EL IMPRESOR-EDITOR Y LOS ROMANCES

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EL IMPRESOR-EDITOR Y LOS ROMANCES
GIUSEPPE DI STEFANO
(Università di Pisa)
I
T
RATARÉ DE ediciones impresas del romancero viejo en el siglo XVI,
con algunas referencias a la difusión manuscrita, incluso a documentos que suponemos no destinados al público; citaré también
un caso interesante de ‘edición’ oral, obviamente dentro de la tradición
moderna.
La falta de testimonios obliga a silenciar el siglo XV, cuyos manuscritos
poéticos fueron muy poco permeables a los romances. El Cancionero
musical de Palacio, el único en darles notable espacio, no entra en la
categoría de las ediciones, porque era un instrumento de trabajo interno
de la Capilla musical de los Reyes Católicos, y porque los textos romanceriles se transcribieron a lo largo de la primera década del siglo XVI. En
la misma época se tiende a colocar el Cancionero de Londres, otra generosa fuente de romances, pero él también era ajeno a funciones editoriales y destino público. La imprenta del siglo XV debió de sacar pliegos
sueltos con romances, pero el más antiguo que tenemos –en fragmentos–
se fecha también en los primeros años del siglo XVI. Es una coincidencia
cronológica casual; pero en parte revela la nueva orientación cultural y
del gusto que se va robusteciendo, con la consiguiente actividad de registración y divulgación. Por el contrario, no es nada casual que los manuscritos del siglo XV coincidan en la exclusión casi completa del romancero.
Lo confirma el Cancionero general recopilado por Hernando del Castillo
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a caballo de los dos siglos y publicado en Valencia en 1511, que podríamos definir, por su perfil de conjunto y por su imagen gráfica, como el
primer manuscrito-impreso cancioneril colectivo, dado que es de un solo
autor –Juan del Encina– el primer Cancionero profano impreso, en 1496.
Al abrirse novedosamente a los romances, los arrincona en la zona del
volumen donde reúne invenciones, letras, glosas de motes, villancicos,
preguntas, cosas de burlas. Con una jerarquización similar, Jerónimo Pinar
al final del siglo anterior, en su Juego de naipes para diversión de la corte
(que conocemos gracias a Castillo y a su Cancionero), había asociado a
romances, y no a las cultas canciones, los últimos naipes de la baraja, los
destinados a jugadores de menor categoría nobiliaria. Al igual que Pinar,
Hernando del Castillo selecciona los romances más afines a la temática
amorosa cancioneril y con sus glosas casi todos, por el obvio superior
interés hacia éstas. Tal actitud no merma el mérito de Hernando del Castillo.
Le superaría, si pudiéramos considerarlo editor, el contemporáneo recopilador del Cancionero de Londres, no tanto por el número de romances
que transcribe, como por una distinta función –y acaso concepción– del
romance en su diálogo con los poemitas cultos: el texto tradicional no es
ocasión para un juego más formal que conceptual, sino la sede del caso
de amor narrado, es un exemplum concreto dentro de la red de abstracciones que el yo lírico entreteje y desarrolla en los textos colindantes. La
consiguiente distribución de los romances en este cartapacio es radicalmente distinta, y resulta más atractiva por la variedad textual, la densidad
semántica y por el gusto de los enlaces. Puede que tal contextualización
paradigmático-dinámica opuesta a la sintagmático-estática del Cancionero
general se deba al hecho de haberse formado –el Cancionero londinense–
para un uso del todo personal. ¿Su amanuense-propietario lo habría mantenido igual si lo hubiera entregado a una imprenta para destinarlo al público?
II
Hernando del Castillo, naturalmente, se plantea el problema de los
destinatarios, de sus gustos y exigencias e, incluso, de su comodidad de
lectura y consulta de tan amplia y compleja recolección. Leamos sus reflexiones y avisos prologales, que definen las preocupaciones constantes de
nuestros editores, y no solamente de ellos, desde luego.
Castillo empieza informando que su primitivo proyecto fue el de una
colección personal; pensemos, una vez más, en el Cancionero de Londres.
