Madres, marginados y otras vÃŁctimas: El teatro de Griselda

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Teatro: Revista de Estudios Culturales / A Journal of Cultural
Studies
Volume 16 El Teatro argentino del 2000
Article 4
6-2002
Madres, marginados y otras víctimas: El teatro de
Griselda Gambaro en el ocaso del siglo
Beatriz Trastoy
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Trastoy, Beatriz. (2002) "Madres, marginados y otras víctimas: El teatro de Griselda Gambaro en el ocaso del siglo," Teatro: Revista de
Estudios Culturales / A Journal of Cultural Studies: Número 16, pp. 49-63.
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Trastoy: El teatro de Griselda Gambaro en el ocaso del siglo
MADRES, MARGINADOS Y OTRAS VICTIMAS: EL TEATRO
DE GRISELDA GÁMBARO EN EL OCASO DEL SIGLO
Beatriz TRASTOY
El teatro de Griselda Gámbaro se ha convertido en uno de los
más reconocidos, traducidos, representados y estudiados dentro y fuera del país. Su universalidad e interés no sólo radican en el virtuosismo formal a través del cual reflexiona sobre las sinuosidades de la
relación víctima-victimario o sobre la peculiaridad que signa a los
personajes femeninos inscriptos en el entramado social que lo genera
y contiene. A pesar de las innegables y siempre presentes referencias a
distintas facetas de la realidad argentina, la producción teatral de Griselda Gámbaro atrae a públicos de lenguas y tradiciones disímiles por
su cada vez más comprometida actitud de reivindicación de los derechos humanos, plasmada en la recuperación de la memoria individual
y colectiva y en la denvmcia de cualquier forma de intolerancia y de
discriminación. Esta actitud -que se acentúa con un mayor grado de
transparencia en los textos escritos y estrenados en los años 90, de los
que aquí nos ocuparemos'- se convierte en un gesto militante, en una
forma de resistencia frente a las riesgosas paradojas de la multiplicación de los sistemas de valores y de sus criterios de legitimación que
los aires posmodemos de nuestra época parecen imponer.
' No consideramos aquí las obras breves inéditas, aún no dadas a conocer, tal como
sucede con Lo va que dictando el sueño, escrita en 1998, según referencia de la
propia autora.
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En Las paredes. El destino. Los siameses y El campo -las
cuatro obras estrenadas entre 1963 y 1967 que conforman la etapa
absurdista de Griselda Gámbaro- la mujer no tiene aún un rol protagónico ni una postura diferenciadora con respecto a la actitud existencial de las figuras masculinas. Ema, en El campo, ejemplifica a los
personajes quebrados física y moralmente que buscan negar su condición de víctima, al tiempo que reproducen y legitiman el discurso de
su victimario. Durante los años 80, la escritura dramática de Gámbaro
se caracteriza, en cambio, por ima fuerte presencia del protagonismo
femenino (ya anticipada en sus textos de la década anterior) y la recuperación de la palabra que, a pesar del metafórico distanciamiento en
tiempos y espacios que plantean las historias narradas, adquiere ima
dimensión claramente referencial. En estas obras, palabra y mujer establecen un complejo entramado de significaciones, cuyo sentido último deberá rastrearse en las circimstancias recientes de la historia
argentina. En boca de Dolores {La malasangre), de la cortesana japonesa {Del sol naciente) o de la infeliz princesa tebana {Antígona Furiosa), la palabra será grito, clamor, denimcia, pero siempre arma liberadora contra el silencio cómplice de la muerte.
Más específicamente, entre los personajes femeninos, las figuras maternas merecen un tratamiento particular. En efecto, ciertas
madres biológicas devienen monstruosas, ya sea por las caracteristicas de su conducta {El desatino), como por su complicidad con las
estructuras patriarcales más injustas y autoritarias {La malasangre);
por el contrario, aimque simbólicas, otras madres modulan un juego
metafórico-metonímico que deja entrever referencias claramente reconocibles a las Madres de Plaza de Mayo, por sus reclamos inclaudicables de los cuerpos de los familiares asesinados {Antígona Furiosa) o
por su solidaridad con los más infortimados {Del sol naciente).
