Novela del siglo XIX

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• Introducción Histórica.
• La revolución social y política en 1868.
En sentido estricto no se puede hablar de revolución, es decir, como transformación que incide en el sistema
económico − social, en la estructura de clases y en la relación de fuerzas entre las mismas. Obviamente,
tampoco se trata de un simple golpe de Estado militar, aunque el esquema de pronunciamiento tan típico del
siglo XIX español, se vea perfectamente reproducido. Junto a esto último, en septiembre del 68 se dieron unas
circunstancias muy especiales, entre otras cosas, había un malestar muy generalizado en todo el país
provocado por la decadencia del sistema político isabelino, el levantamiento tuvo así más consistencia y
alcance que los otros pronunciamientos que se habían dado en el siglo XIX.
El objetivo del pronunciamiento no se dirige sólo contra un gobierno corrompido, sino contra la misma
persona de la reina, a la que se juzga incompatible con la honradez y libertad que los pronunciados proclaman.
Es importante tener en cuenta que la revolución de 1868 está enmarcada en perturbaciones de índole
económico − social que tienen que ver con Isabel. En primer lugar, la llamada crisis de subsistencias de 1863
− 1868, la última de la serie de ellas que ocurrieron a partir del siglo XVI. Crisis explicable si tenemos en
cuenta que nuestra economía, todavía en 1868 era de autosuficiencia y giraba en torno a la agricultura
tradicional; la escasez y las consiguientes alzas de precios de alimentos esenciales tenían una relevancia tal
que incidían en la coyuntura política.
Se señala como causas de la crisis de 1868 las malas cosechas, cuyos efectos no se lograron suavizar con las
importaciones de cereales, costosísimas por la dificultad del transporte y trastocadas por el acaparamiento de
la especulación. El resultado fue un alza en el precio del trigo que afectó de distinta forma a las diversas
regiones y la consiguiente aparición del hambre. Los efectos sociales de la crisis fueron mayores en aquella
zona donde la carestía del grano era endémica, como en Andalucía, a ello se debe el aumento de la agitación
social y el bandolerismo en aquella época, aunque no es posible pensar en ella como causa fundamental de la
revolución de septiembre, la crisis alimenticia acentuó la disponibilidad de los sectores populares para
sumarse al movimiento.
También, junto a la crisis agrícola tradicional se da otra en el incipiente sector capitalista, sobre todo a partir
del año 1864, la causa esencial fue que el capital procedente de la expansión financiera que tuvo lugar después
de la guerra carlista se invirtió casi exclusivamente en detrimento de la industria manufacturera, sobre todo en
ferrocarriles. Éstos se construyeron, en definitiva, a costa del sector industrial al que debieron haber prestado
apoyo. Además, cuando en 1865 las compañías ferroviarias suspendieron pagos, el sistema bancario,
concentrado en la misma se resintió también llegando a una situación desesperada.
La participación de los sectores burgueses después del desastre financiero de 1866 fue fundamental, los
núcleos burgueses y afines se lanzaron entusiasmados a apoyar la causa de la revolución septembrina. De
manera concreta, los sectores más acomodados de las burguesías, especialmente en Cataluña, creían en las
posibilidades y la habilidad de gestión de otro catalán, el general Prim y su gobierno.
Las circunstancias económicas dan a la revolución de septiembre un carácter especial que la distingue de los
típicos pronunciamientos de salón, tan comunes en el siglo XIX y en los que se barajaban sólo cuestiones
políticas, en ocasiones muy vinculadas a las rivalidades cortesanas. La crisis financiero − capitalista y la
agrícola de subsistencias coinciden en el tiempo para facilitar la acción política común de sectores sociales
contrapuestas.
La intervención popular en los acontecimientos fue decisiva en muchos lugares, aunque, en general, coincidía
con la actuación del ejército rebelde. Las Juntas Revolucionarias, que sustituyen en un primer momento a todo
el aparato del poder de la Monarquía isabelina , tenían un origen espontáneo y un carácter popular, sus
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proclamas y manifiestos están llenos de reivindicaciones sociales tales como la abolición de los consumos y
de las quintas.
Fueron miembros de la Unión Liberal y el Partido Progresista quienes hicieron suya y dirigieron la
Revolución, desarrollando un programa de defensa a ultranza de la propiedad y del resto de los criterios
básicos del liberalismo más ortodoxo. Lo republicanos, por su parte, tampoco llegaron a plantear cuestiones
que perturbaran seriamente el status quo socioeconómico, puesto que no incluían en su programas ideológicos
el democultismo social, base del de los partidos obreros.