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Sin embargo, amigos aficionados como él a la poesía y admirados ante la
riqueza e interés del fruto de tanta pesquisa, le convencieron para que
lo divulgara. La circunstancia es más que verosímil, a pesar del topos; la
empresa individual se robustece y realiza al calor del interés y de la ayuda
de una pequeña comunidad. Así sucederá con el primer Romancero, como
dirá Martín Nucio en el prólogo de su Cancionero de romances, y se
repetirá en las Silvas, que de una llegarán a tres por el entusiasmo de los
lectores, pero sobre todo por las aportaciones de los amigos del editor,
como relatará él mismo.
Editar no es un sencillo pasar a la imprenta y multiplicar para el público
los ejemplares de su propio cartapacio. Castillo avisa que el texto sale
después de haberlo «ordenado y corregido por la mejor manera y diligencia que pude»; e insta al dedicatario, el Conde de Oliva, para que se
digne a no solamente leerlo, sino a enmendar todo lo que «o no pude o
no supe corregir ni mejor ordenar». Hay más: Castillo pide a los lectores
sugerencias para cualquier cosa que «hallaren mal puesta o mudada de
aquel tempre que sacó de la primera fragua de sus autores». La añoranza
de los originales o de copias autorizadas se manifiesta con una sinceridad
de tonos que contrasta con el formulismo de gran parte de estas prosas:
«con toda la diligencia que puse, aunque no pequeña, no fue en mi mano
aver todas las obras –que aquí van– de los verdaderos originales o de
cierta relación de los autores que las hizieron».
Ordenar y corregir, corregir y ordenar: es la preocupación de cualquier
recopilador de antaño y de hogaño, en particular cuando la empresa es
pionera. La de Castillo lo era, primero en la forma del libro impreso, que
requería un producto con solvencia hacia intereses económicos por un lado
y hacia las exigencias de una multitud de lectores por otro; era pionera
también en la extensión del panorama cronológico, de autores y de
géneros, en la riqueza de textos.
Pionero fue también Martín Nucio con la edición de los romances y se
enfrentó con los mismos problemas: la calidad de los textos y su ordenación. Podemos dar por seguro que las fuentes de Castillo, todas o casi,
eran escritas. Es muy probable que también lo fueran la mayoría de las
de Nucio, esencialmente pliegos sueltos, además del Cancionero general
para los romances trobadorescos; acaso también alguna coleccioncita u hoja
manuscritas. Lamenta haber tenido entre manos a veces «exemplares […]
muy corruptos». Baste pensar en lo descuidado de ciertos pliegos o en los
reflejos de una tradición oral confusa que percibimos en las raras versiones
manuscritas de aficionados, como el «Gentil dona» del cuadernillo de Olesa,
donde la huella de una transmisión descuidada, evidente en el exordio,
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contrasta con lo pulido de la copia, o como los dos romances históricos
recién descubiertos en hojas notariales de la primera mitad del siglo XV o los
tres romances novelescos discutiblemente atribuidos a Rodríguez del Padrón
en el Cancionero de Londres. En los textos que a Nucio llegaron por vía
oral era la memoria de los recitadores que a veces fallaba: «no se podian
acordar dellos perfectamente». A nuestro editor le inquietaba sobremanera
el estado de aparente fragmento. En más de un caso pudo remediar en
la segunda edición de su Cancionero, en 1550.
En el mismo año sale la Primera Parte de la Silva de varios romances,
que se abre con un plagio: el saqueo y la adaptación de la Advertencia de
Martín Nucio. Es significativa la contracción de las frases de Nucio sobre la
calidad de los textos, omitiéndose: «Yo hize toda diligencia porque uviesse
las menos faltas que fuesse possible y no me ha sido poco trabajo juntarlos
y enmendar y añadir algunos que estauan imperfectos». El afán del editor,
Esteban de Nájera, se ha desplazado hacia requisitos distintos, como veremos.
Recupera en parte la frase Jaume Cortey, al sacar en Barcelona una inmediata reimpresión de la Silva, manifestando asimismo la que parece una
limitación a fuentes escritas para lo añadido, cuando afirma que ha buscado
«los mas y mejores romances que he podido hallar en escripto». En poco
tiempo se ha pasado del pionerismo de Nucio a una producción de Romanceros que se piratean unos a otros, como ocurría entre los pliegos.
El impresor-editor del pliego suelto no desperdicia espacio para advertencias, que además serían ajenas a tal producto marcadamente popular.