En textos de los años 90, el ideologema "madre" intensifica
su emblemático semantismo político y social, convirtiéndose en un
signo dramáticamente positivo y activo, siempre ligado a los personajes victimizados. A su vez, el victimario ya no es una figura de ferocidad despótica visualizable en escena, tal como sucede con obras
anteriores (el Ujier y el Funcionario en Las paredes, Franco en El
campo, el rey y la princesa impostora en Real envido. Benigno en La
malasangre, Obán en Del sol naciente, entre otras) sino que, por sobre los marginados, los maltratados, los hambreados, los lumpeniza50
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dos, los desaparecidos, se adivina el accionar aniquilador de ciertas
instituciones mediadoras. Los espacios tampoco son ya lugares de
confinamiento (cárceles, campos de concentración, habitaciones cerradas) sino estaciones de tren, puertos, barcos, botes salvavidas: viajes, partidas, regresos son ahora marcas de inestabilidad, de desarraigo, de necesidad de anclaje en una realidad que hay que recomponer,
plena de preguntas por formular, de verdades por desenmascarar.
En Desafiar al destino (1990), obra breve publicada pero aún
no estrenada, Griselda Gámbaro reelabora libremente el cuento de
Heinrich Boíl, "Un relato optimista". Boby, el protagonista, fue despedido del diario en el que trabajaba por haber sido siempre ^m periodista con sentimientos, por no haber cedido a las impiadosas exigencias de la prensa amarilla. Delirando de hambre en una estación de
ferrocarril, choca contra la indiferencia y el desprecio de todos, iconizados escénicamente en el muro del que emergen voces y fi-agmentos de cuerpos. En una desesperada impostura autoconsolatoria, repite
desolado los gestos inútiles de una vida que ya no es la suya (con sus
dos últimos billetes compra im periódico y da una limosna a un pordiosero desagradecido) y, adoptando los ademanes soberbios y autoritarios de quienes conservan aún el respeto por sí mismos y de los
demás, inventa ;ma historia que los caprichos de la providencia harán
verdadera. Aquí también la mujer, fantaseada como profesional exitosa o como amante voluptuosa para un encuentro furtivo, alcanza realmente el ápice de la deseada perfección cuando, como una madre nutricia y protectora, se ofrece a pagarle la comida en el restaurante más
cercano. La irónica inverosimilitud con que se resuelve la pequeña
historia de Boby acentúa la inexistencia de ima red social solidaria que
ayude a los individuos a sobrellevar las adversidades y revertir positivamente sus patéticas consecuencias.
Gran parte de los estudios locales sobre la producción dramática de Griselda Gámbaro se centraron, por im lado, en el señalamiento
de los referentes nacionales y de su diferencia con los modelos teatrales europeo y norteamericano, como fundamentación de una justa,
aunque algo tardía, contestación a las criticas que la autora recibiera
por parte de ciertos sectores periodismo especializado a mediados de
los años 60; por otro lado, en lo que se refiere a una muy cuestionada
y cuestionable filiación de su obra con el grotesco criollo discepoliano. Sin embargo, aún no ha sido suficientemente estudiada la vincula51
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ción de Gámbaro con otros autores clave de nuestra escena, tal como
sucede con Roberto Arlt, cuya obra Trescientos millones (1933) es la
implícita referencia intertextual de Penas sin importancia, estrenada
en el Teatro Municipal General San Martín bajo la dirección de Laura
Yusem en octubre de 1990.
