espada y del mosquete de chispa.
De esto último me había ocupado y con el correr de aquellos años, en
aprender concienzudamente con los mejores del lugar, por
considerarlo de fundamental importancia para la supervivencia en
aquel salvaje territorio.
Pero un buen día que comandaba mi grupo rebelde; pues había
sido honrado con el grado de teniente; recibí una bala de mosquete en
el costado izquierdo de mi cuerpo. Créanme que un poco asustado
estaba, cosa que muy bien supe disimular debido a mi rango de líder
de aquellos colonos.
Sufrí bastante para recuperarme, por supuesto también temiendo
la posibilidad de contraer una infección que me enviase a la tumba,
dado que aún no existían los antibióticos y la cirugía tal como yo la
conocía.
Y como era de esperarse, y como yo ya lo sabía, la guerra de
independencia más tarde se desató con toda su furia. Los combates
del ejército regular de las colonias enfrentaron abiertamente a los
soldados del rey, simples escaramuzas pasaron de ser a verdaderas
batallas por controlar uno u otro territorio.
Pero un fatídico día, luego de una fallida escaramuza con los
soldados del rey, me encontraba cortando leña fuera de la cabaña,
cuando un grupo de jinetes; más precisamente diez, se acercaron al
galope. Los reconocí desde lejos por sus rojizas casacas.
No atiné a tomar el rifle pues a mi familia querida a peligro grave
expondría, y haciéndome el distraído seguí cortando leña con mi
39
hacha. Un capitán los lideraba y venía al frente de aquella tropa,
cuando a escasos metros de mí se detuvieron y prestos
descabalgaron.
Mary salió de la cabaña muy asustada y traté de tranquilizarla
diciéndole que no temiera, y que no ocurriría nada malo. Que era
mejor que permaneciera dentro de nuestra casa mientras yo
solucionaba cualquier posible problema.
Desenvainó su brillante sable de batalla aquel arrogante capitán y
colocó su filosa punta tocándome el centro del pecho, quedé
inmovilizado por aquel acto que francamente yo no esperaba.
Enseguida me rodearon cuatro o cinco soldados prestos a
disparar con sus rifles, mientras un veterano sargento y leyendo un
papel amarillento que desenrolló de inmediato, dijo:
-- Jack Wilson, se le acusa de traidor a la corona, rebelde e
insurrecto súbdito de su majestad el rey Jorge. De combatir en contra
de los soldados del ejército real y dar muerte a varios de ellos.
Por lo tanto se lo condena a morir en la horca sin juicio previo y
en vigencia de la ley de guerra.
Firmado : general Douglas Malcom Haggerty.
Terminando de decir éstas palabras dos de los soldados me
sujetaron firme de ambos brazos. No resistí en lo más mínimo, pues
comprendí que era inútil, mientras bajo un gran árbol me arrastraban y
otro soldado lanzaba una cuerda alrededor de una gruesa rama.
Indudablemente, supe de inmediato que allí todo terminaría para
mí, estaba condenado y moriría en unos minutos más.
Mary tuvo que ser detenida por otros dos de aquellos infames
esbirros que forcejearon con ella; pues la pobre se sumió en un mar
de gritos y lágrimas durante todo lo que duró aquella secuencia.
Me subieron a un caballo y ataron mis manos a la espalda.
Rogué a Dios que recibiera mi alma, y luego sin más, ellos el
caballo azuzaron. Un fuerte tirón sentí en el cuello, y luego todo fue
oscuridad para mí.
40
Sabía, es decir suponía, que iría al encuentro del Creador, pues
mi fe había sido siempre y seguiría siendo, muy grande.
Acudieron a mi mente, a último momento, imágenes de toda mi
vida, además de los relatos sobre la muerte que tantas y tantas veces
había escuchado.
Lo único que lamentaba en aquel momento aciago, era
abandonar a mi amada Mary y a mis hijos, a quienes quería con
locura.
Pensé por un momento, y al percibir una brillante luz delante de
mis ojos que me encandilaba de sobremanera; que todas aquellas
historias de la vida luego de la muerte eran ciertas.
Entonces, esperé en cualquier momento encontrarme con Dios.
Y así lo creí, cuando de improviso percibí una borrosa silueta que
no podía distinguir muy bien debido a aquella brillante luz que todo lo
inundaba.
Luego, sentí un fuerte sacudón sobre mi hombro y una voz
femenina que decía:
-- ¡Richard!...¡Richard!¡Despierta,despierta!....que te has quedado
dormido a pleno sol y te hará mucho daño.
Te hemos buscado toda la mañana y no te podíamos
hallar.¡Sinvergüenza!
A duras penas abrí mis ojos, sólo para ver el rostro sonriente de
Roseane; la cual estaba en cuclillas a mi lado y tocándome con
suavidad la cara.
Anonadado, mudo totalmente quedé, pues no podía ni hablar
siquiera. Tal es así, que ella me preguntaba si me encontraba bien e
insistía en llevarme a un médico cercano para tratarme por insolación.
Más tarde, cuando llegamos hasta la casa de los padres de mi
futura esposa, todos prestamente se apuraron a auxiliarme, dado el
color rojizo de mi cara y mis brazos, y además, parecía al borde del
desmayo.
Me acostaron en una cama y me dieron de beber agua fresca.
41
Así estuve una hora, más o menos, hasta que llegó el médico y
llevó a cabo una exhaustiva inspección sobre mi cuerpo.
Este concluyó que no se trataba de algo serio, sólo un poco
asoleado nada más. Pero antes de irse, con rostro intrigado, se
acercó y me dijo mirándome con inquisitiva curiosidad:
-- Que fea marca esa que tienes en el cuello muchacho ¿En que
situación te la has hecho?
En aquel preciso momento, como si mil resortes de gran potencia,
que instalados en la cama me dieran impulso, salí disparado hacia el
baño para luego mirar mi cuello en el espejo.
Lo que vi fue aterrador. Tuve que sostenerme del pequeño lavabo
para evitar caer al suelo, ya que mis piernas se habían aflojado y
temblaban como un par de hojas.
Alrededor de mi cuello, lucía una huella entre rojiza y morada
sobre mi piel.
Poco tiempo después, según refirió mi futuro suegro, una vieja
leyenda contaba que en aquel viejo árbol, y bajo el cual me quedé
dormido; el ejército colonial del rey había ahorcado a un patriota de
nombre Jack Wilson, quien había luchado en las guerras de
independencia. Además, era una realidad que ningún lugareño se
atrevía a sentarse debajo de él.