Dada la variabilidad textual de los romances, la tacha de imperfectos o
incompletos se puede achacar con seguridad al editor solamente en casos
muy contados. Doy un ejemplo: el impresor granadino Hugo de Mena
sacó un pliego con el Romance de Gaiferos libertador de Melisendra suprimiendo con acierto aquí y allá muchas parejas de octosílabos para que
pudiera caber en las cuatro hojas, dado que utilizaba unas viejas letras
góticas de gran tamaño. Situación radicalmente contraria, de atención
máxima y declarada a la calidad del texto, es la de un cuadernillo conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, cuyo título reza e informa:
El romance muy antiguo y viejo del moro Alcayde de Antequera: nueuamente enmendado de todas las variaciones y letras: que comunmente
se le suelen dar: con una glosa muy conforme de Christoual velazquez
de Mondragon: que hizo a complacencia de un cauallero su tio llamado
Gutierre velazquez de Cuellar.
Para quien tenga cierta familiaridad con los pliegos sueltos, un título
como éste resulta bastante atípico, tanto en su primera parte como en la
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segunda, donde se declara la función y el valor de rebuscado obsequio
que se confía al cuadernillo. Este exhibe una elegante y suntuosa portada
que ocupa totalmente el recto de la primera hoja; en el envés aparece el
romance con sus parejas de octosílabos numerados, caso único en todos
los impresos antiguos conocidos de romances; en las demás hojas está la
glosa, donde vuelven los números para localizar en cada décima los versos
del romance. A tales ‘anomalías’ podemos agregar la atribución del pliego
a la imprenta salmantina de Pedro de Castro, hacia 1541, una imprenta
ajena a la producción de pliegos sueltos populares. Estamos claramente fuera
de la tradición editorial de los cuadernillos poéticos, sin que esto suene a
reservas sobre la calidad textual de esa tradición, realmente inverificable.
Cuando compone su Cancionero de romances, Martín Nucio sabe que
no tiene predecesores para el género romanceril: se disculpa por la faltas
eventuales al «ser la primera vez». Pero cuando lo titula Cancionero sí
tiene el modelo, el de las recopilaciones de la poesía culta, donde la preocupación por la integridad de los textos era norma: en su Advertencia hay
ecos de los avisos de Hernando del Castillo. Sucesivamente, con su rápido
arraigo, la novedad afirma su autonomía ya en los títulos, propios; disminuye la atención textual al reforzarse el derecho del romancero a ser él
también protagonista en la demanda y en la producción de los libros de
poesía, con lo peculiar de sus textos, la inestabilidad bien conocida por
editores y público. El empeño en la preparación del volumen tiende a
trasladarse hacia otras vertientes.
III
Al lado del afán por conseguir textos correctos, Hernando del Castillo
subrayó su labor para darles un orden, creando secciones por autores y
géneros. Frente a los romances, género único y anónimos, Martín Nucio
se orientó obviamente hacia la materia: «También quise que tuuiessen
alguna orden –nos avisa– y puse primero los que hablan de las cosas de
francia y de los doze pares. Despues los que cuentan historias castellanas
y despues los de troya y ultimamente los que tratan cosas de amores». Al
ser el primer intento, teme alguna confusión. Y en efecto la hay.
La precedencia dada a «los que hablan de las cosas de francia», y por
lo tanto la abertura con el Dirlos, el Marqués de Mantua, el Gaiferos, etc.,
son sugerentes e invitan a alguna consideración. La materia de Francia, y
en particular textos como los que acabo de citar, eran unos de los más
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presentes en los pliegos sueltos, dominantes durante los dos primeros
decenios del siglo XVI (dentro de los límites de nuestra documentación) y
sin rivales todavía hasta comienzos del siglo XX. Martín Nucio sigue una
corriente que se ha formado y engrosado por ser los romances con la
materia de Francia amplia y densamente narrativos, ofreciendo relatos con
su comienzo, su medio y su fin, y textos con exordios y conclusiones; o
sea, por ser pequeños poemas que en verso y brevemente (y por pocas
monedas) excitaban y satisfacían los mismos gustos que llevaban lectores
más dotados y exigentes hacia los libros de caballerías y también –al mediar
el siglo– hacia los proliferantes poemas épicos cultos, traducidos u originales.