Como la Sofía arltiana, Rita es sirvienta (aunque sólo por horas
en diferentes casas); como ella, su vida interior se proyecta en ensoñaciones literarias (aunque de mayor valor estético). Construidos tal vez
a partir de sus lecturas de los folletines de Ponson du Terrail, los ensueños evasivos de Sofía, que suelen culminar abruptamente con las
quejas de la patrona o la prepotencia del joven de la casa, la llevan a
imaginarse rica y poderosa, deseada por apuestos galanes, atribulada
por las desventuras de fínal feliz propias de ima heroína melodramática; pero también a transformarse en autora y directora de la puesta en
escena de su propio melodrama. Rita ya no se postula como protagonista de ningún novelón por entregas, en el que buenos y malos se
enfrentan sin conciliación posible, en el que todas las desgracias recaen sobre los más desvalidos, en el que la virtud de los justos debe
ser permanentemente demostrada y la pareja feliz se convierte en im
bien casi inalcanzable. Por el contrario, la protagonista de la pieza de
Gámbaro piensa su realidad a partir de las premisas del teatro realista;
esto es, de un mundo regido por el principio de causalidad en el que la
bondad y la maldad se han relativizado, en el que las acciones humanas no sólo están determinadas por el contexto sino también por su (a
veces sumamente restringido) margen de responsabilidad y libertad
individual; im mirado en el que los hechos se estructuran en un relato
marcado por encuentros personales, por cierta coherencia lógica espacio-temporal, por una extraescena y una prehistoria verosímiles. Embarazada, agobiada por las exigencias de su trabajo y de su propia vida
familiar, Rita se espeja en otra Sophia (Sonia), la sobrina de Iván Petrovich Voinitsky, el tío Vania de la pieza epónima de Chejov (1897).
Compara la historia del amor no correspondido de la joven hacia el
médico Astrov, así como su resignación ante el despiadado egoísmo
de su padre y el hastío y la frivolidad de su madrastra, con las pequeñas miserias de su vida cotidiana: amar y trabajar para un marido infiel y profundamente inmaduro. A diferencia de la Sofía arltiana, abusada sexualmente por el hijo de la patrona, Rita decide sobre su cuerpo y sobre sus deseos, sus miedos y, finalmente, su frustración de ser
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madre, rol que, a pesar de sí misma, asume tanto al comprender y perdonar las pueriles mezquindades de Pepe, sus abandonos y sus pequeñas traiciones, como al aceptar la tierna devoción que Andrés sienta
hacia ella. El fracaso definitivo del ideal de triunfo y de enriquecimiento -base del proyecto liberal que atrajo a las masas inmigratorias
a fines y principios de siglo- se ilustra en el suicidio de la sirvienta
inmigrante, inspirado en un hecho real de la crónica policial que impactó profundamente en Arlt. Esta patética claudicación de Sofía en
medio de la soledad y la pobreza, se opone a la lucha de Rita por ima
vida mejor en el restringido marco de su realidad, por la aceptación de
un destino ínfimo aunque esperanzado, que tal vez se parezca a la felicidad.
Chejoviana en el clima dramático y en los mecanismos de su
composición (módico humor de tintes irónicos, escaso desarrollo de la
acción en la que es más importante lo que se calla que lo que se enuncia, atmósferas plenas de tristeza y melancolía, personajes frustrados
en sus intentos de elevarse, de realizarse afectiva y espiritualmente),
Penas sin importancia, en su doble confrontación con Trescientos
millones y Tío Vania, señala hitos en el largo y dificultoso proceso de
cambios en la situación laboral, familiar e, inclusive, sexual de la mujer. No se trata, sin embargo, de remisiones simétricas ni de analogías
anecdóticas entre las tres obras sino, sobre todo, de una común interrogación sobre el sentido de la existencia humana.
Tal como señala su autora, la particular estructura dramática de
Atando cabos se explica por el hecho de que fue escrita por comisión
del Festival Internacional de Teatro de Londres para ser leída en un
ciclo de obras cortas. A pesar de ello, se estrenó en el Royal Court
Upstairs, el 4 de julio de 1991 con el título de Putting two and two
together, con dirección de James Me Donald. La pieza está dedicada a
los dieciséis adolescentes desaparecidos en la ciudad de La Plata durante la última dictadura militar por reclamar rebajas para estudiantes
en el transporte público, en el episodio tristemente conocido como "La
noche de los lápices".