La Revolución del 68 es preponderantemente una revolución política, en los años anteriores a 1868 la política
española era un juego entre minorías. En primer lugar porque el censo electoral estaba restringido a ciento
cincuenta mil posibles electores, en un país de casi dieciséis millones de habitantes. También porque el
mantenimiento de las prerrogativas reales y el uso extensivo de las mismas relegaba a segundo planto el poder
parlamentario. Por último, porque la corrupción electoral garantizaba el triunfo al partido que obtenía de la
reina el decreto de disolución de las Cortes, lo que, salvo excepciones, benefició siempre al Partido Moderado
y, en algunas ocasiones y al final a la Unión Liberal. A los otros dos grandes partidos, el Progresista y el
Demócrata les estaba vetado el acceso al poder mediante el juego parlamentario. La política del primero fue
durante mucho tiempo la abstención electoral combinada con pronunciamientos militares que obligaban a la
reina a llamarlos a palacio para gobernar. Los demócratas sólo esperaban de la revolución la transformación
política. La corrupción en la Corte, el favoritismo y el uso arbitrario de las prerrogativas reales se había ido
incrementando a lo largo del reinado de Isabel II con la consecuente pérdida del prestigio que ello acarreaba,
todo conducía a que cada vez se extendiera más la opinión, incluso entre sectores hasta entonces
verdaderamente leales, de que era necesario, imprescindible, su destronamiento para sanear el país.
El lugar elegido para dar el grito de guerra fue Cádiz, en cuya bahía se encontraba la escuadra, al mando del
oficial de mayor graduación en la Marina, Topete, miembro de la Unión Liberal, convencido de la necesidad
de la sublevación.
La Gloriosa se extiende a toda España y Serrano derrota en Alcolea a las tropas leales a Isabel II, mandadas
por el general Novaliches, el 28 de septiembre. La reina se ve obligada a salir del país y se exilia en Francia.
Junto al movimiento militar, la insurrección civil se propagó por todo el país, se abrieron en muchos lugares
los depósitos militares de armas y éstas se distribuyeron entre aquellos que simplemente manifestaban el
deseo de poseerlas. Así surgió una especie de ejército popular llamado los voluntarios de la libertad
Cuando las fuerzas militares concluyen su victoria entrando en Madrid, se planteó inmediatamente un
conflicto entre poderes.
La Junta Superior Revolucionaria de Madrid, cedió el poder a un recién constituido Gobierno Provisional con
autoridad sobre todo el país, sirviendo así de instrumento de legitimación al gobierno que, de ese modo, le
sucede.
Una de las primeras iniciativas de este gobierno fue la emisión del Manifiesto del 25 de octubre de 1868, en el
que se pretendían sintetizar las líneas maestras de la política de la coalición liberal, en él se confirma el
establecimiento de la soberanía nacional, el sufragio universal, el respeto por los derechos y libertades
fundamentales y se prometen profundas reformas económicas que rompan las trabas de la producción y
faciliten el crecimiento de la riqueza pública. Pero lo que es más importante, el gobierno alzado por una lucha
de masas en gran parte republicanas, se pronuncia por la forma monárquica, sin esperar a la consulta de las
urnas e instrumentalizando la costosa imparcialidad de las Juntas sobre ese tema.
Pero realmente la explicitación del monarquismo de la coalición gubernamental no se produjo formalmente
hasta el llamado Manifiesto monárquico del 12 de noviembre de 1869.
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Las Cortes constituyentes, autoproclamadas como tales en su reunión del 22 de febrero, estaban formadas por
una mayoría que integraba a grupos con una concepción muy diversa de los principios liberales y
democráticos, y que se enfrentaba a una oposición que, aunque de ideologías radicalmente diferentes, no
descartaba la posibilidad de acciones comunes antigubernamentales.
Las Cortes finalmente legidas en los comicios, celebrados entre el 15 y el 18 de enero, resultaron ser un
heterogéneo y ramificado poder constituyente. Los progresistas obtuvieron 156 actas, 81 los unionistas y 20
los demócratas. El Partido Moderado, sin representantes en la Asamblea, canalizó su actividad política pública
a través de su órgano de expresión, El Siglo.
El primer acto político de las Cortes fue la formación de gobierno, que con la denominación de Poder
Ejecutivo quedó encomendada al general Serrano, el cual reprodujo el gabinete del anterior gobierno
provisional. Inmediatamente se procedió a la elección de una comisión para que elaborara un proyecto de
Constitución que finalizó sus trabajos a comienzos de abril.
• El poder durante el sexenio 1868 − 1874.
Aprobada la Constitución monárquica se hizo apremiante la búsqueda de una nueva dinastía, que culminase la
obra constitucional y que consolidara el Estado revolucionario marcado por la provisionalidad. Que fueron
don Carlos, en potencia séptimo y don Alfonso de Borbón, hijo de Isabel II que llegó a ser el duodécimo
reinante con ese nombre.
El príncipe Alfonso, ya desde el momento de la expulsión de su madre, tuvo sus partidarios más o menos
vergonzantes entre los políticos parlamentarios, incluido el sector más conservador de la coalición
gubernamental.
La nobleza cortesana no renegó nunca de la dinastía y conspiraba en los salones para hacer posible su
advenimiento. Una parte importante de los oficiales del ejército, descontentos por los desórdenes puso los ojos
en Alfonso, sólo el prestigioso general Prim impidió que estas tendencias se explicitaran.