No tuve más remedio que hacerme el zonzo ante aquella leyenda
histórica, fuera cierta o no, pero no miento si les digo que me llevó
varios años superar aquel episodio, y aún hoy tengo alguna pesadilla
cada tanto. Créanme mis amigos, sin mentir en lo absoluto, que el
que les habla, vivió diez años en un día, y que nunca más olvidaré por
mucho que el tiempo pase, que viví dos vidas en una.
Desde ese día, todo aquel que narre una historia por muy
fantástica que ella parezca, sepa que tiene en mí, a su más atento
oyente.
42
FIN
43
ALCIDES
Me hallaba yo felizmente casado hacía dos años, un próspero
industrial que en el transcurso de los últimos cinco años, había visto
acrecentarse a pasos agigantados la respetable fortuna que de mi
fallecido padre había heredado.
No tenía casi problemas y era muy feliz con mi buen pasar
económico; que sin pecar de mentiroso o exagerado, podía tildarse de
opulento.
Pero la naturaleza del ser humano es bien complicada, vive en
pos de la felicidad sin saber muy bien donde ella se encuentra, busca
y rebusca por doquier menos en el lugar donde él mismo está.
Treinta y cinco años tenía yo, cuando obedeciendo a una
caprichosa decisión, se me antojó realizar una excursión al aire libre y
que no había llevado a cabo nunca en toda mi vida.
Se trataba de una de aquellas cosas que le quedan a uno dentro
del tintero, y que tarde o temprano debe realizar para sentirse bien
consigo mismo. Nunca faltó oportunidad a lo largo de mi vida hasta
aquel momento, para realizar alguna excursión de ese tipo; pero
siempre y arguyendo estúpidas excusas, había yo evitado
embarcarme en tales aventuras, siempre poseído por infundados y
exagerados temores a todo lo malo que pudiere ocurrir con mi
persona.
Mi fértil imaginación me hacía ver mordido por una serpiente
venenosa, despeñado por un barranco, o arrastrado por las
tumultuosas aguas de un rápido de algún ignoto río, y al cual me
había precipitado luego de una trágica caída.
Un buen día, ante la inútil protesta de mi esposa y de mis
asociados en las finanzas, decidí dejarlo todo por un par de semanas
y partir hacia las montañas, totalmente solo.
44
Cargué una mochila conteniendo todo lo necesario en el baúl de
mi automóvil y emprendí el viaje hacia lo que esperaba, fuera un feliz
encuentro con la naturaleza, bien lejos del mundanal ruido.
Había escogido las sierras de Green Valley, por su singular
belleza, y con más razón, escaso turismo en aquella época del año.
Así, luego de un día y medio de hermoso viaje, dejé mi lujoso y
moderno automóvil en un antiguo parador donde cuidarían de él hasta
mi regreso y partí con mi mochila al hombro en feliz caminata.
En realidad, para no faltar a la verdad, no se trataba de una zona
muy despoblada que digamos, pues según había observado
previamente en el mapa, existían varias pequeñas localidades, no
distantes entre sí por más de cincuenta kilómetros. Además de una
buena cantidad de carreteras, otros caminos de tierra secundarios,
varios riachos donde según se comentaba abundaba la pesca. Media
docena de pequeños lagos, completaban aquel maravilloso edén para
todo el que desease una temporadita al aire libre.
Mi primer día de marcha, debo admitir que resultó bastante
agotador a pesar de mi buen estado físico, pues obviamente no
estaba acostumbrado a una travesía tan larga. Por la tarde, armé mi
pequeña tienda de campaña en las cercanías de uno de esos
riachuelos de cristalinas y frescas aguas. Pero mi felicidad se vio
colmada, al lograr capturar una gran trucha con mi equipo de pesca
portátil que luego asé a la luz de la luna.
Antes de irme a dormir, contemplé durante largo rato y extasiado,
aquel universo repleto de estrellas, que en medio de aquella soledad,
me mostraba la grandiosidad de la naturaleza.
Aquella noche dormí plácidamente y como nunca.
Desperté muy temprano en la mañana para prepararme un
aromático y exquisito café. Todo era perfecto, y además, todo sucedía
como si lo que percibían mis sentidos y desde que me encontraba en
esos parajes, se hubiese magnificado en intensidad y en belleza. Tal
es así, que por un momento lamenté no haber tomado la decisión de
45
emprender aquella aventura mucho tiempo antes, o simplemente por
no haber realizado excursiones similares periódicamente y a lo largo
de mi vida pasada.
Había estado ciego o sido un verdadero estúpido.
Por todas esas razones, me hice la firme promesa de volver a
repetirla en un futuro cercano, en solitario, con mi amada esposa, o
con quien quisiese acompañarme.
En los cinco días subsiguientes visité tres pequeñas localidades,
pintorescas y realmente dotadas de una tranquilidad sobrecogedora;
con sus amables pobladores y su paisaje de belleza natural.
Para el séptimo día, y hoy lo recuerdo muy bien; tomé por un
camino lateral, un desvío que partía del cual yo estaba transitando. No
sé si por curiosidad impulsada por el deseo de saber hacia donde
conducía, ya que no figuraba en el mapa, o simplemente porque así lo
quiso el destino.
Luego de unas dos horas de firme marcha, habiendo ya recorrido
casi unos diez kilómetros, me detuve a descansar un rato sentándome
sobre una gran roca. Encendí un cigarrillo y comencé a pensar
seriamente en volver sobre mis pasos, pues aquella vía aparentaba
no conducir a ninguna parte.
¿Dónde desembocaría el estrecho camino?
¿En alguna localidad que no figuraba en mi mapa?
¿Tal vez en algún rancho agricultor o ganadero?
-- Vaya uno a saber. – dije en voz baja.
La simple y mera curiosidad, un empecinamiento de último
momento y cuando estaba a punto de regresar por donde había
venido, me acicateó para continuar por aquella senda.
Otras dos horas de marcha sin llegar a ninguna parte en concreto,
sólo aumentaron mi intriga; por lo que en vez de desistir, aquel hecho
hizo que me empeñase aún más en continuar en aquella dirección.
46
De pronto, a poco más de cien metros de donde me había yo
detenido a encender otro cigarrillo, logré divisar un cartel parcialmente
asomando en un recodo próximo.
Eché a andar y me detuve al llegar al pié del mismo.
No era muy grande en dimensiones, su fondo de color blanco
donde letras rojas decían: “ALCIDES”.
-- Por fin he llegado al pueblo de Alcides. – dije por lo bajo.
Estaba ya por retomar la marcha por aquel camino, que
presuntamente conducía hasta el presunto pueblo, cuando advertí que
a un lado de aquel cartel se erigía un pequeño trípode de un metro de
altura, pintado en negro, y en cuya cúspide se hallaba emplazada una
base circular de unos veinte centímetros de diámetro. Sobre ella, una
flecha cual la aguja de una brújula giraba libremente.