Un hombre y una mujer intentan sobrevivir en im bote salvavidas tras el naufi-agio del barco que los llevaba rumbo a Europa. La
discreta atracción erótica que inicialmente los reunió en la planchada
de la nave se convierte poco a poco en un diálogo cargado de trágicas
revelaciones. Se trata en realidad de un militar que, por no haber parti53
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cipado directamente en la represión ilegal de la dictadura, se considera
inocente de tantos crímenes y la madre de una de las víctimas, que se
resiste a olvidar y perdonar. En parte errático y alucinado, el discurso
de Elisa se carga de asociaciones, de recuerdos, de suposiciones: compara a los peces voladores con los cuerpos de los detenidos que eran
arrojados narcotizados desde los aviones al Río de la Plata, imagina
qué pudo haber sentido su hija al golpear contra el agua. Rescatados
finalmente por una lancha, Martín retoma su actitud seductora; para él
nada ha ocurrido. Elisa, en cambio, no aceptará jamás la impimidad de
los responsables, ya que no concibe el perdón sin arrepentimiento ni
penitencia. Una y mil veces la nave seguirá chocando con los escollos
que las aguas tranquilas apenas disimulan. Las vanas justificaciones,
las leyes con voluntad de olvido, los ignominiosos indultos sólo pudieron borrar del iceberg la superficie:
(...) Algo haré para que no deje de
verme. En tierra, en el naufragio. Algo haré
para que no deje de verme. ¿Verborrágica,
dijo? Hablaré tanto que lo inundaré con mi
memoria, y no podrá respirar, y se ahogará en
tierra, ¡en el naufragio!
MARTÍN (fríamente): Somos ciegos y sordos,
señora. El mundo no cambiará por unos pocos. O por una multitud sin fuerza. Resígnese.
ELISA: NO sé qué es eso. No contar con mi
resignación es sufracaso.No conseguir borrar
mi memoria, su naufragio. En esta tierra que
transito usted no puede vivir. En estas aguas,
usted no sabe nadar.
¿Oye? (Atiende) Corren. (Unapausa) Hemos
chocado con algo. (26)
ELISA:
Creada por comisión del Instituto Torcuato Di Telia y de la
Fundación San Telmo y producida por el Centro de Experimentación
en Ópera y Ballet del Teatro Colón de Buenos Aires, se estrena en el
Teatro Mimicipal General San Martín la ópera de cámara Casa sin
sosiego (1992) dirigida por Laura Yusem, sobre libreto de Griselda
Gámbaro y música de Gerardo Gandini. A medias entre el teatro y la
ópera, las secuencias "habladas" se intercalan con otras muchas cantadas inclusive por los actores, ya que por decisión del propio Gandini
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no sólo se convocó a cantantes líricos. En el programa de mano, Griselda Gámbaro sostiene que "el verdadero texto del texto del libreto"
es la música pues "con su dimensión dramática y sonora nos coloca
frente un destino que aún nos pide respuesta". El libreto está urdido
intertextualmente con poemas de Elsa Morante y de Rainer María
Rilke, mientras que la referencia al Orfeo de Claudio Monteverdi fue
elección del compositor, ya que no aparecía en el texto original de la
autora. El mítico descenso del héroe músico a los infiernos para recuperar a su amada Eurídice se convierte en la transparente metáfora de
la búsqueda de los desaparecidos durante la dictadura militar, de
aquellos que no pueden encontrar la paz mientras sus asesinos permanezcan impunes. La intensidad de la partitura y la presencia de los
cuerpos torturados, de los dementes, de los recluidos orientan al protagonista en su camino hacia la verdad sobre el destino final de tantas
víctimas e impiden que el silencio y el olvido se instalen definitivamente en la "casa sin sosiego", desgarradora imagen de ima Argentina
lacerada por el dolor.
Es necesario entender un poco (1995), la obra más importante
de la producción gambariana de los 90, ofi-ece facetas de novedosa
complejidad conceptual en cuanto al tratamiento dramatúrgico de la
figura femenina y de los mecanismos sociales de victimización, ya
que se plantean en el marco de la dualidad centro-periferia, conceptos
éstos concebidos como ambiguas e imprecisas categorías organizadoras de la realidad. Hue, el protagonista de la pieza, períférico en su
China de origen por su doble condición de letrado y de cristiano, es
llevado, en 1722, de Cantón a Francia por un jesuítafi-ancés,para que
lo ayude a traducir un idioma que no logra dominar. Sin embargo,
Hue, que desconoce la lengua de los otros, no podrá ser nunca un traductor, un mediador entre dos centralidades lingüísticas, sino apenas
^m copista, un mero reproductor que permanece sin intervenir en la
periferia de discursos ajenos. Al desconocer por completo el fi-ancés,
Hue no entiende ni es entendido: invirtiendo el gesto civilizador que el
europeo iluminista plasma en los relatos de viajes a tierras lejanas, su
mirada, y sólo ella, irá advirtiendo más similitudes que diferencias.