El primer inconveniente a que se enfrentaban los partidarios de Alfonso fue el hecho de que la reina exiliada
seguía siendo la depositaria de la legitimidad dinástica.
Costó que Isabel se decidiera a abdicar, las presiones en una u otro sentido de distintas personalidades del
Partido Isabelino jugaron en una decisión que por fin fue adoptada el 25 de julio de 1870. He venido a
abdicar, declara, libre y espontáneamente, sin ningún género de coacción ni de violencia, llevada únicamente
de mi amor a España y a su ventura e independencia de la real autoridad ejercida por gracia de Dios y por la
Constitución de la Monarquía española promulgada en el año 1845
La abdicación dio coherencia y amplió el movimiento monárquico conservador al que la prolongación de la
interinidad favoreció, entre otras cosas, porque Alfonso alcanzó la mayoría de edad.
El gobierno italiano y el rey Víctor Manuel II estaban interesado en colocar a un Saboya en el trono español,
lo que reforzaría a Italia en Europa y haría de España, si no un aliado, si un estado que se mantendría neutral
en el contencioso en torno a la integración de Roma en la nación italiana, que los enfrentaba con la Iglesia
Católica.
Los primeros tanteos dirigidos al duque de Aosta, Amadeo, hijo de Víctor Manuel, fracasan por la decidida
voluntad contraria a la aceptación de aquél, a pesar de la actitud de connivencia de su padre con el gobierno
español.
Sin embargo, después de la capitulación de Sedan e instaurada una República en Francia, lo que realza el
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papel político del republicanismo español, Prim recibe de Amadeo de Saboya, el 31 de octubre, la
autorización para presentar oficialmente a las Cortes su candidatura.
• El republicanismo.
La República se presenta con reiteración como la utopía liberal, como el último paso en el avance irrefrenable
del racionalismo.
La critica al sistema monárquico − constitucional, y pretendidamente democrático se planteaba en estos
términos, es decir, como pervivencia de un elemento integrable en el mundo de la racionalidad, cuando se
parecía aspirar a la realización completa de ésta. Así veían el intento de conciliar los dos principios, el
democrático y el monárquico, que se repugnaban, relativizar al primero por el mantenimiento en cierto grado
del segundo.
La denuncia de aquel eclecticismo como engañoso e impracticable se acompaña, no sólo de la consideración
de la República como única vía para llevar a sus últimas consecuencias al racionalismo liberal, sino también,
en el otro extremo de la idea, de que la única fórmula monárquica posible es la tradicional y teocrática, es
decir, la defendida por los carlistas. La monarquía como institución ha hecho todo su camino, ha llegado a su
término histórico, precisamente porque ha muerto su entorno teocrático, que es el único en que cabalmente se
puede sustentar.
La República no era sólo un mito político, ni siquiera, por supuesto, para Castelar, que, además, daba mucha
importancia en ella a ciertos perfiles estéticos.
El Partido Republicano representaba a los sectores menos privilegiados del arco social. Como el antiguo
partido Demócrata daba cabida entre sus directrices de acción política, a reivindicaciones populares como las
quintas y los consumos, sus máximos dirigentes expresaron con reiteración la necesidad de proceder a
determinadas reformas sociales.
Cabe añadir que el comienzo del movimiento obrero fue posible gracias a la libertad de asociación
proclamada por la Revolución del 68. Los republicanos se dieron cuenta de los efectos sociales del derecho de
asociación y lo propiciaron con esa intención.
Estaba fuera de toda duda que la República significaba llevar a sus últimos extremos el racionalismo político
y, por tanto, en gran medida, a través de la democracia política, abrir el camino al igualitarismo social. Esta
interrelación entre democracia e igualdad social, a la que daba realidad la puesta en práctica de un auténtico
sufragio universal, era asumida por muchos políticos republicanos.
El republicanismo representaba en nuestro país la opción liberal que se resistía al abandono de la burguesía de
una interpretación radical del racionalismo político.
De todo lo anterior se desprende una contradicción, que duraría hasta la II República y que está presente en la
pérdida de peso político del republicanismo a partir del momento en que se constituyen los partidos
específicamente obreros. Éstos fueron los que al final más plenamente y con más coherencia van a representar
al radicalismo democrático.
• La Primera República.
En la noche del 11 de febrero de 1873, las Cortes españolas proclaman que la forma de gobierno en España
era la República. La votación arrojó el resultado siguiente: 258 a favor de la nueva institución y 32 en contra.
España vio en la República la única posibilidad de salvación política, ya que todos los ensayos monárquicos
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ya se habían probado y consumido.
Esta actitud de aprobación al nuevo régimen en la capital de la nación no coincidió con la adoptada por la
corte de Isabel II en Francia. En la madrugada del 11 de febrero, se enteraba la ex reina de la proclamación de
la República, y lo mismo a ella que a quienes la rodeaban produjo la noticia general alegría, era el preludio de
que pronto regresaría a España.