La curiosidad hizo que me acercara al instante, para descubrir
que algo se encontraba escrito en aquella base dividida en cuatro
sectores:
“TE QUEDARÁS” / “NO TE QUEDARAS”/ “TE QUEDARAS”/ “NO
TE QUEDARAS”.
Sonreí al pensar en la ocurrencia de su creador y decidí echar a
girar la flecha para ver que me tocaba en suerte.
Por fin, y luego de varias vueltas, se detuvo indicando “TE
QUEDARAS”.
-- Entonces me quedaré. – dije en voz alta, para luego agregar
sonriendo. -- Al menos por hoy.
Un poco pasadas las doce del mediodía, ya comenzaba a sentir
las quejas de mi vacío estómago, lo cual hizo que apurara el paso con
todas las intenciones de comer algo en alguna cantina o posada que
ocasionalmente encontrase en aquel ignoto pueblo.
Minutos más tarde, llegué a transitar por lo que supuse se trataba
de la calle principal. No tenía el lugar nada de nuevo, muy similar en
aspecto a otros lugares pequeños que había visitado en esos días. A
simple vista, luego de andar unas cinco cuadras, estimé que se
47
trataba de una pequeña población, a lo sumo de diez calles de largo
por otras seis o siete de ancho, no más que eso.
A mi paso, recibí el saludo amable de algunos lugareños que
deambulaban a pié o en bicicleta. Así, luego de unos minutos, me
detuve un instante para preguntar a un hombre de unos sesenta y
tantos años que barría el frente de una barbería, donde podría yo
encontrar algún lugar para poder almorzar.
-- Disculpe usted caballero, ¿podría indicarme un buen lugar
donde pudiera comer algo?
El tipo me miró y sonrió, enseguida respondió:
-- ¡Ah! ¿Un forastero supongo?, continúe usted dos calles más y
sobre la derecha encontrará el bar de Angie. A propósito, ¿encontró
ya donde alojarse?
-- No esteee, yo pienso almorzar, dormir un poco y por la tarde
probablemente me marcharé.
-- Ahhh, entiendo....pero si va a quedarse, yo tengo una vivienda
desocupada que con gusto le rentaré. Además le diré que a orillas del
lago hay un par de playas hermosas y a sólo cinco minutos de
caminata desde aquí. Sé que apreciará tomar un poco de sol o tal vez
darse un baño.
Pensé en lo que me había informado y le respondí que tal vez lo
hiciese luego. De todas maneras, continué hasta la pequeña taberna
propiedad de la tal Angie.
El lugar era pequeño pero muy pulcro y bien arreglado, una barra
con taburetes para cinco personas, y unas diez mesas con sus
respectivos grupos de sillas alrededor. Allí seis despreocupados
parroquianos en dos grupos de tres, bebían y charlaban alegremente.
Al verme ingresar al local, sus miradas se volvieron hacia mí con
un no disimulado asombro. Me pareció escuchar que uno de ellos
susurró:
-- Miren, uno nuevo....
48
El resto de lo que dijo no pude percibirlo con claridad, dado el
bajo volumen de su voz, evidentemente para que yo no me percatara
de lo que él repetía.
Pero era algo así como: “-- ¿Qué le habrá.....?”
Resté importancia al hecho y me acomodé en la barra.
Enseguida, proveniente de una puerta detrás, apareció una mujer
cincuentona, que al verme agrandó sus ojos y mostró una amplia
afable sonrisa.
-- ¡Muy buenos días forastero! ¿Qué desea tomar o comer?
Devolviéndole la sonrisa le respondí:
-- Desearía comer algo, no sé que puede usted ofrecerme, y
además tomaré una cerveza.
-- Le aclaro caballero, que todo lo que usted puede comer aquí es
auténticamente casero y también la cerveza. Tenemos huevos con
tocino, jugosa carne a la plancha, verduras frescas en ensaladas,
pasteles de carne y jamón, puré de papas....
-- Humm, la verdad todo eso suena exquisito. Comeré huevos con
tocino y un poco de puré de papas, pero la cerveza prefiero que sea
comercial.
Y concluí diciéndole la marca que yo prefería.
-- Lo siento caballero, pero toda las bebidas son caseras...créame
que son muy buenas Mr.....
-- Aldridge, Jim Aldridge, está bien, tomaré una cerveza casera. –
respondí.
De todas maneras probaría algo nuevo y... ¿qué tan malo podría
llegar a ser?
Almorcé opíparamente, y a decir verdad, la cerveza era realmente
muy buena tal como lo había mencionado Angie.
Dispuesto ya a retirarme solicité la cuenta por lo consumido y ella
preguntó:
-- ¿En moneda local o en dólares?
49
La pregunta me resultó un tanto desconcertante y absurda, pero
enseguida respondí que abonaría el importe de mi almuerzo en
dólares; por lo que ella dijo:
-- Siete con cincuenta.
Le alargué un billete de diez agregando que se quedara con el
cambio.
Luego, enfilé hacia el pequeño lago local, guiado por un par de
carteles que indicaban el camino. Caminata de por medio, al llegar,
me eché despreocupadamente en la inusualmente pulcra arena de
una de las playas que estaban sobre la orilla, donde me quedé
profundamente dormido, pues cuando desperté ya eran casi las cuatro
y media de la tarde.
En aquel momento, decidí intempestivamente marcharme de
aquel sitio para continuar mi travesía. Desanduve el camino hasta el
lago, y desde allí el camino que conducía hasta Alcides, pasando por
su cartel de bienvenida con la extraña ruleta a su lado.
Al pasar junto a él, sonreí pensando en cual habría sido
realmente la idea del creador de aquella tonta ruletita al concebirla.
-- Vaya a saber. – dije.
Un par de horas de marcha sostenida, hicieron que me detuviera
a descansar por un momento; sentándome al costado del camino y
próximo a una curva que estaba un poco más adelante.
Estaba yo disponiéndome a encender mi cigarrillo, que ya
sostenía entre los labios y el tercero en aquel día, cuando divisé una
mancha blanca que sobresalía luego de la curva próxima.
Me puse de pié de inmediato, pues quería negar lo que delante
de mí estaba viendo. Troté apurado y lo más rápido que pude con
aquella pesada mochila sobre mis hombros, hasta que llegué a la
curva para sólo comprobar mis sospechas.
El cigarrillo cayó de mis labios y mi boca quedó abierta en un
gesto de perplejidad absoluta.
50
Me hallaba frente al blanco cartel que anunciaba con sus rojas
letras: “ALCIDES”.
-- ¡¿Cómo es esto posible?! – dije para mis adentros.
