“El Misterio de la fe”

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“Permanezcan en mi amor”
(Jn 15,9)
Homilía en la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Catedral de Mar del Plata, 9 de junio de 2012
I. Presencia real de quien nos ama
Queridos hermanos:
“Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9). Tal es la consigna que Jesús dejó a sus
discípulos en la última cena, durante la cual instituyó el santísimo sacramento que
perpetúa su amor redentor, prolonga su presencia real entre nosotros y se nos da como
alimento mientras dura el viaje de nuestra vida. El amor con que Cristo nos amó pide
ser correspondido. Por eso dice: “Permanezcan en mi amor”. Para volvernos capaces de
permanecer en su amor, nos dejó en la Eucaristía el memorial del “amor más grande”
posible (cf Jn 15,13).
“Esto es mi Cuerpo. Esta es mi sangre”. Las palabras de Jesús pronunciadas sobre el
pan y sobre la copa, son inseparables de los gestos que realizó mientras comían.
Palabras y gestos forman un todo, a su vez inseparable del resto de su vida.
A lo largo de los siglos, la Iglesia no se cansará nunca de volver, una y otra vez, con
devota atención, sobre esta realidad que hoy celebramos, de la cual vive y que es el
centro, la fuente y la culminación de toda su tarea evangelizadora. Un himno de la
liturgia de este día nos dice: “Glorifícalo cuanto puedes, porque Él está sobre todo
elogio y nunca lo glorificarás bastante” (Lauda Sion).
Jesús sabe que va a morir, y sus palabras muestran que conoce el sentido de su
muerte, la cual es rescate o redención de una multitud. Anuncia su muerte y va
voluntariamente hacia ella, aceptando la voluntad del Padre.
El anuncio de su muerte, no lo hace sólo con palabras, sino mediante gestos
simbólicos. Por eso, en el texto del Evangelio de San Marcos, que hemos escuchado, las
palabras de Jesús pronunciadas respectivamente sobre el pan y sobre el vino, van
precedidas de sus gestos: “Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición,
lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo». Después tomó
una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi
Sangre, la Sangre de la Alianza que se derrama por muchos» ” (Mc 14,22-24).
Nos hallamos aquí ante una representación simbólica de su muerte redentora ya
cercana. En estos gestos y palabras, mediante el empleo del pan y del vino, Jesús
sintetiza el sentido de su vida y de su muerte: obediencia al Padre, cuyo amor nos
revela, y al mismo tiempo, amor por nosotros “hasta el fin” (Jn 13,1).
Dejaba así a sus discípulos el signo eficaz donde se perpetuaría su sacrificio
redentor, memorial de su amor, y prolongaría su presencia entre los hombres, a quienes
llamaba a la comunión con él. En adelante, los discípulos del Señor crecerían, más y
más, en la conciencia de que en los símbolos sacramentales, se contiene la presencia
real de la realidad representada.
II. Eucaristía e Iglesia
Desde la primera hora, la Iglesia se entendió a sí misma y entendió su misión por
referencia a la Eucaristía. Por eso, San Pablo decía a los corintios: “Ya que hay un solo
pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque
participamos de ese único pan” (1Cor 10,17). De aquí que la Iglesia será llamada cuerpo
místico de Cristo, que alcanza en la comunión de su cuerpo eucarístico la consumación
de su unidad iniciada en el bautismo (cf 1Cor 12,13).
Al mismo tiempo, al celebrar la Eucaristía, la Iglesia lleva a su culmen la misión que
le es propia de anunciar a Jesucristo, pues “siempre que coman este pan y beban esta
copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva” (1Cor 11,26). En cada Santa
Misa, este anuncio sacramental de la muerte del Señor, contiene la realidad anunciada:
Cristo mismo que nos llama a unirnos a él.
Esta mesa nos une real y misteriosamente al pasado del sacrificio de la cruz para
hacernos participar de él; y al mismo tiempo, anticipa en el presente, en forma
sacramental, pero no menos real y verdadera, el banquete futuro de la gloria en la
Jerusalén celestial, ya sin velos ni enigmas.
Sacramento sublime, riqueza inagotable, fiesta de la fe, tesoro supremo que la
Iglesia custodia. Este es el honor con que Dios nos dignifica. Mejor lo dicen los himnos
que la prosa: “Este es el pan de los ángeles, convertido en alimento de los hombres
peregrinos: es el verdadero pan de los hijos” (Lauda Sion). “Pan de los ángeles,
convertido en pan de los hombres. Pan del cielo que pone fin a las figuras. Cosa
admirable: el servidor pobre y humilde come a su Señor” (Sacris sollemniis).
III. Coherencia eucarística: amor social, Caritas, valores no negociables
“Misterio de la fe” donde se contiene la síntesis de todos los misterios del
cristianismo. “Sacramento de la caridad” porque la Eucaristía, al unirnos con Cristo, nos
mueve a permanecer en su amor y nos compromete a amar a los hombres como
hermanos. La Eucaristía nos abre los ojos para entender que lo que cuenta ante Dios es
la fe viva, o como decía San Pablo, “la fe que obra por la caridad” (Gal 5,6).
Contemplando este misterio, que nos une en la Iglesia de Cristo y nos comunica su
vida, exclamaba San Agustín: “¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh
vínculo de caridad! Quien quiere vivir sabe donde está su vida y sabe de donde le viene
la vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga
participación de su vida” (In Ioan. Ev. 26,13).
La Eucaristía nos habla de vida en plenitud. “Yo soy el pan de Vida. El que viene a
mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed (…) Yo soy el pan vivo
bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi
carne para la Vida del mundo” (Jn 6,35.51).