Recién proclamada la República tiene comienzo la lucha por el poder, y precisamente por quienes tenía menos
derecho a alzarse en su búsqueda. Algunos de los monárquicos amadeistas abrigaban más ambiciones, sin
duda, que los propios republicanos.
Si a su instauración anticonstitucional le añadimos las primeras intentos de manejo de los monárquicos
radicales que la hicieron posible, nos percataremos de lo frágil que iba a ser la corta y accidentada vida que la
aguardaba a través del año 1873.
En el período amadeista el antagonismo entre Sagasta y R. Zorrilla hizo estéril el esfuerzo de Prim. La
fricción entre Martos y Rivero en los comienzos de la Primera República creó un mal apagado foco de
discordia, que nada bueno podía presagiar. Finalmente, la rivalidad entre Pi y Margall, Salmerón y Castelar
darán al traste con los viejos republicanos históricos.
Tampoco podemos olvidar que la República iba a recibir, como toda herencia, la serie de errores habidos
desde septiembre de 1868.
El apoyo prestado por los radicales en la proclamación de la Primera República hizo en parte que ésta naciera
hipotecada por quienes le habían entregado sus votos.
Los republicanos no había desarrollado un programa de clase para un partido de masas. Esto se debió, en gran
parte a no querer enfrentar la recién nacida institución con la mayoría conservadora que representaba al país
en los asientos de las Cortes. De haber hecho un partido de masas, hubiera tenido la obstrucción del clero y el
ejército. Prefirieron inspirar confianza a las clases conservadoras que hacer un programa de clase para un
partido de masas.
Además, la equivocación arrancó de que el régimen republicano se impusiera a la nación por unas Cámaras de
signo monárquico, elegidas monárquicas y compuestas por una inmensa mayoría monárquica, y se podría
añadir que igualmente fue monárquico el código fundamental que rigió sus destinos. Nacía, por tanto, atada de
manos.
De todo cuanto antecede podemos colegir que no era aquella República la que iba a poder solucionar los
problemas de la nación española.
• La prensa.
Se ha dicho a menudo que la Revolución del 1868 enlazó el espíritu y la cultura españoles al espíritu y la
cultura europeos. Aunque la afirmación peca de exagerada, es muy cierto que pocas veces antes una
revolución política se apresura a reparar los atropellos cometidos contra la ciencia y los intelectuales.
Los dirigentes entre quienes e contaban militares y ateneístas, comenzaron a de inmediato su programa de
reformas, libertad de enseñanza, complemento de la libertad de ciencia, libertad de cátedra, educación popular
y de la mujer, y libertad de imprenta. De todas estas garantías constitucionales importa ahora destacar el auge
que cobra el periodismo científico e intelectual a raíz de la Gloriosa.
Desde la década de 1830 y sobre todo en 1850, se venía desarrollando un movimiento cultural de cierta
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importancia. Pocas revistas ejercieron tanta influencia en el movimiento científico y político español como la
Revista de Madrid (1830 − 1845), Revista Hispanoamericana (Madrid, 1848), Revista de Ciencias, Literatura
y Artes (Sevilla, 1855 − 1860), Revista de Ambos Mundos (Madrid, 1853 − 55), Las Antillas (Madrid, 1861),
La América. Crónica Hispanoamericana (Madrid, 1857 − 1885) y Revista de Cataluña (1862). En estas se
publicaron trabajos sobre filosofía, literatura, ciencia, política, de intelectuales que después del 68
desempeñarán un papel destacado. A través de la lectura y difusión de estos pensadores, los intelectuales
buscaban una base filosófica para la reconstrucción radical de España. Destacaron el sentido y proyección
políticos de la filosofía, desdeñando la metafísica.
Estos demócratas republicanos, en cuyas filas militaban catedráticos, escritores y abogados, proponían un
Estado que no impidiera las manifestaciones del espíritu y que protegiera al individuo. Postularon la libertad
intelectual como parte del movimiento revolucionario. Estas luchas políticas, encubiertas bajo problemas
culturales, llegan a su cúspide en la década del 60. En 1861, Castelar defiende el hegelianismo en el Ateneo y
pocos años después, en 1864, se entabla la batalla entre La Democracia, que dirige Castelar, y la Gaceta
oficial, neocatólicos y demócratas cruzan armas polarizando el ambiente intelectual español. El debate
concluirá con la expulsión de los catedráticos progresistas de la Universidad.
Con la Revolución del 1868 triunfan las ideas que aspiran a reemplazar el despotismo monárquico por la
libertad civil para crear una sociedad política nueva y secularizada.
El triunfo de la Septembrina fue el triunfo del liberalismo burgués. Los periódicos y revistas liberales
acogieron con entusiasmo el espíritu libre y democrático de la Revolución, en consonancia con las
aspiraciones humanitarias y pedagógicas que ellos mismos proclamaban.