Que endemoniado rodeo había dado yo sin darme cuenta en que
dirección marchaba. Me resultaba imposible y tremendamente
desconcertante, encontrarme nuevamente en la entrada de aquel
pueblucho, pero lamentablemente así era, ni más, ni menos.
Maldije por el tiempo perdido, y girando con rabia sobre mis pies,
comencé a caminar en dirección contraria, esta vez valiéndome de la
brújula que traía conmigo.
Lo que más llamaba mi atención era que no había otras sendas,
caminos laterales, o bifurcaciones que pudiesen haberme confundido
llevándome nuevamente hasta aquel lugar. Nada.
Dos horas más tarde el sol se ocultaba, pero aún así, decidí
avanzar un poco más, con la esperanza de llegar a la carretera
principal y al sitio donde nacía aquel camino que desembocaba en
Alcides.
No tuve mayor problema en continuar mi marcha en medio de la
noche, pues la luna llena brillaba en todo su esplendor y ni siquiera
tuve necesidad de utilizar mi linterna.
Al cabo de media hora más, y cuando doblaba uno de los tantos
recodos me detuve en seco.
Ante mí y a sólo unos treinta metros, se erguía nuevamente el
dichoso cartel blanco con sus letras rojas.
Lancé un insulto a viva voz y me tomé la cabeza con ambas
manos. No sabía que rayos estaba sucediendo. ¿Me habría
extraviado debido a la oscuridad? No, eso resultaba imposible, el
camino era uno sólo y no cabían dudas. ¡Otra vez en el mismo lugar
luego de cuatro horas de marcha no representaba algo normal de
suceder!
Estaba más que confundido y no hallaba una explicación lógica;
por lo que, cansado como me encontraba, armé rápidamente la tienda
51
de campaña a un lado del cartel, y enfundado en mi bolsa de dormir
decidí que lo mejor sería dejar todo para el día siguiente.
Desperté como a las nueve en una mañana radiante de sol, sin
una nube en el azul y diáfano cielo. Me desperecé estirando mis
brazos y mis piernas, dejando por el momento de lado el tema de que
estaba anclado en aquel sitio desde el día anterior, y me preparé un
poco de café caliente haciendo un pequeña fogata con ramas secas a
la orilla del camino.
Bebía de a sorbos aquel elixir, pues supuse, despejaría un poco
mi mente, mientras contemplaba aquel maldito nombre de Alcides.
-- Vaya nombre con que te han bautizado. ¿Quién habrá sido?
¿Tal vez el fundador? — pensé por un momento.
Cuando hube terminado mi café acompañado de un par de
galletas; recogí mis pertenencias y partí nuevamente alejándome, o
simplemente tratando de hacerlo. Alejarme de aquel pueblucho de
mala muerte y que ya comenzaba a odiar. Además y como era de
esperarse, no tenía la más mínima intención de regresar a él
nuevamente.
Algo que me resultaba por demás de extraño, era el simple hecho
de que no había visto transitar en lo absoluto ni un solo automóvil o
algún otro vehículo, ni siquiera un ocasional caminante.
Cuando dos horas más tarde, arribé al mismo sitio de entrada a
Alcides, casi sufro un colapso.
Estuve a punto de desmayarme y mi corazón se aceleró. En ese
preciso instante, supe que lo que estaba ocurriendo era algo
sobrenatural; no sabía porque o como, pero algo extraño sucedía
conmigo y con aquel maldito sitio.
Comencé a pensar que todo era obra de extraterrestres, como
recordaba haber visto en algún film, o que tal vez yo había traspasado
y vaya a saber cómo, un insólito portal hacia otra dimensión.
52
Mi ahora acalorada mente, trataba de explicar lo inexplicable a
través de cantidad de ideas fantasiosas que acudían repentinamente
a ella.
Luego de cavilar un rato, decidí que lo mejor sería entrar
nuevamente en aquel pueblo y tratar de resolver aquel entuerto de
alguna forma lógica y coherente, si es que la había.
Ingresé por la calle principal, y desde allí en adelante, comencé a
observar con cuidado, tratando de registrar hasta el más mínimo
detalle en mi mente de todo lo que mis ojos veían.
Un poco más tarde y como si nada ocurriera en realidad, me
hallaba yo en el bar de Angie, acuciado por la sed, bebiendo una
cerveza casera bien fría. La mujer me atendió con simpatía y
cortésmente, como si nada pasara e igual que la vez anterior. Sin
embargo noté que me observaba bastante, como esperando a que yo
dijese o preguntase algo.
Por supuesto, no lo hice.
Otros parroquianos que allí había, también me observaban más
de lo normal y para mi gusto. Por fin, Angie rompió aquel tenso
silencio que se había producido en algún momento y dijo:
-- ¿Y, que tal? ¿Le gusta nuestro pueblito?....
-- Sí, es muy bonito. – respondí haciendo una mueca.
Un poco más tarde, abandoné el bar de Angie, y más adelante,
me detuve en la acera para observar a un vecino que continuaba
lavando prolijamente su automóvil, y que yo había observado al llegar.
Me acerqué y estirando la mano me presenté:
-- Jim Aldridge.
El hombre que tendría unos cincuenta y tantos años, interrumpió
su tarea y me echó una mirada de arriba a abajo, luego estiró
enseguida la suya para darme un efusivo apretón mientras con una
sonrisa decía:
-- John Peltier, es un verdadero placer señor Aldridge.
53
-- Hermoso automóvil tiene usted mister, un poco viejo pero muy
bien cuidado, ¿lo usa a menudo?...
La última pregunta, al señor Peltier debió caerle como un balde
de agua fría. Detuvo abruptamente la labor que había recomenzado
hacía unos segundos, y mirándome fijo, seriamente me respondió
escuetamente:
-- No mucho.
Luego de aquel cambio repentino en su expresión me pareció que
tuvo la intención de agregar algo más y se arrepintió. Luego, continuó
con su lavado sin siquiera mirarme nuevamente a la cara.
Continué mi caminata hasta salir de Alcides por el extremo
opuesto al que había ingresado, pase junto a parcelas de cultivos
varios, donde pobladores se encontraban trabajando arduamente.
Luego, tomé por un estrecho camino de tierra y anduve por más de
una hora, por fin, atravesé un hermoso y tupido monte donde me
detuve para echar un vistazo a mi mapa.
Con sorpresa descubrí que aquella zona realmente no existía en
él, o al menos no figuraban detalles u otra información gráfica que
indicara la existencia de un pueblo.
Continué mi marcha por una hora más, y luego de atravesar otro
monte de árboles, pude divisar más adelante, y para mi total sorpresa
y desazón... nuevamente, Alcides.
Créanme si les digo, que me pasé el resto de aquella terrible
jornada, entrando y saliendo por distintos caminos, pero retornando
siempre e inexorablemente a aquel maldito lugar.