Por esto mismo, la celebración eucarística es el aporte más importante que hacemos
a la sociedad. Este sacramento, inspira nuestra conducta, y nos abre al sentido de la
gratuidad, pues al comunicarnos la vida divina que desde Cristo llega a nosotros, ésta
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nos impulsa al amor a los demás, y a la colaboración voluntaria con las obras de justicia
y de misericordia. Nos convierte en instrumentos del amor y de la vida en plenitud que
nos trajo el mismo Jesucristo. Nos mueve a un amor realista que, incluyendo la justicia,
la supera. Nos educa en la solidaridad con el prójimo, sobre todo el más doliente y
necesitado.
Dando concreción a este compromiso, la colecta anual de Caritas en esta ocasión
lleva por lema: “Pobreza cero. Vida digna para todos”. Sólo quiero recordarles la
exhortación de San Pablo: “Ya conocen la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que
siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza” (2Cor
8,9).
Nos decía al respecto nuestro papa Benedicto XVI: “Los cristianos han procurado
desde el principio compartir sus bienes (cf. Hch 4,32) y ayudar a los pobres (cf. Rom
15,26). La colecta en las asambleas litúrgicas no sólo nos lo recuerda expresamente,
sino que es también una necesidad muy actual. Las instituciones eclesiales de
beneficencia, en particular Caritas en sus diversos ámbitos, prestan el precioso servicio
de ayudar a las personas necesitadas, sobre todo a los más pobres. Estas instituciones,
inspirándose en la Eucaristía, que es el sacramento de la caridad, se convierten en su
expresión concreta; por ello merecen todo encomio y estímulo por su compromiso
solidario en el mundo” (Sacramentum caritatis 90).
Por gracia del Espíritu de Dios, que infunde la caridad, la Iglesia Católica cuenta
con las redes de solidaridad más extensas y acreditadas, tanto a nivel universal,
continental, nacional o diocesano. No nos jactamos por ello. Sabemos que no podemos
solucionar todo, ni la Iglesia puede asumir todas las obligaciones que son propias del
Estado. Sólo tratamos de dar testimonio en coherencia con nuestras convicciones. En
cuanto a la niñez, en muchas de nuestras instituciones, en esta ciudad y en el resto de la
diócesis, atendemos en forma gratuita y también callada, no sólo algunas decenas sino a
varios centenares de niños en situación de riesgo, desde su tierna infancia, en nuestras
guarderías, hogares y comedores.
La Eucaristía, sacramento que nos impulsa al amor social, es igualmente el
sacramento que nos obliga a la defensa de la vida en todas sus etapas y manifestaciones:
desde su concepción hasta su término natural; desde el modo en que el ser humano es
concebido hasta el modo como parte de este mundo; en la recta concepción del
matrimonio y la familia, lugar primero de la educación en la fe y en los valores morales;
en el ejercicio del derecho de los padres a tutelar la vida moral de sus hijos sin la
indebida ingerencia del Estado.
Al respecto, el Santo Padre hablaba de “coherencia eucarística” y afirmaba: “Estos
valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos,
conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente
interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes
inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana. Esto tiene además una
relación objetiva con la Eucaristía (cf. 1Cor 11,27-29). Los Obispos han de llamar
constantemente la atención sobre estos valores. Ello es parte de su responsabilidad para
con la grey que se les ha confiado” (Sacramentum caritatis 83).
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IV. Adora a tu Señor, Iglesia santa
Durante la Misa crismal de este año, he expresado mi propósito de “comenzar a
hablarles con más asiduidad de la presencia real de Cristo en la Eucaristía y promover
en la diócesis el culto al Santísimo Sacramento. Recojo de esta manera un deseo de los
Obispos de todo el mundo que participaron del Sínodo sobre la Eucaristía y que el Papa
Benedicto XVI formuló así en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis:
«Recomiendo ardientemente a los Pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios la práctica
de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria (…). Además, cuando sea
posible, sobre todo en los lugares más poblados, será conveniente indicar las iglesias u
oratorios que se pueden dedicar a la adoración perpetua» ” (nº 67).
A lo largo del próximo “año de la fe” una comisión se encargará de presentar
iniciativas más concretas de carácter diocesano. Pero es de desear que algunas formas
clásicas de adoración eucarística, previstas en el Ritual de los Sacramentos, sean
recuperadas en todas las parroquias desde ahora. Nuestro mundo necesita con urgencia
el remedio de la adoración y del silencio, más que las palabras y el ruido. Debemos
recordar que además de la comunión sacramental, existe la comunión espiritual, que se
expresa en la adoración silenciosa del santísimo sacramento, la cual prolonga y prepara
lo que hacemos en cada Misa.
Queridos hermanos, sacerdotes y diáconos, religiosos y religiosas, miembros de la
vida consagrada; laicos de las diversas instituciones de apostolado; representantes de las
autoridades civiles, del Honorable Consejo Deliberante, del cuerpo consular, de las
fuerzas de seguridad, de las fuerzas vivas de la sociedad, niños y jóvenes abanderados
de escuelas y colegios; y queridos fieles en Cristo: todos nosotros formamos el Cuerpo
de Cristo que es la Iglesia. Es hermoso que estemos juntos para expresar la unidad que
nos da la fe y que la Eucaristía consuma. En este santísimo sacramento, la vida personal
y social alcanza plenitud de significado. Permítanme concluir con la exclamación bien
conocida por todos, en la que los invito a participar: “¡Bendito y alabado sea el
santísimo sacramento del altar! ¡Sea por siempre bendito y alabado!”
+ ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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