Pero las revistas que mejor representan el nuevo espíritu peninsular son La Revista de España (1868 − 1895),
Revista Europea (1874 − 1879) y Revista Contemporánea (1875 − 1907). Todas tuvieron como eje los
principios revolucionarios de septiembre y fueron apadrinadas por los intelectuales progresistas de la clase
media española. A lo largo de sus páginas, la tolerancia intelectual y la preocupación moral por el progreso
cultural de España figuran como premisas esenciales para la regeneración política y económica del país.
Si la Revolución de septiembre fue bien acogida por ciertos sectores de opinión, otras publicaciones
periódicas mostraron su desconfianza y franco escepticismo. Los dos núcleos opositores más importantes
fuero los republicanos federales y los anarquistas.
La prensa obrera había comenzado a aparecer en la década de 1840. Periódicos como El Trabajador, La
Organización del Trabajo y El Obrero contribuyeron a la difusión de ideas democráticas y asociacionistas. El
último que se publicaba en Barcelona estaba destinado a defender los intereses de la clase obrera. Propone
sociedades cooperativas de producción y consumo y la federación de las sociedades de trabajadores.
En algunos casos el Gobierno provisional ataca sistemáticamente los periódicos republicanos. En las sesiones
de Cortes del 22 y 23 de febrero de 1869, tanto Castelar como Estanislao Figueras y Joarizti acusan al
Gobierno de perseguir la prensa de determinados colores. Publicaciones tales como La Píldora, Los
Descamisados y La Igualdad, y otras más cuyos nombres no mencionan, son censurados por los gobernantes.
A juzgar por lo que se dice, estos periódicos no sólo defendían la ideología republicana, sino que criticaban la
represión oficial contra las poblaciones andaluzas sublevadas. No sin ranzón se quejaron los diputados
republicanos del poco respeto del Gobierno a sus propias leyes.
• Introducción literaria. Realismo y Naturalismo.
Cuando surge en Europa, a mediados del siglo XIX el discurso sobre el Realismo, ya hace tiempo que los
escritores y los artistas han puesto los ojos en la realidad circundante, pues el realismos estaba ya en germen
en el Romanticismo.
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Los teóricos de este movimiento, en su deseo de ruptura con las normas clásicas recomendaban la
introducción de lo concreto en el arte, la poesía lírica debía aludir a objetos familiares y llamar las cosas por
su nombre, el teatro debía representar la vida real y no dar de ella una idea esquematizada tras el disfraz
clásico, la historia y la novela no podía dejar de evocar las condiciones materiales de la vida de épocas
remotas o del tiempo presente.
La cuestión del Realismo no radica sólo en la presencia de algún reflejo de lo real en la obra de arte, sino que
depende del grado de atención y del papel que se le otorga a la realidad. Surge pues la orientación realista
como fenómeno de época, con la conciencia colectiva de que la realidad por sí sola merece ser objeto de arte.
Con el discurso sobre el Realismo entramos verdaderamente en una tendencia, una orientación que abarca
tanto la literatura como las bellas artes, dentro de la cual surge la doctrina naturalista, como un intento para
relacionar la literatura con la ciencia.
La tendencia realista comienza a definirse en Francia por los años de 1850 y luego aparece en las décadas
siguientes en Inglaterra, en España, en Portugal, en Italia y un poco más tarde en Alemania.
Los grandes descubrimientos se dan en un contexto internacional y se produce una internacionalización
acelerada de los conocimientos. El desarrollo de las comunicaciones y particularmente de una densa red
ferroviaria, facilita los contactos y la circulación de libros y sobre todo de periódicos. Cambian de manera
acelerada las condiciones de vida y las relaciones culturales, desde luego cambian las mentalidades.
El auténtico realismo es el que no excluye nada de la representación artística, para él no hay cosa o tema más
digno que otro.
En cuanto al proceso realista, se inicia verdaderamente en España en 1870 con la publicación de La Fontana
de Oro de Pérez Galdós, y el primer discurso crítico sobre la nueva orientación del arte es fundamental
artículo de esta autor titulado Observaciones sobre la novela contemporánea en España (1870).
En España median pocos años entre la aceptación tardía del Realismo y el apasionado debate sobre el
Naturalismo, debate que se inicia cuando se conocen las primeras obras de Émile Zola, y sobre todo cuando
llegan, a partir de 1880, las ideas teóricas del autor de La novela experimental.
Durante el período que separa La Fontana de Oro (1870) de la publicación en 1881 de La Desheredada
(primera novela española influida, directa o indirectamente, por el Naturalismo), período de agitación política
y social (Sexenio Revolucionario, primeros años de la Restauración), la producción novelesca y la crítica
literaria son un reflejo de la lucha ideológica, hasta tal punto que, para varios estudiosos, es cuestionable el
realismo de las novelas de tesis que son Doña Perfecta (1876), Gloria (1877), etc., de Pérez Galdós, por un
lado, y, por el otro, El escándalo (1875) de Alarcón o El buey suelto (1877), Don Gonzalo González de la
Gonzalera (1877) de Pereda.