Cuando cayó la noche, recurrí al hombre que había yo
encontrado la primera vez que había entrado a Alcides y el que me
había ofrecido alojamiento. La barbería ya había cerrado sus puertas,
sin embargo él se encontraba aún en la entrada del negocio.
Cuando me vio, esbozó una sonrisa.
Me acerqué y le dije:
54
-- ¿Me recuerda usted?....he decidido aceptar su oferta de lugar
para alojarme.
-- ¡Como voy a olvidarme! Venga, acompáñeme, le gustará, y
además el precio será muy accesible mister..., a propósito, mi nombre
es John Collins.
-- Jim Aldridge. – dije presentándome.
La vivienda a la que me condujo, se trataba de una casa pequeña
pero muy agradable y prolijamente arreglada. Con un jardín en su
frente, donde lucían su colorido unas flores muy bonitas, además de
un patio trasero con un par de árboles de mediano tamaño.
Allí pase la noche, y por la mañana siguiente, luego de ordenar un
poco mis ideas, decidí salir a recorrer el pueblo en forma mucho más
exhaustiva. La única librería del lugar no tenía mucho que ofrecer,
pero al menos pudo proveerme de papel y lápiz. Así, con estos dos
elementales utensilios, me propuse trazar un detallado plano del
pueblo y sus inmediaciones. Ello, suponía, me permitiría evaluar una
posible ruta de escape de aquel siniestro sitio. Pues más que una
salida, ahora lo consideraba realmente un escape de vaya a saber
que poder o fuerza misteriosa que se empeñaba en retenerme.
Por la tarde, examiné el plano que prolija y detalladamente había
dibujado; para simplemente descubrir que era un plano común y
corriente. Sólo que todas las entradas o salidas, y que yo ya había
recorrido, se perdían en la nada para luego retornar a Alcides. Era
como si dieran una gran curva para luego volver al punto de partida,
ingresando de nuevo al poblado por un camino distinto.
Al siguiente día, decidí intentar otra vía de salida.
Esta vez, decididamente no tomaría por un camino o una senda,
sino que marcharía en una dirección determinada, atravesando
montes, pastizales o lo que fuera. La lógica me decía que si no perdía
el rumbo, y orientado por mi brújula; lograría al fin salir del pueblo.
55
Así lo hice, escogiendo la dirección norte comencé una ardua y
dificultosa travesía; sin apartar por supuesto, la vista de la aguja de mi
instrumento de orientación.
Pero muy a mi pesar y luego de muchas horas de penoso andar,
creo que alrededor de seis en dos intentos diferentes, mis pasos me
condujeron nuevamente a Alcides.
Regresé a la casa que había rentado donde comencé a gritar
desaforadamente, presa de un descontrolado ataque de ira y nervios y
hasta quedar casi mudo por la ronquera.
¿Qué era lo que sucedía?
¿En que endemoniado lugar me encontraba atrapado?
¿Sería obra de algún ente?
¿Tal vez obra de Dios, y de cuya existencia siempre tuve dudas y
ahora El me daba una lección de aquella manera cruel?
No lo sabía.
Cuatro días más tarde, ya conocía a muchos de aquellos
pobladores y había ensayado más de una docena de caminatas por
distintos rumbos, buscado huir pero sin lograr nada en absoluto. La
gente que allí vivía, obviamente se abastecía con lo que ellos mismos
producían; pues observé que ningún producto, de la índole que fuera,
entraba o salía de Alcides.
Es más, aparentemente nada de nada entraba o salía.
Pasado un tiempo, sus pobladores no tenían reparos en charlar
amablemente conmigo; pero apenas trataba de indagar de forma sutil
que era lo que allí sucedía; cambiaban de tema o simplemente
interrumpían abruptamente la conversación, y despidiéndose
apurados, se alejaban de mí. Casi todas las veces alegando haberse
olvidado que tenían que hacer tal o cual importante cosa.
Mirando el plano que yo mismo había dibujado, advertí que
Alcides tenía una pequeña estación del ferrocarril, incluso yo había
pasado frente a ella pero sin darle importancia en aquel momento.
Me di una palmada en la frente y exclamé:
56
-- ¿Cómo pude ser tan, pero tan estúpido?
Hacia ella me dirigí de inmediato.
Se trataba de una prolija edificación a todas vistas antigua pero
en perfecto estado de conservación, con sus paredes de ladrillo color
marrón y su techo de tejas rojas a dos aguas.
Un corto corredor atravesaba el edificio justo en la mitad, y que
conducía desde la parte que daba al pueblo hasta el andén por donde
estaban los rieles.
-- ¿Cómo podía haber sido tan idiota de no percatarme? – seguí
pensando.
Atribuí el hecho de pasar por alto la existencia de aquella
estación, a mi calenturiento frenesí por huir a toda costa de aquel
lugar.
Una vez allí, casi corrí hasta la pequeña ventanilla de la boletería
que daba hacia el andén y las vías. Me detuve, y con mis nudillos
ejecuté ansiosamente unos golpecitos sobre el vidrio.
Enseguida apareció un anciano y algo adormilado hombre que
con seriedad me preguntó:
-- ¿Qué es lo que se le ofrece señor?
Lo miré fijo y le dije:
-- ¿Hacia donde puedo viajar desde aquí?
-- El único servicio es hasta el parador Junction River.
-- Bien, bien, ¿y a que hora pasa el tren por aquí? – pregunté
ansiosamente.
-- A las once de la mañana, aproximadamente. – respondió el
anciano.
Sonreí de buena gana, y una loca euforia se apoderó de mí. Tal
es así, que no dejé de reír y sonreír, cobrando la apariencia de un
enajenado.
El boleto me costó trece dólares, y luego de retirarlo, tomé asiento
en el único banco que había en el lugar, a esperar impacientemente el
57
arribo del tren que presumiblemente me sacaría de aquel sofocante
sitio.
Eran las once y diez y yo aún esperaba.
Cuando comenzaba a pensar que el tren no arribaría nunca a
aquella estación, que todo era un cruel y triste engaño; justo a las
once y veinte, cuando ya me dirigía hacia la boletería enfurecido
dispuesto a tomar del cuello a aquel anciano timador con el propósito
que me brindara explicaciones; a mis oídos llegó sobresaltándome el
conocido silbato.
No podía creerlo pero estaba ocurriendo.
El pequeño convoy compuesto por una negra y antiquísima
locomotora a vapor, su vagoneta depósito de carbón, y dos vagones
de pasajeros detrás; arribó traqueteando para luego detenerse en
medio de sibilantes chorros de vapor.