Hue descubre, con sorpresa y horror, pordioseros que se destrozan las
manos bajo las ruedas de los carruajes al tratar de alcanzar las monedas que displicentemente arrojan los poderosos; mendigos que sólo
ansian las sobras y tiritan de fiío comidos por los piojos; dementes
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hambreados y maltratados con brutal sadismo; seres que aun en su
ínfima y común condición periférica son incapaces de la solidaridad.
"Los desdichados no se reconocen" (118), repetirá Hue una y otra vez.
Pues si entre ricos y pobres, sabios e ignorantes, sanos y enfermos,
sometedores y sometidos, iguales y diferentes, se instaura la dualidad
centro-periferia más allá del lugar geográfico o de la cultura que los
genere, la mujer es siempre periférica en cualquiera de las formas que
puede llegar a asumir la periferia. Ya sea madre oriental que reverencia como un dios al hijo, posaderafi"ancesahumillada por la clientela
y asesinada a golpes por el marido, enferma mental abusada por médicos y locos del hospicio de Chareton, la mujer -sin voz, sin poder ni
saber- repite a su vez los modos de la dominación en el diferente, en
el segregado, en el que es todavía más infeliz que ella misma. Y en esa
centralidad que idealizó desde su remota periferia, Hue descubre que
la lengua es lugar de encuentros y desencuentros pero también es el
"lugar común", la ideología autoconsoladora de la doxa que justifica
lo injustificable: "Está acostumbrado a todo, al fií'o. No es como nosotros. Cuando obtiene una limosna, se emborracha"(79), afirma el
jesuíta, insensible ante el ruego de los indigentes.
En Es necesario entender un poco, la relación centroperiferia analogiza la oposición propio-ajeno a través de su triple filiación: suelo, familia de sangre y lengua/cultura. La China natal abandonada es el espacio de lo materno, de lo biológico, de la sangre, del
pasado y del fiíturo, de los padres y de los hijos; es un ámbito que
protege y nutre aun con la escualidez de las verduras en el caldo o del
arroz con sabor a infancia. Esa China natal es también el ámbito de la
lengua madre, la que se recibe y transmite, la que, como letrado, vuelve a Hue diferente en su propia cultura y, como hablante, un marginado en la cultura ajena. Esa China es la periferia que Hue abandona en
pos de la centralidad de un mundo cuya cultura admira pero no llega a
entender y en el que, discriminado y literalmente incomprendido, sólo
aprenderá las muchas formas del abuso y la humillación. "Me dijeron
que esta ciudad estaba cerca del cielo y que el Papa estaba cerca de
Dios. Ni siquiera un hombre está cerca de otro. (...) Quizás me salve lo
que no entiendo. ¿Pero cómo vivir sin entender?" (106)
El padre jesuíta deja a Hue en Francia librado a su suerte y va
a ver al Santo Padre, repitiendo así el gesto de abandono del propio
padre de Hue y del propio Hue como padre. Entre la tierra materna.
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contenedora y nutricia, y la paterna, hostil e inclemente, se abre un
mar abisal como el silencio de Dios, el otro padre siempre invocado,
siempre ausente. Cuando el jesuita lo lleva de regreso a su China natal
después de seis años de reclusión en el manicomio, Hue está reducido
a una condición infrahumana: come del piso, es incontinente, se niega
a que le quiten el chaleco de fuerza. Perdió no sólo los sueños y el
recuerdo de los sabores de la infancia sino también los ideales de solidaridad, justicia y amor que lo dignificaban como individuo. A medias
entre el demente y el animal, reproduce la intolerancia y el desprecio
padecidos (escupe el arroz que su madre logró jvmtar tras cinco días de
ayuno). El país de origen ya no es el mismo, ha cambiado tanto como
él mismo. Tras las paredes transparentes de su hogar, en la periferia de
su centralidad recobrada, Hue entrevé los recuerdos pesadillescos de
im mundo, ahora periférico, que se ha incorporado a su vida definitivamente. Marginal en el centro, letrado de una cultura no central, es
decir, no europea, y cosmopolita en la periferia, Hue aparece en el
hiato entre lo europeo y lo oriental, en una tierra de nadie, en la inestable travesía que transforma para siempre a quien se aventura en ella.
