Confía en tu misterio Había una vez un árbol. Fue allá en los tiempos viejos, y en tierras del Líbano. En la ladera de un cerro que miraba al lejano mar, crecía un arbolito junto con muchos otros. Todos los árboles eran diferentes y tenían sueños diferentes. El pequeño árbol se quedaba por las noches mirando al cielo estrellado, y soñaba. Se imaginaba que cada estrella era simplemente una de las joyas del tesoro del Gran Rey. Y quería llegar a dar su madera, cuando fuera grande, para que el rey hiciera con ella un cofre. Quería llegar a ser una hermosa arca donde el rey pudiera guardar lo mejor que tuviera entre todos sus tesoros. Porque todos, hasta los árboles más pequeños, sabían que el Gran Rey estaba por venir. Y cada uno quería prepararse con lo mejor de sí mismo para colaborar en su gran empresa. Fue creciendo y se fue haciendo un árbol grande y fuerte, soñando siempre con ser importante y útil para el Gran Rey cuando éste viniera. Un buen día los leñadores subieron las laderas, y tras talar los árboles, bajaron sus troncos hasta el mar, a fin de llevarlos hacia el sur, para acabar en el gran mercado de maderas de Jerusalén. Una vez allí el árbol fue comprado por un campesino del sur, a quien ni se le pasó por la mente el hacer un cofre con aquella madera. Sus únicos tesoros eran los animales, que por la noche necesitaban refugiarse en un viejo establo. Y para ellos construyó un comedero. Lo mejor de aquel árbol soñador terminó siendo destinado a un pesebre para guardar el pasto que comían los animales. Rodeado de todo lo que suele haber en un establo, el pobre arbolito convertido en algo tan distinto del cofre que había imaginado llegar a ser, pensaba que la triste realidad convertía en ironía lo mejor de sus sueños. El Gran Rey no había llegado. Y el día que eso sucediera, él ya no tendría nada para darle. El destino lo había llevado a ser todo lo contrario de un cofre. Rodeado de suciedades, y lleno de paja, pensaba que ni siquiera era digno de presentarse ante el Gran Rey a fin de ofrecerse para ningún otro menester. En estos tristes pensamientos ocupaba las largas noches de invierno, oscuras y frías, mientras los animales se refugiaban en el establo. Y en una de esas tantas noches, sucedió lo extraordinario. Oscurecía ya. Una joven mujer embarazada, acompañada por su esposo, entró en el establo buscando un refugio donde pasar esa noche. Parecía que el parto era inminente. Y así fue. En medio de la noche, se escuchó un llanto. Y el pequeño recién nacido, envuelto en pañales, fue puesto por su madre en el pesebre lleno de paja. Entonces se produjo el milagro. La noche mala se volvió Noche Buena. El establo se pobló de ángeles, de luz y de cantos. Acudieron los pastores diciendo maravillas de aquel pequeño en el cual reconocían al Salvador. En cada fibra de su madera, el antiguo arbolito reconoció el cumplimiento de su viejo sueño. Realmente esa noche se había cumplido su mayor anhelo: ser cofre para el tesoro del Gran Rey. No sabemos de su historia posterior. Quizás simplemente continuó en su misión de servir a los animales. Pero en cada Navidad su sueño se multiplica hasta el infinito, y vuelve a acunar en su interior al Niño Dios. Texto original de Mamerto Menapace. Adaptación de Óscar Alonso