No podía dar crédito al magnífico suceso, y dudaba ya que
estuviese ocurriendo realmente. Mis ojos lagrimearon y hasta saludé
emocionado al conductor parcialmente asomado fuera de su máquina,
que al igual que el empleado de la boletería, se trataba de otro canoso
anciano.
Subí y me acomodé en uno de los asientos del primer vagón.
No había pasajero alguno además de mí, y me llamó
poderosamente la atención aquel hecho, por lo que me puse de pié y
me desplacé hacia el otro.
Nadie.
Yo era el único en ambos vagones.
-- Esto es muy raro. – pensé.
Por fin, y luego de una espera de diez minutos, el tren comenzó a
moverse, no sin antes que la locomotora emitiera un par de pitidos
anunciando su partida.
Media hora más tarde, cuando terriblemente ansioso estaba por
llegar al lugar llamado Junction River, el tren disminuyó la marcha y se
detuvo por completo. Intrigado me asomé por la ventanilla, y con
58
tremenda alegría pude leer un negro y alargado cartel donde con
letras blancas decía Junction River.
Bajé apresuradamente y a los tropezones de aquel vagón,
mientras una emoción inimaginable me embargaba. Había descendido
sobre el pedregullo del terraplén de las vías y junto a aquel cartel.
Pero allí no había nada, solo una larga hilera de pinos bien
recortados. Pensé en ese momento que probablemente y por un error
involuntario de mi parte, había descendido del lado opuesto a la
estación del ferrocarril.
Cuando el tren finalmente partió, observé que frente a mí solo
había otra interminable hilera de árboles, nada más.
Estaba en medio de la nada. ¿Podía ser esto posible?
Crucé las vías corriendo, desesperado, hasta casi chocar del otro
lado con un cartel de chapa bastante más pequeño y bastante
oxidado que decía:
“ PARADOR JUNCTION RIVER.
DISFRUTE USTED DE ESTE MAGNÍFICO LUGAR DE DESCANSO
Y DE SU HERMOSA PLAYA JUNTO AL RÍO.”
Maldije en voz alta. En mi apuro por abandonar Alcides, no había
preguntado al anciano de la boletería, de que se trataba el lugar
llamado Junction River.
Ahora sabía que sólo era un parador. De todas maneras, decidí
que no debía hacerme ya tanto problema, pues al menos había
abandonado aquel endemoniado pueblucho, y ahora, desde donde
me encontraba, podía dirigirme hacia cualquier otra parte.
Decidí cruzar una línea de setos por un sendero que encontré
más adelante, y siguiendo por el mismo, luego de un corto trecho,
llegué a orillas de un río de aguas transparentes donde yacía una
desierta y hermosa playa de arenas blancas.
Nada más. Ninguna persona a la vista.
59
A la fresca sombra de un árbol, comí unas galletas que traía en
mi mochila, y que entre otras cosas eran las últimas, para luego
emprender nuevamente la marcha.
Comencé a caminar siguiendo los rieles del ferrocarril en el
mismo sentido en que había continuado su marcha el tren, esperando
ansioso arribar a alguna población rural. No me importaba esta vez el
tiempo que la caminata me demandase.
Por la tarde, y luego de cuatro largas horas.... arribé nuevamente
a Alcides.
Ya en la casa que rentaba, me eché sobre la cama y comencé a
llorar como un chiquillo. Mi voluntad y mis esperanzas de salir de allí,
junto con mi ánimo, se habían desmoronado, se habían quebrado
como un frágil palillo de madera.
Al siguiente día abandoné la casa en sólo dos oportunidades,
ambas para comer en el bar de Angie y estrictamente durante el
tiempo necesario que ello me demandó.
Mi cerebro navegaba en un mar de confusión y descabelladas
ideas.
Pero finalmente, comprendí que debía serenarme y buscar una
solución de forma tranquila y ordenada. Supe que no debía caer presa
del pánico, pues mi inestabilidad emocional conduciría
inexorablemente al enajenamiento de mi torturada mente.
Un par de días más tarde, y habiendo recobrado bastante la
serenidad, me dirigí a un edificio donde según anunciaba en su
fachada, funcionaba el ayuntamiento. Supuse que era el lugar
indicado para recabar información sobre aquel endemoniado pueblo,
sobre sus orígenes, y todo sobre su historia, si es tenía alguna.
Me recibió un señor mayor quien dijo ser el alcalde, muy
amablemente, arguyendo tener que marcharse por un asunto urgente,
me invitó a pasar, e inexplicablemente otorgó su permiso para que yo
investigara sobre lo que deseara. Simplemente me recomendó que
60
cuando concluyese, dejara todo donde lo había encontrado. Luego se
marchó sin más.
Encontré una biblioteca como cualquier otra, con gran cantidad de
literatura de toda clase, una oficina de información con libros
conteniendo actas de nacimiento y defunciones, otros libros con
registros de obras de infraestructura y mejoras realizadas en el
pueblo; nada más.
En determinado momento, llamó poderosamente mi atención una
pequeña puertita lateral, que luego de abrir, acción producto de mi
curiosidad, pude comprobar que conducía a un cuarto de paredes
descascaradas y donde cantidad de cachivaches de todo tipo yacían
apilados a diestra y siniestra.
Iba a retirarme, cuando no sé por que rara intuición, decidí
investigar entre los trastos amontonados.
Luego de revolver un poco, descubrí un viejo cartel corroído y
despintado con el nombre de Alcides. En un instante me di cuenta que
con toda certeza había sido retirado para ser reemplazado por uno
nuevo, era lógico. Pocos minutos más tarde, encontré otro
aparentemente más viejo que el anterior, y luego otro, y otro más, y
así hasta que para mi sorpresa uno de ellos decía “ALSIDES”.
El nombre se hallaba escrito con una “S” en el lugar donde debía
haber una “C”.
De improviso, escuché un extraño ruido detrás de mí y giré
instantáneamente para ver de donde provenía.
Se trataba de un hombre de alrededor de cuarenta años de edad
que me observaba inquisitivamente, con un balde en una mano y con
un cepillo de cabo largo en la otra.
Entonces me apuré a decir, con la intención de que no
sospechara de que estaba yo haciendo algo malo:
-- Ehhh...el alcalde me autorizó a investigar, mi nombre es Jim
Eldridge y soy nuevo aquí.
61
-- Bien, no hay problema. Mi nombre es Jack Hollis y me encargo
de la limpieza de los edificios públicos. – contestó gentilmente.
Estaba a punto de retirarse, cuando lo llamé y para entonces
preguntarle:
-- ¿Sabe usted porque este cartel dice “ALSIDES” y no
“ALCIDES”? – le pregunté señalándoselo.