No hay retomo a la ingenuidad primigenia. Al jesuita, que lleva a
China las Escrituras, ya no le basta el Evangelio, necesita del I Ching
para interpretar el presente y anticipar el futuro, necesita de una palabra diferente de la del Padre. A Hue, transformado por el conocimiento de la escritura y del cristianismo, tampoco le basta ya su cultura, sino que necesita ir al centro, en busca de una filiación que siente
como más acorde con su nuevo saber y sentir, para ser, en fin, reconocido por el "Padre".
Las distintas instancias textuales y los espacios contrapuestos
que crea la arquitectura escénica de Graciela Galán y el juego actoral
dirigido por Laura Yusem, con quienes Griselda Gámbaro ha trabajado en los últimos quince años, metaforizan no sólo los desplazamientos del centro a la periferia, del ámbito matemo al paterno, sino también los espacios sociales y los modos en que se ideologiza y reproduce tal polarización en el interior de cada imo de esos campos. Si bien
el escenario es el lugar de encuentro de personajes de distintas razas y
lenguas, todos los intérpretes se expresan en castellano y actúan como
si no se entendieran. Es la acción dramática, y no las convenciones
hipercodificadas de maquillajes, gestualidad oritmosdel habla, lo que
determina las diferencias: sólo algunas literas, las túnicas estilizadas y
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cierta fraseología sentenciosa evocan el mundo oriental. Acaso el caminar de la madre a pasos cortitos, "como si la hubieran criado con los
pies atados" (61), tiene más que ver con su sometimiento social en
tanto mujer, que con una marca corporal de sinidad.
En la puesta de Laura Yusem, Cantón y París son espacios
construidos por la mirada de Hue. El primero, en el fondo del escenario, limitado por un muro transparente en el que se recorta un ciruelo
(símbolo chino de la buena suerte) que parece deformado por el viento, es un ámbito gris, frió, pulcro, iluminado por la luz que irradia un
suelo espejado que, como la madre tierra, devuelve siempre la propia
imagen. Francia, en un plano más próximo a la embocadura, carece,
en cambio, de paredes, de contención. En un foso que se abre en el
centro del escenario, los personajes aguardan su entrada amontonados
confusamente entre muebles, accesorios, ropajes. Los cambios de
elementos escénicos y de vestuario se hacen a la vista del público en
im doble juego de referencias: por un lado, Hue, cristiano por elección
o coacción, no puede dejar de asociar ese mimdo que lo hostiga con
imágenes provenientes de un subsuelo caótico, origen de lo que no
comprende, vma suerte de infierno que todos parecen aceptar y desear
imponer a los demás. Según lo que prescribe el texto dramático, salvo
en el caso de Hue y su madre, varios personajes son encamados por un
mismo intérprete. Las diferencias se disuelven bajo la mirada azorada
de Hue. Por otro lado, el hueco central remite al teatro mismo, a un
"work in progress", que se refuerza por las escenas metateatrales en
las que, con un violento anacronismo que habilita la referencia intertextual a la obra de Peter Weiss, el marqués de Sade, encerrado en
Chareton, ensaya con los locos una obra sobre el asesinato de Marat.
En efecto, la acción de la obra de Gámbaro transcurre entre 1722 y
1728, aproximadamente, mientras que Jean Paul Marat nació en 1743
y murió asesinado por Carlota Corday en 1793; por su parte, el marqués de Sade nació en 1740 y murió en 1814, confinado por Napoleón
en Chareton. De este modo, a través del artificio mostrado como tal.
Gámbaro presenta nuevas y múltiples posibilidades de enjuiciar la
realidad a la que suscribe el espectador.