Recordemos la oscilación entre los dos géneros y mundos en los exordios
de don Quijote y quizás en los del mismo narrador. Y los romances carolingios, además, eran textos cuya transmisión relativamente estable no creaba
problemas de imperfecciones como los entendía y temía Nucio.
En el Cancionero de romances la vertiente narrativa del romancero
preside de alguna manera la sucesión de los textos dentro de las distintas
secciones, sobre la base de una cronología de los sucesos narrados que a
veces es real, a veces imaginaria. Al presentar su propia reimpresión de los
Romances nueuamente sacados de historias antiguas de la cronica de España
de Lorenzo de Sepúlveda, Martín Nucio –una vez manifestado el orgullo de
haber estrenado y estimulado la nueva corriente editorial–, avisa al lector:
Agora ha venido a mis manos un libro nueuamente impresso en Sevilla,
el qual me parecio imprimir por seguir el intento con que esto comence
y trabaje que en el se pusiessen algunos romances no como estauan sino
como deuen, porque auiendo en el muchos que tratan de una mesma
persona no me parecio justo que estuuiessen derramados por el libro
como estauan, mas que se juntassen todos en uno, porque de esta manera
la historia dellos sera mas clara y al lector sera mas aplazible.
Esteban de Nájera en su Silva primera, al plagiar la Advertencia de
Nucio, toca el problema del orden de los romances, pero prefiere abrir el
libro con los de tema religioso, el más alto de todos: era una costumbre
piadosa y Hernando del Castillo la había respetado ya. Recordemos –al
margen– que también Nájera tiene cierto mérito de pionero cuando publica,
en 1554, con una cuidada estructuración, el Cancionero general de obras
nuevas, donde a las compuestas «por el arte española» une novedosamente las elaboradas «por la toscana».
Juan Timoneda se muestra sensible a la organización, como sensible
era a la vertiente comercial de sus iniciativas. Desde el título de su Flor
de enamorados, deja constancia de que el tomito ha sido «por muy linda
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orden copilado»; al sacar la primera de sus Rosas, la de Amores, después
de haber lamentado la dispersión de sus «infinitissimos romances», informa
que por fin los reúne «y por ser tantos, diuidillos en quatro partes, dandoles
el competente lugar que merecen. Verdad es que por dos causas me uve
de allegar a algunos romances viejos. La una por dar perfeccion a las
historias acometidas […]», o sea, aquella ‘perfección’ narrativa que orientaba a Nucio. La información desemboca fácilmente en la formación: el
didactismo se estrena con Sepúlveda y encuentra favor conforme se va
reforzando la composición de romances de tema histórico sobre el pasado
nacional, con entradas frecuentes de la historia contemporánea.
Remotas nos aparecen las Silvas, que ya en el título guiñaban el ojo a
un lector que se suponía adicto a una mezcla de lo serio y lo ligero:
Primera parte de la Silva de varios Romances. En que están recopilados la
mayor parte de los romances Castellanos que hasta agora se han compuesto.
Hay al fin algunas canciones e coplas graciosas e sentidas, que se aumentan
y varían en las reimpresiones y en la Segunda Parte, y después en la Silva
compendiada de 1561 y reediciones. Se trata de una práctica que tiene su
análogo –y probable modelo– en tantos pliegos sueltos romanceriles, sobre
todo de la primera mitad del siglo XVI. Actúa el principio de la lectura
como recreo, donde la variatio formal y temática es recurso esencial. Por
esta vertiente, el Cancionero general de Castillo en sus muchas reimpresiones y revisiones (por obra también de Nucio y de Nájera) constituyó
un modelo gigantesco y una mina inagotable, junto con sus derivados y
retoños monográficos, los varios Espejos de enamorados, Dechados de
galanes, Cancioneros de obras de burlas provocantes a risa, etc. Es muy
significativo que ninguno de los pocos pliegos fechados o fechables (gracias
a Norton) antes de 1511, tenga tales rasgos cancioneriles.
Los pliegos sueltos no fueron insensibles a la ordenación de los
romances. El acoplamiento casual es bastante corriente, pero en muchos
cuadernillos se detectan también evidentes criterios de unidad, teniendo
en cuenta –de todas formas– que en las cuatro hojas caben pocos textos.