-- Según tengo entendido, ese viejo cartel estuvo colocado
muchos años; hasta que se decidió que estaba mal escrito el nombre,
y cuando hubo que reemplazarlo, se procedió a escribir “ALCIDES”
con la letra “C” ¿Alguna otra pregunta? – dijo el hombre.
-- No, no, está bien. – respondí.
El tal Jack se retiró y yo continué revisando.
Pronto me topé con otro cartel aún más antiguo que los
anteriores, y donde aún se leía a duras penas no sólo el nombre de
ALCIDES mal escrito, sino que de la siguiente forma:
“ ALSI DES”
Aparentemente habían ido reemplazándose unos detrás de otros
y con el correr de los años, al volverse estos inservibles por
envejecimiento. Sólo que éste último parecía ser el más antiguo de
todos. Llamó poderosamente mi atención, la forma en que estaba
escrito, por ello, lo llevé hasta que la claridad del exterior que
penetraba por una de las ventanas lo iluminó plenamente.
No había nada extraño en él, sólo lo extrañamente separado de
las sílabas; como si entre ellas faltasen algunas letras. De inmediato,
decidí indagar sobre aquel curioso hecho, por lo que me dirigí hasta el
escritorio del alcalde, y rebuscando en uno de sus cajones hallé una
poderosa lupa, con la cual regresé para observar con más detalle
aquella inscripción.
Un rato más tarde, había reconstruido aquel maldito nombre y me
hallaba mudo, asombrado; pero tal vez un poco más satisfecho por
haber hallado la razón por la cual aquel endemoniado lugar se
llamaba de esa manera.
62
Con ayuda de la lupa y un trozo de tiza, fui observando bien de
cerca, marcando luego con ésta última lo que aparentaban ser
microscópicas huellas de pintura vieja.
El cartel, finalmente decía:
“SALSIPUEDES”
Deduje que bien justificado estaba el nombre con que estaba
bautizado el pueblo, y que realmente obedecía a una verdad
irrefutable y absoluta, que desgraciadamente yo estaba viviendo en
carne propia en aquel momento.
¡No podía salir!
En los días subsiguientes y durante un par de semanas, traté de
huir por lo que consideré otras vías de escape alternativas. Pero todos
mis esfuerzos resultaron siempre e inexorablemente en vano.
Incluso intenté probar la suerte girando como un enajenado, una y
mil veces la extraña ruleta que yacía en la entrada del pueblo, también
sin resultado. Al terminárseme el dinero que traía conmigo, no tuve
otra alternativa más que buscar un empleo, el cual por suerte no me
fue difícil hallar, ya que los integrantes de aquella comunidad y a la
cual ahora yo pertenecía, solidarios entre sí en su desgracia de estar
presumiblemente allí varados, no dudaban en brindarse ayuda
mutuamente.
Así, con el tiempo escuché los muchos rumores que corrían de
boca en boca entre sus habitantes. Rumores que se comentaban muy
en secreto y a modo de leyendas. Pero todos giraban en torno a la
manera de escapar, y de como algunos de sus habitantes,
presuntamente habían abandonado el sitio, pues de la noche a la
mañana nunca más se había tenido noticia de ellos.
Nunca faltaban historias mencionando que si no se hablaba del
tema de salir, o simplemente se olvidada uno de aquello, un buen día
lo lograba. Pero en todos los casos, el misterio de la imposibilidad de
abandonar SALSIPUEDES o ALCIDES, como ustedes prefieran
llamarlo; permanecía esquivo al conocimiento de sus moradores. Creo
63
que muchos habían quedado atrapados al igual que yo, y otros, los
más jóvenes, supuestamente habían nacido en aquel pueblo. No
puedo decirlo con certeza pues nadie me lo confesó abiertamente.
Así, luego de tres meses en SALSIPUEDES, conocí a Caroline
Baker, hermosa mujer de treinta años y con la que estreché vínculos
de amistad. No seré hipócrita con respecto a este tema, pues debo
confesar que me sentía profundamente atraído hacia ella y no
precisamente con intenciones de ser su amigo.
Fue con la única persona de aquel lugar con la que yo hablaba
abiertamente sobre aquel espinoso tema, y pienso que para ella
también yo era su único confidente.
Un buen día, una idea, que para ser honesto no se si calificarla
como descabellada o genial, acudió a mi mente. Pensé que era muy
posible que existiera alguna línea, barrera o límite, que dividiera
aquella zona; barrera infranqueable para sus pobladores pero de
alguna manera penetrable para los del exterior. Pues lógicamente yo
había penetrado como si tal cosa. El quid de aquella cuestión era
descubrirla, para luego buscar la forma de traspasarla, terminando así
con aquella aterradora realidad que estaba viviendo y que día a día se
tornaba más opresiva.
Pero para mi desgracia, por mucho que busqué y rebusqué
durante los meses sucesivos a la ocurrencia de aquella teoría;
tampoco obtuve ningún resultado positivo a mis expectativas. Sólo
logré retornar cada vez al pueblo maldito, tan simplemente como
había salido.
Un buen día, cuando llevaba casi un año de vivir prisionero, y mis
esperanzas de abandonar SALSIPUEDES casi se habían
desvanecido; me hallaba yo sentado y meditando a un costado del
camino, justo en la entrada del poblado; cuando de repente un joven
con una voluminosa mochila sobre sus hombros se acercó, y sin que
yo advirtiera su presencia en un primer momento...
64
-- Disculpe mister.... – su voz rompió el silencio de aquella
tranquila mañana haciendo que me sobresaltara en sobremanera.
Entonces, casi sin poder dar crédito a lo que mis ojos percibían, lo
miré fijo por un instante y con voz temblorosa le pregunté:
-- ¿Tu...tu no vives en SALSIPUEDES, verdad?
-- En ALCIDES querrá decir, si es que al pueblo próximo usted se
refiere. – contestó tranquilamente.
-- ¡Sí, sí, ALCIDES o como diablos quieras llamarlo! – exclamé.
-- No. No vivo allí, y es más, ni siquiera lo conozco. — afirmó
sonriendo.
El joven de unos veintitantos años, al verme tan nervioso
preguntó luego:
-- ¿Se siente usted bien?
Lo miré con fijeza y lancé la temida pregunta:
-- ¡¿Te has acercado al cartel?! ¡¿Has jugado a la ruletilla
maldita?!
El muchacho debió pensar que estaba loco, pues sin decir más,
dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada.
-- ¡¡¡Detente!!! – grité desesperado y me puse de pié.
Al escuchar mi grito, el joven se detuvo en seco y se volvió con
rostro temeroso
-- ¡Por lo que más quieras.... no entres en este lugar maldito y
menos te acerques al cartel o a su ruletilla del demonio!...¡Gracias a
Dios!....
El continuó mirándome fijo, desconcertado, lejos de entender lo
que yo trataba de advertirle.