Ahora bien, si consideramos el conjunto de la producción novelística del período, tanto en Francia como en
España, conjuntamente el discurso crítico que esta producción generó su evidencia la idea de que nunca se fija
una fórmula definitiva de novela realista. A partir de los principios básicos evocados anteriormente, principios
muy generales y por eso comúnmente aceptado, la novela es objeto de una problemática siempre abierta, y
cuay evolución, esencialmente pragmática, es resultado de una constante interacción entre las obras y el
discurso crítico.
• Los novelistas del 68. Alarcón, Pereda y Valera.
• Alarcón y Pereda.
Pereda y Alarcón, aunque más avanzados en la transición del romanticismo al realismo, que Fernán Caballero
había anunciado ya en La Gaviota, son los dos escritores de la generación siguiente más próximos a la estética
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anterior.
José María de Pereda (1833 − 1906) es el primer realista español que cultivó la novela regional, con todo lo
que ello conlleva de virtudes y peligros. Nacido en una familia de ambiente tradicional y católico. Salvo un
período de estudios militares en Madrid y algunos viajes ocasionales, permaneció toda su vida ligado a su
región natal. Empezó su carrera literaria en la década de los 60 con esbozos costumbristas recopilados en
volúmenes titulados sintomáticamente Escenas montañesas (1864) y Tipos y paisajes (1871).
En sus novelas largas posteriores continuó esta tendencia costumbrista hasta finales del siglos XIX durante
más tiempo que su contemporáneos y con mayor éxito. Antes de tomar esta dirección escribió, sin embargo,
una serie de novelas de tesis, en parte como respuesta a obras literarias tempranas de Galdós, como Gloria. En
El buey suelto (1878), abstracta y abiertamente didáctica, ambientada en un medio de clase media urbana,
lanzó invectivas contra el celibato masculino. Al año siguiente publicó Don Gonzalo González de la
Gonzalera, prácticamente sin trama, un panfleto antirrevolucionario en el que el cambio a una ambientación
en un pueblo montañés le permitió desplegar su talento para la descripción realista y sensorial. De tal palo tal
astilla (1880), fue concebida con la intención de propagar la fe religiosa y de condenar a los librepensadores.
Con El sabor de la tierruca (1882) Pereda inició sus novelas regionales, en las que recreó con detalles
gráficos y una mayor complejidad en la estructuración, la vida del Santander de la montaña, como en este
caso, o la vida de la zona costera, como en Sotileza (1885). De nuevo en esta obra, con todos sus sentidos bien
agudizados, captó las costumbres locales y el modo de hablar de varias clases sociales, concediendo una
atención especial a los pescadores. Aún cuando la ciudad de Santander y el mar rivalizan con los protagonistas
en captar la atención del lector, Sotileza satisface al lector más que la mayoría de las novelas de Pereda gracias
al desarrollo de los personajes y situaciones. La Puchera (1889), también está ambientada en la costa
cantábrica y evoca la pureza del mar y la vida campesina en contraste simbólico con los pecados de una
civilización progresiva. En el período intermedio Pereda había escrito dos novelas inspiradas en Madrid:
Pedro Sánchez (1883), las memorias en primera persona de un joven revolucionario, y un escrito severamente
crítico hacia la burguesía degenerada, La Montálvez (1886). La última novela importante de Pereda, Peñas
arriba (1895), está considerada como la cúspide de su capacidad descriptiva. Es la historia, coherentemente
estructurada, de un joven madrileño convertido y salvado por la vida campestre de las montañas del norte.
Aunque profundamente imbuida de religiosidad y con un ritmo narrativo lento, Peñas arriba es un ejemplo de
novela regional bien conseguida. Con una trama y asunto limitados, las visiones embellecidas del campo
dominan un texto que, como El sabor de la tierruca, evoca el mito de un retorno a la naturaleza.
A pesar de las ataduras que le unían a la estética romántica, Pereda fue fiel a su propia generación en los
retratos, a veces pintorescos, de sus personajes, y en su experimentado oído para el lenguaje coloquial. En
tanto que lamentaba la desaparición de un modo de vida, junto con sus valores tradicionales, sus exhaustivas
descripciones no eludían lo que había de repulsivo en su entorno, y, como Galdós, Clarín y Pardo Bazán,
estaba muy dotado para lo grotesco. En última instancia, la persona del autor, con sus sentimientos prejuicios,
se impuso con frecuencia al artista que observa. Si, por ejemplo, el personaje de Sotileza es verosímil, su
conversación metafórica a un ideal de mujer española virtuosa y honrada fuerza la credibilidad del retrato. La
concepción formalista de un orden perfecto domina la experiencia de la realidad, las demandas estéticas se
encuentran subordinadas a las posturas éticas. En último término, la realidad es recreada por lo que tiene de
pintoresco, defendida como positiva porque su existencia está amenazada, y plasmada por la singularidad de
sus características locales. Aunque con las limitaciones propias de la narrativa regional, las novelas de Pereda
dejan en el lector moderno, más que nada, el tono de muchas páginas de prosa lírica y efusiva.