El tratamiento dramático de la madre de Hue implica una
variación importante en la textualidad dramática de Griselda Gámbaro. A diferencia de las protagonistas de obras anteriores, la madre de
Hue es, creemos, el primer personaje femenino que, ya desde el co58
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mienzo de la pieza, tiene voz propia (al menos para su hijo) y demuestra una aguda capacidad de analizar y comprender su propia realidad. Despojados de todo lastre paródico, en Es necesario entender
un poco se reformulan los tópicos concomitantes del mito materno,
vertebrador del imaginario popular argentino, aproximándolos, curiosamente, a los códigos de la poesía tanguera:
En la literatura argentina, las madres son una
presencia intermitente, en constante tensión
entre la centralidad y la exclusión, entre la
acentuación y la indiferencia. Una presencia
que en general no tiene voz; alguien habla por
ella, su hijo. El hijo, apoderado indiscutible
del lugar de enunciación, se autoconvoca para
construir estos relatos y apropiarse de sus
temporalidades y voces. Es él quien sostiene
el peso de ima voz autorizada. El relato de la
madre es im relato construido desde la posición del hijo o hija (Domínguez: 537).
Tal como Hue construye a través de su mirada la centralidad
europea, construye una imagen de madre que es puro sentido común,
palabra verdadera que augura con la ambigua pero aleccionadora retórica del I Ching; una madre que lo acompaña con su permanente presencia en escena, aim en la periferia de la acción dramática y que, como las madres idealizadas de los tangos, está dispuesta a caer mil veces para que el hijo pueda levantarse, para que finalmente pueda "entender un poco" que, a pesar de las muchas muertes que cotidianamente nos infligen, siempre hay im tercer día para resucitar.
En el terreno puramente estético, el proceso escritural de Griselda Gámbaro en Es necesario entender un poco se despliega en explícitas citas de autores tan periféricos para la cultura argentina (poemas de Li Po, de Che King) que el espectador medio no reconoce como tales y en la intertextualidad implícita de autores que fueron centrales en los años 60 y 70, como Weiss y Brecht. Por otra parte, el
ensayo en Chareton, como espuria supervivencia de lo teatral en las
sucesivas periferias que prescriben los mecanismos de exclusión institucional y cultural, remite a la forma de producción escénica en la
Argentina. En efecto, recién a partir de la reinstauración de la demo59
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cracia en los 80, nuestro teatro, que siempre reelaboró estéticas occidentales, comienza a trabajar con las fusiones interculturales, la integración de lo oriental, la recuperación de las tradiciones indígenas
locales; esto es, a hacer de la periferia una estrategia para la creación
escénica. Hibridación, en fin, que intenta polemizar o inclusive superar cierta supuesta posición periférica, en pos de ima integración centralizadora.
La historia real del letrado chino John Hu (Hue en la ficción
teatral) le permite a Griselda Gámbaro una muy evidente reflexión
himianitarista sobre la segregación, la intolerancia, el autoritarismo,
los mecanismos de exclusión del diferente, valores que, en el umbral
del tercer milenio, conservan todavía una estremecedora vigencia.
Asimismo, le permite reescribir paródicamente el tópico iluminista del
buen salvaje, que, en sus iimumerables versiones, hace siempre del
hombre europeo sujeto y objeto del discurso mítico. Ya sea admirado
por la superioridad que le confiere su sujeción a la moral natural o
denostado por la completa carencia frente a la plenitud del mundo
civilizado, el buen salvaje encierra el exotismo de un mundo diferente
en una red de negaciones que permiten la construcción de modelos
antitéticos. Poco importan la realidad de su existencia, su lugar de
origen o el color de su piel: el hombre natural no alcanzado aún por la
cultura europea remite a la soñada recuperación del paraíso perdido.
"A una sociedad que duda de sus valores y de sus poderes, se le ofrece
la oportunidad de ponerse a sí misma en tela de juicio, de concebirse
como distinta de lo que es, de inventar su propia negación para mejor
medir su aUenación" (Duchet: 12). De esta manera. Gámbaro pone en
escena, por primera vez, las contradicciones de la cultura argentina,
una cultura que, reconociéndose heredera de la tradición europea, sabe
que no pertenece enteramente a ella, pues se encuentra espacial y temporalmente en la periferia de sus corrientes principales. A comienzos
de los años 90, el discurso neoliberal del presidente Menem, que insistió en considerar la Argentina como un país más del llamado "primer mxmdo", proyectó en el campo sociopolítico este conflicto ético y
estético fundacional de la intelectualidad argentina, del que Borges
fuera figura emblemática.
