¡RESUCITÓ Y ESTÁ ENTRE NOSOTROS! Domingo de Resurrección - A/ 24 abril 2011 P. Jesús Álvarez ssp. El primer día después del sábado, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro, y vio que la piedra que cerraba la entrada del sepulcro había sido removida. Fue corriendo en busca de Simón Pedro y del otro discípulo a quien Jesús amaba y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.» Pedro y el otro discípulo salieron para el sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Al inclinarse, vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Pedro llegó detrás, entró en el sepulcro y vio también los lienzos en el suelo. El sudario con que le habían cubierto la cabeza no estaba por el suelo como los lienzos, sino que estaba enrollado en su lugar. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero; vio y creyó. Pues no habían entendido todavía la Escritura: que él "debía resucitar" de entre los muertos. (Jn. 20,1-9). Jesús, siempre que les hablaba de su muerte a los discípulos, les anunciaba también su resurrección, pero no entendían eso de la resurrección, pues no cabía en sus esquemas, a pesar de haber presenciado la resurrección de Lázaro, del hijo de la viuda de Naín, de la hija de Jairo. Sólo creyeron cuando lo vieron resucitado y pudieron tocarlo. “Soy yo. Tóquenme y observen. Un espíritu no tiene carne y huesos como yo tengo”. La resurrección era algo tan maravilloso, que ni se atrevían a suponerla. Y lo mismo les pasa hoy a gran parte de los cristianos, que acompañan las imágenes del crucificado en las procesiones, hasta que las dejan en ellugar de siempre. Tal vez creen teóricamente en la resurrección, pero no en Cristo resucitado presente, según su palabra: “Estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Pero si Cristo no hubiera resucitado ni estuviera presente entre nosotros, si no creemos que está entre nosotros, de nada valdría su encarnación, nacimiento, vida y muerte. Así lo afirma san Pablo: “Si Cristo no está resucitado y si nosotros no resucitamos, nuestra fe no tiene sentido alguno y nuestra predicación es inútil..., y nuestros pecados no han sido perdonados” (1Co 15, 14-16). Hay que evitar la predicación “dolorista” y “fúnebre”, que oscurecería la perspectiva pascual de la Semana Santa, y de la vida cristiana, pues la una y la otra reciben de la Resurrección su sentido feliz y su fuerza redentora. Si no se cree en el Resucitado, se prescinde de quien habla en la predicación, del único que puede perdonarnos y salvarnos, de quien hace la Eucaristía y los demás sacramentos... Así se cae en el triste “cristianismo sin Cristo”, cristianismo de un Cristo muerto. Y el culto se queda en puro ritualismo mágico. La verdadera fe en la resurrección es fe de amorosa adhesión a Cristo resucitado, Persona presente, actuante, y fe gozosa en nuestra propia resurrección. La Resurrección es la verdad que fundamenta nuestra fe y nuestra experiencia real cristiana, enciende en nosotros el anhelo de vivir con él y el deseo de sufrir, morir y resucitar con él y como él. Desde que Jesús resucitó, la muerte ya no es una desgracia, sino un don, por ser puerta de la resurrección y de la gloria eterna. Hay personas, realidades, situaciones, deleites y alegrías tan maravillosas en este mundo, que suscitan el deseo de resucitar para gozarlas eternamente en el paraíso. Perderlas para siempre sería la máxima desgracia. Entonces surge la alegría de vivir y de morir para resucitar; alegría que aligera nuestras cruces, y nos lleva a la plenitud gozosa de la vida cristiana, apoyados en la palabra infalible de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días” (Mt 28,20). Entonces él nos hace capaces de testimoniar su Resurrección, de testimoniarlo a él resucitado y presente, de forma especial en la Eucaristía, en su Palabra, en el prójimo, en las penas y alegrías. Hechos 10, 34. 37-43 - Pedro, tomando la palabra, dijo: «Ustedes ya saben qué ha ocurrido en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicaba Juan: cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y sanando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. Y ellos lo mataron, suspendiéndolo de un patíbulo. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió que se manifestara, no a todo el pueblo, sino a testigos elegidos de antemano por Dios: a nosotros, que comimos y bebimos con él, después de su resurrección. Y nos envió a predicar al pueblo, y a atestiguar que él fue constituido por Dios Juez de vivos y muertos. Todos los profetas dan testimonio de él, declarando que los que creen en él, reciben el perdón de los pecados, en virtud de su nombre». Los apóstoles, a partir de su experiencia pascual y la venida del Espíritu Santo, ya son capaces de salir a las calles, a las plazas e ir al templo para testimoniar la resurrección del crucificado. La cobardía de muchos cristianos, evangelizadores, catequistas y pastores, tiene su origen en la falta de fe y de experiencia de Cristo resucitado presente, lo cual les priva de credibilidad y de eficacia salvífca. Cuando la mente, el corazón y la vida se cierran a la presencia del Resucitado, la resurrección pasa al campo de la leyenda, y la vida cristiana se esfuma en puras apariencias, y se vuelve a “matar” a Cristo excluyéndolo de la vida. Por otra parte, Jesús no se encontró de sorpresa con la resurrección, sino que halló en su muerte lo que había sembrado en su caminar humano: vida. Y así será para nosotros, si pasamos la existencia haciendo el bien, dando vida y sembrando la vida como él, para recuperarla de su mano al final en plenitud. Necesitamos recordar continuamente y vivir la palabra infalible de Jesús: "Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y quien vive y cree en mí, no morirá para siempre" (Jn 11, 25). Colosenses 3, 1-4 - Hermanos: Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Tengan el pensamiento puesto en las cosas celestiales y no en las de la tierra. Por que ustedes están muertos, y su vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es la vida de ustedes, entonces ustedes también aparecerán con él, llenos de gloria. La resurrección de Cristo alcanzará a toda la humanidad y a toda la creación, que “está en dolores de parto, esperando la manifestación de los hijos de Dios” por la resurrección y la gloria, esperando el “cielo donde está Cristo” resucitado. Todos los bienes, alegrías, placeres y felicidad en esta tierra no son más que una sombra, un aperitivo de lo que “ni ojo vio, ni oído oyó ni mente humana puede sospechar lo que Dios tiene preparado para quienes lo aman”. Las maravillosas realidades temporales son dones de Dios para que ansiemos sus dones eternos, inmensamente superiores. No podemos cerrarnos idolátricamente sobre esos dones temporales, olvidando a Dios y sus dones eternos, que son la plenitud de los temporales, si los gozamos con gratitud y orden, en la espera de la resurrección que nos dará la plena posesión de los bienes eternos. Todos los bienes temporales se pierden con la muerte; pero con la resurrección se recuperan para siempre, inmensamente acrecentados y multiplicados, si hemos pasado por la vida haciendo el bien. P. Jesús Álvarez, ssp. "Estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo". FELICES PASCUAS. Que disfrutes todos los días de tu vida la presencia infalible del Resucitado, y que al fin él te resucite con un cuerpo glorioso como el suyo. Es lo máximo que te deseo y pido a Dios para ti. P. Jesús Álvarez, ssp