LOS CHICOS DE DICIEMBRE MICHAEL NOONAN NOTA DEL AUTOR Los chicos de diciembre es una historia ambientada en los años treinta, antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. La gran depresión económica que ocurrió a principios de esta década golpeó con gran virulencia a la región de Australasia; el campamento abandonado y las cuevas con el frente recubierto de tablas que los chicos descubren en Captain’s Folly son ejemplos tı́picos de los precarios alojamientos en que vivieron temporalmente muchas personas que habı́an perdido su trabajo y posesiones. 7 1 –¿Hay algo más que tengas que confesarme, hijo? –susurró una voz ronca. Tras la rejilla metálica se distinguı́a la oscura sombra de la cabeza del cura. Pues sı́, habı́a algo más, pero me estaba costando trabajo arrancármelo del pecho. Hasta aquel momento, mis pecados habı́an sido rutinarios y anodinos: decir palabrotas, tomar el nombre de Jesús en vano, reı́rme en misa, decir que me habı́a lavado los pies y las orejas sin haberlo hecho, saltarme las oraciones de la mañana y la noche... La verdad es que me parecı́a tener una buena excusa para dejar de rezar, porque estaba pisando las playas de un lugar comparable a cualquier paraı́so católico, protestante o lo que fuera. –Habla más alto, hijo. ¿Cómo podı́a explicárselo? No era culpa mı́a que aquello hubiera llegado a mis oı́dos. Era algo que me habı́a caı́do encima, como una especie de fruta prohibida. La habı́a probado porque no me quedaba otra opción. 9 –Tengo un secreto –dije por fin. –¿Un secreto, hijo? –Sı́, padre. –¿Y te está perturbando? –Sı́, padre. –¿Es que te tientan los malos pensamientos, hijo? Mi despertar al mundo de la carne aún no habı́a llegado en la forma a la que se referı́a el cura, pero era cierto que me asaltaban los malos pensamientos. De hecho, desde hacı́a unos diez dı́as, mi vida entera se habı́a convertido en un mal pensamiento continuo. La información que habı́a oı́do era tan valiosa que no podı́a dejar de pensar en cómo mantenerla alejada de las repeladas orejas de mis cuatro compañeros. –Tener secretos puede ser pecado, hijo. Eso era lo que me temı́a. –¿No crees que desahogarte te servirá de alivio? Ası́ que se lo dije. Le conté que habı́a oı́do sin querer una conversación entre un hombre llamado Sinmiedo Foley y otro llamado Tripulante O’Leary, y que lo que decı́an estaba relacionado con una tal Teresa. Le planteé un problema no muy habitual para un feligrés de solo doce años. El cura se quedó un rato cavilando, metido en aquella caja en la que su grey liberaba y vencı́a a los negros pájaros de la conciencia. Yo esperaba arrodillado ante el confesionario escuchando un silencio impregnado de plegarias, solo roto por el ruido que hacı́an los feligreses absueltos y los que pronto lo estarı́an al sentarse y levantarse de los bancos. –Hijo –dijo al cabo aquella voz susurrante–, al reservarte solo para ti lo que me has dicho, ¿estás siendo justo para con los demás? Si guardas silencio puedes 10 estar cometiendo un acto de egoı́smo, y eso ya puede ser un pecado a ojos de Dios. Ası́ pues, hijo mı́o, para tener paz de espı́ritu, deberı́as contar a los demás chicos todo lo que oı́ste sin querer. Comparte el secreto con ellos, hijo. Tanto las cosas buenas de la vida como las malas mejoran si se comparten. Luego, el cura masculló la absolución en un latı́n macarrónico. En aquellos tiempos, las penitencias oscilaban entre tres avemarı́as como mı́nimo y diez rosarios como máximo, dependiendo de la frecuencia y magnitud del pecado que se hubiera confesado. En aquella ocasión me libré de rezar; pero sabı́a lo bastante sobre la religión que profesaba como para comprender que la limpieza de mi alma no serı́a completa hasta no haber seguido la indicación del cura. Tenı́a que contar algo a aquellas ocho orejas repeladas que las harı́a cosquillear. –Reza por mı́, hijo –murmuró el cura mientras deslizaba una tabla de madera tras la rejilla y abrı́a la ventanilla para atender al cliente del otro lado. ¿Cómo que rezara por él? Con la tarea que me habı́a impuesto, ya iba a estar bastante ocupado rezando por mı́ mismo. 11