Pedro Antonio de Alarcón (1833 − 1891) nació en la provincia de Granada el mismo año que Pereda, con el
que compartía sus puntos de vista y credo artístico. Dejó sus estudios sin terminar y se fue a Madrid en su
juventud, donde se sumó a los círculos literarios bohemios, se dedicó activamente a la política y escribió en
periódicos.
Las agitaciones políticas de la época le afectaron profundamente, especialmente la revolución del 68, lo que le
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hizo aferrase más firmemente al conservadurismo recalcitrante que había heredado. Disfrutó en vida tanto de
éxito como de notoriedad, pero su obra, salvo algunas excepciones, no fue apreciada por el público tras su
muerte.
Son muchos sus puntos de contacto con Pereda. También Alarcón se encuentra a caballo entre dos estilos
literarios, sin llegar a despegarse nunca completamente de la herencia romántica, y desarrollando un arte
ecléctico. Como Pereda, permaneció apegado al encanto costumbrista, situado en su caso en la Andalucía
natal. Los mejores novelistas de este grupo fueron, en realidad, los que se distanciaron más de las fórmulas
costumbristas y evitaron concepción rígida de la realidad, que restringía en gran medida la complejidad
potencial del género novelístico. Alarcón, en lugar de ello, continuó creando personajes estáticos que se
mantenían inmóviles en la superficie de unas circunstancias cambiantes, del mismo modo que en sus novelas
rehuía las innovaciones estilísticas.
El conservadurismo de Alarcón impuso en su obra las coacciones morales que son también evidentes en
Fernán Caballero y Pereda. Tituló su discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua La moral en el
arte, y dirigió su obra de ficción a la salvación del alma y el mantenimiento de una estructura moral
tradicional. Por supuesto, condenaba el naturalismo. Junto con Valera, creía que el arte debía ser superior a la
realidad prosaica. El artista, insistía, necesitaba reemplazar con triunfos y bondad la realidad que observaba.
Con todo, Alarcón también practicó el arte de la observación y llenó sus páginas con detalles descriptivos. No
era sordo a las demandas de verosimilitud en la creación de los personajes, incluso si al final terminaban
cogidos en la red de un trama escapista. En su favor, en todo caso, hay que decir que fue un hilador de cuentos
de talento con una imaginación fértil y agudamente consciente de lo que podía captar al lector.
Alarcón cultivó el género de relatos de viajes; publicó innumerables artículos y fue un escritor de cuentos
prolífico. Su primera novela, la juvenil El final de Norma (1855), es un relato de sentimientos románticos y
aventuras, influido por sus lecturas de Scott, Byron, Dumas y George Sand. Por el contrario El escándalo
(1875), y seguramente a pesar del autor, se ha convertido a los ojos del lector moderno en el prototipo de
novela de tesis del siglo XIX. Es una obra en la que la línea entre el bien y el mal está claramente trazada y en
la que el narrador / autor propone sus puntos de vista con una retórica pesada. En El escándalo se confrontan
los problemas de la época y conecta con los debates que entonces estaban de actualidad, pero fracasa como
consecuencia de su carácter tendencioso, que produce personajes estereotipados y situaciones artificiales. En
El niño de la bola (1880) aunque continuó predicando un catolicismo doctrinario, y apoyándose en una
solución melodramática, Alarcón atenuó el peso moral con descripciones de costumbres andaluzas. La
pródiga (1881), todavía repleta de personajes de tipo romántico y de discursos morales, refleja, en mayor
grado que las otras novelas las fuerzas contrapuestas (sentimiento y materialismo) en juego en la sociedad
burguesa de la época. El capitán veneno (1881), la historia humorística de una batalla entre los sexos, ha
sobrevivido debido a que comparte algunos rasgos con la obra que sostiene actualmente la reputación de
Alarcón, la novela corta El sombrero de tres picos (1874), cuyo atractivo popular fue avivado con toda
seguridad por la versión en ballet de Falla de 1919. la novelita de Alarcón es una creación llena de gracia y
encanto inspirada en la tradición popular. En absoluto típica de la literatura de la época, esta historia de
coqueteo y embrollo combina estilos de la farsa tradicional, el romance, el retrato costumbrista, la narración
histórica, sobrepasándolos a todos. En ella Alarcón ejerce un estrecho control sobre el ritmo narrativo y sobre
la estructura de la intriga dramática, cuya complejidad es más profunda que el encanto superficial del relato.
La sofisticación temporal y espacial y la sutil interacción de planos y líneas verticales, de espacios rurales y
urbanos, de movimiento y quietud, de fuerza y resistencia, de narración y acción dramática, testimonia un arte
que la distingue del resto de su obra.