Y en este marco de centralidad y periferia, de dominaciones y
de sometimientos, el lugar social de la mujer es, para Griselda Gamba-
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ro, una preocupación ética y estética fundamental sobre la que, sin
dudas, se cifrará su teatro por venir:
La mujer imprime algo diferente en la cultura.
No aceptemos el mimdo pequeño al que siempre nos han condenado. Y lo que la mujer imprime en la cultura es su diferencia de ver la
vida y la muerte, de nacer a otra vida y a otra
muerte, a otra libertad, a otra distribución del
poder. Pasajeras de un tren que ya tiene largo
recorrido, sólo por obstinación y conciencia,
lo haremos transitar por otros paisajes. No sabemos del todo cómo será, aunque podemos
intuirlo. Sabemos que en ese paisaje no encontraremos protección ni comodidades, pero
reconoceremos las imágenes del agua y de la
tierra, las imágenes y las palabras de un teatro
que por fin será nuestro, no por apetencia de
posesión sino por obra creativa y legitimidad
de derecho (1998: 211).
Esta idea de una nueva mirada femenina sobre lo femenino se
ilustra claramente en De profesional maternal, texto breve escrito en
1997 y aún inédito, estrenado en el Teatro del Pueblo en junio de
1999, también con dirección de Laiu-a Yusem, en el que Griselda
Gámbaro vuelve a revisar los roles sociales y familiares prescritos por
los lugares comunes de la clase media. Matilde y Leticia, madre e hija,
deciden conocerse después de cuarenta y cinco años de separación. El
rencor ante el abandono, la sorpresa por la revelación de la homosexualidad de la madre, el rechazo por las expectativas frustradas, las
versiones falaces con que una y otra tratan de justificar sus acciones y
sus sentimientos enrarecen el clima de un reencuentro que no responde al cliché sentimental de las historias de ficción. No hay abrazos, ni
lágrimas, ni besos, ni siquiera la "anagnórisis" que la fuerza de la sangre supuestamente debería imponer por encima de la racionalidad, ya
que inicialmente Leticia confimde a Matilde con su actual pareja. Si
en un primer momento las ironías, los viejos reproches, los ajustes de
cuentas se convierten en agresiones, muy pronto las tres mujeres comprenden que reproducir el discurso "masculino" centrado en la burla y
la descalificación de lo femenino, las lleva a un estéril enfrentamiento
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sin reconciliación posible. Aceptar tácitamente que el amor maternal
no es puro instinto ni está necesariamente ligado a la maternidad biológica, sino que es una actitud existencial, más allá de los géneros y
las opciones sexuales; un sentimiento condicionado por la ideología
vigente que debe construirse cotidianamente, y no sin dificultades, a lo
largo de toda la vida, lleva a los tres personajes femeninos a intentar
nuevas salidas basadas en la comprensión y la tolerancia.
La textualidad dramática gambariana de los últimos años no
escapa al axioma postulado por la autora acerca de que toda pieza de
teatro es un ajuste de cuentas, un enfrentamiento inmediato con la
sociedad (1989: 26). Sin embargo, ¿cómo leer estas obras en la Argentina de los 90, signada por el discurso globalizador del menemismo, que busca borrar distancias culturales y económicas con las naciones desarrolladas, desconociendo tradiciones y especificidades,
haciendo concesiones en pos de un reconocimiento y de una revalorización como país que nunca parece llegar; un discurso que, a través
del otorgamiento de indultos e inadmisibles reivindicaciones a los
responsables del genocidio, busca disolver el recuerdo siniestro del
pasado reciente y volver la lucha por los derechos humanos un slogan
vaciado de compromiso ético? Acaso, parece decir Griselda Gámbaro,
recuperar nuestra memoria, nuestra propia historia personal y colectiva indisolublemente ligada a la madre tierra, a la cultura y a la lengua
maternas, constituye ima posibilidad, quizás la única, de sobrevivir
dignamente en im mimdo transido de irracionalidad y horror, de discriminación e intolerancia.
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Reescribir la escena, L. Borras Catanyer (ed.), Madrid: Fundación Autor: 207-211.
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