Hay pliegos que podríamos definir de autor, pues reúnen romances cuyas
glosas son de un mismo versificador; otros pliegos agrupan por temas: el
amor, la muerte trágica, la materia de Francia, etc. Los hay más rebuscados, como los que podríamos colocar bajo el lema ‘caída de príncipes’.
Casi siempre alguna Canción o algún Villancico remata cada texto o el
pliego. Son moldes que se van deshaciendo a lo largo de la segunda mitad
del siglo. Dar cuerpo a contextos con una semántica suprasegmental es
la dimensión ‘creativa’ de la actividad del impresor o del editor, más variada
en los pliegos, de constante recomposición, que en los volúmenes.
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IV
Hernando del Castillo dedicó varios años de búsquedas –veinte, nos
dice– para reunir su extraordinario caudal de textos; y como no hay razones
para poner en duda lo que declara sobre la originaria destinación del todo
privada de su recolección, podemos suponer que el buscar sin apremios
externos y el saborear los textos formaban parte esencial del placer de esta
actividad de investigación, hallazgo, valoración y copia. Copia nada menos
que de «todas las obras que de juan de mena aca se escriuieron o a mi
noticia pudieron venir». Es el deseo –o la pretensión– de la exhaustividad.
Vienen a la memoria los seis «todos» que en la primera docena de renglones
de su Dedicatoria del Cancionero a Juan II ensartó Juan Alfonso de Baena:
ha reunido, pretende asegurar, «todas las cantigas», «todas las preguntas»,
«todos los […] dezires», «todos los […] proçessos e requestas que en todos
los tiempos passados fasta aqui» compusieron Villasandino y «todos los
otros poetas». Baena, que confecciona un unicum para su Rey, realza su
propia labor y espera admiración y agradecimiento. Lo mismo espera
Castillo de parte del Conde de Oliva. Pero el producto de Castillo aspira
a un abundante público de lectores, de compradores. La exhaustividad realzada por Castillo acaba siendo también un elemento de propaganda comercial, aunque comunicada entre los muchos renglones de la Dedicatoria.
En ediciones sucesivas se da resalte a los añadidos en la zona del título,
callándose lo sustraído.
Martín Nucio es recopilador e impresor, y su destinatario es el público
nada más. Ya el título de su Cancionero de romances anuncia que el libro
contiene «la mayor parte de los romances castellanos», especificando en
la Advertencia: «todos los romances que han venido a mi noticia»; y cuando
reimprime los Romances de Sepúlveda informa, en la portada, que «Van
añadidos muchos nunca vistos», señalando el otro elemento de atracción
–la novedad– que acompaña la cantidad. Nájera usará ambas fórmulas
en los títulos de sus Silvas. Y recordemos lo «infinitissimos» de Timoneda.
Nuestros editores no son muy originales en esto. Ese tipo de propaganda, que no excluye a veces un auténtico afán de exhaustividad, era
bien conocido en el mundo editorial, sobre todo para productos destinados a un público mayoritario. El modelo inmediato lo tenían ya en casa,
o sea en una de sus fuentes más aprovechadas, los muchos pliegos sueltos
que rellenaban las cuatro hojas con cuantos más textos podían, proclamando su número en los títulos: «Aquí comiençan cinco romances […]»,
«[…] seys romances […]», «Siete Romances […]», «Siguense ocho romances
[…]», «[…] diez maneras de romances […]», «[…] onze maneras de romances
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[…]», «Aquí se contienen doze Romances […]», y casi siempre anunciando
también el cortejo de glosas, desfechas, villancicos.
Los supera todos, y es muy probable que se tratara ya de un libro
–como se autodefine– el casi por entero perdido Libro en el qual se
contienen cincuenta romances con sus villancicos y desechas. Entre los
quales ay muchos dellos nueuamente añadidos: que nunca en estas tierras
se han oydo. Las tierras se supone que eran las del Levante y los añadidos
llevan a pensar que se trate de una segunda edición, fechable hacia 1525
y dada a luz acaso por Amorós en Barcelona. Aunque primitivamente
pudo derivarse de la sección de romances del Cancionero de Castillo enriquecida, su segundo título-sumario en el reverso de la primera hoja y las
siguientes tres hojas conservadas, revelan claramente la confección de un
libro de romances. Un libro que estaba sí vinculado al General pero que
al mismo tiempo acogía una variedad de textos no contemplada por
Castillo, los marcadamente narrativos: el Romance de Calisto e Melibea,
tres carolingios con un Gaiferos, el de la Reyna Helena, el de Paris y las
tres deesses, todos en las hojas perdidas. Materia típicamente romanceril,
pero materia también con rasgos temáticos cancioneriles o caballerescos,
o sea, alta –dentro del género–.