Palpité su confusión por lo que le dije:
-- No creas que estoy demente o algo por el estilo, sólo confía en
mí. Ni te acerques a esa entrada, pues si en algo aprecias tu libertad,
darás media vuelta y te marcharás de inmediato.
El muchacho no se atrevió a articular palabra, probablemente me
vio aspecto de loco, pues dio media vuelta y comenzó a alejarse de
65
allí. Fue en ese preciso instante, cuando una luz iluminó la oscuridad
de mi mente y se me ocurrió aquella loca idea.
-- ¡Espera! – le grité con toda la fuerza de mi voz.
El joven se detuvo en seco, y entonces en veloz trote lo alcancé
de inmediato.
-- Iré contigo...si no te molesta que te acompañe. Sólo por un
trecho... te prometo que no hablaré si tu no lo deseas. – le dije
sonriendo.
-- ¡Si el sale y yo estoy junto a él, entonces también saldré! –
pensé.
El me miró con cierta desconfianza, y asintió con la cabeza para
luego decir:
-- Está bien, por mí no hay problema.
La caminata se prolongó por unas cuatro horas, y como era de
esperarse, fuimos charlando durante casi todo el tiempo. Mi mirada
estuvo todo el tiempo fija en él, tal vez temía que si por un segundo se
apartaba, aquel joven se esfumara por alguna misteriosa y
desconocida causa.
Primero permanecí muy nervioso, pues esperaba que algo raro
ocurriera; todavía no creía que aquella simple e ingenua solución
diera resultado; pero luego me calmé y decidí que más me valía
pensar en otra cosa.
Tuve así tiempo de relatarle mi aterradora experiencia y entonces
el comprendió, o por lo menos así lo creí; el porque yo había evitado
que entrase en SALSIPUEDES o ALCIDES, como mejor gusten
llamarlo.
Por fin, tras unas horas de marcha llegamos junto a la carretera,
donde nacía el desvío hacia aquel lugar maldito. Con una alegría
tremenda vi de pronto pasar de largo un par de automóviles. La simple
vista de aquellos vehículos estremeció mi cuerpo hasta sus fibras más
íntimas. Reía y lloraba a la vez, y me embargó una felicidad nunca
antes experimentada.
66
Por fin, luego de un rato nos separamos, pues le dije que debía
descansar un poco, y que además necesitaba permanecer a solas por
un par de horas. Creo que aquel joven, desorientado, francamente
nunca tuvo una cabal idea acerca de mi cordura.
Nos estrechamos las manos y allí mismo, el continuó por su
camino, y yo me senté a un costado a fumar tranquilamente un
cigarrillo que tan amablemente me ofreció antes de irse. Hoy pienso
que realmente se alegró de liberarse de mi compañía.
No sabía donde me encontraba o en que dirección debía
encaminarme, pero poco me importó en aquel momento.
Poco después, regresé a mi hogar, causando tremenda sorpresa
para todos, por supuesto en mayor grado a mi esposa. Mi imprevista
aparición sin mochila ni pertenencia alguna encima, tanto tiempo
después y cuando me daban por muerto; se trataba de un hecho muy
extraño e insólito a la vez.
No quise narrar a persona alguna mis peripecias, nada en
absoluto sobre lo que me había ocurrido; pues seguro en un
manicomio terminaría mis días.
Así, pasaron diez años desde mi aterradora estancia en
SALSIPUEDES.
De donde yo pude salir.
Un buen día, y cuando toda aquella odisea había quedado atrás,
pero juro que no olvidada; decidí regresar a aquel sitio para investigar
a fondo, y no quiero que por esto me juzguen de loco, demasiado
audaz o desafiante.
Claro está que tomé mis precauciones, tres amigos me
acompañaron, mi esposa, y además dos automóviles de policía
locales y que gustosos se ofrecieron a escoltarme al saber que buen
dinero extra les daría.
Poco más tarde el cuerpo comenzó a temblarme, cuando a través
del parabrisas del automóvil vi el blanco cartel ahora muy deteriorado
y que decía AL SI DES.
67
El cambio en aquel nombre, me produjo una total intriga; pero
lejos estaba yo de imaginar que más adelante y al llegar, me
encontraría con un pueblo abandonado y en apariencia hacía muchos,
muchos años.
Descendí del automóvil mudo de miedo en medio de aquellas
ruinas, sólo para escuchar que uno de los policías me decía:
-- Este pueblucho está abandonado desde hace unos....yo diría
cuarenta años, si mal no recuerdo.
Lo miré intrigado y pregunté de inmediato:
-- ¿Está usted seguro?
-- Por supuesto. He nacido, y siempre he vivido muy cerca de
aquí. – respondió sonriendo.
Solicité que por favor me dejaran solo, y comencé a recorrer sus
abandonadas y polvorientas calles. Edificaciones y casas en ruinas
era todo lo que allí había. Por último me dirigí hacia el cementerio y
sin saber muy bien porqué, pensé que encontraría en aquel lugar
alguna respuesta.
Comencé a leer las inscripciones en las lápidas que allí se
encontraban, sólo para descubrir con horror algunos epitafios:
“ Aquí yace Angie Williams” 1906 – 1956.
“Aqui yace John R. Peltier” 1898 – 1962. Fallecido en accidente
automovilístico.
Pero mi corazón dio un vuelco, y casi se detuvo, al leer en una
vieja y casi ilegible lápida blanca: “Caroline Giselle Baker”
1893 –
1934
No seguí leyendo pues era inútil hacerlo.
Salí de allí desconcertado y confundido, trepando con rapidez al
automóvil y ante el asombro de mis acompañantes, sólo dije:
-- Vamos....no hay más nada que ver.
El resto del viaje de regreso permanecí encerrado en un total
mutismo.
68
Nunca mencioné a persona alguna todos estos hechos, pero les
juro que fueron ciertos y aún hoy, vívidamente los recuerdo.
FIN
69
Nombre de archivo: Tres cuentos de Cuentos Increíbles.doc
Directorio:
C:\DOCUME~1\AGENDA\CONFIG~1\Temp
Plantilla:
C:\Documents and Settings\AGENDA\Datos de
programa\Microsoft\Plantillas\Normal.dot
Título:
Carl Stanley
Asunto:
Autor:
carlos
Palabras clave:
Comentarios:
Fecha de creación: 13/02/2008 17:30
Cambio número:
1
Guardado el:
13/02/2008 17:34
Guardado por:
carlos
Tiempo de edición: 4 minutos
Impreso el:
14/02/2008 8:51
Última impresión completa
Número de páginas:
69
Número de palabras:
16.010 (aprox.)
Número de caracteres: 91.261 (aprox.)
Descargar