3.2. Juan Valera.
Procedente de un entorno familiar tan distinguido como el de Pereda y Alarcón, Juan Valera (1824 − 1905) no
compartía, sin embargo, sus convicciones políticas. Nacido en la provincia de Córdoba, fue toda su vida un
liberal y un escéptico, partidario del progreso y librepensador, a pesar de sus relaciones aristocráticas y de su
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carrera profesional como diplomático, que el llevo a ser embajador en Lisboa, Washington y Bruselas. Realizó
estudios de derecho en Granada, se estableció en Madrid, donde se movió en el círculo de la alta sociedad y de
grupos intelectuales cuando no estaba fuera por largos periodos al servicio de España. Persona de educación
esmerada, era un lector voraz, y poseía una gran cultura. Comenzó su carrera literaria como crítico, ensayista
y periodista, y su voluminosa producción no ha perdido todo su lustre con el transcurso de los años. Fue
elegido miembro de la Real Academia Española cuando contaba 37 años de edad.
Valera encontró en ls clásicos el reflejo de su ideal estético, y, más que cualquiera de sus contemporáneos, fue
partidario de la tendencia del arte por el arte, incluso cuando ésta permanecía ligada a la realidad. Es decir,
Valera hacía hincapié en el deleite estético que el arte está destinado a producir, y lo separaba de toda función
unitaria. Semejante a un hermoso jarrón en un mantel, el arte para Valera tenía una existencia objetiva propia,
que no requería ninguna otra justificación. Incluso en la literatura separó la forma del contenido, exaltando la
forma. En su opinión, la función del arte era el perfeccionamiento de la vida mediante la creación de belleza.
Por esta razón no llegó a aceptar el determinismo naturalista, al que condenó en sus Apuntes sobre el nuevo
arte de escribir novela (1887). Por otra parte, fue más receptivo que la mayoría de sus compañeros españoles
hacia la poesía de Rubén Darío y el modernismo hispanoamericano. Pensaba que el escritor no estaba al
servicio de ningún compromiso social, y se opuso firmemente a la novela de tesis.
Valera escribió artículos, cuentos, poesía y cartas antes de dedicarse a la novela en 1874. Pepita Jiménez fue
la primera, y continúa siendo en la actualidad su contribución más famosa al género. Fiel a sus declaraciones,
rehuyó en su obra la fealdad, evitó, con éxito, las disquisiciones morales que se encontraban en las novelas de
otros autores, y proporcionó al lector un objeto de arte de un estilo cuidadoso, lleno de gracia y agradable.
Pepita Jiménez, con una estructura concisa y económica, no se parece nada a las narraciones lentas y sinuosas
de la época. Situada en un ambiente andaluz, líricamente evocado, es la historia de la creciente atracción que
siente un seminarista por una joven viuda, bella y virtuosa, que había sido cortejada por el padre del joven, y
de manera taimada se las arregla hábilmente para conducir al novicio a su terrenal estilo de amor. Quizás más
que por la trama, atractivamente sencilla, o que por las incursiones en la psicología individual, Pepita Jiménez
atrae al lector moderno por la estructura de su ejecución. Valera juega con varias formas narrativas que se van
contraponiendo y en cuanto a la narración en sí misma produce una tensión dramática entre control y
autonomía. También subraya la distancia irónica existente entre la realidad y la percepción de ésta por el
individuo. La primera acogida que se dispensó a la novela de Valera se centró en su aparente anticlericarismo
y su parodia de las posturas místicas, pero las generaciones posteriores la valoraron por las cualidades
artísticas de su estilo y estructura.
Después de esta novela, Valera se embarcó en la tarea de escribir novelas en dos periodos de gran esfuerzo
productivo separados por casi dos décadas. Las ilusiones del doctor Faustino (1875), ambientada en
Andalucía, pero perteneciente a un tipo distinto de novela, con reminiscencias de Goethe, es un examen largo
y ambicioso de los fracasos de un intelectual en un escenario social cambiante. El comendador Mendoza y
Pasarse de listo, ambas publicadas primero por entregas y después en forma de libro (1877) y Doña Luz
(1879), otra historia de amor sagrado y profano, completan este ciclo. Valera volvió al género con Juanita la
larga en 1896, obra en la que el estilo costumbrista encuentra sus mayores resonancias. En su última novela
Morsamor (1899) Valera volvió la espalda a una realidad que se desmoronaba e infundió dimensione mágicas
en una obra que tiene conexiones con la generación del 98.
A pesar de su rechazo ostensible, tanto del romanticismo como del realismo, los sentimientos humanos y las
circunstancias de la realidad española son componentes significativos de su obra de ficción, aunque el reflejo
documentado de la realidad que se encuentra en la prosa de Galdós o Clarín no es el procedimiento narrativo
que Valera defendió. Valera se encuentra en su mejor momento cuando escribe sobre Andalucía, a la que
describe con gran sensibilidad; pero supera las limitaciones del constumbrismo debido a que se centra en los
estados psicológicos de sus personajes y en el análisis de sus sentimientos. El lector recibe siempre la
recompensa de un lenguaje construido por un estilista muy consciente y de unas narraciones que resulta
atractivas por su encanto, discreción y serenidad.
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