Este Libro de cincuenta romances no le quita a Martín Nucio su palma
de pionero, pero sí un poco se la poda y la matiza. El Libro reúne y exalta
también los dos rasgos publicitarios que dominarán en los Romanceros:
la cantidad y la novedad, sin duda más rentables que la calidad. Del orden
nada dice; y cincuenta textos lo habrán requerido. La extensión de lo
perdido impide cualquier juicio. Entre lo poquísimo conservado, desde el
Melisenda insomne hasta el Fuente fría, con tres trobadorescos y un
Romance en loor de Valencia fuera de propósito pero ya en el General,
el enlace es el cuento y el canto de la pasión y de la pena de amor; con
un enlace menor por añadidura: el dormir. En efecto, el primer texto
empieza «Todas las gentes dormían» y le siguen: «Durmiendo estaua el
cuydado» y «Yo me estaua reposando, | durmiendo como solía». Un tipo
de nexo curioso y no creo casual, ni tampoco único: por ejemplo, en el
Cancionero de Londres hay algún caso parecido; y en su Cancionero de
romances Martín Nucio colocó entre los fronterizos, y no con los del Cid,
el Romance del rey moro que perdió Valencia, por esa palabra «moro» en
el exordio. Con un salto radical de ambiente y de época, enlaces análogos
captamos –junto con otros menos mecánicos– en el orden con que uno
de los más interesantes atesoradores de romances en la tradición oral
moderna, el gitano Juan José Niño, fue recitando su magnífico acervo de
textos al gran recolector Manrique de Lara en 1916. En poesía oral, recitar
es una manera de editar.
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NOTA COMPLEMENTARIA
Algunos de los puntos aquí expuestos los he tratado más detalladamente
en: «Marginalia sul Romancero (2ª serie)», Miscellanea di studi ispanici,
Pisa: Università, 1969-1970, págs. 91-122; «Il pliego suelto cinquecentesco
e il romancero», en Studi di filologia romanza offerti a Silvio Pellegrini,
Padova: Liviana, 1971, págs. 111-143; «La difusión impresa del romancero
antiguo en el siglo XVI», Revista de Dialectología y Tradiciones Populares,
32-33 (1976-1977): Homenaje a Vicente García de Diego, II, págs. 373-411;
«La tradizione orale e scritta dei romances. Situazioni e problemi», en
Oralità e scrittura nel sistema letterario. Atti del Convegno (Cagliari, 1980),
Roma: Bulzoni, 1982, págs. 205-225; «El Romance de don Tristán. Edición
‘crítica’ y comentarios», en Studia in honorem prof. M. de Riquer, Barcelona: Quaderns Crema, 1988, III, págs. 271-303; «Romances al servicio de
amor en el Cancionero General de Hernando del Castillo», en Homenatge
a Amelia García-Valdecasas Jiménez, Valencia: Universitat, 1995, II, págs.
837-845; «Romances en el Cancionero de la British Library, Ms. Add. 10431»,
en Nunca fue pena mayor. Estudios de literatura española en homenaje a
Brian Dutton, Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha, 1996, págs.
239-253; «El pliego suelto: del lenguaje a la página», en Imprenta y crítica
textual en el Siglo de Oro, dirigido por Francisco Rico, Valladolid: Centro
para la Edición de los Clásicos Españoles, 2000, págs. 171-185; «Transcribir-transcodificar: el ejemplo del romancero», en Textualización y
oralidad. Seminarios Internacionales del Instituto Universitario Menéndez
Pidal, I; Madrid: Visor Libros, 2003, págs. 87-108, y «Enlaces temáticotextuales en la memoria de un recitante: el romancero del gitano Juan
José Niño» (en prensa).
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